Rocio fue al supermercado ya tarde. No solía ir a comprar a las diez de la noche, pero se había dado cuenta de que no le quedaba leche. Nico, que había vuelto tarde del trabajo, habría ido al supermercado por ella, Rocio estaba segura, pero parecía muy cansado. Y, de todos modos, ella necesitaba salir de casa un rato.
Se entretuvo más de lo previsto, disfrutando de la soledad, aunque en realidad compró poca cosa. Salió del supermercado a las diez y media, con una única bolsa. Se dirigía hacia su Lexus beige, cuando, repentinamente, sintió un toque en el hombro. Se giró sorprendida, y entonces lo vio.
Y tembló, consternada, furiosa, extrañamente asustada.
— Rocio, permíteme que te ayude.
—No... no, es solo una bolsa pequeña.
—~,Qué haces fuera de casa tan tarde?
—Comprando leche.
—Tendría que haber venido Nico. La noche es peligrosa.
—No, mucha gente viene a comprar los viernes por la noche. El supermercado está abierto hasta las once.
—Aun así, es peligroso —él titubeó—. Nico no te quiere lo suficiente. Como yo. ¿Cuándo vas a comprenderlo? — se inclinó sobre ella, susurrándole con voz ronca—. Déjame lamerte por todas partes. ¡ Deja que te coma esas braguitas!
Ella respiró hondo, furiosa.
—¿Cómo pudiste hacerme una cosa semejante? —inquirió.
—¿Qué? Te envíe un regalo para disfrutarlo juntos.
Rocio meneó la cabeza.
—Creí que era de Nico.
Las facciones de él se endurecieron.
—¿Por qué iba a ser de Nico? Me dijiste que era un imbécil que nunca estaba en casa.
—Me... me equivoqué. Mira, ya sé que te he dado pie, en cierto sentido, pero... Nico es el padre mis hijos. Estamos casados y hemos tenido problemas, pero los resolveremos. Tú siempre me has hecho sentir bien cuando estaba deprimida, y te lo agradezco, pero... — Pero ¿qué, Rocio?
—Por favor, basta de regalos. No puede haber nada entre nosotros. Salvo la cercanía que siempre hemos tenido.
Él meneó la cabeza.
—Te equivocas —dijo suavemente, con ternura—. Me amas. Al final, te darás cuenta.
Que se joda Nico.
—No lo entiendes —Rocio intentó explicarse.
—Sí, lo entiendo. Eres una hija de puta, como casi todas las mujeres. Como tu madre.
—Dios mío, ¿cómo has podido...? ¿Cómo te atreves a...?
—Lo siento —dijo él escuetamente—. Está bien, quieres a tu marido. Deja que meta la bolsa en el coche por ti —le quitó la bolsa de la mano y se encaminó hacia el coche. De repente, ella temió que pensara forzarla.
No lo hizo. Colocó la bolsa en el asiento de atrás y cerró la portezuela.
—Oye, Rocio, lo siento. He dicho algo horrible. Aunque, sí, es cierto que me has estado
dando pie. Y volverás a tener problemas con Nico. De nuevo buscarás lo que yo puedo darte.
Se entretuvo más de lo previsto, disfrutando de la soledad, aunque en realidad compró poca cosa. Salió del supermercado a las diez y media, con una única bolsa. Se dirigía hacia su Lexus beige, cuando, repentinamente, sintió un toque en el hombro. Se giró sorprendida, y entonces lo vio.
Y tembló, consternada, furiosa, extrañamente asustada.
— Rocio, permíteme que te ayude.
—No... no, es solo una bolsa pequeña.
—~,Qué haces fuera de casa tan tarde?
—Comprando leche.
—Tendría que haber venido Nico. La noche es peligrosa.
—No, mucha gente viene a comprar los viernes por la noche. El supermercado está abierto hasta las once.
—Aun así, es peligroso —él titubeó—. Nico no te quiere lo suficiente. Como yo. ¿Cuándo vas a comprenderlo? — se inclinó sobre ella, susurrándole con voz ronca—. Déjame lamerte por todas partes. ¡ Deja que te coma esas braguitas!
Ella respiró hondo, furiosa.
—¿Cómo pudiste hacerme una cosa semejante? —inquirió.
—¿Qué? Te envíe un regalo para disfrutarlo juntos.
Rocio meneó la cabeza.
—Creí que era de Nico.
Las facciones de él se endurecieron.
—¿Por qué iba a ser de Nico? Me dijiste que era un imbécil que nunca estaba en casa.
—Me... me equivoqué. Mira, ya sé que te he dado pie, en cierto sentido, pero... Nico es el padre mis hijos. Estamos casados y hemos tenido problemas, pero los resolveremos. Tú siempre me has hecho sentir bien cuando estaba deprimida, y te lo agradezco, pero... — Pero ¿qué, Rocio?
—Por favor, basta de regalos. No puede haber nada entre nosotros. Salvo la cercanía que siempre hemos tenido.
Él meneó la cabeza.
—Te equivocas —dijo suavemente, con ternura—. Me amas. Al final, te darás cuenta.
Que se joda Nico.
—No lo entiendes —Rocio intentó explicarse.
—Sí, lo entiendo. Eres una hija de puta, como casi todas las mujeres. Como tu madre.
—Dios mío, ¿cómo has podido...? ¿Cómo te atreves a...?
—Lo siento —dijo él escuetamente—. Está bien, quieres a tu marido. Deja que meta la bolsa en el coche por ti —le quitó la bolsa de la mano y se encaminó hacia el coche. De repente, ella temió que pensara forzarla.
No lo hizo. Colocó la bolsa en el asiento de atrás y cerró la portezuela.
—Oye, Rocio, lo siento. He dicho algo horrible. Aunque, sí, es cierto que me has estado
dando pie. Y volverás a tener problemas con Nico. De nuevo buscarás lo que yo puedo darte.
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