sábado, 13 de mayo de 2017

CAPITULO 5

Suena el puñetero despertador, ¡y me quiero morir!
No me gusta nada madrugar, pero madrugo.
Cuando Peter se levanta y se mete en la ducha,
no hablamos sobre lo ocurrido la noche anterior.
Hablar de ello significaría discutir de nuevo, y
decido cerrar la boca. Para cinco minutos que nos
vemos, no quiero enfadarme.
Al bajar a la cocina, Flyn está terminando de
desayunar, me acerco a él y, antes de que le dé un
beso, él se levanta. Cuando va a salir, lo llamo:
—Flyn.
—¿Qué?
En ese instante, Peter entra en la cocina y yo
digo dirigiendo la vista al chaval:
—¿No me das un beso antes de marcharte al
instituto?
El niño... me mira..., me mira y me mira, y
finalmente replica:
—Venga ya..., que ya no soy un bebé, mamá.
Y, sin más, da media vuelta y se va. Yo me
quedo con cara de tonta contemplando la puerta
cuando Peter se acerca a mí y, mientras me coge
por la cintura, murmura:
—¿Te vale un beso mío, corazón?
Asiento, ¡me vale! Claro que me vale, y ¡más
si me llama corazón!
Encantada, lo beso y, cuando nuestros labios se
separan, Peter me guiña un ojo y se prepara un café
con ese gesto de canalla que tanto me gusta y me
enamora.
Diez minutos después, se marcha a la oficina.
Desde el ventanal de la cocina, veo cómo se aleja
en el coche y me preparo para estar todo el día sin
él.
Como cada mañana, tras dar de desayunar a
los niños, entramos en mi antiguo cuarto, que es
hoy su cuarto de juegos, y jugamos. Pero, pasadas
dos horas, ya estoy para el arrastre. Hannah llora
más que sonríe, y en ocasiones puede con mi
aguante.
¿Por qué tengo una niña tan llorona, con lo
poco llorón que fue el pequeño Peter?
Por suerte, Pipa, la mujer que está interna en
casa para que me ayude con los niños, tiene
muchísima paciencia, y es ella la que se encarga
de la llorona.
Cuando los pequeños se quedan dormidos a
media mañana, decido ponerme el bañador y
darme un bañito en la piscina cubierta. Ése es uno
de los grandes placeres de ser la señora
Lanzani.
Me zambullo, nado, descanso, vuelvo a nadar
y, cuando me harto, floto en medio de la piscina
mientras escucho de fondo la voz de Michael
Bublé cantar Cry Me a River,[4] y sonrío. Siempre
que Poli la escucha y está con Peter y conmigo,
nos mira y cuchichea aquello de «nuestra
canción».
Mientras floto mirando el techo de la piscina
cubierta, recuerdo aquel momento con Poli y Peter
años atrás en la casa del abogado. Cierro los ojos
y siento cómo mi vagina se lubrica al rememorar
cómo esos dos titanes, uno rubio y uno moreno, me
hicieron suya aquel día y yo se lo permití.
Estoy pensando en ello cuando oigo la voz de
Simona, que me llama. Levanto la cabeza
rápidamente y veo que me muestra el teléfono de
casa, que lleva en la mano.
—Lali, pregunta por ti la señora Dukwen —
dice. Sin saber de quién me habla, salgo de la
piscina, me seco un poco las manos y la cara y
cojo el teléfono mientras veo a Simona salir.
—¿Sí? Dígame —respondo.
—¿Lali?
—Sí. Soy yo.
—Hola, soy Natalie, la amiga de Peter. Nos
conocimos ayer en aquel restaurante, ¿me
recuerdas?
¡Joderrrrrrrrr!
Me quedo boquiabierta al saber quién es y,
sentándome en una banqueta para ponerme los
anillos que me he quitado para meterme en la
piscina, murmuro:
—Sí. Claro que te recuerdo...
—Ah..., qué alegría saberlo, cielo. El motivo
de mi llamada es para invitaros esta noche a ti y a
Peter a cenar. Le comenté a mi marido que había
visto a Peter y te había conocido a ti, y está como
loco por veros a los dos. Y, por supuesto, tras el
malentendido de ayer, he decidido llamarte y
consultártelo a ti para evitar problemas.
—¿A mí? —pregunto sorprendida.
—Sí, cielo, a ti —oigo que responde.
Un silencio extraño me paraliza.
—Mira, tesoro, yo odio cuando mi marido
queda para cenar con alguien que apenas conozco
y, como no quiero incomodarte, me he atrevido a
llamar a tu casa, pues imaginé que estarías ahí. De
verdad, Lali, de verdad que siento muchísimo lo
que ocurrió ayer. Me creas o no, no he podido
dejar de pensar en ello y de sentirme terriblemente
mal. Porque te aseguro que, si una mujer le dijera
a mi marido delante de mí «bollito» o «mi amor»,
yo estaría muy enfadada. Y sé que a ti, como su
mujer, no te gustó y...
—Vale, lo admito, ¡no me gustó! —digo
finalmente—. Y acepto tus disculpas.
—Gracias..., gracias..., gracias... Ni te
imaginas el peso que me quitas de encima.
Sin saber por qué sonrío cuando ella insiste:
—¿Te apetece que cenemos esta noche? Si me
dices que sí, llamaré a Peter, le diré que he hablado
contigo y quedaré con él. ¿Qué te parece?
Una parte de mí no quiere, pero mi lado cotilla
por saber más cosas de ella me hace responder:
—De acuerdo. Llama a Peter y queda con él.
Tras despedirnos, cuelgo y resoplo. ¿Por qué
he aceptado?
Cinco minutos después, el teléfono vuelve a
sonar. Al mirar la pantalla veo que pone «Peter
Oficina» y, tras cogerlo, digo:
—Sí, cariño, he hablado con Natalie y he
accedido a cenar con ellos esta noche.
—A ti no hay quien te entienda —lo oigo decir
—. Ayer me montas un numerito por saludarla en
el restaurante y ¿ahora quedas con ella para cenar?
Su comentario me hace sonreír. Sin duda, soy
un espécimen digno de estudio.
—¿Dónde has quedado? —pregunto.
—En Nicolao a las siete. ¿Le parece bien a la
señora?
—¡Perfecto!
Oigo que Peter se ríe y eso vuelve a hacerme
sonreír mientras pregunto:
—¿Vendrás a casa a cambiarte de ropa?
—Por supuesto. —Entonces oigo otro teléfono
que suena en la oficina y Peter dice—: Tengo que
dejarte. Hasta luego, mi amor.
—Hasta luego, cariño.
Y, dicho esto, cuelgo comprendiendo eso que
Peter me ha dicho de que a mí no hay quien me
entienda. ¡Pero si no me entiendo ni yo!
A las siete en punto, yo engalanada con un
precioso vestido azulón que me encanta, y mi
chico vestido con un traje oscuro pero informal,
entramos en el restaurante. Peter da su apellido y el
maître, al ver que tenemos reserva, nos lleva hasta
la mesa del fondo. Me sorprendo al comprobar
que Natalie y su marido ya están allí.
Desde la distancia, observo al hombre. Es
muchísimo mayor que ella, pero cuando digo
«mayor» me refiero a unos veinticinco o treinta
años más. En cuanto Natalie nos ve, avisa a Félix,
y veo que éste sonríe y se levanta.
Peter y él se dan la mano con afecto. ¡Qué buen
rollito! Segundos después, me presenta a mí. Con
galantería, el hombre me coge la mano y,
besándomela, dice:
—Es un placer conocerte, Lali.
—Lo mismo digo, Félix.
Reconozco que al principio de la comida estoy
algo alterada: saber que Peter y esa mujer han
tenido una historia en el pasado no me hace mucha
gracia. No obstante, de forma gradual, mi
nerviosismo se esfuma al ver que Natalie no hace
absolutamente nada que pueda molestarme; al
revés, está todo el rato pendiente de que la velada
sea agradable.
Cuando decido ir al baño, ella me acompaña.
Una vez a solas allí, dice:
—Pensarás que Félix es muy mayor para mí.
—Yo la miro sorprendida. Natalie sonríe y,
apoyándose en la pared, murmura—: Imagino que
ya sabrás que Peter y yo éramos pareja cuando
conocí a Félix, ¿verdad?
—Sí. Eso me comentó Peter.
Natalie asiente y prosigue:
—Cuando conocí a Félix, yo tenía veinte años.
Era una niña curiosa por el sexo y por lo que era
en sí la palabra «morbo». Una noche, en vez de
salir con Peter, me fui con unas amigas y en una
fiesta privada conocí a Félix.
Asiento... Me estoy enterando de algo que no
he preguntado cuando ella añade:
—¿Sabes a lo que me refiero con «fiesta
privada»? —Asiento de nuevo. Tonta no soy. Ella
sonríe y continúa—: Félix era un atractivo hombre
de cincuenta años, un hombre demasiado mayor
para mí en aquella época, pero tras jugar con él
aquella noche como no había jugado en mi vida, ya
no pude desengancharme de él. Félix me hizo
conocer lo que yo siempre había ansiado y nunca
nadie me había dado.
Asombrada, pregunto:
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Natalie sonríe, baja la voz y murmura:
—Porque quiero que sepas que soy feliz con
mi marido, y que, a pesar de su edad, me sigue
proporcionando, entre otras muchas cosas, la clase
de sexo que me vuelve loca. Con él disfruto del
morbo de mil maneras, cosa que con Peter nunca
habría sucedido.
Sus palabras llaman cada vez más mi atención.
—¿Por qué dices eso? —pregunto.
—Porque soy mujer y sé que estás intranquila
con mi presencia. Veo en tu mirada que estás alerta
con respecto a Peter y a mí, pero no debes estarlo.
Su sinceridad aplastante me gusta y me
incomoda a partes iguales. No sé qué pensar
cuando ella prosigue.
—Félix es el hombre de mi vida. Él me da lo
que busco y yo le doy lo que quiere. Juntos
hacemos un buen tándem. Un buen equipo. Cuando
estoy sola, hago lo que quiero y, cuando estamos
juntos, me pongo en sus manos y accedo gustosa a
todos sus oscuros caprichos. Se puede decir que
soy su esclava sexual.
Asiento una vez más, y ella vuelve a dejarme
sin palabras en el momento en que pregunta:
—Si yo te bajara las bragas en este instante y
te masturbara en el cubículo de ese baño, ¿crees
que a Peter le molestaría?
Guauuuuuuuu, ¡menudo rebote pillaría mi
alemán! Y qué guantazo le iba a dar yo a ella por
lista. Pero, acalorada por lo que dice, contesto:
—Sí.
Natalie sonríe e insiste.
—¿Y por qué se molestaría?
Apoyo la cadera en la bonita encimera de
mármol rosa del baño y respondo:
—Porque él y yo tenemos normas. Y la
primera de ellas es hacerlo todo siempre juntos.
Natalie asiente y, tras repasarse los labios con
carmín, cuchichea:
—Félix estaría encantado de que te masturbara
o tú me lo hicieras a mí con la condición de que
luego se lo contara para que él disfrutase —y,
bajando la voz, murmura—: Si algo nunca me
gustó de Peter es su posesividad y su exclusividad.
—Pues eso es justo lo que a mí me gusta de él
—añado segura.
Natalie me mira, vuelve a sonreír y dice:
—A Félix y a mí nos va algo muy nuestro. Me
encanta ser su esclava, su putita, su moneda de
cambio. Me excita que me ofrezca, que me fuerce,
me obligue, me ate para otros, y todo eso es algo
que sé que a Peter nunca le gustó.
Uy..., uy..., ¡ni hablar! Eso no le atrae. No sé
qué decir, cuando ella pregunta:
—¿Estoy equivocada y ahora a Peter le va eso?
—No —respondo con rotundidad.
Natalie asiente y, retirándose el pelo de la
cara, susurra:
—No me veas como una amenaza, Lali. Amo
demasiado a mi marido, y sé que encontrar a otro
como él es imposible.
A cada instante más sorprendida, vuelvo a
asentir.
¡Joder, parezco tonta!
—Necesitaba decirte esto —afirma
guardándose en el bolsito su barra de labios—. No
quiero malentendidos entre tú y yo.
Cinco minutos después, regresamos a la mesa,
donde nos esperan nuestros maridos, y una hora
más tarde, tras una noche encantadora, nos
despedimos y regresamos a casa.
En el coche, Peter toca mi rodilla mientras
conduce y pregunta:
—¿Lo has pasado bien?
Por raro que parezca, asiento. Me gustaría
hacerle mil preguntas sobre Natalie, pero sé que
al final diría algo que me molestaría y
terminaríamos discutiendo por ello. Así pues,
sonrío, lo miro y afirmo:
—Sí, mi amor.
Cuando llegamos a casa, tras saludar a
nuestras mascotas, que nos dedican un
recibimiento descomunal, subimos a nuestra
habitación. Allí, cojo a Peter de la mano y, sin
hablarnos, hacemos el amor con posesividad y
exclusividad.
Lo deseo para mí. Sólo para mí.

viernes, 12 de mayo de 2017

CAPITULO 4

Cuando Rocio fue a buscar a Sami al colegio, la
pequeña corrió hasta ella y, con un gesto precioso,
murmuró:
—Mami, ¿se puede venir Pablo al parque?
Tras darle un beso a su rubita, Rocio vio llegar
corriendo a Pablo. Miró a los niños y respondió:
—Primero tenemos que ver si la mamá de
Pablo no tiene que hacer otra cosa.
En ese instante llegó Louise, la madre del niño,
y tras oír eso respondió:
—Genial. ¡Todos al parque!
Diez minutos después, Rocio y la madre del
pequeño estaban sentadas en un banco viendo
jugar a sus hijos cuando a Louise le sonó el
teléfono móvil.
—Discúlpame un segundo —dijo.
Acto seguido, sin importarle que Rocio pudiera
oírla, comenzó a discutir y a decir cosas horribles.
Cuando terminó y cerró el móvil, miró a Rocio y
comentó:
—Mi marido y yo vamos de mal en peor.
—Vaya..., lo siento.
Rocio no quiso decir más. Cuanto menos se
metiera uno en los problemas de las parejas,
mejor. Pero Louise añadió:
—Tres años de novios, seis de casados y,
ahora que todo nos va bien y tenemos un hijo
precioso, le descubro en el ordenador unas fotos
de una fiestecita con sus colegas de bufete, con
unas prostitutas, que me han dejado sin habla.
Boquiabierta, Rocio le cogió las manos y
preguntó:
—¿Estás bien?
Louise negó con la cabeza y los ojos se le
llenaron de lágrimas.
—No —murmuró—. No estoy bien, pero tengo
que estarlo por Pablo. De pronto, siento que mi
vida tiene que dar un cambio brusco, pero... no sé
cómo hacerlo. Nunca imaginé que algo así me
pudiera pasar. Johan estaba tan enamorado de mí...
—Acto seguido, añadió con rabia—: Aún
recuerdo lo ilusionados que estábamos el día que
comenzó a trabajar en ese maldito bufete de
abogados.
Eso llamó la atención de Rocio, que preguntó:
—¿Tu marido es abogado?
Louise asintió y luego siseó con cierto retintín:
—Sí. Trabaja para Heine, Dujson y Asociados.
Un bufete lleno de demonios con cara de angelitos
que han conseguido que nos pase esto.
Sorprendida, Rocio la miró. Aquel bufete era al
que Poli intentaba acceder como socio
mayoritario.
—¿Por qué dices eso? —preguntó.
—Porque van de moralistas, de defensores de
la vida en familia y el matrimonio, pero luego no
predican con el ejemplo — contestó Louise con la
mirada perdida—. Esos malditos abogados tienen
una doble vida llena de vicios y corrupción; eso
sí, visto desde fuera son perfectos maridos y
padres, y sus mujeres acceden a todo con tal de
seguir viviendo como auténticas reinas.
Rocio la escuchaba incrédula. Si aquello era
verdad, Poli debería saberlo. Al ver que Louise
se limpiaba los ojos con un pañuelo, repitió:
—De verdad que lo siento.
Louise asintió mientras se secaba las lágrimas
y, tras coger fuerzas, afirmó:
—Yo también lo siento, pero estoy en ese
momento en el que no veo salida. Johan vive su
vida y pretende que yo sea la perfecta mujercita
que lo espere en casa rodeada de niños, como lo
son otras del bufete. Pero si hasta he tenido que
dejar de ver a mis amigas para salir con esas
mujeres.
—Pero ¿lo has hablado con él?
Louise asintió abatida.
—Sí. Aunque de nada sirve. Johan dice que
ésta es ahora nuestra vida y, si hablo de divorcio,
me amenaza con que se quedará con Pablo. Me lo
quitará.
Al oír eso,Rocio se sintió muy apenada y, sin
saber qué decir, la abrazó. Así estuvieron unos
segundos, hasta que se separaron. Rocio omitió que
Poli ansiaba pertenecer a aquel selecto bufete de
abogados y, en cambio, dijo:
—Escucha, Louise, no somos íntimas amigas,
pero quiero que sepas que me tienes para todo lo
que necesites.
La aludida sonrió.
—Gracias.
Estaban hablando de ello cuando Rocio oyó el
llanto de Sami y, al mirar, la vio caída en el suelo.
Rápidamente ambas se levantaron y corrieron
hacia ella, pero mientras llegaban un muchacho
con monopatín y un perro pequeño se agachó junto
a la niña para atenderla.
Cuando Rocio llegó hasta Sami y ya estaba
abriendo su bolso para ponerle una tirita de
princesas, la niña dejó de llorar y empezó a
acariciar al perro.
—Es muy suavecita —dijo—. ¿Cómo se
llama?
—Leya —respondió el muchacho—. Y está
encantada de que la toques; ¿ves cómo le gusta?
Pero si lloras, se asusta y llora ella también.
Sami sonrió y, mirando a su madre, que la
observaba sorprendida, dijo:
—Mami, quiero un perrito como Leya.
Agachándose para levantar a la pequeña del
suelo, tras ver que había sido una simple caída
mientras corría,Rocio respondió:
—Lo pensaremos, ¿vale?
La niña asintió, dio media vuelta y corrió para
alcanzar a Pablo, que se subía a un tobogán. Feliz
porque no hubiera sido nada, Rocio le dio las
gracias al muchacho por el detalle y se encaminó
de nuevo al banco del brazo de Louise. Los niños
tenían que jugar.
Esa noche, cuando Sami vio a su papi, le pidió
encarecidamente un perrito. Su mascota, un
hámster llamado Peggy Sue, había muerto meses
antes, y Poli, tras contarle un cuento y arroparla,
se lo prometió. Lo que no dijo fue ni cuándo, ni
cómo.

jueves, 11 de mayo de 2017

CAPITULO 3

El lunes, cuando Peter se va a trabajar y Flyn al
instituto, mi semana comienza de nuevo.
Niños..., niños..., niños... ¡Me salen los niños
por las orejas!
Cualquiera que me escuche creerá que soy una
mala madre, pero se equivoca.
Cuido, mimo, beso y adoro a mis pequeños,
pero siento que necesito hacer algo más que eso o
me volveré loca.
Esa noche, como tengo ganas de estar con mi
rubio alemán, preparo una cenita especial. Lo
aviso para que no llegue tarde y me responde que
regresará pronto. Sin embargo, a las diez de la
noche, cansada de esperarlo, con la comida tiesa y
tras haberme bebido yo solita una botella de
champán de pegatinas rosa, me meto en la cama y
me duermo. Es mejor así porque, como vea a ese
gilipollas, lo mataré por el plantón.
Al día siguiente, cuando me levanto, Peter ya se
ha marchado y me ha dejado una nota sobre la
mesa que dice:
Perdóname, pequeña..., pero fue imposible
escaparme. Y estabas tan preciosa durmiendo
que fui incapaz de despertarte. Te quiero, mi
amor.
Tu gilipollas
Cuando la leo, sonrío. Cómo me conoce y sabe
que lo habré llamado eso.
Por suerte, tengo una increíble amiga que se
preocupa por mí tanto como yo por ella. Es Rocio, la
mujer de nuestro amigo Pablo. La llamo cuando me
levanto, quedamos y nos vamos de compras.
Ella se ha quedado en paro tras trabajar unos
meses en un estudio de diseño gráfico, y está tan
aburrida como yo de estar en casa. Estoy pensando
en Peter y en cómo me dejó colgada la noche
anterior con la cena encima de la mesa cuando Rocio
me muestra algo y pregunta:
—¿Qué te parece éste?
Su voz me hace regresar a la realidad y, al ver
lo que me enseña, pregunto:
—¿Enfermera?
Rocio, divertida y con picardía, baja la voz y
murmura:
—Sé que es muy típico, pero para lo que nos
van a durar puestos, ¿qué más da?
Sonrío. El disfraz es para una fiesta que
celebran en el Sensations dentro de unos días.
Cojo otros que llaman mi atención.
—Oye..., ¿y si vamos de ángel y demonio? —
propongo.
Rocio suelta una risotada y, dejando el de
enfermera, afirma:
—Me pido el de demonio. Me gusta ser
maligna e irreverente.
Entre risas nos los probamos. El vestido rojo y
negro, los guantes negros hasta el codo, los
cuernos y el tridente son para Rocio, y el vestido y
los guantes blancos, la aureola en la cabeza y la
varita blanca son para mí.
¡Pero qué monas estamos!
Divertidas, nos miramos al espejo y Rocio dice:
—Si a esto le sumamos unas botas altas, las
tuyas blancas y las mías rojas, ya somos la
perversión total.
—Parecemos dos zorrones —murmuro al
mirarnos.
—Pero con clase —dice Rocio riendo y
revolviéndose su corto pelo.
—Muuucha clase —afirmo yo divertida.
—Uf..., cuando me vea Rocio... Con lo que le
gusta que me disfrace...
Ambas reímos mientras imagino la cara de
Peter cuando me vea vestida de angelito. ¡Le va a
encantar!
Está mal decirlo, pero estoy tremendamente
morbosa y sexi con este trajecito corto. E incluso
los kilitos que me agobian en ocasiones y que se
han quedado en mi cintura parece que van muy
bien con este disfraz.
Tras escoger nuestros trajes, rápidamente
elegimos los de nuestros maridos. Ellos lo han
querido así, y decidimos disfrazarlos de bombero
y de policía.
¡Qué buenorros van a estar!
Cuando acabamos de comprar y salimos del
increíble sex-shop, cogemos mi coche.
—¿De verdad que Peter volvió a dejarte
colgada con la cena? —pregunta Rocio.
—Como lo oyes. Cada vez pasa más a menudo.
Y, ya para colmo, encima, cuando me he levantado
tenía una notita suya pidiéndome disculpas y ya se
había ido. Pero ¿es que ese hombre nunca
descansa?
Rocio resopla y se retira el flequillo de la cara.
—Mira, La —dice—, tanto Peter como Pablo
son dos hombres ambiciosos en sus empleos y, por
mucho que nos jorobe, son de los que se llevan el
trabajo a casa.
—Odio cuando hace eso —afirmo molesta.
—Y yo. Pero, como lo quiero, ¡lo soporto!
Oír eso me hace sonreír, a pesar de que en el
último año la empresa lo ha absorbido más que
nunca y, aunque yo le digo que el dinero nos sobra,
Peter no me escucha y sigue trabajando cada día
más.—
¿Sabes? —oigo decir a Rocio—. Yo tengo una
cenita no sé qué día con los muermos esos del
despacho de abogados al que Pablo quiere
pertenecer.
—¡Uf, qué pesadez! —murmuro
compadeciéndola.
—Creo que no hay nada más soporífero que
eso.
—Sí, mujer, sí —me mofo—. Las cenitas que
tengo yo de vez en cuando con los aburridos
hombres de negocios de Müller.
Ambas sonreímos. Sin duda, cenar con
desconocidos o con personas con las que no tienes
mucho feeling y mantener las formas es
pesadísimo y complicado.
De pronto, el teléfono móvil de Rocio suena. La
oigo hablar durante unos segundos y, cuando lo
apaga, dice:
—Peter y Pablo están juntos.
—¿Y eso? —pregunto sorprendida.
—Al parecer, Peter y él tenían que hablar de
temas legales de Müller y nos esperan para comer.
¿Qué te parece?
—¡Perfecto! —Sonrío feliz por saber que voy
a ver a mi guapo marido.
—Muy bien, pues he quedado con ellos a la
una y media en La Trattoria de Joe. Pero antes
tenemos que ir a recoger el vestido que me he
comprado para el bautizo de los bebés de Dexter.
Por tanto, pisa el acelerador, que no llegamos, y ya
sabes que a estos alemanes no les gusta comer tan
tarde. Mientras conduzco por las callejuelas de
Múnich, le comento a Rocio lo que me está
ocurriendo con Flyn.
—No me tomes a mal lo que te voy a decir —
contesta—, pero siempre he creído que tanto tú
como Peter tenéis demasiado sobreprotegido y
mimado a Flyn. Es un niño que, antes de decir lo
que quiere, ya se lo estáis dando. Se ha
acostumbrado a salirse siempre con la suya, y
ahora...
—Ahora se está pasando con nosotros. En
especial, conmigo —finalizo yo la frase consciente
de que mi amiga tiene razón.
—Seré bruta y chapada a la antigua, o quizá es
que en el ejército he aprendido disciplina, pero un
bofetón a tiempo evita muchas tonterías, ¿no
crees?
—No... ¿Cómo le voy a pegar?
Rocio suspira. Yo resoplo, y finalmente ella
dice:—
Mira, La, entiendo que darle un guantazo a
un muchacho que ya es más alto que tú no debe de
ser muy agradable, pero no puedes permitir que se
siga pasando contigo.
—Ni se me ocurriría pegarle.
—¿Peter sabe lo mal que te habla? —Niego con
la cabeza y ella pregunta—: ¿Y por qué?
—Porque Peter tiene mucho trabajo y no quiero
agobiarlo más de lo que está. Pero últimamente
estoy volviendo a ver en Flyn al niño tirano que
conocí hace años y que me lo hizo pasar tan mal, y
eso me asusta.
Rocio me toca la cabeza. Sabe que soy una mujer
fuerte, pero para los niños soy una sensiblona.
—Eres la mejor madre que Flyn podrá tener en
la vida —murmura—, y ese mocoso coreano
alemán algún día se dará cuenta. Eso nunca lo
dudes, ¿vale?
Asiento y sonrío.
Cuando llegamos a la tienda donde Rocio tiene
que recoger el vestido, se lo prueba enseguida.
—Te queda de infarto.
Rocio es un pibón de tía. Es más alta que yo, y su
cuerpo está perfectamente proporcionado.
—¡Qué envidia! —mascullo mientras observo
su cintura.
Ella me mira, levanta las cejas y pregunta:
—¿Envidia de qué?
Me pongo en pie junto a ella, me coloco de
perfil y, levantándome la camisa, murmuro:
—Tras la cesárea de Hannah, no me quito esta
morcillita. Los kilos se niegan a marcharse haga lo
que haga y, claro, luego veo esas fotos de famosas
que, recién paridas, parece que están de pasarela y
me pregunto cómo lo hacen.
—Mira que eres exagerada —replica ella,
pone la mano en mi hombro y añade—: Pues que
sepas que yo te veo estupenda y, en cuanto a esas
famosas, imagino que habrá de todo, las que se
operan y las que por gracia divina se recuperan en
un abrir y cerrar de ojos. Pero, asúmelo, las
humanas somos aquéllas a las que tras un
embarazo nos quedan estrías, tripita, etcétera,
etcétera.
Suspiro y sonrío.
—Tienes razón. Pero me da tanta envidia
contemplar esos posados recién paridas y verlas
tan estupendas...
—Fotoshop, querida... ¡Fotoshop!
Ambas nos partimos de risa por esa increíble
verdad y, tras mirarme al espejo, admito:
—Lo cierto es que a Peter le gusta mi
morcillita. Le encanta tocarla y mofarse de que él
y sólo él ha creado esa nueva curva en mi cuerpo.
—Pues si está encantado con ello, ¡no te
martirices!
Eso me hace sonreír. En ocasiones, las mujeres
nos preocupamos por verdaderas chorradas
cuando hay cosas más importantes y terribles en la
vida que por desgracia no tienen solución.
—Tienes razón —digo encogiéndome de
hombros—. ¡Viva mi morcillita!
Cuando Rocio paga el vestido, salimos de la
tienda y rápidamente cogemos mi coche. Con
soltura, conduzco hasta llegar al restaurante donde
están nuestros maridos.
Al entrar en la trattoria, los veo sentados al
fondo. Sin duda, son una delicia para la vista. Uno
rubio y otro moreno, a cuál más guapo y atractivo.
Al vernos, ellos se levantan y sonríen. Como
siempre, tanto Rocio como yo somos conscientes de
que las miradas de las mujeres se clavan en
nosotras y, como siempre también, disfrutamos de
las atenciones de nuestras parejas.
Peter me retira la silla para que me siente, me
besa en el cuello y pregunta:
—¿Sigues enfadada conmigo?
Yo lo fulmino con mi cara de «te voy a matar»
y, cuando se sienta, murmuro con una sonrisa:
—Gilipollas.
Al oírme, mi amor sonríe. Cada dos por tres
me dice que soy una malhablada, pero en
momentos como ése se lo toma tan a risa como yo.
Pobre hombre..., no le queda otra.
Cuando el camarero viene a tomar la comanda,
decido comenzar con una ensalada. Sorprendido,
pues lo verde no es lo mío, Peter me mira.
—Tienes crostini de mozzarella y tomates
secos —dice—; ¿no quieres? —Yo niego con la
cabeza y Peter insiste—: La, cariño, ¿por qué?
Sin necesidad de hablar, me señalo la
morcillita que indiscretamente se marca en mi
tripa, y él sonríe y mira al camarero.
—Por favor —dice—, cambie la ensalada de
mi mujer por unos crostini de mozzarella y tomates
secos.
Lo miro boquiabierta. Voy a protestar cuando
él me besa y murmura:
—Eres preciosa, pequeña. Eso nunca lo dudes.
Sonrío. Es que me lo comería a besos de lo
guapo que es y, sin importarme quién nos mire, me
acerco a él y lo beso. Amo, adoro, muero por mi
amor...
Eric se separa entonces de mí y añade:
—Por cierto, aun a riesgo de que me mates,
antes de que se me olvide, esta tarde tengo un par
de reuniones y no sé a qué hora voy a terminar. Por
tanto, no me esperes para cenar.
—¡¿Otra vez?!
—Lali, ¡es trabajo, no diversión! —responde
molesto.
¡Mierda! Cómo me joroba que me diga eso.
Vale..., ser el jefazo y dueño de una empresa
exitosa como Müller requiere muchas horas, pero
¿por qué no delega un poquito en otras personas
como hacía antes?
Yo quiero que Peter me preste la misma
atención que al principio de nuestra relación, soy
así de romántica y tonta, pero nada, ¡imposible! Y
ahora, con los niños, nuestro tiempo solos se
limita cada día más y más. Sin embargo, como no
tengo ganas de protestar como en otras ocasiones,
simplemente digo:
—De acuerdo.
Peter me vuelve a besar y yo, que no quiero
desaprovechar ese momento, lo disfruto y sonrío.
Durante la comida los cuatro bromeamos y
hablamos de nuestros hijos. Sin duda, es el tema
estrella entre nosotros. Pablo y Rocio hablan de
Sami, y nosotros, de Flyn, Peter jr y Hannah. Si
alguien nos grabara mientras lo hacemos, luego
nos partiríamos al ver las caras de tontos y las
risas que nos echamos a costa de ellos.
Acabados los primeros platos, el camarero se
los lleva, y de pronto oigo a mi espalda:
—Peter... Peter Lanzani, ¿eres tú?
Oír la voz de una mujer mencionando el
nombre de mi marido, me hace mirar cuando veo a
mi alemán volverse y, tras un segundo de sorpresa,
murmurar mientras se levanta:
—Natalie.
Se abrazan y yo los observo. ¿Quién es esa
mujer morena?
El abrazo es demasiado largo para mi gusto. Si
hago yo eso con un tío que Peter no conoce,
explota. Aun así, sin ganas de polemizar, sonrío
mientras su gesto me sorprende. Su sonrisa, a
excepción de conmigo, pocas veces es tan amplia,
y su manera de mirar a esa mujer me incomoda.
Pero ¿quién es ella?
La escaneo en profundidad: morena, de edad
parecida a la de Peter, pelo largo como yo, alta,
delgada, estilosa a la par que sexi, con unos ojos
verdes impresionantes y, por supuesto, sin
morcillita a la vista. Sin lugar a dudas, es una
mujer muy guapa, vamos, de esas que ves en los
anuncios de televisión, y me jode decir que sin
Fotoshop.
Estoy obcecada mirándola cuando oigo que mi
amor pregunta:
—Pero ¿qué haces en Múnich?
—Trabajo.
—Te hacía en Chicago.
¿Cómo que la hacía en Chicago? Pero, vamos a
ver, ¿qué es eso de que la hacía en Chicago?
La mujer levanta una mano y, tocándole la
mejilla a mi alemán, murmura:
—Ay, Peter..., qué bien te veo.
—Y yo a ti, Nati.
¡¿Nati?! ¡¿Nati?!
Uf..., comienza a picarme el cuello.
Los dos se miran..., se miran..., se miran y,
cuando estoy a punto de armar la marimorena, oigo
a la tal Natalie susurrar:
—Bollito...
Bueno..., bueno..., bueno... ¡¿«Bollito»?!
¿Lo ha llamado «bollito»?
¿Cómo que «bollito»?
Y, acto seguido, con demasiada familiaridad,
añade con voz seca:
—Cuánto me he acordado de ti, mi amor.
¡Me da!
Ay, que me da un jamacuco.
¿Qué es eso de que se ha acordado de él y de
llamarlo «mi amor»?
Observo a Peter. Su mirada intensa me enferma.
Él y sus miradas.
Vale... Vale... Vale...
Respira, Lali..., respira, que te conozco y
¡aquí arde Troya!
Mi nivel de tolerancia se resquebraja por
segundos y de pronto siento que esos dos me tocan
los ovarios, por no decir otra cosa más vulgar. Me
acaloro. Me pica el cuello.
El corazón me va a mil cuando noto la mano de
Rocio por debajo de la mesa.
Ella sabe lo que siento en ese instante, y con
los ojos me pide tranquilidad. Por eso, con una
más que falsa sonrisa, la miro para hacerle saber
que estoy bien, jodida pero bien.
Tras unos segundos en los que aquellos dos se
contemplan, se sonríen y se comunican con la
mirada, y que se me hacen terriblemente
interminables, Peter se vuelve hacia mí y dice:
—Natalie, quiero presentarte a mi mujer
Lali.
¡¿Cómo?!
¿Por qué no dice ahora aquello de «preciosa y
encantadora mujer» como hace siempre ante todo
el mundo, en especial con los hombres? Uf..., uf...
Mis ojos negros y los ojos verdes de la mujer
conectan, cuando de pronto ella cambia totalmente
su gesto y su actitud y, llevándose la mano a la
boca, dice, al tiempo que se aparta de Peter para
acercarse a mí:
—Ay, Dios mío, perdón... Perdón..., no sabía
que Peter estuviera casado —y, cogiéndome la
mano, insiste—: Por Dios, Lali, no he querido
incomodarte con mis desafortunados comentarios.
Mi corazón bombea con fuerza y, sin querer
recrear la matanza de Texas en ese restaurante,
intento esbozar una sonrisa.
—No, no pasa nada —murmuro.
—Claro que pasa —insiste ella—. Me siento
avergonzada.
La claridad de sus palabras me hace sonreír y,
bajando mi nivel de cabreo, afirmo:
—De verdad, Natalie, no pasa nada.
Acto seguido, Peter me agarra por la cintura y
me acerca a él.
—Natalie —dice—, Lali es todo lo que un
hombre querría para sí y, por suerte, yo la
encontré, la enamoré y la convencí para que se
casara conmigo.
Esa declaración de amor me hace sonreír de
nuevo.
Dios..., ¡qué tonta soy!
—Ellos son Pablo y Rocio, unos buenos amigos
—presenta Peter.
—Encantada —dice sonriendo la tal Natalie
y, a continuación, pregunta—: ¿También sois
pareja?
Tras agarrar la mano de Rocio, Pablo asiente y
afirma besándole los nudillos:
—Sin lugar a dudas.
Rocio sonríe. Yo también lo hago cuando
Natalie, volviéndose hacia una mujer rubia que
espera pacientemente tras ella, dice:
—Ella es Fabiola, me ayuda en la productora.
—¡¿Productora?! —exclama Peter.
—Sí..., sí..., ¡lo logré! —aplaude ella mirando
a mi amor—. Tengo mi propia productora.
—Siempre fuiste decidida y emprendedora —
murmura mi gilipollas particular. Ella asiente, saca
de su bolso una tarjeta, que le entrega, y Peter
afirma—: Tenías claro lo que querías y fuiste a por
ello. Eso siempre me gustó de ti, Nati.
¿Que eso siempre le gustó de ella?
Oy..., oy..., oy... ¿A que cojo la copa de vino
que tengo delante y se la estampo?
Pero, como no quiero volver a cabrearme,
sonrío cuando Peter pregunta:
—¿Ha venido Félix contigo?
—Por supuesto, pero ha ido a visitar a un
colega de una de sus clínicas veterinarias mientras
yo hacía unas compras —dice Natalie riendo e
indicando unas bolsas que lleva en las manos.
Todos sonreímosy entonces ella ve que un
hombre le hace señas y dice:
—Tengo que dejaros. He de cumplir un
encargo de mi marido. —Y, mirándome a mí
directamente, pregunta—: ¿Comemos otro día?
Yo asiento, y Peter le da una tarjeta de la
empresa.
—Llámame y comeremos —le dice.
Natalie coge la tarjeta y la mira.
—¿Presidente y director de Müller? —
pregunta. Peter asiente, y ella murmura a
continuación con una encantadora sonrisa—: Creo
que tenemos que contarnos muchas cosas.
—Sin duda —afirma Peter.
De nuevo sonrisitas tontas cuando la mujer me
mira y dice:
—Ha sido un placer, Lali.
—Lo mismo digo.
Instantes después, se marcha con la rubia
detrás de ella y, cuando veo que Peter la sigue con
la mirada, pregunto mientras me siento:
—¡¿«Bollito»?!
Pablo sonríe, Rocio también, pero Peter, que me
conoce, no lo hace.
—¿Quién es Natalie y por qué nunca me has
hablado de ella? —insisto.
—Uy..., uy..., uy..., que recojan los cuchillos,
que me conozco a esta española —se mofa Pablo.
—¡Cállate, tonto! —protesta Rocio , que imagino
que piensa lo mismo que yo.
Peter sonríe —¡¿a que le doy un sopapo?!—, y
Pablo pregunta entonces:
—¿Es la Natalie que creo?
Mi marido asiente y, al ver que lo miro a la
espera de que me aclare quién es, responde:
Natalie fue mi novia durante mis años de
estudiante en la universidad.
—Anda..., qué interesante —me mofo.
Al oír mi tono, Peter deja de sonreír y sisea:
—Creo que Benjamin fue tu novio durante unos
años. Eso me hace sonreír con malicia a mí, y
respondo:
—No fue mi novio, y siempre supiste de él.
Nunca te oculté nada.
—Ni yo a ti.
—¡Ja! Permíteme que me ría, ¡bollito!, pero
nunca había oído hablar de Nati —replico con
sorna.
Veo que Pablo y Rocio se miran. Están
empezando a sentirse incómodos, y ella dice:
—Haya paz. Todos tenemos ex en nuestras
vidas, ¿no?
—Sí, pero los míos, cuando me ven —añado
hiriente—, no me llaman ¡«bollito»!, ni me dicen
lo mucho que se han acordado de mí, y mucho
menos yo los miro con cara de atontada.
Peter, al que le estoy tocando las glándulas, y se
las sé tocar muy bien, me mira con gesto serio.
—Natalie fue la novia con la que hice mi
primer trío y conocí el mundo swinger —explica
—. Después de aquello, conoció a Félix, se
marchó a vivir a Estados Unidos con él y fin de la
historia hasta hace diez minutos, que nos hemos
visto por primera vez en muchos años. ¿Algo más?
Ese «¿Algo más?» me hace saber que, si sigo,
voy a arruinar la comida. Así pues, miro el plato
que tengo delante, sonrío y murmuro:
—Mmm..., qué buena pinta tiene esto.
—Sí. Tiene una pinta estupenda —afirma Rocio
para echarme un cable.
Y, sin más, empiezo a comer como si no
hubiera mañana.
La comida continúa y, por desgracia, la tensión
se queda en el ambiente. Si algo hacemos Peter y
yo, aparte del amor, es discutir; ¡qué bien se nos
da!
Con disimulo, lo observo y veo que él no mira
ni una sola vez hacia el lugar donde está la mujer.
Cuando acabamos de comer, nos levantamos,
nos despedimos y nos marchamos. Él regresa a
Müller para seguir con su trabajo, Pablo y Rocio se
van a por Sami al colegio, y yo vuelvo sola a casa.
Menudo rollo.
Nada más abrir la puerta, oigo gritos. Son
Simona y Flyn. Rápidamente dejo las bolsas que
llevo y corro a la cocina.
—He dicho que no quiero leche —está
diciendo Flyn cuando entro—. ¿En qué idioma te
lo digo para que lo entiendas?
—Pero, hijo, si yo sólo te lo decía por...
—Me importa una mierda lo que me digas.
—¡Flyn! —grito al ver cómo le habla a
Simona.
La mujer, al verme, suspira.
—Tranquila, Lali. No pasa nada.
Pero, oh, sí..., ¡sí que pasa! ¿A que le doy un
guantazo, como decía Rocio?
Ese mocoso se está pasando cada día más. Lo
miro y gruño:
—Pídele disculpas a Simona ahora mismo si
no quieres que te caiga un gran castigo por ser tan
desagradable con ella.
El crío me observa con su mirada de «¡te voy a
comer!», pero a mí no me impresiona. Durante
varios segundos me vuelve a retar hasta que
finalmente, cambiando el gesto, dice:
—Lo siento, Simona.
La mujer sonríe. ¡Qué buena es! Para ella, Flyn
y mis niños son sus nietos, y los quiere tanto o más
que mi padre.
Molesta por la actitud del chaval, siseo:
—Ahora vete a tu habitación, ¡ya!
Sin mirarme, Flyn sale de la cocina, y Simona
pregunta:
—Pero ¿qué le ocurre?
—La adolescencia y las hormonas
revolucionadas son muy malas, Simona —
murmuro sentándome a la mesa—, y sin lugar a
dudas Flyn lo está llevando fatal.
Ambas nos miramos y asentimos. Menuda nos
ha caído con el jovencito.
Una hora después, recibo un mensaje de Peter
para recordarme que llegará tarde. Eso me enfada
aún más de lo que ya estoy, pero lo asumo.
Sé todo el trabajo que tiene y no quiero pensar
en la mujer que lo ha llamado ¡«bollito»!
Dos horas después, y con la ayuda de Pipa
para dar de cenar a Peter y a Hannah y acostarlos,
voy a la habitación de Flyn. No ha aparecido en
toda la tarde y es la hora de cenar. Al acercarme a
su cuarto, oigo la música de los Imagine Dragons,
el grupo preferido de mi hijo, y, tras dar dos
golpecitos en la puerta, abro y lo veo tirado en la
cama mirando el techo.
Entro en la habitación y, al ver que no me mira,
comienzo a tararear la canción que suena, que no
es otra que Radioactive.[3] Aún recuerdo el día
que fuimos a comprar el CD Flyn y yo, cómo la
cantamos en el coche a pleno pulmón cuando
regresábamos.
En ello estoy cuando él se levanta de su cama,
para la música y me mira.
—¿Qué quieres? —pregunta.
Vale..., sigue enfadado. No tengo ganas de
discutir, así que digo:
—La cena está en la mesa. ¿Vienes?
—No tengo hambre.
Su tono cortante es igualito que el de Peter.
Cada día se parece más a él y, deseosa de un poco
de calor humano, digo acercándome a él:
—Venga, Flyn. Baja conmigo a cenar. Peter
llegará tarde y no quiero cenar sola. —Al ver que
me mira, pongo cara de perro pachón y murmuro
con voz de niña—: Porfi..., porfi..., porfi... No
quiero cenar solita.
Finalmente, el crío sonríe. Qué guapo está
cuando lo hace.
—De acuerdo —suspira.
Encantada, le doy un beso en la mejilla y,
cuando va a protestar por mi demostración de
afecto, lo miro y cuchicheo:
—Soy tu madre y quiero besarte.
De nuevo sonríe. Aisss, que me lo
comoooooooo.
La cena, a pesar del mal inicio con Flyn, es
amena. Por unos minutos, mi hijo vuelve a ser el
charlatán que disfruta conmigo hablando de
música. Se ha enterado de que los Imagine
Dragons van a actuar en Alemania e intenta
persuadirme para que lo lleve al concierto.
Durante varios minutos digo que no, pero
finalmente el chaval consigue el sí. Sin lugar a
dudas, Mel tiene razón: soy demasiado blandita
con él, y puede conmigo.
Una vez terminada la cena, nos sentamos los
dos en el sillón con mi portátil y, sin dudarlo,
compro dos entradas online para él y para mí. A
Peter, ni preguntarle; a él no le gustan los Imagine
Dragons. En cuanto Flyn por fin consigue su
propósito, me abraza, me besa y yo sonrío como
una tonta.
¡Anda que no sabe hacerme bien la rosca
cuando quiere!
Cuando se va a la cama porque al día siguiente
tiene instituto, me quedo viendo la televisión, pero
como me aburre, entro en Facebook y me pongo a
charlar con mis amigas las Guerreras Maxwell. Un
grupo divertido y ocurrente donde siempre
encuentro alegría y positividad.
A las once decido marcharme a mi habitación,
paso para ver a los niños y los tres duermen. Feliz
por ver a mis polluelos tan bonitos, me voy a la
cama. Sobre mi mesilla tengo un libro que habla
de un bombero y una fotógrafa que me ha
recomendado una madre del colegio de Sami y
decido leer mientras llega Peter.
A las once y veinte, la puerta de la habitación
se abre. Entra mi guapo marido y lo miro con
deleite. Él se acerca a mí y me da un beso, pero no
dice nada.
No me jorobes que encima viene enfadado...
A través del espejo observo cómo se desanuda
la corbata, se desabotona la camisa y, cuando se la
quita y la tira sobre la silla, dice mirándome:
—La..., hoy no me gustó tu comportamiento en
el restaurante tras aparecer Natalie.
Bueno..., bueno..., bueno..., mi amor tiene la
nochecita rumbosa, y lo malo es que yo soy
proclive a tenerla también. Así pues, cierro el
libro y lo miro.
—A mí tampoco me gustó ver lo que vi —
replico.
Ea..., ya le he dado la respuesta que quería. Me
ha buscado y me ha encontrado.
¡A discutir!
Peter frunce el ceño —malo..., malo...— y,
desabrochándose el cinturón, sisea:
—¿Y qué viste?
Consciente de lo que he dicho, dejo el libro
sobre la mesilla y respondo:
—Pues vi a Peter Lanzani reencontrarse con
un viejo amor que lo llamaba «bollito» y que lo
dejó atontado y babeando como un crío. Eso es lo
que vi. Y, sí, estoy celosa, ¡lo admito!
Su gesto no cambia. Eso me hace presuponer
que no ando muy desacertada, y me enveneno aún
más cuando dice:
—Te expliqué quién era Natalie. ¿A qué viene
esa tontería?
Con más ganas de discutir que él, sonrío con
malicia. Sé que esa sonrisita mía a Peter lo
enferma, pero dispuesta a enfermarlo como él me
enferma a mí, pregunto:
—¿Félix es su marido?
—Sí —dice, y con gesto contrariado pregunta
—: ¿A qué viene hablar de su marido?
—¿Te dejó por él?
Según digo eso, me doy cuenta de que me estoy
pasando no tres pueblos, sino veintitrés.
¡Madrecita, qué bocazas soy!
El pecho de Peter se hincha; sin duda me va a
soltar el mayor bufido de la historia, pero de
pronto, tal como se hincha se deshincha y,
mirándome, murmura:
—Sí.
Asiento... Me pica el cuello pero no me lo
rasco y, aunque mi parte de cotilla quiere saber,
hay otra parte de mí que me grita que no pregunte,
¡que cierre el pico!
Peter continúa desnudándose en silencio. La
incomodidad se palpa en el ambiente y eso me
enerva. ¿Por qué hablar de esa mujer nos está
originando semejante mal rollo?
Dos segundos después, se mete en la cama y
me abraza.
—Deja de pensar cosas raras, que te conozco,
La —susurra.
No me muevo. Decido no hablar, pero pasados
cinco segundos no puedo continuar callada, y
siseo:—
Pienso lo que tú me das que pensar.
Deberías haber visto tu cara de tonto al mirar a esa
mujer, a... a... Nati.
—La...
—Y ya cuando le dijiste eso de «Eso siempre
me gustó de ti» o eso otro de «decidida y
emprendedora» y os comíais con los ojos, te juro,
Peter , que... que...
Lo oigo reír. Su mal humor ya se ha esfumado
—¡lamadrequeloparió!—, e insiste:
—Basta, cariño..., no veas fantasmas donde no
los hay.
—Pero...
Mi amor me pone un dedo en la boca para
acallarme y, mirándome a los ojos, dice:
—Te quiero, Lali. No te envenenes con tus
pensamientos. Natalie es una mujer de mi pasado,
al igual que en tu vida hay hombres. Y ahora, creo
que es mejor que lo dejemos aquí.
No digo más. Dejo que Peter apague la luz y
decido no preguntar si la va a llamar para recordar
ese pasado. Mejor me callo.

miércoles, 10 de mayo de 2017

CAPITULO 2

A la mañana siguiente, cuando Peter me despierta y
me anima a levantarme, estoy hecha unos zorros.
Vamos a ver, ¿por qué antes podía pasarme la
noche en vela, de juerga, y ahora, cuando salgo, al
día siguiente me cuesta tanto reponerme?
Sin lugar a dudas, y como diría mi
superhermana Cande, ¡cuchufleta, la edad no
perdona!
Y es cierto.
Hasta hace un tiempo mi cuerpo se recuperaba
rápidamente, pero ahora, cada vez que trasnocho,
al día siguiente estoy fatal.
¡Me hago mayor!
Los niños, que ya se han levantado, nos
esperan con Pipa y Simona en la cocina.
Mientras se viste, Peter me mira y dice:
—Vamos, dormilona. Levanta.
Yo miro el reloj y resoplo.
—Pero si sólo son las nueve y media, cariño.
A través de mis pestañas, veo cómo él sonríe y
se acerca a mí.
—De acuerdo —responde—. Sigue
durmiendo, pero luego no te quejes cuando te
cuente las graciosas pedorretas que hace Hannah o
las risas del pequeño Peter por la mañana.
Pensar en ellos me reactiva el alma. Sólo
podemos desayunar los cinco juntos los fines de
semana y, como adoro a mis niños, me levanto y
murmuro:
—Vale. Espérame.
Peter me observa y sonríe cuando camino hacia
el baño.
Me miro al espejo. Mi aspecto deja mucho que
desear: pelo revuelto, ojos hinchados y gesto
agotado. Aun así, en lugar de regresar de nuevo a
la cama, me lavo la cara, los dientes y, tras
recogerme la melena en una coleta alta, vuelvo a la
habitación.
—Quiero mi beso de buenos días —exige Peter 
mirándome.
Encantada por su petición, lo beso, lo beso y
lo beso y, cuando mi respiración se acelera, él
murmura mimoso:
—Me sabe mal decirte que no, pero los niños
nos esperan.
¡Aisss, los niños...! Desde que tenemos niños y
Peter está tan centrado en la empresa, nuestros
momentos locos como el de la noche anterior
bailando en el garaje casi se han esfumado, aunque
cuando los tenemos son ¡lo mejor!
Me entra la risa. ¿Por qué mi marido me pone
a cien a cualquier hora del día?
Con mirada de víbora divertida, me separo de
él y me pongo rápidamente una bata. No es lo más
sexi del mundo, pero es lo más socorrido a estas
horas.
Una vez listos, mi chico me cede el paso para
que vaya delante de él y, en cuanto salimos de la
habitación, me da un azote en el trasero y murmura
cuando yo lo miro:
—Anoche lo pasamos bien, ¿verdad?
Asiento.
—Tú y yo siempre lo pasamos bien —
respondo enamorada de él como una colegiala.
Sonríe..., sonrío y, cogidos de la mano, nos
encaminamos hacia la cocina.
Al entrar, Flyn, mi mayorzote, que ahora no da
besos porque le parecen absurdos, protesta cuando
intento besuquearlo.
—Mamáaaaaaaaa, por favorrrrrrrr —dice
huyendo de mis brazos.
—Dame un beso, que lo necesito —insisto
para hacerlo rabiar.
Pero mi niño, que ya está en plena edad del
pavo, me mira y dice con tono de reproche:
—Jolines, ¡para de una vez!
Su gesto me hace reír.
¿De quién habrá sacado ese carácter gruñón y
serio?
Finalmente me acerco a mi pequeño Peter, a ese
pequeño rubiales que algún día será un tipo duro
como su padre, y me lo como a besos. Él, al igual
que su hermano Flyn, retira el rostro. No le gusta
que lo achuchen, pero a mí me da igual, ¡lo
achucho doblemente!
Con el rabillo del ojo veo que Simona y Pipa
sonríen. Siguen sin entender mi carácter español
de besuquear a todo el que puedo. Una vez acabo
con el niño, me voy derecha a Hannah, que al
verme sonríe.
¡Me la como!
A pesar de que es una gran llorona, cuando
Hannah no llora tiene la sonrisa más bonita del
planeta. Es morenita como yo, pero la tunanta tiene
la misma expresión intrigante de Peter, y eso me
encanta. Me emociona. Me fascina.
Una vez he achuchado a mis tres pequeños
amores, me siento a la mesa de la cocina y Flyn
dice:—
¡Menuda juerguecita te has pegado, mamá!
Tu cara lo dice todo.
Oír eso me hace sonreír.
¡Si él supiera!
Sin lugar a dudas, mi adolescente se fija en
todo, y mientras Peter coge a Hannah para besarla
con amor, respondo:
—Cariño, sólo te diré ¡que me lo pasé genial!
—Y tú, papá, ¿también lo pasaste genial? —
veo que pregunta Flyn curioso.
Peter lo mira. Se queda estático y, al ver su
gesto desconcertado, decido responder por él:
—Tan bien como yo, Flyn. Te lo puedo
asegurar.
Al oírme, mi marido me mira, sonríe y yo le
guiño un ojo con complicidad mientras le quito al
pequeño Peter el chupete de su hermana.
Durante un buen rato, a pesar de que Pipa y
Simona están con nosotros, Peter y yo nos
encargamos de dar de desayunar a nuestros
pollitos. Son adorables. Pero mi instinto de madre
hace que escanee a Flyn, y me doy cuenta de que
me observa tras sus pestañas oscuras y lo noto
inquieto.
Bueno..., bueno... ¿Qué habrá hecho esta vez?
Desde hace unos meses, la actitud de Flyn con
respecto al mundo en general ha cambiado. Se
pasa media vida pegado al teléfono móvil y al
ordenador mientras interactúa con las redes
sociales. Eso saca de sus casillas a Peter y en
ocasiones discute con él, pero Flyn siempre se
sale con la suya y sigue con sus cosas.
Sin embargo, mientras doy de desayunar al
pequeño Peter , soy consciente de que algo pasa, y
su mirada me hace saber que oculta algo.
Con cautela, observo a mi marido. Por suerte,
está tan ensimismado con las pedorretas de
Hannah mientras le da la papilla que no se ha
percatado de la mirada de Flyn.
La cuchara que tengo en la mano se me cae. El
pequeño Peter, Superman, como lo llama su tío
Pablo, me ha dado un manotazo y, tras pellizcarle
el moflete, me levanto a coger una cuchara limpia
antes de que Simona o Pipa me la den. Eso me
ofrece la oportunidad de acercarme a Flyn.
—¿Qué te pasa? —cuchicheo.
Él no me mira, pero responde:
—Nada.
—¿Has discutido con Dakota?
El gesto de Flyn se ensombrece. Dakota es su
novieta, una niña encantadora, compañera de
colegio.
—Dakota ya es pasado —replica él entonces,
sorprendiéndome.
Yo lo miro boquiabierta.
—Pero... pero, cariño, ¿qué ha pasado?
Flyn me mira como si fuera un bicho raro.
Seguro que piensa que soy la última persona del
universo a la que le contaría lo que ha pasado con
su novieta.
—Nada —responde.
—Pero, Flyn...
—Mamá..., no quiero hablar de ello. Dakota es
una sosa, una estrecha y...
—Flyn Lanzani —lo corto—. ¿Cómo
puedes decir eso de esa chica tan encantadora?
La madre que lo parió. Estrecha, dice el
mocoso. ¡Hombres!
Y, cuando voy a añadir algo más, aclara con
gesto serio:
—Para tu información, ahora salgo con Elke.
—¿Elke? —pregunto de nuevo perpleja—.
¿Quién es Elke?
—Joder...
—Eh..., ¿has dicho «joder»? —protesto
dispuesta a regañarlo.
—¿Qué cuchicheáis vosotros dos? —oigo
entonces que pregunta Peter.
Flyn y yo lo miramos al unísono y, con el
mayor gesto inocente, decimos a la vez:
—Nada.
Sin apartar los ojos de nosotros, Peter sonríe y,
antes de meterle a Hannah otra cucharada de
papilla en la boca, murmura:
—Vosotros y vuestros secretitos.
Me hace gracia su comentario. Tiene razón.
Aunque Flyn ya no me cuenta tantas cosas como
antes, sí que es cierto que ve en mí un primer
apoyo y eso, aunque a Peter le gusta, sé que en el
fondo le escuece un poquito.
Una vez hemos terminado de darles el
desayuno a los enanos, Flyn me mira y pregunta:
—¿Nos vamos?
Su pregunta me hace sonreír.
Los sábados por la mañana es nuestro
momento de salir con las motos y divertirnos por
el campo, por lo que miro a Peter y digo:
—¿Te vienes?
Mi amor me clava su mirada. Después mira a
Hannah y a Peter y finalmente dice al ver cómo
Flyn desaparece de la cocina:
—Hoy no. Tengo que atender un par de
llamadas de...
—¡Es sábado, Peter! —protesto—. Hoy no
trabajas.
Mi marido sonríe y aclara poniendo los ojos
en blanco.
—Será algo rápido, cielo. Además, prefiero
quedarme con los pequeños.
Asiento. No entiendo que deba seguir
trabajando, pero sí que desee estar con los niños.
Yo estoy toda la semana con ellos y salir el sábado
por la mañana con la moto me desahoga. Le guiño
un ojo a mi chicarrón y digo:
—De acuerdo. Flyn y yo nos vamos.
Pipa me sustituye rápidamente con el pequeño
Peter, mientras que el Peter mayor me coge de la
mano, me para y, mirándome con seriedad, dice:
—Tened cuidado.
Asiento. Le guiño un ojo y corro a mi
habitación para cambiarme.
Al llegar allí, saco mi equipo de montar en
moto. Como siempre, me lo pongo con una sonrisa
en la boca y, cuando me ajusto las botas y cierro
los broches, mi impaciencia es tremenda.
Cuando acabo, bajo los escalones de dos en
dos y corro al garaje. Allí ya me espera Flyn,
equipado con su mono azul. Saludo a Susto y a
Calamar, y luego digo mirándolo a él:
—Tienes que contarme quién es la tal Elke.
—Paso.
Su pasotismo últimamente me tiene un poco
mosqueada, pero como quiero reírme con él,
cuchicheo:
—¿Acaso Elke no es estrecha?
Su mirada a lo Lanzani me traspasa.
—Vale..., vale... —suspiro—. Eso es cosa
tuya, pero al menos me contarás qué ha ocurrido
con Dakota, ¿no?
Sin contestar, Flyn se pone el casco y,
mirándome, pregunta:
—Hoy que no viene papá, ¿vamos a la pista?
Eso ha tenido gracia. Cuando Peter nos
acompaña, solemos pasear con las motos por el
campo y hacer pocas locuras. Se pone enfermo si
nos ve correr riesgos. Pero cuando él no viene,
Flyn y yo nos acercamos hasta una pista cercana de
motocross para desfogarnos. Mi niño no es tan
osado como yo a la hora de saltar, pero algún
saltito que otro da, y yo lo aplaudo cuando veo su
cara de satisfacción.
Una vez nos subimos a las motos, salimos del
garaje, saco el mando que abre la cancela del
bolsillo de mi cazadora de cuero roja y blanca y,
tras accionarlo, observo cómo la verja se abre.
Con voz de ordeno y mando, regaño a Susto.
El muy tunante ya quiere salir corriendo, pero
cuando oye que le grito, se sienta junto a Calamar
y no se mueve. ¡Qué lindo es!
Flyn y yo damos gas y salimos de la parcela.
Nos detenemos hasta ver que la verja se ha
cerrado y los perros se quedan dentro y, después,
aceleramos a toda mecha para dirigirnos a una
explanada cercana. Durante un buen rato,
disfrutamos con las motos por el campo, hasta que
nos acercamos a la pista de motocross. Allí, como
siempre, disfruto y me desfogo. Lo necesito. Estar
toda la semana con los niños en casa me genera un
estrés que no le deseo a nadie.
Adoro a mis hijos. No los cambiaría por nada
del mundo, pero me gustaría que Peter entendiera
de una vez por todas que necesito trabajar. El
problema es que siempre que lo menciono
terminamos discutiendo. Raro, ¿verdad?
Según Peter, no me hace falta. Él me lo da todo,
pero yo no quiero eso. Yo quiero hacer algo más
que criar niños. Tras nuestra última discusión al
respecto, la fecha tope que le di para comenzar a
trabajar se está acercando, y me imagino que
volveremos a tener una buena pelea. Lo intuyo.
Agotada tras dar varias vueltas por la pista y
saltar obstáculos, finalmente paro la moto, me
quito el casco y espero a Flyn.
Una vez está a mi lado, hace lo mismo que yo,
y entonces abro una pequeña mochila que llevo a
la espalda y saco unas botellitas de agua. Estamos
sedientos. Una vez saciada la sed, me apoyo en la
moto y pregunto:
—Muy bien. Cuéntame, ¿qué ha pasado con
Dakota?
Mi hijo resopla —eso se lo he pegado yo—, y
al ver que no le quito la vista de encima, responde:
—Dakota es una cría..., eso es todo. —Su
respuesta me sorprende y, cuando ve que voy a
decir algo, añade—: Y, si no te importa, no me
apetece hablar de ello.
—Pues me importa —replico con sequedad.
Lo miro a la espera de que me lo cuente
cuando el muy sinvergüenza suelta:
—¡Joder, mamá! Es mi vida privada.
Molesta por su tono, más que por la palabrota,
contesto:
—Es la segunda vez esta mañana que dices una
palabra que no me gusta, pero menos me ha
gustado el tonito que has empleado. Si te pregunto
por Dakota es porque la conozco, es una buena
niña y...
—Y a mí ya no me gusta porque me aburre.
¿Qué quieres que te diga?
Vale..., está claro que Dakota es pasado. Me
apena. Es una chica encantadora y me gustaba
bromear con ella. Pero quiero entender lo que
ocurre, así que insisto:
—Muy bien. No hablemos de Dakota. ¿Quién
es Elke? Porque, que yo recuerde, nunca te he oído
mencionar ese nombre.
El gesto de Flyn se suaviza y, con una media
sonrisa, murmura:
—Elke es increíble. Es guapa, divertida y está
buenísima.
El término me deja alucinada, pero procuro ser
precavida cuando pregunto:
—¿Ha llegado nueva este año al instituto?
—No.
—¿Entonces?
—Está repitiendo curso y, antes de que
preguntes —dice el muy sinvergüenza—, lo está
haciendo porque sus padres se separaron el año
pasado y ella no lo llevó bien.
Ver cómo la defiende me hace sonreír, y
finalmente, tras dar un trago de agua, murmuro:
—Flyn, me preocupo por ti porque te quiero.
El crío asiente. No sonríe como otras veces y,
sin importarle mi momento sensiblero, se pone el
casco y dice sin mirarme:
—Me parece muy bien. Oye, ¿qué tal si te vas
a dar unos saltos y regreso dentro de una hora?
—¡¿Qué?!
Mi evidente sorpresa porque quiera quitárseme
de encima hace que Flyn añada:
—Mamá, me gustaría ir con la moto a ver a
Elke, pero no quiero que vengas conmigo. Ya no
soy un crío, y no necesito una niñera.
Anda, mi madre, ¡mira el mayor!
Oír eso me hace gracia, pero no estoy
dispuesta a despegarme de él cuando va con la
moto o Peter podría despellejarme viva, así que
respondo:
—Pues lo siento, guaperas, pero cuando vas en
moto yo soy tu sombra. Si quieres ver a Elke,
vamos a casa, te cambias de ropa, dejas la moto
y...
—¡Joder, qué cortarrollos eres!
Su falta de tacto me incomoda y, sujetándole el
brazo, lo obligo a que me preste atención.
—¡Te estás pasando! —siseo.
—Vamos..., no seas pesadita.
Su contestación vuelve a molestarme. Desde
que comenzó en el nuevo instituto, Flyn está
cambiando.
—Oye, mocoso... —gruño enfadada—. ¡Haz el
favor de tener un poquito de educación conmigo,
que soy tu madre, no un colega! Pero ¿qué narices
te pasa últimamente?
Noto la tensión de su cuerpo. Conozco esa
mirada retadora. Malo..., malo... Y, sin ganas de
liarla más, me pongo el casco y digo:
—Vamos, regresemos a casa. Se acabó el
motocross por hoy.