sábado, 31 de diciembre de 2016

CAPITULO 52

Pero ella no se lo consentía. Le hurgó entre la ropa hasta dar con su flácida
hombría. Antes de que Peter pudiera darse cuenta de lo que pretendía, se la sacó
del pantalón y se la metió en la boca.
—¡Por todos los infiernos! —Él se estremeció intensamente, alzándose y
endureciéndose al instante—. ¿Dónde has aprendido esas triquiñuelas de ramera?
Cuanta más diligencia ponía Martina en trabajárselo, más se encolerizaba Peter.
A él no le manipulaba nadie sin su permiso, y no estaba dispuesto a consentir que
aquella perrilla descocada lo hiciera. La agarró por los hombros y la apartó sin
miramientos. Martina se cayó de culo y abrió los ojos con incredulidad. Su sorpresa se
transformó enseguida en rabia.
—Pero ¿qué tipo de hombre eres tú, Peter Lanzani ? ¿O es que ni siquiera eres un
hombre? Estabas casi a punto. ¿Preferirías hacerlo por la fuerza? Al fin y al cabo eres
un pirata, y he oído que tratáis de un modo brutal a las mujeres. Si prefieres
violarme, por mí encantada. Tómame con toda la rudeza que quieras, sé todo lo
brutal que te apetezca, que no voy a protestar. —El sólo pensamiento la dejaba sin
aliento de pura ansia.
El semblante de Peter adoptó una expresión fría mientras se levantaba del
banco y se alisaba apresuradamente la ropa.
—A mí no me gusta hacer daño a las mujeres. Como te decía antes, esto ha sido
un error.
Martina se revolvió contra él, con la cara terciada de rabia.
—¿Es así como piensas tratarme cuando nos hayamos casado? No lo voy a
poder soportar, Peter. ¿Qué te ha hecho esa ramera española?
—Ojalá lo supiera —murmuró Peter, distraído—. Cuando tú y yo nos
casemos, si es que nos casamos, no tendrás ninguna queja de mi rendimiento.
Martina sonrió con coquetería.
—Entonces ven y demuéstramelo. Te he sentido endurecerte en mi boca; sé que
me has deseado.
—Bueno, soy humano —replicó Peter —. Pero éste no es ni el momento ni el
lugar. Soy tan orgulloso que quiero ser yo quien elija el momento y el lugar. Quizá
sea mejor que volvamos a la Cámara de Audiencias antes de que nos echen en falta.
Nuestra buena reina puede convertirse en una leona si descubre que una de sus
damas ha perdido la compostura. Conmigo ya está disgustada. No hay necesidad de
que tú también te ganes su ira.
—No se habría disgustado contigo si hubieras accedido a dejar a tu esposa
española para poder casarte con una mujer inglesa —rezongó Martina , irritada.
Peter soltó un profundo suspiro de hartura. Todo aquello ya lo había oído
antes. Y no sólo de la reina. También de sus amigos.
—No empecemos otra vez con eso. Mi matrimonio no es tema de debate
público. ¿Estás lista para volver a la fiesta?
—Estoy hecha una facha —se quejó Martina, intentando sin éxito volver a ponerse
el pelo como lo tenía antes de entrar en el cenador. Al final desistió y se conformó
con darle un aspecto ordenado. Cuando ella y Peter entraron en la Cámara de
Audiencias de la reina, daba la impresión de que acababan de regresar de un
encuentro ilícito.
Lali permaneció al borde de la multitud. Hacía sólo un momento que había
llegado a Whitehall. El lacayo al que le dijo que era Lady Lanzani la encaminó hacia la
Cámara de Audiencias, informándola de que la reina acababa de hacer Sir a Peter Lanzani y de que allí se encontraba reunida la corte entera para celebrar la ceremonia en
honor de su esposo. Cuando Lali llegó, la sala estaba abarrotada de gente, todos
ricamente ataviados con todo tipo de galas cortesanas. Se sintió insignificante y fuera
de lugar con su falda de terciopelo arrugada del viaje y su melena sin empolvar.
Escudriñó la estancia buscando a Peter, pero no lo encontró. Se pegó un buen
susto al sentir que alguien le ponía la mano en el hombro. Volviéndose bruscamente,
se llevó una sorpresa mayúscula al ver la negra silueta de un cura jesuita cerniéndose
hacia ella.
—Perdona que te haya asustado, hija mía, pero no he podido evitar darme
cuenta de que eres española. ¿Qué estás haciendo tan lejos de tu tierra? En estos
momentos la corte de la reina Isabel no es lugar para una española. Se están
calentando cada vez más los humos contra vuestros paisanos. —El fluido español del
jesuita sonaba como música en los oídos de Lali.
—¿Venís de España? —le preguntó, esperanzada.
—Sí. Me han enviado a Inglaterra con una delegación de jesuitas para
convencer a la reina hereje de que deje de oprimir a la población católica de
Inglaterra. También traemos garantías del rey Felipe y del Papa de que España no
tiene intención de tomar represalias por el asesinato de María Estuardo, por más que
lo condene una desviación tan flagrante de la justicia y un acto tan reprobable a los
ojos de Dios. ¿Y qué estás haciendo tú aquí, hija mía?
—Es una larga historia, Padre —dijo Lucía con un suspiro.
—Pareces perdida. Ven conmigo. Te presentaré al resto de nuestra delegación, y
así nos cuentas lo que te ha traído a este país. Es mejor que permanezcamos todos
juntos en esta corte inmoral.
De pronto Lali vislumbró a Peter, y el aliento se le ahogó dolorosamente en
la garganta. Lo vio entrando en la sala por una puerta que había en el otro extremo,
acompañado de una hermosa mujer que se agarraba posesivamente de su brazo. Una
mujer joven, rubia, regia, con la encantadora melena alborotada de un modo
inconfundible. Los ojos de Lali volvieron a posarse en Peter, que tenía aspecto de
haberse vestido deprisa y corriendo. Llevaba la ropa torcida, y parecía ensimismado.
A Lali se le ocurrió pensar que había visto esa expresión de su cara muchas veces...
después de hacer el amor. Apretó los puños. Dios, ¡quería matar a aquella mujer!
—¿Qué te pasa, hija? —le preguntó el cura, siguiendo la mirada de Lali hasta
Peter y Lady Martina .
—¿Quiénes son ésos? —inquirió Lali, señalando con un gesto de la cabeza
hacia donde estaba Peter.
El cura frunció con fuerza el ceño.
—Esos son el feroz pirata Peter Lanzani y su puta, Lady Martina Stoessel. Él ha
mandado más galeones españoles al fondo del mar que ningún otro hombre en la
Historia. Se dijo que había encontrado la muerte en La Habana, pero hace poco
apareció en Inglaterra, vivito y coleando. Ha causado sensación en la corte. La reina
siente predilección por él. Hoy le ha otorgado el título de Sir por su lealtad hacia
Inglaterra.
A Lali se le cayó el alma a los pies. Había hecho Sir a Peter, y ella ni
siquiera se había enterado. Estaba claro que él había decidido olvidarse de que tenía
una esposa. Ella no era más que un estorbo para él. Cuando vio que Lady Martina le
susurraba al oído a Peter algo que le hizo reír, tuvo que contener un sollozo.
—Olvídate de esta gente impía, hijita. Ven con nosotros. Rezaremos juntos por
la conversión de Inglaterra al catolicismo.
Demasiado desconsolada para oponerse, Lali siguió dócilmente al cura fuera
de aquella sala, lejos de Peter y su amante.

CAPITULO 51

Eran ya mediados de marzo cuando Lali consiguió poner en marcha su plan.
Durante las semanas que precedieron había hecho un tiempo de perros, convirtiendo
en más que imposible su idea de hacer un viaje por aquellos caminos embarrados y
llenos de surcos. Lali había estado varias veces en el pueblo aquel invierno, pero
todavía no le había llegado el momento de viajar a Londres.
—¿Otra vez estáis pensando en ir al pueblo? —preguntó Forsythe en tono
glacial.
—Sí. Informad por favor al cochero de que quiero que me tenga a punto el
coche mañana a las diez en punto.
—¿Tenéis algún motivo en especial para querer ir al pueblo?
Lali alzó las cejas y le lanzó la mirada más condescendiente que pudo esbozar.
—¿Es que necesito un motivo?
—Desde luego que no. —Forsythe agitó nerviosamente la mano,
desesperanzado—. Daisy os acompañará como de costumbre.
—Eso no va ser necesario —dijo Lali con firmeza—. Ponedme un lacayo si os
parece que hay algún peligro.
—Señora, sencillamente no puedo dejaros salir de esta propiedad sin una
doncella que os acompañe.
Lali le dedicó una mirada fría.
—Me da lo mismo si os parece correcto o no. Ocupaos de que el coche me esté
esperando mañana a las diez en punto exactamente. —Y, volviéndose bruscamente,
salió de allí muy decidida, dejándolo con la palabra en la boca.
Ese mismo día, más tarde, cuando Pablo Martinez llegó a la casa, Lali se
resignó a librar otra batalla. Era evidente que Forsythe había recurrido a la ayuda del
administrador para disuadirla de su idea de ir al pueblo sin una acompañante.
—¿En qué puedo ayudaros, señor Martinez ? —le preguntó Lali al capataz al
encontrárselo en la biblioteca.
Martinez se aclaro la garganta, visiblemente incómodo por tener que plantear
una cuestión tan delicada.
—Forsythe me ha informado de que queréis ir al pueblo. No tengo nada que
objetar a eso, pero no podemos permitir que vayáis sola. No sería correcto.
—No necesito ninguna acompañante —insistió secamente Lali—. No me llevo
bien con ninguna de las criadas, y no me apetece pasar tiempo con ellas. —Con
cualquiera de ellas pegada a los talones, todos sus planes se irían al gárrete.
Martinez se ruborizó. Durante los largos meses que el capitán llevaba en
Londres, no había escrito ni una sola nota a su esposa. A Martinez le daba pena
aquella pobre mujer; no lograba entender a santo de qué se había casado su jefe con
aquella belleza española para luego no hacerle el menor caso. Si había que creer las
noticias que llegaban de Londres, el capitán Lanzani se lo estaba pasando en grande en
la ciudad, bailándole el agua a Lady Martina Stoessel y jugando a la vida cortesana. Él
sabía que la esposa del capitán se sentía sola, pero no podía hacer nada para
remediar esa situación.
—No tengo nada en contra de que salgáis —concilio Martinez —. ¿Queréis
alguna otra cosa?
—No me gusta salir con el monedero vacío —dijo Lali, dedicándole a Martinez
una sonrisa agradable.
—Podéis comprar a cuenta todo lo que queráis, como habéis hecho otras veces.
—¿No ha previsto mi marido alguna asignación mensual para mí?
—Sólo me dijo que os dé todo lo que pidáis.
—Pues necesito algo de dinero para llevar en el bolso.
Martinez le lanzó una mirada insegura, pero luego se encogió de hombros y se
dirigió al escritorio. Sacándose del bolsillo una llave, abrió con ella uno de los cajones
y sacó una cajita metálica. Lali, oyendo el tintineo de monedas, se acercó para
mirarla mejor. Estaba llena hasta arriba de monedas de oro y de plata. Martinez contó
unas cuantas monedas de plata y le echó a Lali una mirada inquisitiva.
—Igual también un par de monedas de oro —sugirió ella, sagaz—. Peter
querrá que tenga dinero suficiente para comprarme unas pocas bagatelas sin tener
que cargarlas en su cuenta. Por supuesto que para cualquier cosa de más importancia
haré que le pasen la factura a mi marido.
Siempre sensible a una sonrisa agradable de mujer, Martinez concedió de buena
gana, tendiéndole a Lali unas cuantas monedas de oro y otras cuantas de plata. No
tenía idea de que su jefe fuera un hombre tacaño, así que pensó que no tendría nada
en contra de establecer una cantidad mensual para su esposa. Si él hubiera sabido lo
que Lali tenía en mente, no habría actuado de forma tan ciega.
A la mañana siguiente, Lali salió de la casa exactamente a las diez en punto y
encontró el coche esperándola en la puerta.
—¿A qué hora volveréis, señora? —le preguntó Forsythe mientras la ayudaba a
meterse en el coche.
—Puede que vaya a visitar las fincas vecinas cuando termine en el pueblo. No
os alarméis si no vuelvo antes de que oscurezca. Hace un día excepcionalmente
bueno, y estoy cansada de estar encerrada en casa. Por todas partes hay señales de la
primavera, y me apetece disfrutarlas.
Lali se despidió alegremente con la mano mientras el coche se alejaba
traqueteando. Hacía varios días que no había llovido, y la mayor parte de los charcos
del camino se habían evaporado. A Lali se le esponjó el espíritu; aquel tiempo
magnífico también ayudaba. Le había llevado mucho tiempo y largas cavilaciones
decidir qué debía hacer y cómo ponerse a ello. Las semanas se habían convertido en
meses sin que le llegara carta de Peter. Lo poco que sabía de él había tenido que ir
extrayéndolo de los cotilleos de los criados. Se había enterado de que en Plymouth se
habían reunido más barcos, y de que Inglaterra se preparaba para la previsible
llegada de la Expedición Española a sus costas. Se había establecido un sistema de
balizas que debían encenderse para dar la alarma a lo largo de la costa y hacia el
interior de cada comarca en cuanto la flota española estuviera a la vista.
Se recabó toda pieza de artillería disponible para fortificar la costa sur y las
comarcas orientales. Los fosos de las ciudades se despejaron y se hicieron más
profundos, se repararon las grietas de las murallas de las villas y los muros exteriores
se reforzaron con arena en previsión de posibles descargas de artillería. A pesar de
todo ello, Lali seguía negándose a creer que estaba a punto de producirse un ataque
español. La reina católica María de Escocia, después de conspirar durante diecinueve
años para arrebatarle a su prima Isabel el trono de Inglaterra, había sido juzgada por
conspiración contra la corona, declarada culpable y ejecutada. Y ahora que ya estaba
muerta, no parecía haber motivo para una invasión.
El pueblo apareció ante sus ojos, y el coche fue aminorando la marcha para
adaptarse al flujo creciente de personas y coches. Era día de mercado, y las hordas de
granjeros se reunían en la ciudad. Aquel evento imprevisto se ajustaba perfectamente
a los planes de Lali. A una señal suya, el cochero frenó los caballos y saltó del
pescante para abrirle la portezuela.
—¿Está bien aquí, señora?
—Aquí está perfecto —respondió Lucía con una sonrisa halagadora—. Puedes
ir con el lacayo a la taberna, si os apetece. Yo tengo para varias horas.
—Le diré al lacayo que os acompañe para llevaros los paquetes, Lady Lanzani. —
El cochero tenía órdenes del señor Martinez de no perder de vista a la señora, porque
era la primera vez que se aventuraba a salir sin la compañía de una criada.
Lali torció el gesto. Ni necesitaba ni quería un guardaespaldas, pero
comprendió que era inútil contradecir a aquel leal servidor de Lanzani. Accedió
cortésmente, revisando a toda prisa su plan.
Anduvo de aquí para allá sin mucho propósito, hasta que encontró el taller de
la modista. Le pidió al lacayo que la esperara en la puerta, porque probablemente se
iba a pasar un buen rato encargando galas veraniegas, y entró en la tienda, que por
ser día de mercado estaba llena de visitantes. La señora Cromley estaba ocupada con
otra dienta y no vio entrar a Lali. Ella se escabulló hacia una puerta tapada por una
cortina y se coló por allí, encantada de encontrarse en un almacén con una puerta que
daba a un callejón. Todo estaba yendo tan rodado que apenas podía creerlo. Era casi
como si Dios estuviera mirando por ella.
Las monedas iban tintineando de un modo reconfortante en su monedero de
red mientras se abría camino entre aquellos callejones cubiertos de suciedad. Darle
esquinazo al lacayo había resultado fácil, pero encontrar un vehículo que la llevara a
Londres iba a ser más difícil. Pero, una vez más, la suerte estaba de su parte. En el
callejón se tropezó con un repartidor de vino que estaba descargando su mercancía
junto a la puerta trasera de una taberna. Oyó cómo le decía al tabernero, que había
salido a pagarle, que se volvía a Londres a cargar más vino en la bodega. Lali
esperó a que se hubieran despedido el uno del otro antes de acercarse al repartidor,
que estaba extendiendo afanosamente una lona por el fondo de la carreta.
—Me ha parecido oíros decir que os dirigís a Londres, caballero —le dijo,
mientras el tipo se subía al carro.
El repartidor la miró con curiosidad.
—Sí, moza, sí, eso he dicho. ¿Por qué lo preguntas?
—Os recompensaré bien si me lleváis con vos.
El repartidor escupió, despreciativo.
—¿Qué eres, una ramera? Yo soy un hombre casado, y fiel a mi esposa. Tengo
una hija que es mayor que tú. Más te vale buscarte a otro.
Lali se encrespó, indignada.
—Desde luego que no, señor; no soy ninguna puta. Solamente necesito una
forma de llegar a Londres, y estoy dispuesta a pagar, en dinero, por el viaje.
El repartidor escrutó a Lali con los ojos entornados, encontrando altamente
sospechoso el acento con el que hablaba el inglés.
—¿Eres extranjera? ¿No serás una espía?
—Soy española, pero podéis estar seguro de que no soy una espía. Por favor —
le suplicó Lali—, necesito desesperadamente llegar a Londres.
—¡Española! Yo no llevo españoles en mi carreta. Lo siento mucho, moza, pero
vas a tener que buscarte otra forma de llegar allí —fustigó con las riendas la grupa de
sus caballos, y la carreta dio un tirón hacia delante.
Poco dispuesta a aceptar un no por respuesta, Lali esperó a que el repartidor
estuviese entretenido tratando de abrirse paso por la estrecha calleja para trepar al
carro y arrastrarse hasta debajo de la lona antes de que el tipo alcanzara a darse
cuenta de que llevaba una pasajera. Para cuando el carro logró salir a la abarrotada
avenida, Lali estaba ya cómodamente instalada bajo la lona. Con el calor relajante
del sol y el sonido monótono de los cascos de los caballos, enseguida se quedó
dormida.
Londres
Marzo de 1588
La Cámara de Audiencias de la reina era un hervidero de hombres y mujeres
elegantemente ataviados de sedas, satenes y brocados. Tanto unos como otras iban
suntuosamente engalanados con pelucas empolvadas, anillos en todos los dedos y
escarpines con hebillas de pedrería. Pero la estrella que más brillaba en la gran sala
era la reina, que reinaba entre sus cortesanos y sus damas. Estaba flirteando
descaradamente con un cortesano en particular, un hombre alto y ancho de hombros
cuyo semblante tostado daba mudo testimonio de largas horas soportando el sol
deslumbrante y el azote del viento. Resultaba evidente que acababa de celebrarse
alguna ceremonia, porque la sala estaba llena de dignatarios y consejeros privados.
—"Sir Peter Lanzani ." Suena bastante bien, ¿no os parece, Sir Lanzani ? —decía la
reina, dándole al pirata picaros golpecitos en el hombro con su abanico.
Madurando pero sin perder la chispa, Isabel tenía debilidad por todos los
hombres apuestos de su corte. Pero si se desviaban de su camino o la contrariaban,
tenía muchas y muy diversas formas de demostrar su contrariedad, y ninguna era
placentera.
Peter le dedicó a la reina una sonrisa genuinamente cálida. Isabel le había
mostrado una gratitud ilimitada cuando él le hizo entrega de su parte del botín
español. En consideración a su lealtad, le había otorgado el título de caballero a
Peter, que ahora era Sir Peter Lanzani. Su persecución diligente e implacable de las
embarcaciones españolas estaba haciendo engordar las arcas reales.
—Vuestra Majestad es muy generosa —respondía Peter —. No merezco
tanto.
—Puede que tengáis razón. Estamos muy satisfechos con vuestra contribución a
nuestras arcas, pero aun así muy disgustados por vuestro desastroso matrimonio.
¿Habéis cambiado de opinión sobre nuestro ofrecimiento de disolver vuestro
matrimonio con esa española? Os casasteis bajo coacción, si no nos equivocamos.
Lady Martina haría mucho mejor pareja con uno de los héroes más queridos de
Inglaterra.
Peter se revolvió incómodo bajo la mirada insistente de Isabel. La reina no
estaba complacida con aquel lamentable matrimonio suyo, y no había tardado en
manifestarlo. Después de que Peter le explicara cómo le habían obligado a casarse
con una española, la reina le ordenó que solicitara la anulación del matrimonio,
insistiendo en que no era legal. Pero algún duende perverso de su interior le impedía
hacerlo. Esa resistencia de Peter estuvo a punto de hacer que la reina cambiara de
opinión y no le otorgara el título de Sir. Pero como el clamor popular estaba de parte
de Peter al final la reina le concedió esa gracia.
—Lady Martina es encantadora —admitió Peter —, sería un honor para cualquier
hombre tenerla por esposa.
En realidad, Peter consideraba a Lady Martina una cabrilla loca, muy poco ajena
a las pasiones masculinas. Aunque la reina vigilaba con celo a sus damas de
compañía, no podía pasarse con ellas todas las horas del día, y muchas veces no
estaba al corriente de su reprobable comportamiento.
Isabel le lanzó a Peter una sonrisa complacida. Le molestaba profundamente
pensar que uno de sus favoritos se había casado con una española, pero tenía la
seguridad de que con los incentivos adecuados Peter llegaría a ver las cosas como
ella.
—¿No es Lady Martina la que está sentada ahí, del otro latió de la sala? Parece que
está sola. ¿Por qué no vais con ella? Nos le hemos prometido a Sir Drake una
audiencia en privado. Este asunto de los españoles está empezando a ponerse
peliagudo. No tenemos ni idea de por dónde piensa atacar la flota española, ni de
cuándo partirá de Lisboa, si es que lo hace. Sir Drake y los almirantes quieren salir
con nuestra armada y acabar con ellos antes de que nos tengan a tiro, pero Nos no
vemos razón para precipitarse. Preferiríamos mil veces arreglar las cosas mediante
una negociación pacífica.
—He hablado con Sir Drake —dijo Peter — y estoy de acuerdo con él.
Nuestros informes dicen que nuestra flota está mejor armada y mejor provista de lo
que ha estado en mucho tiempo. Si atacamos primero, podríamos destruir su flota
antes de que abandone Lisboa.
—Debemos ser cautos —recomendó Isabel—. Primero vamos a hablar con Sir
Drake, y luego Nos decidiremos qué rumbo conviene tomar.
—Mi barco está a vuestro servicio, Majestad —ofreció generosamente
Peter —. Sólo espero vuestras órdenes.
—Conocemos bien vuestra lealtad, Sir Lanzani quitando esa obstinación vuestra
en lo que a vuestro matrimonio se refiere. Ahora os podéis ir; Lady Martina está ansiosa
de vuestra compañía.
Peter hizo una reverencia y se apartó de la reina, pero no fue donde Lady
Martina. Salió discretamente por una antesala a los jardines que había más allá, evitando
deliberadamente a la pertinaz Lady Martina . Desde el día en que llegó a Whitehall, Lady
Martina se le había pegado cual sanguijuela sedienta de sangre. Si él buscaba la
compañía de alguna otra mujer, era para ver lo celosa que se ponía Martina. Ya había
perdido la cuenta de las veces que ella le había invitado a su cama, y una o dos de
ellas llegó a pensarse si aceptar tan descarada invitación. Dios sabía que no le
faltaban ganas. Pero, para disgusto suyo, algo que estaba más allá de su control le
impedía buscar alivio entre las piernas blancas de Martina.
Lali. Su nombre se le demoraba en los labios como un precioso recuerdo.
Lali. Lali
En sus primeras semanas en Londres Peter había estado muy ocupado, y eso
le había dejado poco tiempo para pensar en Lali. Él y Nico Riera se habían
reunido casi todos los días con la reina y su consejo privado, que escuchaban con
avidez la descripción que Nico hacía de la gran armada que había visto congregarse
en Lisboa. Y cuando Peter no estaba bailando al son que tocaba la reina, se hallaba
de consulta con notables como Sir Francis Drake y Lord Burleigh. La situación con
España se estaba poniendo impredecible, y la reina retrasaba deliberadamente el
aprovisionamiento de su flota. Sir Drake no dejaba de lamentarse de no poder estar
ya navegando hacia Lisboa para bloquearlos allí en lugar de quedarse parado con la
armada en Plymouth.
Antes de que Peter pudiera darse cuenta llegó la Navidad. Tuvo la presencia
de ánimo suficiente para enviarle un regalo a Lali. En el ajetreo de aquellas
semanas, Peter llegó a creer que había conseguido sacarse a Lali de la cabeza, y
por eso no entendía qué le estaba impidiendo anular su matrimonio. Decir que a la
reina le disgustaba aquella unión era decirlo con palabras muy suaves, aunque al
enterarse de las circunstancias se había calmado un tanto. Aun así, seguía molesta
con que Peter se resistiera a sus esfuerzos por liberarlo de aquel desafortunado
emparejamiento.
Fue entonces cuando Isabel le ofreció a Lady Martina como recompensa por sus
servicios a Inglaterra; y era un premio suculento. Lo único que Peter tenía que
hacer para recibirlo era deshacerse de su actual esposa. Peter lo estuvo
considerando, llegando hasta el extremo de hacerle la corte a Peter , pero luego
empezó a encontrar excusas para evitarla. Su pálida belleza rubia podía resultar
apetecible para otros, pero Peter se dio cuenta de que él prefería la sensualidad
morena de las mujeres de rasgos exóticos, ojos vivaces y lustrosos rizos de ébano, por
desgracia trasquilados.
Pasó diciembre y vino enero con su ronda de bailes y celebraciones, y de
aburridos musicales en los que la principal figura era alguna diva italiana que
cantaba desafinado. Peter visitó antros de perversión con amiguetes que bebían
hasta quedarse inconscientes y se despertaban en brazos de rameras. Peter podía
frecuentar los peores tugurios de Londres y beber en exceso, pero no se sentía capaz
de tontear con rameras. Apostaba sin medida, perdiendo a veces, aunque ganando
con más frecuencia, grandes cantidades de dinero. Febrero vino y se fue y marzo
trajo consigo la primavera. Las dos únicas veces que se sintió tentado de visitar una
casa de citas de alta categoría, terminó jugando a las cartas en el piso de abajo
mientras sus amigos se deleitaban con las rameras más finas y más caras de todo
Londres. Y una y otra vez maldecía su propia estupidez.
No podía negar que necesitaba una mujer. Lo que le ponía furioso era no poder
satisfacerse con cualquiera de ellas. En su afán de liberarse de la imagen de Lali,
había bailado y flirteado en todas las fiestas de la temporada londinense. Sabía que
Lali estaba bien, porque Martinez le mantenía informado del bienestar de su esposa.
Y, con todo aquello, en Londres Peter se había dado cuenta de un hecho
importante: había comprendido que Lali nunca podría encajar en aquel tipo de
vida.
Su belleza exótica y morena delataba su ascendencia española. No la aceptarían
ni sus amigos ni la reina. Si en lugar de española fuera francesa habría sido distinto,
pero no lo era. El hecho de que Lali llevara en sus venas la sangre de aquellos a
quienes él había dedicado su vida a destruir le resultaba imperdonable. Era un
defecto fatal que convertía su matrimonio en una especie de burla. Y aun así no
podía negar que los brazos le dolían de ganas de abrazarla, que estaba deseando oír
sus gemidos suaves mientras la conducía al éxtasis. Echaba insoportablemente de
menos su dulce forma de corresponderle, en la que no había maña ni fingimiento. Si
no fuera porque sabía a qué atenerse, habría pensado que estaban hechos el uno para
el otro.
Peter sacudió la cabeza para despejársela de tan perturbadores
pensamientos. Desear a Lali sólo le complicaba la vida. Isabel le estaba apremiando
a solicitar la anulación, y se imaginaba que tendría que acabar cediendo y casándose
con Lady Martina, o con alguna otra igualmente apropiada. Recordó los tiempos en que
Lali le suplicaba que la mandara de vuelta al convento. Probablemente estaría
contenta si lo hiciera ahora. No podía estar a gusto en sus circunstancias, arrinconada
entre sirvientes hostiles y desatendida. Fijaría una suma de dinero para ella y le daría
a elegir entre varios destinos. O quizá, pensó abatido, ella prefiriera volver con su
antiguo prometido. Ese era un pensamiento muy poco agradable.
Y no es eso lo que tú quieres, le recordaba una voz interior.
—En todo caso, haré lo que sea mejor para todos —dijo en voz alta.
—¿Con quién diantres hablas, Peter? ¿Qué haces aquí fuera tú solo? —La
sonrisa se desvaneció de su cara, reemplazada por un feo ceño—. No te habrás citado
aquí con alguna otra mujer, ¿verdad?
—Me ofendes, Martina —protestó Peter , galante—. Sólo buscaba un poco de aire
fresco. Ya sabes que tú eres la única mujer que me interesa. —Dios, cuánto le
fatigaban las absurdas sutilezas que imponía la sociedad. Habría preferido mil veces
poder repantingarse en la cubierta del Vengado; a estar allí regalando frases
biensonantes a los oídos de aquella mujer.
Peter sonrió y se le acerco un poco más. Su pelo rubio sin empolvar tenía reflejos
leonados y dorados a la luz menguada. Alzó la cara, con los labios separados como
una invitación, consciente de que había pocos hombres capaces de resistirse a su
belleza. Por desgracia para ella, el imponente Peter Lanzani estaba demostrando ser
uno de esos pocos. Él no era como la mayor parte de los hombres. Para Martina, el hecho
de que ya estuviera casado apenas cambiaba las cosas, porque sabía que la reina
Isabel le estaba presionando para que obtuviese la anulación o el divorcio; y qué
hombre tendría el coraje de desobedecer a una reina vengativa.
Pero Peter se hacía el difícil a propósito. Unos pocos besos y unas pocas
caricias eran lo único que había logrado arrancarle, por mucho que en más de una
ocasión intentara atraerlo a su cama. Según los rumores, le habían obligado a casarse,
así que Lady Martina no se planteaba siquiera que pudiera estar enamorado de su
esposa. Peter rara vez hablaba de la española; sin embargo, Martina no lograba
explicarse el misterioso anhelo que alguna que otra vez había descubierto en sus ojos.
Pero eso a ella tampoco le preocupaba: estaba convencidísima de que ninguna mujer
de piel oscura podía compararse ni de lejos con su propia belleza dorada.
—Conozco un sitio donde podemos estar solos, si te molesta que aquí haya
tanta gente —le dijo a Peter en un susurro gutural—. No está lejos. —Le cogió la
mano—. Ven, te lo enseñaré.
Peter no se lo pensó más que un instante. ¿Por qué demonios no iba a coger
lo que Lady Martina con tanta libertad le estaba ofreciendo? Necesitaba una diversión, y
la necesitaba ya. Necesitaba a alguien que reemplazara a Lali en sus pensamientos.
Martina era guapa, tenía buena figura, y no era ninguna virgen pacata. Por decirlo de un
modo sencillo, Peter necesitaba descargar su frustración sexual en las suaves
carnes de una mujer.
Iba casi pisándole a Martina los talones cuando ella lo condujo a un cenador
apartado, situado en la zona más lejana del jardín. Observó que estaba algo
desvencijado, señal fiable de que poca gente pasaba por aquel lugar solitario. Poca
gente entre la que podía contarse probablemente a Martina y a sus diversos amantes. Y
ahora estaba a punto de añadir a Peter a la lista de sus conquistas.
—¿No te estará echando de menos la reina? —preguntó él, entrando en el
cenador detrás de Martina. Constató sin mucho interés que en el interior había varios
bancos cubiertos con colchonetas descoloridas, y muy pocos muebles más. Los
ventanales estaban protegidos con estores de lona, que podían bajarse para asegurar
la intimidad.
—La reina ha ido a reunirse con Sir Francis Drake —dijo Martina mientras
desenrollaba los estores, sumiéndolo lodo en un mundo de sombras que invitaba a
intimar—. No me echará de menos. Tenemos muchas horas para poder divertirnos
juntos. —Y, echándole a Peter una sonrisa coqueta, se recostó sugerente en uno de
los bancos y tendió los brazos hacia él.
Peter la contempló entornando los párpados antes de acercarse a ella y
tomarla en sus brazos. Martina soltó un suspiro feliz. Todo la hacía pensar que muy
pronto iba a ser la esposa de aquel apuesto pirata que se había convertido en uno de
los héroes de Inglaterra. Se estremeció, delicada, anticipándose deseosa a la rudeza
de sus manos. Un hombre que saquea y mata por placer no puede ser un amante
suave, y ella estaba dispuesta a convertirse en su esclava. ¿No sueñan todas las
mujeres con ser violadas por un apuesto pirata?
Poco a poco Peter despojó a Martina del vestido, desnudando redondeces de un
blanco níveo. Hizo una mueca de disgusto, encontrando a Martina pálida y poco
atrayente en comparación con la belleza de piel dorada de Lali. Obligándose a
continuar, Peter le desató la enagua y el corpiño y cogió con la mano uno de sus
pechos blancos. Martina gimió y le agarró la cabeza, empujándosela hacia sus pechos.
Peter correspondió metiéndose el pezón en la boca y pasándole la lengua
alrededor.
Estuvo a punto de dar una arcada. La piel de mar apestaba a perfume del
fuerte. Dulzón, empalagoso y oprimente, muy poco seductor para su gusto. O quizá
era la mujer en sí la que no le atraía. ¿Volvería algún día a atraerle alguna, después
de Lali? Él lo intentaba. Dios sabía que trataba de quitarse de la cabeza a Lali.
Pero hasta cuando le estaba acariciando y chupando los pechos a Peter , permanecía
indiferente a sus gemidos y sus voluptuosos contoneos. Se sentía distante de lo que
estaba haciendo, como si lo estuviera contemplando desde fuera.
—Oh, Peter , por favor, ven dentro de mí —jadeó Martina abriéndose de piernas
y tendiéndose hacia él. Pero cuando sus dedos ansiosos se cerraron en torno a él, se
sobresaltó y lo miró completamente confundida—. No estás a punto. ¿Qué puedo
hacer para ayudarte?
Peter se echó hacia atrás, asqueado. No había nada que Martina pudiera hacer
para ponerlo a punto para ella. Cómo iba él a forzarse a hacer algo que su cuerpo no
deseaba. Aquello nunca le había ocurrido hasta entonces, y no le gustó. ¿Qué tipo de
hechizo le había echado la bruja española? Siempre se había sentido orgulloso de su
buena disposición para el sexo. Su capacidad sexual nunca le había suscitado la
menor duda, y con frecuencia había alcanzado y proporcionado satisfacción varias
veces en una noche. Pero tampoco habría sido justo echarle a Lady Martina la culpa de
aquella carencia suya; probablemente le habría ocurrido lo mismo con cualquier
mujer que no fuera Lali.
—Esto es un error —dijo Peter, tratando de desprenderse de las garras de
Martina .

CAPITULO 50

Lali se rió con modestia.
—No me he ofendido, señor Martinez, ya estoy acostumbrada. A vuestro modo
de ver, soy una forastera. Me alegro de saber que puedo contar con vos, pero tengo
que aprender a lidiar con los criados yo sola.
La admiración de Martinez por Lali aumentaba por momentos. Se preguntaba
cómo había podido Peter abandonar a una mujer tan irresistible, que parecía frágil
pero emanaba seguridad en sí misma.
—Os agradeceré que me informéis cada vez que llegue un mensajero de
Londres con noticias de mi marido.
—Por supuesto —concordó Peter —. Ah, casi me olvido de decíroslo: el
capitán Lanzani ha dejado la calesa para que dispongáis de ella. Hacedme saber si
deseáis ir al pueblo o visitar las otras propiedades y yo me encargaré de que os la
tengan preparada.
La entrevista concluyó en aquel punto y a Lali casi le dio pena ver a aquel
hombre tan afable marcharse. Por el momento, era la única persona de toda la casa
que había sido agradable con ella y le había mostrado el respeto debido a la esposa
de Peter.
Durante los siguientes días, Lali aprendió a manejarse por la residencia. Sabía
instintivamente que los que habían habitado aquella casa antes la habían querido
mucho. Había poco, si es que había algo, que quisiera cambiar. Las habitaciones eran
amplias, bien ventiladas y llenas de los fantasmas de la familia feliz que una vez
había recorrido aquellas salas tan majestuosas. Percibía que se habían oído muchas
risas en aquel hogar. Pero, por encima de todo, estaba triste porque ella nunca iba a
pertenecer sinceramente a aquella casa ni al hombre que ahora era su dueño.
Lali echaba de menos a Peter desesperadamente. Aunque no había recibido
ningún mensaje directamente de él, sabía que estaba en contacto con Pablo Martinez,
ya que él la informaba oficiosamente cada vez que recibía un mensaje. Parecía
abochornarse cada vez que se veía forzado a admitir que Peter no había incluido
ningún mensaje específico para Lali. Llegaron las Navidades con muy poca pompa.
Lali mandó decorar la casa con la esperanza de que Peter volviera a pasar las
vacaciones. En lugar de ello, él le mandó a un mensajero con un regalo.
¡Un regalo! ¿De qué le iba a servir un regalo si lo que ella quería era a Peter?
Miró el carísimo collar de esmeraldas sin ningún entusiasmo, y enseguida lo dejó de
lado. Ni siquiera había tenido la delicadeza de incluir una felicitación con el regalo.
A principios de enero llegó un mensajero con un paquete enorme de papeles
para Martinez. Lali esperaba con ansia a que Martinez le dijera si Peter había
incluido un mensaje para ella. Ni que decir tiene que no lo había hecho y la
decepción que se llevó fue un trago muy amargo. Decidió pasar por alto su orgullo e
interrogar al mensajero, con la esperanza de que le contase qué era lo que, aparte de
la reina, ocupaba las horas de Peter. Un hombre de sangre caliente como Peter
no era propenso a negarse a sí mismo la comodidad que una mujer le podía ofrecer, y
la idea de que Peter estuviera entre los brazos de otra la destrozaba.
Encontró al mensajero en la cocina, rodeado de los criados de la casa. Lali oyó
que estaban hablando y cotilleando entre ellos, y se detuvo delante de la puerta
cuando oyó que mencionaban el nombre de Peter. Entreabrió la puerta y entró. El
mensajero estaba sentado a la mesa y era el centro de atención. Lo que les estuviera
contando debía de ser fascinante, porque le prestaban la mayor atención.
—El capitán es el hombre más famoso de la corte entre las señoritas —farfulló el
mensajero entre bocado y bocado de pan con queso—. Se derriten todas por sus
huesos.
—Cuéntanos más cosas, Tom —lo animó la cocinera sobornándolo con una
gruesa loncha de carne asada—. ¿Cuál de esas mariposas crees que le gusta a nuestro
capitán?
—Le gustan todas —dijo Tom dándose importancia—; pero, cuando no está con
la reina, se le ha visto principalmente acompañado de la joven señorita Martina Stoessel,
un bocadito de nata, toda ojos y pecho. Y por si fuera poco, es una rica heredera. La
vieja Isabel hace que coincidan siempre que puede, y nuestro capitán no es de los que
deja pasar una oportunidad, no sé si me explico —se rió como un cerdo.
Risillas y sonrisillas de complicidad se sucedieron por toda la cocina, mientras
Tom arrancaba un pedazo de carne suculento y lo masticaba con visible delectación.
—Cuéntanos lo que dijo la reina Isabel cuando se enteró de que el capitán se
había casado sin su consentimiento —preguntó Daisy entusiasmada.
—Los rumores cuentan que se puso furiosa —reveló Tom—. Le dijo que podía
anular el matrimonio o conseguir el divorcio. Que quería enviar a esa rémora
española de vuelta a España y entregarle a Lady Jane como recompensa por haber
enriquecido sus arcas con el oro español —se rió con mucho estruendo.
—¡Lo sabía! —se exultó Daisy— ¡Pronto nos desharemos de esa puta española!
Lali apoyo la cabeza con mucha debilidad contra la pared. Aquel modo
desgarrador de ponerla en ridículo hizo que se pusiera físicamente enferma. Las
lágrimas amenazaban con salírsele de los lagrimales y la amarga bilis le subió por la
garganta. No era ningún secreto que Peter no la apreciaba como esposa, y ahora
sabía lo poco que significaba para él. Con Lady Martina esperando impaciente a que
Peter pusiese fin a su matrimonio, era sólo cuestión de tiempo que saliese de la
vida de Peter de una vez por todas. Si volviera a España, su padre la despacharía a
La Habana, de vuelta con don Mariano. No era más que un pelele en manos de los
hombres. Sofocando un sollozo, dio media vuelta y se marchó. Si se hubiera quedado
a escuchar lo que dijo Tom acto seguido, se habría animado.
—No cuentes con deshacerte de la señora tan deprisa. Se dice que el capitán
Lanzani todavía no le ha respondido a la reina si va a tramitar la anulación o no. ¿Os lo
podéis creer? Estando tan acaramelado con la señorita Martina, todos habían pensado
que estaría encantado de aprovechar la ocasión de quitarse de encima a una mujer
con la que le forzaron a casarse.
—¡Le forzaron a casarse! —varias voces se unieron para expresar su sorpresa.
—Sí, eso es lo que se dice. Los detalles no los sé, pero estoy seguro de que
deben ser muy sabrosos. —Se levantó de repente, se dio unas palmaditas en la
barriga y eructó—. Bueno, es hora de volver a Londres.
Sola en su habitación, Lali andaba de una punta a otra. Ese libidinoso malnacido,
farfullaba en voz baja. ¿Cómo se atrevía Peter a pasearse por la corte con otra
mujer? ¿Cómo se atrevía a hacer de ella el hazmerreír de su reina y de toda
Inglaterra? Ni muerta se iba a quedar en el campo para que la ridiculizaran y
vilipendiaran los criados. Ah, no, juró. Iba a hacer que Peter Lanzani y su amante se
arrepintieran de retozar a sus espaldas.
Sabía exactamente lo que tenía que hacer, y estaba lo bastante enfadada como
para hacerlo.

CAPITULO 49

Porque habría sido muy fácil mandarla de vuelta con su padre o enviarla a un
convento que no tuviese remilgos a la hora de admitirla en la orden. Una caldera
humeante de resentimiento le hervía a Morgan en las entrañas. Le estaba pasando
algo que no le gustaba y que no era capaz de controlar.
—Me voy por la mañana, Lucía. No sé cuándo volveré. Londres no está tan
lejos de la Residencia de los Scott. Estaré en contacto con Withers y con Forsythe, y
así ellos podrán mantenerme al corriente de si estás bien. Si necesitas cualquier cosa,
pídesela a Withers; mañana pasará a conocerte. Puedes irte de compras al pueblo, si
así lo deseas. Puedes apuntar todo lo que se te antoje a mi cuenta.
Aquellas palabras sonaron del todo frías e impersonales. ¿Acaso todos los
maridos y mujeres de Inglaterra llevaban vidas separadas? Ella apenas si sabía nada
acerca del matrimonio. ¿Es que Morgan no se daba cuenta de lo mucho que ella lo
amaba? Estaba segura de que él se sentía atraído por ella. ¿Cómo iba a hacerle el
amor con tanta ternura si no sintiera nada por ella? Él la quería; ella veía cómo él se
desesperaba por tenerla, en las ardientes profundidades de sus ojos azules y en el
calor tórrido que emanaba por todos sus poros. Y a ella le pasaba lo mismo. ¡Dios! Si
con sólo mirarlo se le hacía la boca agua.
—Te deseo buen viaje, Morgan —esas palabras frías traicionaban el
resentimiento que le hervía a ella por dentro—. ¿Estarás aquí en Navidades?
La mirada de hielo de Lucía dejó a Morgan maltrecho. Maldita sea, resistirse a
ella le costaba, toda su fuerza de voluntad.
—Vete a la cama, Lucía —farfulló, luchando por la supervivencia de su alma. Si
perdía la batalla, perdería para siempre la vida que siempre había conocido y a la
que se había acostumbrado—. No tenemos nada más que hablar. En cuanto a las
Navidades, es poco probable que venga a pasar las vacaciones.
—Eres un imbécil, Morgan Scott —siseó Lucía entre los dientes apretados—.
Evitarme no te va a servir de nada, y mentir acerca de lo que sientes es una falta de
honradez. No engañas a nadie más que a ti mismo.
Morgan cerró los ojos sufriendo el impacto de las acusaciones de Lucía con una
calma pétrea. Dios, ¿cómo podía ella saber todo eso? Cuando abrió los ojos, Lucía ya
se había marchado.
Las palabras de Lucía le tocaron la libra sensible a Morgan. ¡Maldita sea! ¿Acaso
le estaba haciendo sentirse como un imbécil a propósito? Su mirada se posó en el
coñac y los vasos que Forsythe precavidamente había colocado sobre el escritorio y
se sirvió a sí mismo una dosis generosa. Le bajó tan suavemente que se sirvió otro
tanto. Para cuando se hubo terminado la tercera copa, estaba dando traspiés y
compadeciéndose a sí mismo. ¡Maldita sea! Su vida había pegado un giro inesperado.
Él nunca había pedido tener esposa, y ahora que la tenía no sabía qué hacer con ella.
Lo que sabía era que aparecer en la corte con una esposa española a su lado era
exponerse a una catástrofe. Habría sido una tontería pensar que la reina le iba a dar
la bienvenida a Lucía sin poner inconvenientes. A Morgan le iba a costar lo suyo
explicarle a Isabel lo de Lucía. Ya debía de estar al tanto del casamiento, y estaría
esperando con impaciencia que le diera una explicación. Durante su última visita a
Londres, la reina había insinuado que estaba buscando alguna joven aristócrata
apropiada para que se casase con él. Morgan suspiró. En aquel momento tenía el
corazón demasiado malherido como para pensar en la posible reacción de Isabel ante
su repentino casamiento.
Se levantó con dificultad y se fue a buscar refugio en su cama.
Lucía se desnudó hasta quedarse en combinación y trepó a la cama. Trató de
dormir, pero tenía el corazón demasiado atormentado y la mente acuciada por
problemas insalvables y, a pesar del fuego de la chimenea, estaba tiritando de frío. La
vida en el convento era tan simple y sin complicaciones, suspiró, acordándose de
aquellos tiempos en los que había sido más feliz. ¿Por qué Dios no la había
encontrado digna de dejarla allí a vivir en paz? ¿Por qué la había mandado Él a un
mundo de peleas y confusión y la había hecho enamorarse de un hombre tan irritante
como Morgan Scott? Si Dios había querido que amase a Morgan Scott, ¿por qué no
había hecho que Morgan también se enamorara de ella? Todo le resultaba muy
confuso.
Se recostó en la cama y observó el baño de luces y sombras que había en el
techo. En algún lugar lejano, oyó un sonido de algo que se arrastraba, pero no le
prestó mucha atención. En una casa tan grande como aquélla, siempre había
actividad de algún tipo, incluso bien entrada la noche. Lali no habría sabido señalar
en qué preciso momento se dio cuenta de que no estaba sola. Se incorporó sobre un
codo y oteó la puerta. Nada. Girando el cuello, miró hacia el vestidor.
La puerta estaba entreabierta. Peter estaba de pie asomado, iluminado por
un haz de luz que venía de una lámpara que había a su espalda. Le costó darse
cuenta de que la habitación de Peter comunicaba con la suya a través del vestidor.
Detrás de él, podía verse su habitación.
El nombre de Peter salió de los labios de Lali con un suspiro tembloroso.
No le veía la cara, ya que la luz de detrás dejaba todo a oscuras menos su silueta
musculosa. Estaba en equilibrio sobre las puntas de los pies, con los músculos en
tensión y los puños apretados.
—Tú tienes razón, Lagii, soy un imbécil —balbuceó él arrastrando las palabras.
A Lali se le disparó el corazón, pero las siguientes palabras que él dijo hicieron
desvanecerse sus esperanzas—. Soy un cretino por permitir que me influyas de un
modo que no soy lo bastante fuerte para resistir. —Entró en la habitación y Lali
tragó saliva con dificultad.
Estaba desnudo. Total y gloriosamente desnudo, con la hombría erecta en toda
su magnitud.
A Lali se le secó la boca y se pasó la lengua por los labios.
—No era eso lo que yo quería decir. Te llamé imbécil porque niegas lo
inevitable. Lo que los dos queremos. ¿Es que no ves más allá de tus narices? ¿No te
das cuenta de que yo te a...? —dejó la pregunta sin acabar.
¿De qué iba a servir que supiera que ella lo amaba? Él era incapaz de ver más
allá del odio que sentía por su sangre española.
—Yo no tuve nada que ver con la muerte de tus familiares.
Peter trató dos veces de volver a su habitación, y las dos veces fracasó. Lali
y su cama lo atraían como el olor de la miel atrae a los osos, que se desesperan por el
dulce manjar a pesar del riesgo que conlleva. La recompensa prometida bien valía el
esfuerzo.
Cuando Peter se tambaleó ligeramente, Lali se dio cuenta de inmediato de
que no estaba sereno.
—¡Estás borracho!
Peter soltó una risilla.
—No demasiado.
La cama acusó el peso de él. Le dedicó a Lali una sonrisa poco firme y le
arrancó a jirones los pololos. La tela raída cedió enseguida, y los arrojó a un lado.
Abrazó a Lali dejándola sentir el extremo erguido de su deseo.
—Por lo menos esto siempre nos sale bien —declaró—. Perderme en tu dulce
cuerpo hace que me olvide de quién eres y de lo que soy yo —gruñó mientras le
restregaba la erección por el vientre y le hundía el rostro entre los pechos. ¡Dios
santo, qué bien olía!
—Yo soy una mujer, y tú eres un hombre —apuntó Lali. Su cuerpo no
necesitaba demasiada provocación para responder al tacto de Peter —. Y somos
marido y mujer. Sólo con que te dejases de...
Él interrumpió su discurso con un beso abrasador. No quería oírla. Se negaba a
atender a lo que su corazón le decía. Si les hiciera caso a Lali y a su corazón, pronto
dejaría de ser el Diablo, y aún no estaba preparado para eso. Y tal vez nunca llegase a
estarlo. Por el bien de su cordura, necesitaba recordar en todo momento que él era un
hombre que se guiaba por el odio hacia sus enemigos españoles. Tenía la intención
de seguir siendo ese hombre por mucho tiempo.
El proceso mental de Peter se vino abajo por completo cuando el deseo
desenfrenado por su esposa española se manifestó en el doloroso endurecimiento de
su entrepierna. Maldita sea. Lali hacía que se le disparara el pulso y ponía a prueba
su capacidad de dominarse. Con sólo mirarla, la deseaba con el calor de las llamas
del infierno. Debería haberla mandado de vuelta con su padre después de haberle
quitado la virginidad en lugar de habérsela quedado de forma egoísta para su propio
regocijo. O, mejor aun, debería haber echado un simple vistazo a sus ojos inocentes y
no haberla tocado en absoluto. Aunque, si la suerte estaba de su lado, aquella misma
noche se saciaría de ella y se iría a Londres con la mente despejada y el cuerpo
complacido. En la atmósfera de la corte de la reina Isabel, tan cargada de tensión
sexual, le sería fácil olvidar que tema esposa, se dijo a sí mismo.
Incapaz de esperar ni un segundo más, Peter se lanzó a separarle las piernas
a Lali, apretó las caderas y empujó con fuerza. En el instante en el que sintió el calor
resbaladizo de ella a su alrededor, se olvidó de sus oscuros pensamientos y dejó que
el placer se apoderase de él. Era un tipo de placer que sólo Lali sabía darle. Agachó
la cabeza y le chupó los pezones.
Lali jadeaba y gritaba, queriendo desesperadamente ser para Peter algo
más que un cuerpo caliente. De repente, se le desvanecieron los pensamientos. La
carrera hacia el éxtasis era demasiado arrebatadora, y explotó en un clímax violento.
Cuando él hubo obtenido todo lo que ella tenía para darle, la agarró del trasero y
empujó de forma salvaje. Su propia explosión no fue menos turbulenta que la de
Lali.
Lali volvió en sí poco a poco, sintiéndose profundamente saciada. Miró a
Peter y vio que parecía estar tan desbordado como ella.
—Peter ...
Él abrió los ojos lentamente, muy confundido, como si la estructura entera de su
vida se hubiera desmoronado y él acabara de darse cuenta de algo demasiado
preocupante como para compartirlo.
—¡Maldita sea! —Saltó de la cama y se la quedó mirando como si todo su
mundo se estuviera viniendo abajo—. ¡Tengo que marcharme de aquí! Me has
arrancado el alma del cuerpo. ¡Ya no me reconozco a mí mismo!
—Pero Peter , ¿qué te pasa?
—Me voy, Lali, me voy ahora mismo. Seguiremos en contacto por medio de
un mensajero.
Se pasó los dedos por el alborotado pelo rubio y se dio media vuelta, musitando
entre dientes algo de las esposas y de un hechizo. Se fue por donde había venido, por
el vestidor, dando portazos a su paso.
Poco después, oyó un repicar desbocado de pasos que bajaban las escaleras y se
dio cuenta de que Peter había hablado en serio. Era cierto que tenía intención de
marcharse en mitad de la noche, sin importarle los bandoleros ni los demás peligros
que pudieran acecharlo de camino a Londres. ¡Dios santo! Era como si se hubiera
asomado al infierno y estuviera huyendo para salvarse.
A la mañana siguiente, Lali durmió hasta tarde. Se había quedado despierta
durante horas con la esperanza de que Peter cambiara de parecer y volviera pero
por lo visto al final le sobrevino el sueño. El débil sol de la mañana entraba por las
ventanas cuando Daisy la despertó bruscamente de un sueño profundo.
—El capitán se ha ido —la acusó Daisy llena de reproches—. Es raro que un
recién casado abandone a su esposa tan pronto. Resulta evidente que no lo
complacéis.
La sonrisa petulante le desapareció de los labios y se le quedaron los ojos como
platos al ver los pololos rasgados de Lali tirados en el suelo a un lado de la cama.
Trató de ocultar su sorpresa mientras recogía la prenda rasgada y se la colgaba de un
brazo.
—¿No querréis que os los cosa?
Lali bufó, iracunda:
—Eres una descarada que no conoce el respeto. —Si no lograba poner a Daisy
en su sitio, ya nunca iba a poder controlar a ninguno de los criados—. Por supuesto
que quiero que me los cosas. Y quiero que me los devuelvas antes de una hora.
—Tendréis que hablar con más claridad —la provocó Daisy—, vuestro inglés
resulta difícil de entender —le dijo y salió tan campante por la puerta, meneando con
todo su garbo las caderas.
Lali estaba que echaba chispas de impotencia y de rabia. Nunca se había
sentido tan insultada. Y por herejes ingleses, nada menos. Por si fuera poco, Daisy la
hizo esperar casi dos horas antes de devolverle los pololos zafiamente remendados.
Después del desayuno, la modista llegó con el primero de sus vestidos. Cuando
Lali recibió al administrador de Peter, tenía un aspecto arrebatador con aquel
traje de terciopelo rojo intenso que le acentuaba las esbeltas curvas con grandiosa
elegancia.
Pablo Martinez no era como Lali había esperado. Era bastante joven, no mucho
mayor que Peter, que lo había contratado al poco de que volver de Londres tras
los años que pasó de cautiverio. La reina le había devuelto a Peter sus propiedades
casi de inmediato, y necesitaba a alguien que se encargase de ellas mientras él
andaba por ahí saqueando galeones españoles. Martinez era un hombre intenso,
fornido y capaz, un rubio bien parecido y de naturaleza seria. No parecía tener más
interés que los negocios cuando fue recibido por Lali en la biblioteca, que era la
única habitación aparte de su dormitorio en la que se sentía a gusto.
—Vuestro marido me dio instrucciones muy específicas antes de marcharse,
señora Lanzani —dijo Martinez con aire cohibido—. Si necesitáis cualquier cosa, debéis
acudir a mí y yo me encargaré de lo que sea.
—¿Dijo mi marido cuánto tiempo va a pasar en Londres? —Le irritaba tener
que preguntarle a un desconocido lo que debía haber sabido por boca de Peter .
—No, pero prometió que estaríamos en contacto a través de un mensajero.
Estoy seguro de que estáis al corriente. El capitán rara vez se queda en el campo
cuando está en Inglaterra. La reina es una soberana exigente que insiste en que sus
cortesanos la colmen de atenciones.
—Eso tengo entendido —dijo Lali con amargura—. ¿Hay algo más que
debiera saber?
Pablo Martinez sintió una punzada de lástima por la adorable mujer española
con la que Peter Lanzani se había casado. Estaba al tanto de los rumores que
circulaban entre los criados. Se rumoreaba que era un marido renegado pero, tras
conocer por fin a la esposa de Peter, no le costaba entender la fascinación de su
patrón por la belleza arrebatadora de Lali. Dudaba mucho que Peter se hubiera
casado con una mujer española de no haber sido lo que realmente quería. A pesar de
eso, percibió en Lali una tristeza profunda, como si estuviera a punto de venirse
abajo. Tenía un aspecto frágil y vulnerable. Algo debía ir desesperadamente mal en
su matrimonio, dedujo Martinez.
—El capitán Peter mencionó que podríais llegar a tener problemas con los
criados. A veces pueden actuar con soberbia ante los forasteros. —De repente, se
puso rojo, dándose cuenta de lo que acababa de decir—. Lo siento, señora Lanzani, no
he querido decir que... Estaré encantado de resolver las dificultades que puedan
saliros al paso.

CAPITULO 48

A Lali su habitación le resultó muy agradable. Era luminosa y bien ventilada y
había sido amueblada por una mano delicada y femenina, dándole a Lali la
impresión de que ya había pertenecido antes a una mujer. Había una puertecita que
daba a un vestidor que aún no había explorado. Las ventanas miraban a un jardín de
rosas que, en verano, debía de ponerse espectacular, con mil colores floreciendo. Más
allá quedaba el huerto, cuyas majestuosas ramas le daban un aire de tesoro frutal. Un
fuego que le crepitó alegremente en el corazón hizo a Lali sentirse muy agradecida.
Aquel clima inhóspito hacía que se le congelasen los huesos. Nunca iba a lograr
acostumbrarse al mal tiempo que hacía en Inglaterra, reflexionó apesadumbrada.
Lali todavía estaba contemplando aquellas llamas danzarinas cuando Daisy
entró en la habitación sin siquiera preocuparse de llamar a la puerta.
—El capitán Lanzani ha dicho que voy a ser vuestra doncella. —Miró el pelo y la
vestimenta de Lali con desagrado—. Si vuestros baúles han llegado, los voy
desempaquetando y os elijo algo apropiado para que os pongáis esta noche. Pero
dudo que se pueda hacer algo con esos pelos. ¿Se lleva así en España? Como buena
española, sois toda renegrida, y tenéis un acento atroz. No me puedo creer que el
capitán Lanzani se haya casado con alguien como vos.
Lali se armó de todo su orgullo. No se avergonzaba de ser española.
—Pues sí, soy española. Nací en Cádiz. Y en cuanto a mis baúles, no tengo
ninguno. No tengo más que lo que ves. Si quieres hacer algo, puedes coger este
vestido que llevo puesto y hacer que quede presentable hasta que me puedan hacer
otros. De mi pelo ya me ocupo yo, que estoy acostumbrada a arreglármelo sola.
En lugar de ayudar a Lali en su aseo, Daisy se quedó de pie con los brazos
cruzados observándola con desprecio.
—Los criados apuestan todos a que sois la puta del capitán, y no su esposa.
Todo el mundo en la casa, o en Inglaterra entera, mejor dicho, sabe lo mucho que
desprecia a los españoles.
Lali saltó hacia atrás como si la hubiese golpeado.
—¡Cómo te atreves! Sal de aquí y no vuelvas más.
Daisy hizo un amago de reverencia ante Lali y se largó. No se arrepentía de
sus palabras. No hacía otra cosa que repetir el rumor que circulaba de forma
generalizada entre los criados. Lo que pasaba era que ella era la única con el descaro
suficiente para enfrentarse a la española en su papel de señora de la casa del amo. Se
apresuró a bajar las escaleras y se dio de bruces contra Peter, que justo acababa de
entrar en casa. Él la rodeó con los brazos para evitar que ambos se cayeran.
—Daisy, tienes que tener más cuidado —la previno Peter mientras la
ayudaba a recuperar el equilibrio.
Aunque estaba distraído, se dio cuenta de que ella tenía las mejillas ruborizadas
y los ojos brillantes.
—¿Ha pasado algo? No habrá sido con la señora, ¿verdad?
Como si fuese una actriz consumada, Daisy empezó a temblar y apretó las
manos con angustia fingida.
—Me temo que he hecho enfadar a la señora. Me ha despedido y me ha dicho
que no vuelva. —Con todo el descaro del mundo, se apretó contra Peter y logró
que le saliera una lágrima del ojo—. He hecho todo lo que he podido para
complacerla, Capitán. —Levantó la mirada y se puso a pestañear con aquella cortina
de largas pestañas doradas.
Daisy sabía que era muy guapa y que tenía una figura atractiva, y les sacaba
todo el partido posible a sus encantos para flirtear abiertamente con Peter.
Peter frunció el ceño preguntándose qué demonios habría hecho Lali para
disgustar a la joven sirvienta. Daisy temblaba como una hoja entre sus brazos y
parecía verdaderamente angustiada. Él le dio unas torpes palmadas en la espalda.
—No te preocupes, Daisy, yo hablaré con la señora. Mientras tanto, encárgate
de indicarle a la modista cuando llegue a qué habitación tiene que ir. Mi esposa
necesita con urgencia ropa adecuada, y cuanto antes comience la modista, mejor.
—Me encargaré de ello, Capitán —dijo Daisy luciendo el bonito hoyuelo que
tenía en la mejilla—. Si hay algo más que pueda hacer por vos, lo que sea —enfatizó,
haciéndole ojitos abiertamente—, hacédmelo saber. Será un placer estar a vuestra
disposición para lo que podáis desear.
Al principio Peter no había captado las segundas intenciones de Daisy,
porque estaba demasiado disgustado por lo mal que estaba cayendo Lali entre sus
criados. Pero cuando le quedó claro que se le estaba insinuando, se la quedó mirando
sorprendido. Daisy vio cómo se le encendía a Peter el semblante y bajó la vista con
timidez. Entonces, hizo una reverencia y salió corriendo a contarle al resto de la casa
cómo había sido su encuentro con la esposa del señor, si es que de verdad era su
esposa.
Peter se quedó mirando el vaivén de las caderas de Daisy mientras ésta se
alejaba, riéndose divertido. ¿Cómo se le habría pasado por la cabeza a aquella chica
que podía interesarle, cuando él tenía a alguien como Lali?
La modista llegó a su hora, y antes de irse prometió que el primero de los
vestidos de Lali lo tendría listo al día siguiente. Lali estaba muy agradecida de
que la mujer hubiera traído muchas muestras de terciopelo y de lana, porque los días
de invierno prometían ser los más fríos que ella hubiera conocido en toda su vida.
Eligió el terciopelo rojo intenso, la lana azul oscura y otros dos trajes de telas
igualmente sólidas y calentitas. Peter, de antemano, ya le había indicado a la
modista que incluyera los camisones oportunos, algunas capas forradas de piel y
otras capas más ligeras. También tenía el encargo de incluir guantes y enaguas de
varios colores.
Si aquella modista parlanchina tenía algún sentimiento negativo hacia la esposa
española del capitán Lanzani, fue lo bastante prudente como para no exteriorizarlo. Los
negocios en la pequeña aldea de Haslemere no eran nada del otro mundo, y el
mecenazgo de Peter era muy apreciado por allí. Aun así, Lali no pudo evitar
darse cuenta del extraño modo en que la señora Cromley y la joven que la ayudaba la
miraban cuando creían que Lali no las veía.
Cuando la señora Cromley y su pequeña y tímida ayudante se marcharon,
Lali cepilló y sacudió su traje y lo tendió sobre la cama, listo para lucirlo en la cena.
Por un instante deseó haber podido ponerse algo elegante, hasta que recordó que no
hacía tanto tiempo había estado bien satisfecha con su hábito gris y su toca blanca,
que le tapaba todo menos la cara. Peter la había transformado en tantos aspectos
que no era capaz ni de enumerarlos siquiera. Aunque, según su punto de vista, no
todos los cambios habían sido para mejor.
Al poco, los criados aparecieron con una bañera, y Lali se dio un baño con
toda la calma del mundo. Después se vistió y se pasó un cepillo por los rizos
trasquilados. Daisy no volvió, lo cual dejó a Lali bastante indiferente. No necesitaba
a aquellos criados engreídos de Peter que criticaban su forma de hablar y la
comparaban con las mujeres inglesas. Cuando el reloj del vestíbulo dio las ocho,
Lali empezó a bajar por las escaleras. Estuvo a punto de parársele el corazón
cuando vio a Peter esperándola en el rellano de abajo.
Le pareció que estaba escandalosamente guapo, de un modo muy masculino,
con aquellas facciones tan duras y descaradas bronceadas por el sol y el viento y
aquel cuerpo tan ágil y musculoso, tonificado por la actividad física. Iba vestido de
manera informal, con unas calzas, unos bombachos y un chaleco. Si se hubiera
puesto sus mejores galas, la habría dejado a ella en ridículo con su vestido todo
desgastado. Cuando llegó al último escalón, él le tendió el brazo.
—Había pensado que lo mejor sería una cena informal en la biblioteca con unas
bandejas delante del fuego —dijo Peter —. El comedor es una sala muy grande que
intimida un poco. Pueden cenar allí cincuenta personas fácilmente.
Lali lo miró a través de una cortinilla de pestañas de azabache.
—Gracias Peter , agradezco tu consideración. En España no somos tan
formales como vosotros, los ingleses. En casa de mi padre, cuando hacía bueno,
cenábamos a menudo en la terraza o en el patio.
Entraron en la biblioteca, una sala acogedora iluminada por un fuego
crepitante. Las paredes estaban forradas de estanterías de libros, todas llenas de
volúmenes encuadernados en cuero. Inspiró para apreciar el olor del cuero y de los
muebles encerados, y decidió que por más elegantes que pudieran ser las demás
habitaciones, aquélla iba a ser siempre su preferida. Peter la condujo hasta una de
las butacas tapizadas que estaban colocadas una al lado de la otra y la ayudó a
sentarse. Luego, acercó dos mesitas y se acomodó en la butaca que había junto a ella.
Como si hubieran estado esperando justo ese momento, los criados entraron y
sirvieron la cena. Lo que les sirvieron era la típica comida insípida inglesa, de la que
Lali comió más bien poco, haciéndola bajar con un vino exquisito. Peter picoteó
apenas de su comida pero bebió copiosamente, sin apartar la mirada de los ojos
entornados de Lali. Lali, con descaro, lo miró a los ojos, y encontró en ellos una
mirada silenciosa llena de rabia, pena y deseo.
—Daisy me ha dicho que la has echado —empezó a decir Peter una vez que
la cena había sido recogida y los criados se habían retirado—. ¿Te ha disgustado de
alguna manera? ¿Quieres que te elija a otra doncella? Tal vez debería despedirla.
Lo último que quería Lali era darles a los criados un motivo más para que la
odiasen.
—Es que yo estaba tensa y cansada. Por mí, no hace falta que la despidas.
Peter asintió, comprensivo.
—Eso fue justo lo que pensé. Como ya te he dicho antes, debes aprender a
llevarte bien con los criados. Si no te respetan, vas a conseguir que hagan muy poco.
Todos vienen de buenas familias inglesas y son de confianza. No siempre voy a estar
yo aquí para hacer de colchón entre la servidumbre y tú. Si surgen problemas,
tendrás que arreglártelas tú sola.
La idea de quedarse sola le producía a Lali en las tripas un sentimiento de
caída libre.
—Peter, tal vez deberías mandarme de vuelta a España. Yo no soy de aquí.
Tú no me quieres y tu gente me odia. ¿Por qué insistes en semejante tortura para
ambos?
El azul de los ojos de Peter se cristalizó en dos diamantes.
—Estamos casados, ¿o es que ya se te ha olvidado? No voy a permitir que te
marches, Lali; olvídate.
—Pues no lo comprendo. —Ella estaba profundamente confundida.
—Ni yo —replicó Peter, observando sin mucho afán el bailoteo de las llamas.
Su franqueza la sorprendió—. Brujería pura —dijo como para sí—. Pero, a pesar de
todo —continuó, ya más claramente—, eres mía, y vas a seguir siendo mía. ¿De
verdad piensas que tu padre quiere que vuelvas después de haber abandonado a tu
prometido? —se rió con amargura—. Yo no lo creo. Por lo menos, aquí puedo tenerte
a salvo y saber que no te va a faltar nada.
Excepto tu amor, pensó Lali en silencio. No eres capaz de darme tu amor, y eso es lo
único que quiero de ti.
Lali se levantó de pronto con la intención de marcharse, pero Peter la sujetó
del brazo y la obligó a quedarse sentada.
—¿Me das tu palabra de que vas a tratar de llevarte bien con los criados?
Lali asintió. Peter, satisfecho, la soltó. Tocarla era una auténtica tortura. Se
sentía arrastrado a caer en la telaraña de su seducción, y sus anteriores experiencias
con LLali le habían demostrado que no era lo suficientemente fuerte como para
resistir el poder arrebatador que ella ejercía sobre sus sentidos. Acordarse de que
Lali era española y evocar su odio por todos aquellos que llevaran sangre española
no le servía para acallar el anhelo imperioso que sentía de su sensual esposa. Lo que
más hubiera deseado era ser capaz de dejarla marchar y olvidarse de ella.

viernes, 30 de diciembre de 2016

AVISO

EL 31 DE DICIEMBRE ABRA UN MARATON DE 5 CAPITULOS COMO REGALO DE FIN DE AÑO, ESPERO QUE LO DISFRUTEN.

CAPITULO 47

Él se quedó mirando el fuego de mal humor.
—Pensé que iba a ser lo mejor.
—Ya veo —dijo ella con un deje de rencor—. Buenas noches, Peter .
Negándose a mostrarle su profunda decepción, siguió al posadero por la
estrecha escalera con la cabeza bien alta a pesar de tener el ánimo por los suelos. En
cuanto había pisado suelo inglés, Peter había cambiado. Apenas reconocía a aquel
extraño tan distante. No le hacía la menor gracia tener que pasarse la vida confinada
en el campo mientras el hombre al que amaba buscaba otros placeres lejos de ella.
Aquel pensamiento le oscureció de imponente furia la mirada.
Peter se quedó sentado mirando el fuego hasta bien pasada la hora en que
debía haberse retirado. Le repateaba aquella debilidad que le entraba en todo lo que
a Lali se refería, y renovó su promesa de mantener el más estricto de los controles
al tratar con su esposa. Él era un hombre fuerte; esperaba firmemente ganar la ardua
lucha de contener sus deseos hacia Lali, sin importarle el precio que tuviera, que
pagar con el corazón. Una vez que hubiese dejado de necesitar a la zorra española,
sería libre de vivir el tipo de vida al que se había acostumbrado antes de verse
obligado a casarse.
El posadero soltó un sonoro suspiro de alivio cuando Peter , por fin, fue a
refugiarse a su cama. Tenía la mirada borrosa y andaba haciendo eses cuando pasó
por delante de la puerta de Lali. No se detuvo, sino que siguió hasta su propia
habitación, complacido por su capacidad de ignorar los latidos de su corazón.
A la mañana siguiente, Peter estaba esperando a Lali cuando ella bajó las
escaleras. Estaba un poco pálido y le temblaban las manos mientras sostenía una
jarra de densa cerveza. Lali trató de pasar por alto la actitud amarga con que la
recibió. Si a él le molestaba la indiferencia de ella, le estaba bien empleado por
haberla ignorado deliberadamente la noche anterior.
Ella se comió el desayuno, consistente en cordero frío, queso, pan y leche fresca,
en silencio, preocupada por el modo en que Peter la observaba con los ojos
inyectados en sangre. ¿Por qué la estaría mirando de aquella manera?, se preguntó
tratando de mantener la dignidad mientras él la atravesaba con la mirada. Se
revolvió incómoda varias veces antes de que Peter se diera cuenta de que la estaba
mirando.
Dios, qué guapa es, pensaba él desmoralizado. Aquella belleza oscura y
arrebatadora resultaba exótica e inocentemente seductora. Pensó que ella llevaba su
herencia española con orgullo. Con aquel pensamiento aleccionador, Peter se puso
en pie.
—¿Estás lista, Lali?
—Sí, Peter —dijo y se levantó con gesto elegante.
Él la acompañó hasta el carruaje que los estaba esperando y se fueron
traqueteando por el camino.
Peter durmió hasta llegar al pueblo de Haslemere. Entonces, se despertó de
repente, como si dormirse no hubiera sido más que un pretexto para evitar
comunicarse con ella. Lali se preguntaba cómo hacía para ser un hombre cálido
durante un minuto y frío durante el minuto siguiente.
—Ya casi hemos llegado a la Residencia de los Lanzani —dijo él con una
impaciencia que a ella la dejó sorprendida—. Te va a gustar. Es una finca preciosa
con un huerto, un bosquecillo y un riachuelo que la atraviesa. A mis padres les
encantaba este lugar, y cada vez que vuelvo me doy cuenta de por qué les gustaba
tanto.
—Si tanto te gusta, ¿cómo eres capaz de pasarte meses enteros tan lejos?
Él se quedó callado durante tanto rato que Lali pensó que no la había oído.
Cuando por fin se pronunció, lo hizo en un tono distante, como si estuviese
pensando en otra cosa.
—La intriga social y política de Londres me divierte y la finca requiere gran
parte de mi tiempo pero, tras una breve estancia en tierra, la mar siempre me atrae.
He formado un hogar en Andros; un entorno bien alejado de Londres y de su
sociedad estrafalaria.
Lali guardó silencio. Era evidente que Peter no necesitaba una esposa.
Estaba casado con la mar. El hecho de que ella fuera española de nacimiento sólo
servía para empeorar las cosas entre ellos. Sus hermanos le habían hecho un flaco
favor insistiendo en que Peter y ella debían casarse. Pero, claro, lo que ellos no se
imaginaban era que Peter iba a vivir para reclamarla como esposa. Y su propio
error había sido enamorarse del pirata.
Lali observó con agrado la apacible mansión de ladrillo que se erigía
imponente sobre una loma en la pradera. Estaba rodeada de una vasta extensión de
césped bien cuidado y jardines exquisitos. Había un huerto que se extendía desde el
extremo occidental de los jardines hasta el río, que se internaba plácidamente en el
bosque que quedaba más atrás. Lali pensó que quienquiera que cuidase de la finca
de Peter en su ausencia, hacía un trabajo de mantenimiento magnífico. El lugar
conservaba una pátina de elegancia a pesar de las largas ausencias de Peter .
—Es preciosa —dijo Lali.
Peter se vio extrañamente complacido por su sinceridad.
—Es un poco pequeña —dijo Peter mientras el coche paraba delante de las
altas y finas columnas que guardaban la entrada delantera—. Sólo tiene treinta
habitaciones; pero creo que te sentirás cómoda aquí. Puedes redecorarla como
quieras, si te apetece. Han cambiado muy pocas cosas desde que mis padres vivían
aquí.
La puerta del carruaje se abrió y Peter se apeó. Para ahorrar tiempo, sacó a
Lali de dentro y la puso a su lado. Le quitó bruscamente las manos de la cintura
cuando la puerta principal se abrió y un hombre alto, demacrado y sombrío vestido
de rigurosa librea negra salió a recibirlos.
—Capitán —dijo, haciendo una leve reverencia—. En nombre de la
servidumbre y en el mío propio, me complace daros la bienvenida a vuestro hogar —
clavó la mirada en Lali , atravesándola—. Nos informaron de que veníais a casa con

vuestra esposa.
Aquel hombre, sirviente o no, resultaba intimidante y Lali dio un paso atrás,
chocándose con Peter. Él le puso las manos sobre los hombros para sujetarla.
—Forsythe, viejo gruñón —se rió Peter dándole a aquel hombre una
palmada en la espalda—. Me alegro de verte. No has cambiado nada. Todavía me
acuerdo del día que me diste unos azotes en el trasero por portarme mal con mi
hermana.
La cara de Forsythe hizo una mueca que podría haber pasado por una sonrisa.
—Y bien que os lo merecisteis, Capitán. —Su mirada se volvió a posar en Lali
como si la hubiera juzgado y la hubiese hallado en falta.
—Es justo que seas el primero en conocer a mi esposa —prosiguió Peter .
Lali, este individuo con cara de asco es Forsythe. Es el que se encarga de la casa con
mano de hierro y siempre lo ha hecho, desde que mis padres lo conocieron cuando
era joven. Ha hecho que todo lo referente a la casa marche en orden desde que yo era
un chaval. No sabría qué hacer sin él.
El semblante sombrío de Forsythe se llenó de orgullo. Y de amor. Lali se dio
cuenta de que el mayordomo sentía algo más que afecto por aquel tremendo Diablo.
—Gracias, Capitán —se inclinó ante Lali—. Encantado de conoceros, señora
Lanzani —la voz de Forsythe era fríamente diplomática pero claramente reprobadora,
muy distinta de lo que Lali habría podido esperar a modo de bienvenida al hogar
de Peter de haber sido una esposa inglesa. Se sintió fuertemente rechazada.
Lali murmuró una respuesta apropiada mientras Peter fruncía el ceño.
—Por favor, convoca al resto de la servidumbre en el recibidor. Quiero que
conozcan a su nueva señora —ordenó Peter a Forsythe con un aire de censura.
—Enseguida, Capitán —dijo Forsythe sin cejar en su actitud mientras se
marchaba para llevar a cabo las instrucciones de Peter .
Morgan se dispuso a seguirlo hacia el interior, pero Lali le tocó suavemente el
brazo. Él se detuvo y la miró receloso.
—No le gusto —dijo Lali temblando—. Todos tus criados van a tener motivos
para odiarme. Todos tus amigos me van a despreciar, porque desconfían de
cualquiera que sea español. ¡Hasta tú me odias! —gritó, dejándose llevar cada vez
más por el pánico.
—Lali, deja de imaginarte cosas. Forsythe no está en posición de que le guste
o le disguste su señora. Cumplirá tus órdenes porque me es fiel a mí, y a los míos.
Peter podía contemporizar cuanto quisiese, pero era lo suficientemente
astuto como para darse cuenta de que Lali lo iba a tener difícil para encajar en
aquella casa inglesa tradicional suya. Pero no quedaba otro remedio. Todo el mundo
estaba al tanto del odio acérrimo de Peter hacia los españoles. ¡Maldita sea! ¿Cómo
iba a explicarles el hecho de haber traído a casa a una esposa española?
Lali entró en el recibidor, intimidada por el enorme grupo de criados que
había allí reunidos para recibirla. Para su desgracia, no había entre ellos ni una sola
cara amiga. Lo que encontró fue curiosidad, hostilidad y frío desdén.
Forsythe le presentó primero a la cocinera; una mujer corpulenta envuelta en un
delantal inmaculadamente blanco que miró a Lali con la nariz levantada,
mostrando su desprecio. Después vino el turno de los ayudantes de cocina y de los
friegaplatos. Las doncellas, todas jóvenes y guapas, le hicieron reverencias con más o
menos la misma condescendencia que la cocinera. Eran doce criados en total, y todos
ellos, cada uno a su manera, hicieron patente su falta de respeto por la esposa
española del patrón.
Según Peter , lo que mostraron fue amor, respeto y una lealtad intachable. Las
doncellas se reían como tontas y se lo comían con los ojos sin el menor pudor. Hasta
le hacían ojitos. Si Peter se daba cuenta del descaro con el que lo miraban, prefería
ignorarlo. Una en concreto, una jovencita insolente llamada Daisy, miraba a Peter
insinuándose con una desfachatez que disgustó a Lali profundamente.
Después de haberle presentado a todo el mundo, menos al administrador, a los
jardineros, a los mozos de caballerizas y a los cocheros, a quienes conocería a su
debido tiempo, Peter sorprendió a Lali eligiendo a Daisy como su doncella
particular. De todos los criados, Daisy era la última que Lali habría elegido para sí.
Cuando se les dijo que siguieran con lo suyo, se fueron como una marea de
delantales, cuchicheando entre ellos como suelen hacer los criados. Lali sintió que
le habían cogido una manía tan sólida que habría podido cortarla con un cuchillo.
Peter habló con Forsythe a solas durante unos instantes y luego se reunió con
Lali al pie de las escaleras.
—Mañana tendrás tiempo suficiente para ir haciéndote a la casa. Te recomiendo
que descanses una hora o dos. Luego, por la tarde, vendrá la modista del pueblo a
tomarte las medidas para hacerte vestidos nuevos. No puedo permitir que mi mujer
vaya hecha una zaparrastrosa. Aquí se cena puntualmente a las ocho. Te estaré
esperando al pie de las escaleras. —Le ofreció su brazo—. Voy a enseñarte tu
habitación. Daisy te ayudará a desvestirte. Pídele cualquier cosa que desees. Si tienes
hambre, te puede traer un tentempié para que aguantes hasta la cena.
—Peter , hablando de Daisy, ¿no valdría igual cualquier otra para ser mi
doncella?
—¿Qué tiene Daisy de malo?
—Nada, en realidad. Es sólo que me resulta muy lanzada y muy descarada.
—¿Cómo puedes decir eso sin siquiera conocerla? Dale una oportunidad, Lali.
Si no estás a gusto con ella, puedes elegir a otra. Todo te va a resultar mucho más
fácil si aprendes a llevarte bien con los criados durante mi ausencia.
Lali se detuvo de repente.
—¿No estarás pensando ya en marcharte?
—Sí. De hecho, me marcho mañana. Quiero estar presente cuando el Vengador
atraque en Londres. Ahora, voy a consultar con el administrador, Pablo Martinez. Él
sabrá ocuparse de todo en mi ausencia.
A Lali le entristeció que Peter estuviera deseando abandonarla tan pronto.
Evidentemente, no podía esperar para gozar de la emocionante vida nocturna
londinense ni para unirse a la disoluta corte de la reina Isabel. Después de todo el
tiempo que llevaba en el mar, debía de estar muerto de ganas de zambullirse en la
intriga política.
Peter salió de allí bruscamente, dejando a Lali con el nefasto sentimiento de
que la abandonaba

jueves, 29 de diciembre de 2016

CAPITULO 46

Peter carraspeó cuando la mano de ella se cerró en torno a su pene, aún
dolorido por la erección, aún palpitante. El autocontrol de Peter pendía de un hilo
muy fino. Le hacía falta bien poco para unirse al éxtasis de Lali. Haciendo acopio
de fuerzas, le apartó bruscamente la mano. Decidió que aquél era un momento tan
bueno como cualquier otro para poner a prueba su fuerza de voluntad y demostrar
que podía resistirse a los encantos tan seductores de Lali. Iba a ser el mayor reto de
toda su vida. Cuando abrió la boca, su voz era una estrangulada parodia de
frustración y deseo contenido.
—¡No, Lali! —las palabras le salieron con mayor aspereza de lo que había
calculado.
Lali apartó la mano como si se hubiera quemado.
—No tenía intención de... de... ofenderte. Quería complacerte.
Los pesados párpados de Peter descendieron para esconder su angustia. No
podía permitirse que Lali supiera lo difícil que le resultaba protegerse el corazón
contra ella. Bruscamente, se la arrancó del regazo y la sentó en el asiento que tenía al
lado.
—Pasaremos la noche en una fonda —dijo Peter fríamente—. El viaje desde
Portsmouth hasta mis propiedades no suele hacerse muy pesado, pero hemos salido
del Vengador cuando era ya tarde, de modo que necesitamos hacer una parada. No
me gusta estar en el camino por la noche y sin escolta. Los bandoleros abundan por
estos parajes. Ya he mandado gente por delante para que nos reserven habitaciones y
nos resuelvan la comida y el baño.
Lali observaba a Peter consternada. ¿Qué era lo que había dicho o hecho
ella para que él cambiara de parecer tan bruscamente? Se había transformado de
amante en desconocido en un abrir y cerrar de ojos. A pesar del breve interludio de
hacía unos instantes, le pareció que Peter estaba desechando deliberadamente la
posibilidad de continuar en lo sucesivo con esas intimidades. Había llegado a decirle
que la iba a dejar en el campo mientras él perseguía sus intereses en Londres y
revoloteaba alegremente por la corte. Bueno, Lali admitió que no eran exactamente
ésas las palabras que él había utilizado, pero ella sabía leer entre líneas.
La oscuridad se cernía sobre el filo del atardecer cuando el carruaje entró
haciendo gran estruendo en el patio de la fonda de La Herradura y la Pluma. El
posadero salió a recibirlos, secándose las manos en el sucio delantal.
—Bienvenido, Capitán —lo saludó efusivamente, al corriente como estaba de la
visita de Peter —. No solemos tener a menudo clientes tan distinguidos en La
Herradura y la Pluma. Sentaos mientras mi mujer os prepara una buena cena. Todo
es poco para el Diablo y su señora esposa.
Se volvió hacia Lali y la sonrisa se le borró del rostro.
—Disculpad, Capitán Lanzani , creí que vendríais acompañado de vuestra esposa.
Lali retrocedió y se pegó a Peter . Evidentemente, aquel hombre esperaba
una delicada doncella inglesa de tez clara en lugar de una señorita española morena
y seductora. ¿Acaso era aquél el perfecto ejemplo de la reacción que iba a encontrar
en Inglaterra ante su casamiento?

—Estás en lo cierto, posadero —dijo Peter un poco enfadado—. Esta es, de
hecho, mi esposa.
—Pero... pero es española, Capitán. Pensé, quiero decir, toda Inglaterra sabe
que...
—¡Maldita sea! —farfulló Peter al ver el aire compungido del rostro de Lali.
A pesar de lo que él mismo sintiera hacia los malditos españoles, no le gustaba
ver que sus paisanos ofendían a Lali.
—Me importa bien poco lo que opine todo el mundo en Inglaterra acerca de mi
matrimonio. Nadie tiene nada que opinar en este asunto. Estoy muerto de hambre. A
mi esposa y a mí nos gustaría que nos sirvieran la cena de inmediato.
—Sí, Capitán —dijo el posadero haciendo una reverencia servil.
Sabía que había excedido los límites de la cortesía, pero se había quedado tan
estupefacto ante la visión de la mujer española del Diablo que no había podido
contener la lengua.
—No le hagas caso, Lali —dijo Peter una vez que se hubieron sentado en
una mesa reservada junto al fuego.
Lali se quedó mirando las llamas que bailaban y sintió que el calor le entraba
en los huesos congelados. Tras una larga pausa de contemplación silenciosa, se
volvió hacia Peter .
—No tienes que disculparte por tus paisanos. Me ha quedado muy claro.
Sienten lo mismo que tú por mi país. Pero están equivocados. El rey Felipe jamás
mandaría una armada contra tu reina. No hay tazón ahora que la reina María
Estuardo ha muerto.
—Eso está por verse —dijo Peter secamente.
Llegó la comida y la conversación quedó interrumpida mientras ambos se
concentraban en el festín que les habían puesto delante.
Cuando Lali dejó el tenedor, bostezó ampliamente. Advirtiendo que estaba
agotada, Peter chasqueó los dedos. El posadero apareció como por arte de magia
haciendo reverencias.
—Enséñale a mi esposa su habitación —dijo Peter —. Y encárgate de tener
una bañera preparada para que pueda darse un baño antes de retirarse.
El posadero, un hombre bajito y rechoncho de ojos azules muy vivos, se volvió
muy estirado hacia Lali.
—Haced el favor de seguirme, Lady Lanzani . Mi mujer se encargará de vuestro
baño.
—Gracias —dijo Lali amablemente.
Antes de seguir al posadero, le preguntó a Peter:
—¿Vas a venir?
—Me voy a quedar contemplando el fuego durante un buen rato y me voy a
terminar el coñac. Pero no tienes que preocuparte de que pueda despertarte cuando
me vaya a dormir, porque tengo mi propia habitación.
Lali lo miró atónita.
—¿Has pedido habitaciones separadas?

miércoles, 28 de diciembre de 2016

CAPITULO 45


Miró por la ventana el paisaje que corría hacia atrás. Los pastos estaban secos y
marrones y los árboles habían perdido su elegante follaje. Una llovizna brumosa
oscurecía su visión del terreno y una humedad que calaba los huesos se le había
posado encima como si fuera una funesta cortina gris. Era muy deprimente. Suspiró
llena de melancolía.
—El clima agradable de España es mucho más acogedor. Y Andros es un
paraíso comparado con esto.
Peter se rió.
—Me siento inclinado a coincidir contigo. Aun así, ésta es la tierra que me vio
nacer, y debo informar periódicamente a mi reina y vigilar mis propiedades.
—¿Qué va a ser de mí cuando te vuelvas a hacer a la mar? —preguntó Lali
preocupada por lo poco que la valoraba como esposa.
Peter frunció el ceño. En serio, ¿qué va a ser de ella?, se preguntó a sí mismo.
Maldita sea, menudo lío. Él no pensaba casarse hasta que estuviera listo para dejar la
vida a bordo y sentar cabeza. Para entonces, tenía planeado hacer la ronda por
aquellos aburridos eventos sociales y encontrar una novia entre las jóvenes promesas
del mercado del matrimonio. Él había pensado encontrar a una que fuese rica, que se
conformase con estar confinada en el campo, criando a sus hijos mientras él atendía a
la reina y se echaba una amante en Londres para mantener el aburrimiento a raya.
Por desgracia, lo habían obligado a casarse contra su voluntad con una española
de mucho carácter, cuyo fiero temperamento y cuya belleza arrebatadora lo tenían en
constante contradicción. La pura realidad era que la quería, pero la pregunta que ella
le había hecho lo inquietaba.
—Cuando vuelva a hacerme a la mar, tú te quedarás en la Residencia de los
Lanzani.
Lali abrió la boca para protestar, pero Peter la detuvo con un beso. No lo
pudo evitar. Los labios de ella, ligeramente humedecidos y resplandecientes, lo
estaban tentando. Tan perturbadores pero tan irresistibles como la fruta prohibida.
Se la subió al regazo y acopló la boca sobre la de ella en un beso capaz de pararle a
cualquiera el corazón. Los labios de él fueron todo menos delicados cuando le fue
abriendo la boca con la lengua para poder saborear la dulce esencia de ella. Le
encantaba su sabor, y el sentimiento de tenerla entre los brazos, porque era sólido,
cálido y reconfortante. Era casi como si ella...
No, no iba a ponerse a pensar en eso. Su vida ya era lo bastante complicada sin
preguntarse si Lali sentía algo especial por él. Deseo sexual, eso seguro; pero no se
atrevía a contemplar otras cosas. Por supuesto, sus propias ansias de sexo hacia su
fogosa esposa española tampoco eran cuestionables. Su debilidad por Lali era
motivo más que suficiente para poner distancia entre ambos antes de que perdiera
irrevocablemente el sentido. Su resentimiento contra los españoles le hacía imposible
cuidar de ella, ¿acaso no era eso cierto?
Pero, con Lali retorciéndose provocativa sobre su regazo, le resultaba difícil
acordarse de los sentimientos amargos de venganza. Las manos de ella le agarraban
de los hombros y tiraba de él para apretarse más mientras su boca tomaba por asalto
la de ella. Los gimoteos de placer ahogado que soltaba Lali casi lo hicieron
enloquecer.
Se desprendió del beso y se la quedó mirando. Los ojos de ella eran tan oscuros
y estaban tan llenos de promesas eróticas que se tiró de cabeza dentro de aquellas
profundidades sin importarle las consecuencias.
—Bruja —le susurró con aspereza, sinceramente convencido de que ella lo
había embrujado. ¿Cómo podía haberle hecho perder el norte de aquella manera, si
no era con alguna brujería?
—No soy una bruja, Peter —replicó Lali suspirando sin aliento—. Soy sólo
una mujer que... —Se mordió la lengua. No iba a ganar nada diciéndole que lo
amaba pero, en cambio, podía perderlo todo. Antes de admitir tal cosa, tenía que
convencerlo de que no era su enemiga.
—...Una mujer, de sangre caliente y naturaleza tempestuosa, que satisface
cierta necesidad que yo tengo —terminó Peter .
La volvió a besar con la boca caliente y llena de exigencias mientras le levantaba
el vestido hasta los muslos, dando vía libre a sus más fervientes deseos.
—A ti te gusta lo que te hago, mi amor. —La mano de él encontró el suave nido
de entre sus piernas y le acarició con los dedos la carne tierna y húmeda de sus
partes más íntimas. Le hundió la cabeza en el pecho, dejando un círculo mojado en la
tela del corpiño—. Yo también lo disfruto.
Lali tomó aliento y lo retuvo. Las caricias íntimas que él le estaba haciendo la
estaban dejando aturdida.
—Tu arrogancia es abrumadora.
Él avanzó con dedos certeros hacia el dulce calor de su sexo, y soltó un gruñido
cuando el miembro se le endureció tanto que por poco le revienta el lazo de los
pantalones.
—Maldita ropa diseñada por hombres sin perspectiva —musitó, recolocándose
para acomodar aquella erección de enormes proporciones—. Cómo pretenderán que
nos demos ningún homenaje con toda esta impedimenta de capas y más capas de
ropa apretada.
Lagli gimió de decepción.
Peter la oyó y se rió.
—Eso no quiere decir que no te pueda complacer. —Empujó el dedo hacia
adentro y Lali se sacudió convulsivamente.
Una vez que hubo recuperado el pulso normal, empezó a apretarse contra los
dedos que la acariciaban, obligándole a meterse aún más adentro. Cuando el pulgar
de él encontró su perla palpitante de sensibilidad, ella entró en la erupción de un
violento clímax. Él continuó con ella hasta que el último temblor hubo abandonado
su cuerpo. Entonces, le subió del todo el vestido y se abrazó con fuerza a ella.
—¿Te ha gustado, mi amor?
Lali se ruborizó, enardecida.
—Ya sabes tú que sí. Pero, ¿y tú, qué? —Le metió mano, decidida a hacer por él
lo mismo que él acababa de hacer por ella.