miércoles, 28 de junio de 2017

Capitulo 17


Tras una semanita que no se la deseo ni a mi peor
enemigo, estoy agotada.
Flyn nos lo pone muy difícil. Han llamado del
colegio para decir que no ha ido a clase, y soy
consciente de que mi niño está perdiendo los
papeles. Le he pedido en varias ocasiones que
solicite una entrevista con su tutor, pero hasta
ahora le ha resultado «imposible». Insistiré de
nuevo o al final acabaré pidiéndola yo misma.
Cuando Peter llega de trabajar, no me queda
otra que contarle lo ocurrido y, tan pronto como
éste se marcha a su despacho enfurecido, Flyn se
encara conmigo y me dice cosas como que ya no
soy alguien de fiar por habérselo contado a su
padre. Intento hacerlo razonar y, en especial,
hacerle ver que su comportamiento está dejando
mucho que desear, pero le da igual, sigue
rebatiendo todo lo que le digo hasta que Peter
regresa y el crío se calla y no habla más.
¿Qué está ocurriendo con Flyn?
Esa noche, en la intimidad de nuestra
habitación, Peter  intenta quitarle hierro al asunto.
Está molesto por el comportamiento del muchacho,
pero su visión del tema no es como la mía. Flyn no
se comporta de la misma forma delante de Peter
que delante de mí, y nosotros tampoco
reaccionamos igual. Conmigo se encara, se pone
chulo, dice cosas terribles que en ocasiones no le
cuento a Peter  para no liarla más, pero con él se
calla. Flyn ha pasado de ser un niño caprichoso a
un adolescente provocador e indisciplinado.
El martes, Peter  se va de viaje. Flyn se trae a
uno de sus amigotes a casa y, cuando los pillo
fumándose un porro en su habitación, echo al
amigo y tengo una buena con mi hijo. Él, ofendido
por lo que he hecho, me acusa de estar
amargándole la vida y yo tengo que respirar. O
respiro o le estampo una silla en la cabeza.
El miércoles, cuando Peter  regresa, decido
callar y no contarle nada de lo ocurrido. Sé que
hago mal, pero Peter  llega cansado, y lo último que
quiero es agobiarlo con más problemas.
El jueves, nada más levantarse, veo que mi
marido tiene mala cara. Eso me angustia pero, tras
tomarse su medicación, sonríe y me tranquiliza. Sé
que nuestra vida siempre será así. Tendré mil
sustos con los dolores de cabeza de Peter  a causa
de su vista, pero verlo sonreír poco después me
hace saber que el dolor ha remitido; si no fuera
así, lo sabría por el humor negro que lo suele
preceder.
Esa mañana, sobre las doce, cuando estoy
trabajando en Müller, recibo una llamada de mi
hermana Cande. Mi padre ha hablado con ella en
referencia a Flyn, y la pobre, que ya está en
México, me llama para apoyarme moralmente.
—¿Que ahora te llama Lali, el puñetero niño?
—Sí —asiento apenada omitiendo otras cosas.
—La madre que parió al chino.
—¡Cande!
Ambas reímos y finalmente ella dice:
—Vale..., vale..., ya sé que es coreano alemán,
pero si él te joroba, yo lo jorobo y lo llamo
¡«chino»!
—Mira que eres —digo riéndome.
Entonces, oigo a Cande  resoplar a través del
teléfono y decir:
—Ese niño te quiere y te quiere mucho, pero el
pavazo le ha venido de golpe. De pronto se ha
visto mayor, guapete y resultón y se cree el rey del
mambo. Pero, tranquila, como dice papá, regresará
al redil. Eso sí, mientras no regresa, átate los
machos, ¡que vienen curvas!
Vuelvo a sonreír cuando mi hermana añade:
—Mira, cuchufleta, estás en la misma situación
que yo con tu querida sobrina. Ni te imaginas lo
rebelde y contestona que está Luz. Eso sí, en los
estudios, la tía es una lumbreras, y sobre eso no
me puedo quejar, pero en cuanto a los chicos,
¡ofú!, qué tontería tiene encima. Ha pasado de
jugar al fútbol a querer comprarse sujetadores con
relleno de gel.
—¿Con relleno de gel? —pregunto
sorprendida.
—Sí, hija, sí. El otro día, la mocosa va y me
dice que quiere un sujetador Wonderbra push-up
para que su pecho aumente y tener un escote
perfecto. ¿Qué te parece?
—¿Te dijo eso?
—Sí, hija, sí. ¡Que las niñas de ahora son muy
espabiladas!
Me río, no puedo remediarlo. No me imagino a
Luz, mi chicarrona, diciendo eso y, de repente,
recordando algo, digo tras contarle que he visto a
Sebas en Múnich:
—Hablando de Luz, haz el favor de no ponerle
horquillas de Dora la Exploradora y calcetines con
puntillitas, que ya es mayor.
—Pero si está monísima con ello. —Ambas
reímos, y me doy cuenta de lo cabronceta que es
mi hermana cuando añade—: Lo hago para que
proteste, tonta. Ya sé que no tiene edad para
ponérselo.
—No sé quién es peor, si ella o tú.
Cande  ríe. Me encanta su risa. Oírla reír es
como oír a mi madre.
—Según tu sobrinita —prosigue—, ahora está
locamente enamorada de ese tal Héctor, pero hasta
el mes pasado lo estaba de un tal Quique y, claro,
yo he de mirar por su reputación, ya sabes lo larga
que es la gente y lo mucho que le gusta darle a la
lengua.
Asiento. Sé perfectamente cómo es la gente de
cotilla y metomentodo. Bajo la voz y murmuro:
—Acuérdate de cuando tú y yo teníamos su
edad, ¿o acaso has olvidado el veranito que te dio
por Roberto, el de los juegos recreativos, o por
Manuel, el de la tiend...?
—Ais, Roberto, qué guapo era. ¡Ay, madre,
cuchu! —grita de pronto—. ¿Te acuerdas de
Damián, el de la Montesa azul que tanto te gustaba
y por el que saltabas la verja de casa todas las
noches para verte con él?
—Sí. Claro que lo recuerdo.
Pensar en aquello me hace reír a carcajadas.
Sin duda, en nuestra adolescencia todos hacemos
más tonterías de las que luego queremos
reconocer, aunque recordarlas nos haga sonreír.
—Por cierto, papá está tristón porque dice que
no vendréis a la Feria de Jerez.
—No lo sé. Aún queda mucho.
—Pero, cuchu..., ya te la perdiste el año
pasado, ¿te la vas a perder también este año?
Me joroba pensar en ello. Desde que nací, sólo
me he perdido esa feria una vez en mi vida, por lo
que, dispuesta a dejarme las uñas para llevar a
Eric este año, afirmo:
—No. Claro que no. Haré todo lo posible para
ir.
Al final, cuando cuelgo, mi humor ha mejorado
considerablemente. Las locuras de mi hermana y
de mi sobrina me hacen reír. Entonces, oigo unos
golpecitos en la puerta de mi despacho y, al mirar,
veo a Natalie. ¿Qué está haciendo ella aquí?
—Hola, guapísima —me saluda dicharachera
—. Tengo una comida con Peter  y, como sé que
trabajas aquí, he pensado en pasar a saludarte
mientras él termina unos asuntillos.
Me quedo boquiabierta. ¿Peter  tiene una comida
con ella y no me lo ha dicho?
Natalie  entra en mi despacho como Pedro por
su casa, se sienta frente a mí y murmura:
—Qué bien lo pasamos el otro día...
—¿Cuándo?
Ella me mira y sonríe.
—En el Sensations —explica bajando la voz
—, aunque tu marido, el muy malote, me rechazó.
—No digo nada. No puedo, y ella prosigue—: Por
cierto, te vi mirando tras las cortinas cuando yo
estaba en el reservado con los amigos de Félix.
¿Te excitó lo que viste?
Lo recuerdo al instante y, con la misma
sinceridad con la que ella me pregunta, yo le
respondo a la vez que me maldigo por ser tan
curiosa:
—Si te soy sincera, ni me excitó mi me gustó.
Natalie  sonríe.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
Ella me observa. No aparta la mirada de mí y
responde:
—¿Que por qué no te excitó? Al fin y al cabo,
es sexo.
—Porque esa clase de sexo no me atrae —
replico.
Natalie  suelta una risotada y, bajando de
nuevo la voz, cuchichea:
—Lali, precisamente lo que a mí me excita
es que me traten así y que mi marido lo permita y
me use a su antojo. Pero, claro, tú prefieres...
—Prefiero lo que tú misma viste después —la
corto segura de mí misma—. Nunca disfrutaría con
lo que a ti te gusta, eso no va conmigo.
Su sonrisa se ensancha y asiente.
—¿Peter  y tú no os ofrecéis a otros?
—Sí.
—Pues eso es lo que hace Félix conmigo,
cielo.
Vale. Sé que puede parecer lo mismo, pero no
lo es, y añado:
—No. No es lo mismo. Y que conste que no
critico lo que vi; si a ti y a tu marido os gusta esa
clase de sexo, ¡adelante! Sólo digo que yo no me
prestaría a eso. Pero repito: si a ti te gusta, te
excita y estáis de acuerdo, ¡adelante y disfrutadlo!
Natalie  entiende muy bien lo que le digo, y a
continuación murmura:
—A mí me encanta que Félix me obligue y me
entregue a sus amigos para que me usen a su
antojo. Creo que es la parte más excitante de
nuestro caliente juego.
—Sobre gustos no hay nada escrito —afirmo
sonriendo.
—¡Tú lo has dicho! —conviene ella con un
gracioso gesto.
Con Natalie me pasa algo muy raro. Tan
pronto me cae bien como me cae mal. No llego a
cogerle bien el punto, pero reconozco que ella
siempre trata de ser amable y encantadora
conmigo.
Mirándola estoy cuando se levanta, se acerca a
la pared y comenta:
—No me digas que éstos son vuestros niños...
—Sí —digo al ver que señala las fotos de mis
hijos.—
Oh, Dios mío, son preciosos, Lali. Qué
monadaaaaa. Qué ricurasssssssssss.
—Lo son —afirmo orgullosa de ellos.
—¿Habéis adoptado un niño chinito?
Me dispongo a responder cuando de pronto
Peter  entra y lo hace por mí:
—Flyn no es chino, es coreano alemán. Era el
hijo de mi hermana Hannah, y ahora es nuestro.
—¿Era? —pregunta Natalie.
Peter  asiente penosamente y en ese instante
confirmo que llevan sin hablarse varios años.
—Hannah murió —explica él entonces.
—Oh, Dios mío, Peter..., lo siento. No sabía
nada. Mi amor asiente. Hablar de ello le duele, y sé
que le dolerá toda su vida cuando responde:
—Flyn se quedó conmigo y, desde que Lali
llegó a nuestras vidas, somos una familia.
Natalie  se lleva las manos a la boca. Veo que
siente lo ocurrido a Hannah y, emocionada, le coge
las manos.
—Sé cuánto la querías y lo unido que estabas a
ella.
Peter  asiente de nuevo. Yo paso la mano por su
espalda y Peter  lo suelta y dice reponiéndose:
—Sin duda, Lali  y tú habéis creado una
preciosa familia.
—Sí —afirma él con seguridad mientras me
guiña un ojo.
Natalie  vuelve a mirar la pared donde están
las fotos de los niños y pregunta:
—¿Cómo se llaman los otros dos?
—Peter  y Hannah —respondo.
Entonces, Natalie  enternece el gesto y
murmura:
—Son preciosos..., preciosos. —Y, mirando a
Peter, añade—: Aún recuerdo que tú no querías
tener hijos y yo sí. —Peter sonríe y ella finaliza—:
Qué curiosa que es la vida..., al final, tú los has
tenido y yo no. ¿Pensáis tener más?
—No —afirma Peter  antes de que yo responda.
Vaya. Eso me sorprende. Siempre he sido yo la
que decía rotundamente que no, y oír a Peter decir
eso en cierto modo me subleva. Pero tiene razón:
¡con tres vamos sobrados!
Al ver mi gesto, Peter se acerca a mí, me coge
por la cintura y, mirándome directamente a los
ojos, pregunta:
—Vamos a comer, ¿te vienes?
—¿Te encuentras mejor que esta mañana? —
pregunto interesada por él.
—Sólo era un pequeño dolor de cabeza, cariño
—replica sonriendo—. Venga, vente a comer.
Lo miro..., no sé qué hacer. Yo misma estoy
llena de contradicciones: ¿debería ir o no? Pero,
siendo consecuente con la confianza que tengo en
él, respondo:
—Mejor id vosotros.
—¿Seguro? —pregunta mi amor intentando
leer mi rostro.
Con una sonrisa que lo tranquiliza, asiento.
—Sí, cariño. Seguro. Id vosotros, tenéis
muchas cosas de las que hablar.
Dos segundos después, Natalie y Peter  salen de
mi despacho y yo me siento de nuevo en mi silla.
Confío en Peter  y, abriendo una carpeta, murmuro:
—Lali Esposito, deja de pensar tonterías.

Nota: si puedo vuelvo a subir en la noche si no mañana en la mañana.h

lunes, 26 de junio de 2017

Capítulo 16


Cuando Lali y Peter llegaron a la casa de sus
amigos, Sami se echó a los brazos de sus tíos.
Durante varios minutos, éstos le prestaron toda su
atención a la pequeña, que, como siempre, era un
torbellino de vida y luminosidad.
En el momento en que por fin Pablo, Peter  y
Sami se alejaron, Lali y Rocio  entraron en la
cocina y Lali  preguntó:
—¿Todo bien con Pablo?
Al comprender lo que su amiga le preguntaba,
Rocio  se apoyó en la nevera y sonrió.
—Todo perfecto. Creo que ya le ha quedado
clarito al guaperas que, si vuelve a jugármela con
esa pandilla de urracas, no voy a ser tan amable
como lo fui con ellas la última vez. No me gustan,
como tampoco yo les gusto a ellas, y esa tal Heidi
es una gran zorra.
—Heidi es una zorra —repitió canturreando
Sami al pasar por su lado.
Al oír a la niña, se miraron y rápidamente Rochi
preguntó:
—Sami, ¿por qué dices eso?
—Mami, lo has dicho tú.
—Sí, cariño, esa Heidi es muy zorra y muy
perra —afirmó La agachándose para quedar
frente a la pequeña—. Pero, Sami, esas palabras
son muy feas y no se dicen, ¿de acuerdo?
Agachándose a su vez, Rochi  le colocó a su hija
la coronita que tanto le gustaba llevar en la cabeza.
—Valeeeeeeeeee —dijo finalmente Sami—;
¿me dais una galleta de chocolate?
Sin ganas de darle más vueltas al tema, Lali
cogió una galleta de un tarro y, en cuanto se la dio
a la pequeña, ésta salió corriendo de la cocina.
En ese instante aparecieron Pablo y Peter, y el
abogado, mientras sacaba unas cervezas fresquitas
de la nevera, se mofó:
—Vaya..., pero si están aquí las dos macarras
motorizadas de las birras bien fresquitas... ¿Iréis
hoy también a quemar rueda?
Peter  sonrió. Lali  le había contado el
episodio, y soltó una carcajada cuando Rochi
respondió:
—Si me lo vuelves a recordar, quemaremos
rueda y Múnich entero, guapito.
Después de un rato en el que los cuatro
charlaron y rieron por lo ocurrido, sonó el teléfono
de Lali. Era un mensaje:
Estoy en una más que divina cervecería en la plaza
Marienplatz. ¿Tienes un rato para tu loca?
Lali  sonrió. ¡Sebas! Y, levántandose, y
guiñándole el ojo a Peter  dijo:
—Rochi, ha venido un amigo mío de España; ¿te
vienes conmigo a verlo un par de horas?
—¿Qué amigo? —preguntó Pablo.
Repanchingándose en una silla, Peter miró a su
casi hermano y, con gesto cómplice, murmuró:
—Tranquilo, Pablo. Sebas y las treinta y seis
las cuidarán mejor que tú y yo.
Divertida, Lali  le guiñó de nuevo el ojo a su
marido y, cuando salió con Rochi  por la puerta, oyó
que Pablo  preguntaba:
—¿Las treinta y seis?
Una vez en la calle, Rochi  miró a su amiga y le
soltó:—
Muy bien. Desembucha. ¿Quién es ese
amigo?
Lali  sonrió pero, como quería que se llevara
una sorpresa al conocerlo, simplemente abrió la
puerta de su coche y contestó:
—Monta y calla.
Mientras conducía, Lali  iba hablando de mil
cosas. Al llegar al parking público de Marienplatz,
dejaron el coche y caminaron encantadas hasta la
preciosa cervecería Hofbräuhaus. Sin lugar a
dudas Sebas estaba allí y, nada más abrir la puerta
y entrar, de pronto se oyó:
—¡Marichochooooooooooo!
Lali  sonrió. Sebas, su loco Sebas, tan guapo
como siempre, corría hacia ella para abrazarla y
besuquearla. Cuando el abrazo y el besuqueo
acabaron, Lali  le presentó a una alucinada Rochi, y
él, como si la conociera de toda la vida, la besó
con cariño.
A continuación, tras mirar a sus escandalosos
compañeros de viaje, dijo:
—Creo que es mejor que nos sentemos a
aquella mesa. Si nos ponemos con ellos, no
podremos cotillear a nuestras anchas.
Durante más de una hora, Rochi  observó
ojiplática cómo aquél y su amiga hablaban a la
velocidad de la luz poniéndose al día de todo,
hasta que él murmuró para terminar lo que estaba
contando:
—Y ahí terminó mi novelesca historia de amor,
lujuria y sexo con el potro sueco que me nubló la
razón. Por tanto, he decidido que a partir de ahora
zorrearé con muchos, pero sólo me enamoraré de
los caballos de Peralta de mi tierra.
Lali  se apenó. La última vez que había visto
a Sebas, éste estaba locamente enamorado de
aquel surfero sueco.
—Lo siento, Sebas —murmuró—. Sé lo mucho
que querías a Matías.
—Tranquila, chochete —afirmó él—. Ahora
me tomo la vida sin dramatismos, y he llegado a la
conclusión de que, cuando todo sube, lo único que
baja es la ropa interior. —Y, mirando a un alemán
que pasaba junto a ellos, dijo—: Geyperman de
miarma, con lo difícil que es encontrarme y tú
perdiéndome...
Rochi  soltó una carcajada. Aquel tipo era
increíble.
—¡Sebas! —gruñó Lali  divertida.
Él le guiñó un ojo con cara de pillo y
cuchicheó:
—Si no se ha enterado de lo que he dicho,
mujerrrrrrrrrrrrr, ¡déjame zorrear!
Los tres rieron y luego siguieron charlando.
Rochi  se inmiscuyó esta vez en la conversación, y
Sebas y ella terminaron entendiéndose a la
perfección. Al cabo de un rato, él vio que Lali
miraba el reloj y preguntó:
—Y tu Geyperman rubio y buenorro ¿por qué
no ha venido? Mira..., mira que me moría por
presentarlo a las treinta y seis locas que me
acompañan.
Rochi y Lali  se miraron, y esta última
respondió:
—Te manda muchos besos, pero...
—¿Con lengua?
—¡Sebas! —dijo Lali riendo justo en el
momento en que los treinta y seis se levantaban de
la mesa y, escandalosamente y con ganas de
cachondeo, se sentaban con ellos.
Lo que en un principio iban a ser sólo un par
de horas se convirtieron en cuatro y, cuando por
fin se despidieron de Sebas y los treinta y seis y
subieron al coche, Rochi  miró a su amiga.
—Prométeme que la próxima vez Peter y Pablo
vendrán con nosotras —le dijo muerta de la risa.
Estaban comentando lo bien que lo habían
pasado cuando a Rochi le sonó el móvil. Un
mensaje. Pablo.
Amor, compra cervezas. Con vuestra larga ausencia, Peter  y yo
nos hemos dado a la bebida.
Después de leerle el mensaje a Lali, pararon en
un supermercado.
Pero, como siempre ocurre cuando una mujer
entra a comprar, salieron con el carro cargado
hasta arriba y, en el momento en que estaban
metiendo las bolsas en el maletero del vehículo, un
adolescente de pelo oscuro y largo se plantó ante
ellas.—
¿Quieren que me encargue yo del carrito,
señoras? —dijo.
Lali  asintió con una sonrisa, y Rochi, mirando
al chico, preguntó mientras él las ayudaba con las
bolsas:
—Eh..., ¿dónde te he visto yo antes?
Al oír eso, el crío la miró y se apresuró a
responder sonriendo:
—Seguro que aquí mismo.
Rocio  parpadeó. ¿Dónde lo había visto antes? Y,
soltando el carrito, añadió:
—Todo tuyo, chavalote.
El muchacho sonrió y, sin decir nada más, se
alejó con el carro. El euro que iba dentro le
proporcionaría esa noche un bocadillo para la
cena.

sábado, 24 de junio de 2017

Capitulo 15


El viernes, Norbert aparece puntual en la casa a
las cinco de la tarde. Va a llevar a Flyn al
cumpleaños de Elke.
En ese instante, suena mi teléfono y veo el
nombre de ¡Sebas! Me apresuro a cogerlo y oigo:
—¡Marichochooooooooooooo!
Mi carcajada llama la atención de Peter, que me
mira y, cuando le digo por señas quién es, ¡huye
despavorido!
—Sebas, qué alegría hablar contigo. Justo el
otro día me dijo mi padre que quizá nos podríamos
ver porque estás de viaje por Alemania. ¿Qué
haces aquí?
Oigo jaleo de fondo y voces que cantan, y
Sebas responde:
—Estoy en un tour divertidísimo con treinta y
seis locas en busca de geypermanes.
Me río. Sebas siempre llama Geyperman a
Peter.—
Mañana por la tarde pasamos por Múnich
—añade mi amigo—. ¿Podríamos vernos un par de
horitas? Di que sí..., di que sí, chiquilla, que tengo
ganas de verte y contarte mil cosas.
Pienso. Sé que al día siguiente vamos a casa
de Rochi y de Pablo pero, dispuesta a ver a Sebas,
afirmo:
—Por supuesto que sí, envíame un mensaje y
nos vemos.
Dos minutos después, cuelgo feliz. Ver a Sebas
siempre es motivo de felicidad.
Con mi teléfono en la mano, camino hasta el
salón, donde Peter  está leyendo. Me siento a su
lado, le cuento lo de Sebas, y entonces él me mira
y pregunta:
—¿Treinta y seis?
—Con él, treinta y siete —contesto riéndome.
Peter  asiente y pregunta divertido:
—¿Y quieres que Pablo  y yo estemos allí?
Ahora la que calibra eso soy yo. Conozco a
Sebas pero no conozco a los otros treinta y seis y,
como sean tan escandalosos como mi amigo, sin
duda Peter y Pablo  no salen de allí vivos. Así pues,
digo:—
Casi mejor que os quedéis en casa
esperándonos hasta que volvamos.
Estamos riéndonos cuando un guapo
adolescente vestido con unos vaqueros caídos, una
camiseta gris de su grupo favorito, los Imagine
Dragons, y unas Converse negras aparece ante
nosotros y nos mira. En los años que hace que lo
conozco, Flyn ha cambiado en todos los sentidos.
Lo conocí siendo un niño bajito y regordete, y
ahora es un adolescente delgado, guapetón,
estiloso y espigado.
—¿Con esas pintas vas a ir al cumpleaños? —
protesta Peter.
—Papá, ¿pretendes que me ponga traje y
corbata?
Me entra la risa. Sin lugar a dudas, los tiempos
han cambiado.
—Cariño, Flyn va a la moda —murmuro
mirando a mi amor.
Peter  asiente. Sabe que llevo razón y, sacándose
un teléfono del bolsillo, se lo tiende y le dice:
—Toma tu móvil. Quiero tenerte localizado.
El crío sonríe: ha recuperado su bien más
preciado. Le guiño un ojo y omito pedirle un beso.
Flyn sigue rarito conmigo, pero en ese instante
sonríe y yo me siento bien. Muy... muy bien.
Cinco minutos después, una vez se ha puesto su
chupa azul, se va con Norbert, y yo lo miro
alejarse como una madre orgullosa.
—Qué guapo y mayor está mi niño —siseo—.
Todavía recuerdo cuando lo conocí. Era tan retaco,
y ahora, míralo, es más alto que yo.
A Peter  la hace gracia mi comentario y susurra
abrazándome:
—Vamos, mamá pollo. Tenemos cosas que
hacer.
Dedicamos el resto de la tarde a los
pequeñines y, cuando a las ocho y media los dos se
quedan dormidos, Peter y yo respiramos aliviados.
Nos duchamos y estreno un vestidito de algodón de
color verde botella y unas botas calentitas de
andar por casa. Al verme, mi amor sonríe, me da
un azote en el trasero y murmura:
—Estás preciosa.
Yo sonrío. Siempre le ha gustado mi modo
desenfadado de vestir y, entre risas, vamos a la
cocina y cenamos algo.
A las nueve y media, Peter  recibe en su móvil
un mensaje. Es Flyn, para pedir que lo dejemos
hasta las doce. Mi marido se niega.
—Cariño, no seas aguafiestas.
—No, La. Te recuerdo que está castigado.
—Lo sé. Pero está en una fiesta —insisto.
Pero mi cabezón alemán gruñe:
—Demasiado es que lo he dejado ir a la fiesta
de su novia.
Vale..., tiene razón. Aun así, intentando
ponerme en el pellejo de Flyn, vuelvo al ataque.
—A ver, cariño, piensa. Nuestro niño lo está
pasando bien en el cumpleaños y sólo quiere un
poquito más de tiempo.
—¿Te recuerdo cómo es su amiguita Elke?
La imagen de la rubia guapa de pechos grandes
me viene a la mente. Evito pensar lo que mi niño
puede estar haciendo con ella en ese instante
porque no deseo alarmarme, e insisto:
—Cariño, no me calientes o mi perversa mente
comenzará a pensar cosas que no quiero de esa
Elke y mi niño. —Y, tomando aire, prosigo
calmándome a mí misma—: Debemos fiarnos de
nuestro hijo. Aunque quiera hacerse el mayor, Flyn
es un crío todavía, y ambos lo sabemos. Venga...,
dile que sí y recuerda lo que hablamos. Hemos de
darle un voto de confianza.
Peter  resopla. Lo piensa..., lo piensa y lo
piensa, y al final le escribe diciéndole que Norbert
irá a buscarlo a las doce.
Feliz, lo abrazo y seguimos tirados en el sofá.
Me encanta esa sensación de estar junto a él
viendo la tele.
Las horas pasan mientras estamos enfrascados
viendo una película de desastres nucleares, cuando
de pronto el teléfono de Peter  suena.
—Dime, Norbert.
Mis ojos miran el reloj: las doce y veinte.
Rápidamente, Peter me suelta. Se levanta del
sofá y, mientras yo me levanto también, oigo que
dice:—Ahora mismo voy.
Cuelga la llamada y, mirándome, dice con
gesto oscuro:
—Tengo que ir a por Flyn.
—¿Qué pasa? —pregunto sorprendida.
El gesto de Peter me dice que nada bueno.
—Tu niño ni sale de la fiesta ni le coge el
teléfono a Norbert —sisea.
Uiss..., uiss... Eso de «Tu niño» ha sonado
fatal, pero sin darle opción me pego a él.
—Voy contigo.
—Estás en pijama y no tengo tiempo de que te
cambies —protesta.
Me miro. Lo que llevo es ropa de andar por
casa; no me importa, así que insisto:
—He dicho que voy. Me pondré un abrigo
largo y...
—¿Vas a salir en pijama?
Su insistencia me enfada y, sin ganas de
sonreír, afirmo:
—Por mi hijo, voy hasta desnuda.
Peter  no habla, no responde, simplemente
asiente.
Tras avisar a Simona antes de salir, me pongo
un abrigo largo sobre mi vestidito de algodón y no
me cambio de zapatos. Luego montamos en el
coche y vamos en silencio hasta la casa de Elke,
donde celebra su cumpleaños.
Al llegar, vemos a Norbert. El hombre nos
mira y dice:
—Siento haber tenido que llamaros, pero no sé
qué hacer.
El gesto de Peter  empeora a cada segundo que
pasa. Madre mía..., madre mía..., la que se va a liar.
—Llamémoslo una vez más al teléfono —
insisto—. Quizá se ha despistado y no se ha dado
cuenta de...
Pero Peter  ya no razona y murmura separándose
de nosotros:
—Venga, Lali..., ¡deja de cubrirlo!
Con una mala leche que ni te cuento, llega
hasta la verja de la casa, llama, espera, pero nadie
contesta. Eso lo crispa aún más, y vocea:
—¡¿Acaso los padres de la muchacha no están
en casa?!
Otro padre que está allí esperando junto a
nosotros de pronto grita con el teléfono en la
oreja:—
Bradley, sal ahora mismo de la fiesta, ¡ya!
Ofuscado, el otro padre y Peter  se miran, y el
desconocido dice:
—Le he dicho mil veces a mi hijo que no
quiero verlo con esta gentuza, pero no puedo
separarlo de ellos.
Peter no dice nada, y yo, incapaz de callarme,
pregunto:
—¿Por qué dice lo de gentuza?
El hombre se retira el pelo de la cara y sisea:
—Pensarán que soy un clasista, pero a mi hijo
no le conviene rodearse de esa pandilla. Desde
que anda con ellos, ya ha sido detenido dos veces
y, por mucho que hablo con él, no me escucha.
Ay, madre... ¡Ay, madre! Pero ¿dónde se ha
metido Flyn?
Me asusto y, mirando a Peter, le pido:
—Cariño, vuelve a llamar a Flyn. Si Bradley
ha cogido el teléfono, ¿por qué no lo va a hacer él?
Un tono, dos, cuatro, siete... ¡Nada! No coge el
teléfono pero, para nuestra suerte, pocos minutos
después la puerta de la verja se abre, sale un
muchacho al que rápidamente identifico como
Bradley y, tras llevarse una colleja de su padre, se
mete en el coche a toda prisa.
Cuando miro a Peter, éste ya ha entrado en la
parcela y, sin dudarlo, corro tras él. He de
aplacarlo o el huracán Lanzani  puede liarla
bien gorda.
Se oye música. Está sonando Pitbull,
concretamente, Hotel Room Service,[14] una
canción que a Flyn le encanta y que a mí, cuando la
pone en casa a toda leche, me pone la cabeza como
un bombo.
Veo a varios jóvenes algo más mayores que mi
niño por los alrededores del jardín fumando,
besándose y metiéndose mano. Bueno..., bueno...,
menuda bacanal tienen montada aquí. Peter y yo
miramos a nuestro alrededor, pero ninguno de
ellos es Flyn.
¡Menudo fiestorro ha organizado la niña!
¿Dónde están sus padres?
Al entrar en la casa, aparte de la música a todo
trapo, noto que huele a marihuana y, mirando a mi
alrededor, veo a varios de aquellos descerebrados
fumando. No me suenan sus caras. Nunca he visto
a aquellos amigos de Flyn.
El gesto de Peter  se contrae.
—Lo voy a matar.
—Tranquilízate, cariño..., tranquilízate.
La versión malota de Iceman clava sus ojos
azules en mí y sisea:
—¿Cómo quieres que me tranquilice con lo
que estoy viendo?
Cojo a Peter  de la mano para hacerle saber que
debe calmarse, pero él me suelta y, a grandes
pasos, se dirige hacia una esquina. De pronto, lo
veo. Flyn está riendo con su novia sentada sobre
sus piernas y una litrona en las manos.
Pero bueno, ¿desde cuándo bebe cerveza el
mocoso?
Corro tras Peter  y, cuando llegamos delante del
crío, él nos mira y, en lugar de quedarse cortado o
sorprendido, suelta una carcajada que nos deja sin
palabras. Rápidamente me doy cuenta de que,
además de fumado, está bebido. ¡Lo mato!
Peter  resopla, yo le quito la cerveza de las
manos. Ojú, qué cabreo que tiene mi amor, cuando
lo oigo decir a gritos:
—¡Flyn, levántate!
Elke nos mira, Flyn ni se mueve, y entonces
ella pregunta sonriendo con un porro de maría
entre los dedos:
—Amarillo, ¿estos dinosaurios quiénes son?
Bueno..., bueno..., bueno... A ésta le voy a dar
tal guantazo que la voy a mandar directamente a la
semana que viene.
¡¿Por qué lo llama «Amarillo»?!
¡Será niñata la mocosa!
Sin remilgos, ni contestar, Peter  aparta a Elke
de las piernas de nuestro hijo y, de un tirón,
levanta a Flyn. La chica nos mira, y yo, sin
dudarlo, le quito el porro de las manos y lo meto
en un jarrón con flores que veo allí al lado.
—Muy mal, guapita, muy mal —siseo—. Y
como mamá dinosaurio te digo: ¡aléjate de mi hijo!
La joven sonríe. Otra que va fina... filipina.
Flyn intenta soltarse, pero lo único que
consigue es que Peter  lo agarre con más fuerza y lo
saque de la casa a empujones.
Una vez hemos salido del bullicio de la fiesta
y la peste a marihuana, ya en el jardín, Peter  lo
suelta y grita:
—¡¿Me puedes explicar qué estás haciendo?!
Flyn, que por sus movimientos nos demuestra
que lleva un pedo considerable, suelta una risotada
y murmura con chulería:
—Pero qué cortarrollos eres..., joder.
—¿Qué has dicho? —brama Peter, fuera de sí.
Yo miro a Flyn y, de pronto, lo veo como a un
desconocido.
Su respuesta, en ese momento, me parece un
gran despropósito y una gran provocación y,
cogiéndolo de la mano, tiro de él y pregunto
mientras lo miro a los ojos:
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué haces
comportándote así?
—¡Ehhh..., Amarillo, ¿adónde vas?! —gritan
dos chavales que pasan por nuestro lado.
Flyn sonríe con malicia. Peter maldice, y yo
estoy por soltarle un guantazo al mocoso, pero en
lugar de ello contengo mis impulsos e insisto:
—¿Qué has tomado aparte de fumar maría y
beber alcohol?
Él sacude la cabeza y, con un gesto que no es
suyo, murmura:
—Ni que te importara.
—¡Flyn! —sisea Peter .
Lo miro. Me aprieto la mano contra el muslo o,
como salga disparada, el bofetón que le voy a dar
va a ser sonado. Peter, por su parte, se mueve
dispuesto a todo, y yo, intentando que no ocurra
nada de lo que luego nos podamos arrepentir, me
meto de nuevo entre ellos y empujo al crío.
—Cierra el pico y no la cagues más —le digo
—. Vayámonos a casa.
—Jackie Chan, ¿te piras ya? —pregunta un
chico que pasa por nuestro lado.
Flyn sonríe y Peter  susurra, a cada instante más
molesto:
—Jackie Chan..., Amarillo... ¿Qué son esas
absurdeces?
Yo no digo nada. Si digo que lo sabía, me
come a mí.
—Vámonos de aquí —gruñe Peter  finalmente.
Cuando salimos, es evidente que Norbert se
sorprende al ver el aspecto de Flyn.
—Norbert —digo—, no te preocupes y vete
para casa. Ya vamos nosotros.
Una vez los tres nos metemos en el coche, Peter
cierra de un tremendo portazo. Menudo cabreo que
lleva el colega. Entonces, me mira y grita:
—¡¿Crees que todavía debo seguir fiándome
de tu niño?!
—Nuestro niño —corrijo.
—Tu niño —insiste Peter.
Vale. Ya estamos como siempre.
Cuando hace algo malo es mi niño, y cuando
hace algo bueno es nuestro niño. Pero no voy a
contestar ni a entrar en provocaciones. Peter  está
muy nervioso, y está visto que, diga lo que diga,
me voy a llevar palos por todas partes, así que
decido cerrar la boca.
Segundos después, Peter  arranca el coche con
rabia y conduce hasta casa. Nadie habla, y a mí no
se me ocurre poner música. Ya sé que mi madre
siempre decía que la música amansa a las fieras,
pero creo que, en un momento así, es mejor que ni
las fieras escuchen música.
Cuando llegamos a casa, Susto y Calamar
salen a recibirnos y, como puedo, los sujeto para
que no se acerquen ni a Peter  ni a Flyn. No está el
horno para bollos y, al final, saldrían ellos
perjudicados.
Una vez ellos entran en casa, suelto a los
animales y entro yo también. Simona, que nos
espera junto a Norbert, al ver el aspecto del niño
cuando entramos en la cocina, se lleva la mano a
la boca y murmura:
—Ay, Flyn, ¿qué te ha pasado?
Nunca ha visto al chico de ese modo, y yo,
para intentar calmarla, digo mientras me quito el
abrigo largo:
—Tranquila, está bien. Id a acostaros, por
favor.
Tras intercambiar una mirada conmigo,
Norbert agarra a Simona del brazo y ambos
desaparecen. Pobre mujer, ¡el disgusto que lleva!
Sin lugar a dudas, la infancia de Flyn se ha
desvanecido de un plumazo, dejando ante nosotros
a un adolescente conflictivo.
El silencio en la cocina es incómodo. Como
diría mi padre, se corta el aire con un cuchillo. Lo
que ha hecho Flyn está mal, muy mal.
Peter  abre el armario donde están sus medicinas
y rápidamente destapa un bote y se toma una
pastilla con un poco de agua. Eso me alerta. No es
bueno para el problema de sus ojos. Sin duda, la
tensión del momento le ha provocado dolor de
cabeza pero, cuando voy a decir algo, él mira al
crío y pregunta:
—¿Para esto querías ir al cumpleaños de esa
chica, Jackie Chan?
Flyn no responde, y Peter, furioso, grita y grita
y grita. Suelta por la boca todo lo que le viene en
gana y más.
Ni se me ocurre decirle que baje el tono para
que no despierte a Pipa o a los niños, ni tampoco
que cambie su actitud. Sin duda, lo ocurrido es
para estar así y, cuando ya ha dicho todo lo que
tenía que decir, sentencia:
—Estoy decepcionado contigo. Mucho.
Dicho esto, se marcha y me deja con el crío a
solas en la cocina.
La chulería inicial de Flyn se ha disipado.
Sin duda, el pedal que llevaba se le ha bajado
a los pies con la bronca de Peter.
Lo miro seriamente y él no me mira pero,
cuando veo que palidece de repente, me apresuro a
coger un frutero azul que hay vacío sobre la
encimera y se lo doy. Acto seguido, mi hijo
vomita.
¡Joder, qué asco!
Sin embargo, como madre suya que soy, me
levanto y le sujeto la frente. No puedo separarme
de él a pesar del cabreo que llevo. ¡Es mi niño!
Cuando termina, le quito el frutero, con asquito
lo llevo al baño más cercano, lo vacío y, cuando
regreso, tiro el frutero con rabia a la basura. Luego
pongo agua a hervir y busco en el armario una
bolsita de manzanilla.
Con el rabillo del ojo observo que Flyn me
mira. Está arrepentido. Lo conozco, y esa mirada y
sus ojos caídos me lo hacen saber, pero no le
hablo. No se lo merece.
Una vez el agua hierve, la echo en un vasito,
introduzco el sobrecito de manzanilla y, dejándolo
sobre la mesa, me siento frente a él y murmuro:
—¿Hace falta que te diga que lo que has hecho
está mal?
El crío niega con la cabeza mientras mira el
suelo. De tonto no tiene un pelo.
—¿Qué es eso de Jackie Chan? —pregunto a
continuación.
No contesta. Yo no digo que lo sé porque Luz
me lo dijo, y pasa de mí, pero insisto:
—Olvídate de ir al concierto de los Imagine
Dragons. Lo que has hecho no tiene nombre, y lo
sabes. Lo sabes perfectamente.
Mi parte de mamá pollo quiere abrazarlo y
acunarlo, pero mi otra parte de madre dolida me
dice que no, que no debo hacerlo. Lo que ha hecho
está mal y Flyn debe entenderlo, como yo lo
entendí cuando a los quince años tomé demasiado
tequila en el cumple de mi amiga Rocío.
¡Madre mía, qué pedal pillé por querer llamar
la atención de un chico!
Recuerdo la reacción de mis padres. Mi madre
gritaba, me castigaba, me regañaba, pero lo que
realmente me impresionó fue la mirada y el
silencio de decepción de mi padre. Eso me dejó
tan marcada que nunca más volví a beber sin
conciencia como aquel día.
Y ahora, aquí estoy yo, haciendo lo mismo con
Flyn para intentar que comprenda que esto no
puede hacerle ningún bien.
Durante un buen rato, ambos permanecemos en
silencio y casi a oscuras en la cocina mientras él
se toma la manzanilla. Pero, cuando veo que el
color vuelve a sus mejillas, me levanto y digo
extendiendo la mano:
—Dame tu móvil.
—No.
—Dame tu móvil —insisto.
Finalmente, me lo entrega. A continuación, sin
quitarle el ojo de encima, digo:
—No sé quién es Elke ni por qué ahora te
dejas llamar Amarillo o Jackie Chan cuando tú...
—Eso no es problema tuyo —me corta el
mocoso—. Mis amistades son mías, y tú no tienes
que decidir quién puede ser mi amigo o mi chica,
¡joder!
—Flyn, ten cuidado con lo que dices y olvídate
de esos amigos y de esa chica. No te convienen.
—Porque tú lo digas.
Su tono de voz, el modo en que me contempla y
la agresividad que veo en su mirada me paralizan.
Entonces, tras coger mi bolso, que está sobre una
silla, abro mi cartera, saco las entradas para el
concierto de los Imagine Dragons y siseo
rompiéndolas ante él:
—¡Se acabó! —Flyn se queda boquiabierto.
Luego tiro los papeles a la basura y añado—:
Ahora ve a lavarte los dientes y a la cama.
Sin más, salimos por la puerta de la cocina.
Entonces, veo luz bajo la puerta del despacho
de Peter  y digo:
—Vamos, sube a hacer lo que te he dicho.
Mañana hablaremos.
Una vez veo que Flyn sube y desaparece, me
vuelvo y entro con decisión en el despacho de mi
amor. Lo ocurrido esta noche no lo beneficia ni a
él ni a sus ojos. Cuando se pone nervioso, le
repercute en la vista, e irremediablemente me
preocupo.
Al entrar lo veo sentado ante su mesa. Su gesto
no es muy conciliador.
Con decisión, camino hacia la mesa y
pregunto:
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
Tiene en la mano un vaso de whisky y al
recordar que un rato antes se ha tomado una
pastilla, empiezo a decir:
—Peter, creo que...
—Lali  —me corta—. No es el mejor momento
para nada.
—Pero creo que...
—He dicho «para nada» —repite implacable.
Vale. Es mejor que me calle.
Sin lugar a dudas, yo tengo parte de culpa en lo
ocurrido. Lo animé a que dejara a Flyn un rato
más, pero Peter también es culpable, ya que fue él
quien dijo que podía ir a aquella fiesta. Ambos
somos responsables de lo que ha sucedido, pero él
ha de rumiarlo y darse cuenta de ello. Así pues,
asiento, doy media vuelta y me acerco al minibar.
Saco un vaso, un hielo y me sirvo un dedito de
whisky.
Con el rabillo del ojo observo que Peter me
mira. Me observa. Me conoce tanto como yo lo
conozco a él y sabe que tengo mil cosas que decir,
pero aun así me aguanto y me callo. Me cuesta un
horror, pero lo hago. Acto seguido, camino hasta el
sofá que hay frente a la chimenea encendida y me
siento de espaldas a él.
Si él no quiere hablar ni verme, no hablaremos
ni lo miraré.
Así estamos un buen rato. Cada uno sumido en
sus propios pensamientos y, al mirar hacia abajo,
me horrorizo al ver la morcillita que se me marca
con el vestido. Rápidamente encojo la tripa y el
michelín desaparece.
Tengo que perder esos cinco kilos ¡ya!
De pronto oigo que Peter  se levanta y, aunque
no lo veo, sé que se acerca a mí. Miro el reloj que
hay sobre la chimenea. Son las dos menos veinte
de la madrugada y todos en la casa duermen.
Los pasos de Peter  se detienen detrás de mí.
Imagino que me está observando e,
inconscientemente, vuelvo a meter tripa. Lo
conozco, sé que necesita un rato para pensar las
cosas y ya está calibrando su error. Al final se
acerca al sofá y se sienta al otro lado.
Con todo lo cabezón y gruñón que es, en el
fondo Peter  es un hombre muy básico. Sé manejarlo
muy bien, aunque en ocasiones, y aun sabiendo que
vamos a discutir, no me da la gana de manejarlo.
Su mirada y la mía chocan. Sus ojos intentan
provocarme para que diga algo, pero no... No,
Iceman, he aprendido que callándome gano más
que gritando. Le sostengo la mirada y finalmente él
dice:—
Perdóname. He pagado contigo lo que no
mereces.
—Como siempre, soy tu saco de boxeo —
siseo molesta.
Peter  asiente, sabe que llevo razón.
—¿Me perdonas? —insiste.
No hablo. ¡Me niego!
Él deja su vaso sobre la mesita y me quita el
mío de las manos. Me mira..., me mira..., me
mira..., se acerca para besarme y, ¡zas!, mis
fuerzas flaquean, y más cuando susurra:
—Claro que me perdonas, ¿verdad?
Interiormente sonrío. Sin que él se haya dado
cuenta, esa batalla la he ganado yo consiguiendo
que ya esté besándome y pendiente de mí.
Mi amor hace que toda yo vibre y, con ganas
de que me siga, me levanto y doy un paso atrás.
Eso lo anima, así que se levanta y vuelve a
acercarse a mí.
Dejo que lo haga. Permito que se incline hacia
delante y junte su frente con la mía. Accedo a que
rodee mi cintura con el brazo y me acerque a él.
Consiento que sus labios rocen mi rostro y me
deshago cuando lo oigo susurrar:
—Pequeña...
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
Puedo defenderme de Peter Lanzani
mientras exista un palmo de distancia entre ambos.
Gobierno mi cuerpo si no me roza, pero me
deshago como un helado cuando me toca y me
llama eso de «pequeña».
Sin hablar, mi amor grandote me iza entre sus
brazos, y yo rodeo su cintura con las piernas y su
cuello con las manos y lo beso. Lo beso..., lo beso
y lo beso y, cuando por fin paro, lo miro a los ojos
y pregunto:
—¿Te sigue doliendo la cabeza?
—No, cielo..., ya no.
Una de sus manos se mete por debajo de mi
liviano vestidito de algodón y yo me estremezco.
Sin lugar a dudas, tratándose de sexo, Peter  es
mucho más fuerte que yo, y cuando agarra mis
bragas y de un tirón las rasga, mi loca excitación
se redobla dispuesta a todo.
—Así me gusta más —afirma mi Iceman antes
de morderme el labio inferior.
Mi respiración se acelera cuando me deposita
sobre la mesa de su despacho. Como siempre, está
recogida, no hay nada fuera de lugar. Nuestro beso
prosigue mientras disfrutamos de esa loca
seducción y sólo se oye el crepitar del fuego en la
chimenea.
Nuestros cuerpos se calientan, se derriten ante
nuestro contacto, y rápidamente le quito a Peter  la
camiseta gris que lleva. Beso su cuello, sus
hombros, sus bíceps, mientras él me toca y me
besa a mí. Con deleite, nos miramos. Nos
comemos con los ojos, nuestras miradas nos
excitan, y yo sonrío cuando él da un paso atrás,
desabrocha el cordón de los pantalones negros que
lleva y éstos caen al suelo, seguidos segundos
después por los calzoncillos.
Mi boca se seca.
Dios mío, ¡qué bueno está mi marido!
Ver la dura excitación de mi amor me trastoca,
me quita el sentido, y Peter  murmura tocándose:
—Todo tuyo, cariño.
Sonrío y trago el nudo de emociones que está a
punto de ahogarme. Somos dos especímenes
dignos de estudio. Siempre resolvemos nuestros
problemas igual: ¡con el sexo! Quizá no sea la
mejor forma, pero es nuestra forma. La de los dos.
Peter  es mío. Todo él es mío y de nadie más, y
lo sé. Por supuesto que lo sé.
Deseosa de mostrarle lo que es suyo, me quito
el vestidito corto por la cabeza y, una vez éste cae
al suelo y meto tripa, soy yo la que susurra:
—Toda tuya, corazón.
La respiración de mi alemán se acelera. La
locura que sentimos el uno por el otro no ha
disminuido ni un ápice desde que nos conocemos.
Al revés, ha aumentado por la confianza que
tenemos el uno en el otro para provocarnos.
Peter  sonríe, mira mis duros pezones y,
agachándose, da un lametazo primero a uno y luego
al otro y, de un tirón, termina de romper las bragas
para que quede del todo desnuda como él.
Sé lo que quiere y él sabe lo que quiero...
Sé lo que me pide en silencio y él sabe lo que
le pido...
Y lo mejor de todo es que sé que nos lo vamos
a conceder gustosos una y mil veces...
Hechizada por el momento, apoyo los codos en
la mesa y, con descaro y complicidad, abro las
piernas lentamente para él, dejando el centro de mi
húmedo deseo a la vista. Peter  lo mira y, con voz
ronca, tentadora y sagaz, murmura mientras pasa el
dedo por encima de mi tatuaje:
—Pídeme lo que quieras... —y mirándome
finaliza—, y yo te lo daré.
—¿Lo que quiera?
Uf..., uf..., lo que se me ocurre.
Las comisuras de mis labios se curvan, las
suyas también. El principio de esa frase y mi
tatuaje definen nuestra maravillosa historia de
amor.—
Lo mismo digo, Iceman —murmuro—. Lo
mismo digo.
Mi amor sonríe. Retira lentamente los dedos
de mi humedad y pide:
—Ofrécete a mí.
Excitada con lo que oigo, me tumbo de nuevo
sobre la mesa, me acomodo, deslizo mis propias
manos por mis muslos y, tras tocarlos y ver que mi
alemán no me quita ojo, llevo mis dedos hacia los
pliegues de mi vagina, me toco y siento lo húmeda
que estoy. Mi amor, con su mirada, con su voz y
con su petición, me pone a mil. Abro los pliegues
de mi sexo y noto que estoy resbaladiza. Como
puedo, dejo al descubierto mi botón del placer y al
final susurro deseosa:
—Tuyo.
Mi loco amor asiente y, agachándose, saca la
lengua y rodea mi clítoris con ella. Mi cuerpo
reacciona rápidamente y me encojo. Peter  sonríe y,
privándome de cerrar las piernas, pone las manos
en la cara interna de mis muslos, saca la lengua y
me vuelve loca mientras la posa de nuevo en mi
clítoris. A continuación, siento cómo su boca se
cierra alrededor de él y me succiona.
Mi cuerpo tiembla. Me encanta que mi amor
juegue de esa manera conmigo, y me abandono al
placer mientras miro hacia la puerta, que no hemos
cerrado con llave, y pido a todos los santos que
nadie ose abrirla.
Durante varios segundos, la increíble boca de
Peter  permanece sobre mi sexo y, cuando por
último la separa, suplico:
—Sigue, por favor..., sigue.
Con una cautivadora sonrisa, veo que vuelve a
hundir la cabeza entre mis temblorosas piernas y
comienza de nuevo a lamer. Cierro los ojos
extasiada, llevo los brazos hacia atrás, me agarro
al borde de la mesa y separo más los muslos para
él.
El ritmo de Peter  mientras me chupa me vuelve
loca, y comienzo a temblar con violencia. Me
gusta..., me gusta..., y mi cuerpo se contrae de
placer.
—Oh, sí..., sí..., no pares —consigo balbucear.
El placer aumenta, la locura se acrecienta, el
espasmo se amplía mientras siento gustosas
descargas eléctricas que me hacen jadear y gemir
sin contención y un increíble orgasmo comienza a
recorrer mi cuerpo desde la nuca hasta la punta de
mis pies.
Oh, Dios... ¡Qué gustazo! ¡Qué subidón!
Pero mi amor quiere más, desea más, y yo
también. Y, cogiéndome en volandas, me levanta
de la mesa, me lleva hasta la librería y, al tiempo
que me apoya en ella, me besa con pasión. Acto
seguido, con un movimiento de cadera, introduce
su erecto y ansioso miembro en mi interior.
De nuevo, me arqueo de placer. Peter  es grande,
todo en él es grande y, cuando mi vagina lo acoge,
me vuelvo loca al oírlo gemir y ver cómo él
mismo se muerde el labio.
Lo miro extasiada. Es tan sexi... Lo quiero
tanto...
Segundos después, comienza a moverse,
primero lentamente y, cuando está por completo
hundido en mí, su ritmo se acelera. Como puedo,
murmuro:
—Mírame..., mírame...
Mi amor me mira, hace lo que le pido, y siento
que nuestros ojos arden de pasión por lo que
hacemos y disfrutamos. No puedo moverme, Peter
me tiene arrinconada contra la librería y sólo
puedo recibirlo, jadear y disfrutar. Mis gemidos y
los suyos llenan el silencio del despacho mientras
una y otra y otra vez se hunde con fuerza en mí y yo
lo animo a que continúe haciéndolo.
Soy tan suya como él es mío.
Nuestros momentos de sexo, solos o en
compañía, son increíbles. Los disfrutamos. Los
vivimos. Los deseamos. Nos implicamos al cien
por cien sin vergüenzas. Nada existe en ese
mágico instante excepto nosotros dos. Cuando al
fin la lujuria nos hace temblar al unísono, Peter se
introduce una última vez en mí jadeando con voz
ronca y luego caemos el uno en brazos del otro
agotados.
La respiración agitada de los dos resuena en el
despacho y, pasado medio minuto, susurro:
—Cariño..., me estoy clavando el canto de un
libro en la espalda.
Rápidamente Peter reacciona, me aparta de la
librería, me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Asiento y sonrío. Mi marido y yo lo
arreglamos todo con sexo. Como nos gusta.
Adoro que me pregunte eso siempre que
mantenemos relaciones sexuales. Eso significa que
sigue preocupándose por mí como el primer día, y
no quiero que deje de hacerlo.
Cuando, instantes después me deja en el suelo,
camino desnuda hacia el minibar. Allí tenemos
agua, abro una botellita, doy un trago y después se
la entrego a él para que beba.
Pobrecito mío, cómo suda; cualquier día se me
deshidrata con el esfuerzo.
Entre risas, nos vestimos y le enseño mis
bragas. No gano para ropa interior con él. Es parte
de nuestro juego, y quiero que siga siéndolo. Cómo
me pone su gesto cuando me las arranca.
Diez minutos después, entramos en nuestra
habitación y, abrazados y sin hablar en ningún
momento de Flyn, nos dormimos. Necesitamos
descansar.
Cuando me despierto, como casi siempre,
estoy sola en la cama. Miro el reloj digital que hay
sobre mi mesilla. Las 9.43.
Me desperezo y hago la croqueta sobre el
colchón. Cómo me gusta revolcarme en nuestra
enorme cama. Sonriendo estoy cuando de pronto
recuerdo lo ocurrido la noche anterior con Flyn y
doy un salto. No quiero ni imaginarme lo que
puede estar ocurriendo entre él y Peter.
Ay, mi niño..., ay, mi niño, que me lo come.
Me lavo los dientes, la cara y, sin ducharme,
por las prisas, me pongo el vestidito de algodón
que llevaba ayer, me calzo mis botas de andar por
casa, cojo mi móvil y salgo a toda leche de la
habitación.
Antes de bajar, paso por la habitación de Flyn
para ver si está y, al abrir, me quedo boquiabierta
al verlo a él y a Peter sentados en la cama
hablando.
—¿Qué ocurre? —pregunta mi amor,
levantándose alarmado al ver mis prisas.
Con el corazón a punto de salírseme por la
boca, entro en el cuarto y murmuro cerrando la
puerta:
—Nada.
Peter  vuelve a sentarse en la cama y, tras
observarme con detenimiento, dice:
—¿Acaso crees que lo voy a matar?
Joder..., joder... ¿Cómo puede conocerme tan
bien?
Sin embargo, sonrío disimulando y, mientras
miro a Flyn, que tiene una pinta desastrosa,
pregunto:
—¿Cómo te encuentras?
El crío me mira y veo en sus ojos que Eric ya
le ha cantado las cuarenta.
—Bien —dice.
Mi alemán coge mi mano, me sienta sobre sus
piernas y, cuando voy a decir algo, Flyn sisea:
—Lali, papá ya me ha dicho todo lo que tenía
que decirme.
¡Ay, madre!
Se me encoge el alma.
Flyn lleva sin llamarme Lali  desde que nació el
pequeño Peter  y, cuando voy a decir algo, mi amor
se levanta y, cogiéndome con fuerza de la mano,
dice:—
Flyn, vístete y luego baja. Hoy vas a bañar a
Susto y a Calamar. —Al oír eso, el niño se
dispone a replicar, pero Peter  lo corta—: Y, como
ya te he dicho, no quiero ni una sola protesta,
¿entendido?
Todavía sorprendida por lo que Flyn ha dicho,
salgo al pasillo con Peter  y él; al ver mi
desconcierto, dice sin soltarme:
—Cariño, respira tranquila. ¿Qué te ocurre?
Hago lo que me pide y, cuando expulso el aire,
murmuro:
—Me ha llamado Lali, Peter... No me ha
llamado «mamá».
Veo que asiente y sacude la cabeza.
—Tranquila. Mañana te volverá a llamar
«mamá».
Como puedo, digo que sí, pero igual que me
ocurrió años antes, el corazón se me acaba de
descuajeringar al sentir que mi coreano alemán
está dejando de quererme.
Decido ir a dar saltos con la moto, pero Flyn
no quiere venirse conmigo. Cuando regreso, estoy
hambrienta, abro la nevera, veo uno de los
paquetes de jamón del rico que mi padre me envía
y me pongo morada. ¡Dios, qué bueno está!

miércoles, 21 de junio de 2017

Capítulo 14


He dicho que no quiero hablar de ello.
Rochi se desesperó al oír la contestación de
Pablo.
Desde que había regresado del consulado,
había intentado dialogar con él mil veces acerca
de lo que había hablado con el comandante
Lodwud, pero él no la había dejado y se había
cerrado en banda. Sin embargo, dispuesta a que lo
escuchara, insistió:
—Luego dices que la cabezota soy yo, pero
¡joder! Quiero decirte que vi a Lodwud en el
consulado y...
—No me hables de ese tipo, por favor —siseó
Pablo  furioso.
Recordar las cosas que Rochi  le había
comentado que practicaba con él no le hacía ni
pizca de gracia.
—Pero, vamos a ver —dijo ella entonces—,
¿desde cuándo no podemos hablar tú y yo?
—Desde que hablas de algo que no me interesa
y, si encima aparece el nombre de ese tipo, ya...
—Pablo ..., pero ¿qué estás diciendo? Lodwud
es pasado, como otras mujeres son pasado para ti.
—Mira, Rochi..., déjalo.
Enfadada por su cabezonería, ella lo miró e
insistió:
—De verdad, ¿tan difícil es escuchar lo que
tengo que contarte?
Pablo, que se arreglaba la corbata mirándose
al espejo, asintió.
—No es una cuestión de que sea fácil o difícil,
simplemente es que no quiero escucharte. No estoy
de acuerdo con ese maldito trabajo y no lo voy a
estar. Ahora bien, si quieres poner fecha para la
boda, estaré encantado de marcar ese día en mi
agenda.
Rochi  resopló y Pablo, al ver el gesto tosco de
ella, sentenció:
—Vale. No hablaremos de fechas ni de bodas,
y ahora, como sueles hacer siempre muy bien
solita, decide lo que quieres hacer, pero luego no
te quejes.
—¿Que no me queje de qué?
El abogado cerró los ojos. En ocasiones, Rochi
era peor que un mal sueño.
—De que las cosas puedan dejar de ir bien
entre tú y yo —siseó mirándola fijamente.
—Pero ¿de qué hablas?
—Mira, Rochi, ¡ya basta!
Esa respuesta era lo último que ella quería
escuchar.
Nunca, en todo el tiempo que llevaban juntos,
le había hablado de ese modo y, cuando se
disponía a replicar, Sami entró corriendo y se echó
en brazos de Pablo.
—Papi, ¿me llevas al cole?
Pablo, al que se le encogía de amor el corazón
cada vez que la niña lo llamaba «papi», sonrió y,
dulcificando su voz, dijo tras darle un beso:
—Hoy no puedo, princesa. Mamá te llevará.
—Pues te tocaba a ti hoy —gruñó Rocio.
Él la miró y replicó:
—Pues no puedo.
La cría los miró a uno y a otro. Pocas veces
los veía en aquella actitud. Luego, observando a
Pablo, preguntó:
—Papi, ¿estás enfadado?
El abogado sonrió y besó el cuello de la
pequeña.
—¿Y por qué iba a estar enfadado? —dijo.
Sami miró entonces a su madre, que le sonreía,
y respondió:
—Porque estás discutiendo con mamá; ¿ya no
la quieres?
—Sami... —murmuró Rocio.
Al ver el rostro de la mujer a la que amaba,
Pablo  se acercó a ella con la niña en brazos y,
abrazándola con su mano libre, dijo:
—A mamá la quiero con locura tanto como te
quiero a ti y, aunque discutamos, mi amor, no dejo
de quererla; ¿entendido, renacuajo?
La pequeña asintió y, tras ver juntos a sus
padres como ella quería, se bajó de los brazos de
él y corrió hacia su habitación al tiempo que
gritaba:
—¡Entonces daos un beso mientras yo voy a
por la diadema!
Una vez desapareció la niña, Pablo y Rocio, que
estaban el uno al lado de la otra, se miraron.
Tenían mil cosas que decirse y reprocharse, pero
él, cansado del malestar ocasionado, la abrazó, la
acercó a su cuerpo y susurró:
—Siento haberte hablado así.
—Yo también lo siento —afirmó Rochi.
Consciente de que ninguno de los dos quería
estar mal, Pablo  claudicó y, sin soltar a la morena
que lo volvía loco, murmuró con mimo:
—Sami quiere que te dé un beso y yo también
quiero dártelo; ¿tú quieres recibirlo?
Rochi  sonrió y, tras ponerse de puntillas, acercó
los labios a los de aquel hombre, al que quería con
todo su ser, y lo besó. El beso se fue intensificando
segundo a segundo, los últimos días habían estado
muy fríos el uno con el otro y, cuando pararon para
tomar aire, Pablo  murmuró:
—Anda, vete a llevar a la niña al colegio o, al
final, voy a ir a la despensa, voy a coger el bote de
Nutella y te voy a embadurnar entera, para luego
chuparte, comerte y follarte como me gusta.
—Qué tentador. ¿Puedo hacer yo lo mismo? —
dijo ella riendo.
Pablo  la miró de aquella manera que a ella la
volvía loca y, bajando la voz, musitó:
—Si te portas bien, esta noche lo pondremos
en práctica.
Con una sonrisa más luminosa que la de los
últimos días, Rochi  afirmó:
—Prometo ser una buena chica.
Una vez la niña y su madre salieron de la casa,
Pablo  fue de mejor humor a su despacho. Allí lo
esperaba la primera visita de la mañana, que no
eran otros que los abogados Heine y Dujson, junto
con otros colegas de su bufete.
Rocio  condujo hasta el colegio de Sami mientras
reía con la pequeña. Reír con ella y con sus
ocurrencias era algo maravilloso y divertido. Una
vez aparcó, caminó de la mano de su niña hasta la
entrada. Allí, como cada mañana, estuvo charlando
con algunas de las madres de otros niños durante
unos minutos y, cuando caminaba de regreso hacia
su coche, oyó que sonaba su teléfono. Un mensaje
de Pablo.
Recuerda. Pórtate bien.
Estaba mirando el mensaje cuando oyó una voz
que la llamaba. Al volverse se encontró con la
mujer de Gilbert Heine, Louise y otras dos mujeres
algo más jóvenes.
¿Qué hacían aquéllas allí?
Como no podía salir corriendo o quedaría muy
mal, se acercó a ellas y la más mayor dijo:
—Hola, querida, soy Heidi, la mujer de
Gilbert Heine; ¿me recuerdas?
Rochi  asintió, prefabricó una sonrisa y
respondió tras intercambiar una rápida mirada con
Louise:
—Por supuesto, claro que sí.
Heidi se acercó entonces a ella y, tras darle
dos besos de lo más falsos, la agarró del brazo y
murmuró:
—Mi marido, Gilbert, está con Pablo. Él nos
dijo que venías a dejar a Samantha y hemos
decidido esperarte. Venga..., vayamos a desayunar.
Rochi  las miró. ¿Que Pablo  les había dicho que
podían encontrarla allí?
Lo iba a matar cuando lo viera.
¿Por eso el mensaje con aquello de que se
portara bien?
Confusa, iba a moverse cuando una de las
mujeres más jóvenes afirmó:
—Nuestros esposos y tu futuro marido están en
este instante en una reunión y hemos venido a
raptarte para llevarte con nosotras y pasar una
mañana increíble mientras nos conocemos un
poquito más.
A Rochi se le pusieron los pelos como
escarpias. ¡Ni loca se iría con ellas!
—Lo siento —comenzó a decir—, pero yo...
—Ah, no, querida —insistió Heidi—. No sé
qué tendrás que hacer pero, sea lo que sea, queda
anulado porque te vienes con nosotras.
Louise sonreía en silencio al lado de aquélla.
Rochi  la miró. Tenía dos opciones: acompañarlas o
huir. Maldijo a Pablo por aquella encerrona pero,
como no deseaba ocasionarle problemas, cedió.
Tenía que ir.
Al primer sitio adonde fueron fue a una
cafetería del centro. Allí las esperaban otras dos
mujeres y, durante una hora, todas desayunaron
entre cuchicheos y habladurías.
Rochi  las escuchaba mientras observaba a
Louise participar del aquelarre como si fuera una
más. Aquella modosita era tan bruja como las
demás, y entonces pensó alucinada: «¿Dónde está
la Louise candorosa que conocía del colegio?».
Una vez acabaron el desayuno, se fueron al spa
más famoso y caro de Múnich. Al entrar en el
glamuroso establecimiento, una jovencita les pidió
los carnets de socias y, en cuanto llegó a Rochi, tras
un gesto de Heidi, quedó claro que ella entraba
también allí sí o sí.
Durante más de tres horas estuvieron en el
increíble spa, donde Rochi  hizo un circuito termal
acompañada de aquellas arpías, y soportó sus
miradas furtivas de sorpresa cuando vieron el
tatuaje que llevaba.
Cuando parte de las mujeres se movieron a
otra sala, Heidi agarró a Rochi  del brazo.
—Querida —le dijo—, quería hablarte de
Louise y de su marido Johan. El caso es que ha
llegado a mis oídos algo que ambas comentasteis
hace poco y...
—Heidi —la cortó Mel—. Lo que yo comento
con Louise es algo de ella y mío. De nadie más.
La mujer apretó la boca. Sin duda, el corte que
le había dado no le gustó, y contraatacó:
—Vale. No hablaremos de ellos, pero
permíteme recomendarte una estupenda clínica
donde podrían quitarte con láser eso que tienes en
el cuerpo.
Rochi  la miró boquiabierta.
—¿Te refieres a mi tatuaje? —preguntó. La
mujer asintió, y ella, conteniendo las ganas que
tenía de mandarla a paseo, replicó—: Gracias,
pero no. Mi tatuaje es parte de mí por muchos
motivos que no vienen a cuento.
Una vez dijo esto, alcanzaron a las demás
mujeres. A pesar de que eran una pandilla de
cargantes y fastidiosas arpías que no hacían más
que sacarla de sus casillas, Rochi estaba decidida a
disfrutar del maravilloso spa.
Después del circuito termal, se empeñaron en
pasar por la peluquería para que se hiciera un
peinado diferente del que llevaba: su pelo
despeinado era demasiado transgresor y moderno
para aquellas finolis. Finalmente, Rochi claudicó,
por Pablo  y por no querer soltarles un nuevo
borderío, mientras se acordaba de todos los
antepasados de su guapo novio.
Cuando terminaron en la peluquería, Rochi  se
miró al espejo. Parecía que una vaca le hubiera
lamido la cabeza. Sin duda, aquélla no era ella, y
tenía que escapar de allí como fuera. Miró su
reloj, le sonaban las tripas de hambre. Era la hora
de comer, y Heidi, al darse cuenta, se acercó a ella
y murmuró:
—No hay prisa, querida, Pablo  sabe que estás
con nosotras y está feliz de que así sea. Es más, he
hablado con él hace un rato y me ha dicho que no
te preocupes por Samantha, tu hija. Él se encarga
de que vuestra niñera la recoja y esté con ella
hasta que regreses a casa.
Rochi la escuchó incrédula. ¿Ahora Bea era su
niñera? ¿Y Sami era Samantha para Pablo? Pero,
como no quería decir nada que estuviera fuera de
lugar, asintió y dijo con la mejor de sus sonrisas:
—De acuerdo.
Heidi y el resto de las soporíferas mujeres
sonrieron.
—¿Qué os parece si vamos a comer a
O’Brian? —propuso una de ellas.
Las demás asintieron. Rochi no sabía dónde
estaba aquel lugar y, una vez se lo explicaron, dijo
mirándolas:
—Disculpadme, pero tengo que ir al baño.
Una vez pudo quitarse a aquéllas de encima,
entró en el lavabo, sacó de su albornoz blanco el
teléfono móvil y, tras marcar el teléfono de Pablo
siseó en voz baja:
—Ésta me la pagas.
Pablo, que estaba con los maridos de las
arpías en un club exclusivamente para hombres, se
retiró un poco del grupo para que no lo oyeran y
respondió:
—Escucha, cariño, si te lo hubiera dicho, no
habrías querido ir.
—Pero ¿eres imbécil o qué? —siseó ella—.
¿Cómo se te ocurre hacerme una encerrona así?
—Rocio ...
—¡Ni Rocio  ni leches! —gruñó mirándose al
espejo—. Te juro que estoy a punto de
estrangularlas a todas como una sola más me diga
que mi peinado es demasiado masculino y mi
manera de vestir también. Pero, ¡joder!, si hemos
tenido que pasar por una puñetera peluquería y no
parezco ni yo.
Pablo  sonrió al oírla y, mirando a los hombres
que hablaban con una copa de bourbon en las
manos, respondió:
—Cariño, estarás preciosa y seguro que no
será para tanto, pero ahora tengo que dejarte.
¡Pórtate bien!
Enfadada, Rochi  cortó la comunicación. Respiró
hasta que consiguió serenarse y luego llamó a
Lali. La necesitaba.
Su amiga, que acababa de llegar a casa tras
pasar la mañana en Müller, al ver el nombre de
Lali  en la pantalla de su iPhone 6, saludó:
—Buenasssssssssssssssss.
—lali, escúchame, necesito tu ayuda.
Asombrada, Lali  preguntó:
—¿Qué pasa?
Rápidamente Rochi  le contó lo ocurrido y, tras
saber adónde iban a ir a comer, su amiga dijo:
—No te preocupes. ¿A qué hora quieres que
esté allí?
—Cuanto antes, mejor, o juro que las mataré.
—Tranquila, que voy a rescatarte —dijo Lali
riendo.
—No tardes, por favor, y cuando me veas, te lo
ruego, ¡sé tú!
Lali  sonrió. Lo sentía por Pablo, pero
aquellas cacatúas iban a saber quién era ella.
Una vez Rochi  salió del baño con la mejor de
sus sonrisas, llegó a donde estaban las mujeres
vistiéndose con decoro y, tras ponerse su tanga
rojo, que todas miraron horrorizadas, sus vaqueros
y su camiseta, cuando fue a ponerse la cazadora de
cuero, la insoportable Heidi cuchicheó:
—Si quieres, el día que te venga bien,
Rocio, podemos quedar de nuevo contigo y
enseñarte tiendas exclusivas de ropa donde puedes
encontrar modelos increíblemente maravillosos.
El estómago de Rochi  se revolvió. Lo último que
quería era parecerse a aquellas lánguidas
vistiendo y, con menos paciencia de la que había
tenido horas antes, replicó:
—Te lo agradezco, Heidi, pero me gusta la
ropa que llevo.
—Querida, no debes olvidar que, si Pablo
finalmente pasa a ser uno de los asociados
mayoritarios como lo es mi marido, habrán de
cambiar ciertas cosas en ti, y no hablo sólo del
horrible tatuaje de tu espalda.
Rochi  apretó los dientes, pero le resultó
imposible contenerse durante un segundo más, así
que soltó delante de todas ellas:
—Heidi, creo que has olvidado que quien
quizá trabaje en el bufete será Pablo, y no yo. Por
tanto, permíteme decirte que a quien no le guste mi
tatuaje que no lo mire, porque ahí se va a quedar.
Su comentario no le cayó bien a la
«estupenda» Heidi, pero disimuló. Si estaba allí
era porque su marido así se lo había pedido y,
cogiendo su caro bolso, dijo:
—Venga, vayamos todas a comer a O’Brien.
Una vez allí, el maître, al ver a Heidi, les
indicó que esperaran unos minutos. Les estaban
preparando una de sus maravillosas mesas.
Nerviosa tras mirar su reloj, Rochi  resopló. Si se
metían dentro del local, Lali  lo tendría más
complicado para encontrarla, por lo que,
apoyándose en la pared, se hizo la remolona
cuando de pronto el sonido estridente de una moto
llamó la atención de todas.
Al mirar, Rochi  sonrió al reconocer la moto de
Peter, una impresionante BMW negra y gris
metalizado que en ocasiones utilizaba Lali.
Las mujeres miraron hacia la calle y
observaron cómo el motorista paraba la moto
frente a ellas y se bajaba. Sin embargo, se
quedaron boquiabiertas cuando, al quitarse el
casco, vieron que se trataba de una mujer, que
caminaba en su dirección y decía:
—Hombre, Rochi...
Con el cielo abierto por su aparición, la
aludida sonrió y, mirándola, dijo mientras se hacía
la encontradiza:
—Hola, Lali, ¿qué haces por aquí?
—Pasaba, te he visto y he decidido parar. —Y
entonces, con guasa, añadió—: ¿Qué te ha pasado
en el pelo?
Rocio  resopló y, ante la cara de burla de su
amiga, contestó:
—Peluquería..., ¿qué tal estoy?
Conteniendo las ganas de reír, lali firmó:
—No es tu estilo, reina.
Ahora la que sonrió fue Rochi  y, volviéndose
hacia las mujeres, que las observaban, dijo:
—Chicas, os presento a mi amiga Lali. La,
ellas son las mujeres del maravilloso bufete de
abogados al que Pablo  quiere acceder.
Acostumbrada a codearse por el trabajo de su
marido con mujeres como aquéllas, Lali las miró
una a una y respondió:
—Encantada de conocerlas, señoras.
Las demás asintieron pero no abrieron la boca.
Sorprendida por lo maleducadas que estaban
siendo, y para darles un buen golpe de efecto, Rochi
dijo al ver la cara de guasa de Louise:
—Lali  es la mujer de Peter Lanzani, el
propietario de la empresa Müller. ¿Sabéis de lo
que hablo?
De pronto, Heidi reaccionó y, acercándose a
ella, dijo:
—Oh, querida, qué placer conocerte. Claro
que sé quién es tu marido. —Y, mirándola como si
fuera un bicho raro, preguntó—: ¿Te apetece
comer con nosotras?
Rochi y Lali  se miraron. Estaba claro que, si
Lali  no hubiera sido la mujer de Lanzani, no la
habría invitado y, con el casco de la moto aún en
la mano, negó con la cabeza y repuso:
—Muchas gracias por la invitación, pero justo
había quedado con unos amigos para tomarnos
unas birras y quemar rueda. — Luego, clavando la
vista en Rocio, preguntó divertida—: ¿Te vienes?
Sin dudarlo ni un segundo, Rocio  asintió y,
mirando a las mujeres, que la observaban con unos
ojos como platos, dijo con una cálida sonrisa:
—Espero que me disculpéis. Muchas gracias
por la mañana que hemos pasado juntas, pero
ahora me muero por unas birras bien fresquitas.
La cara de aquéllas por el desplante era más
que evidente. Cuando Lali  abrió el baúl trasero
de la moto y le entregó a Rocio otro casco, oyeron
una voz que decía:
—Estropearás tu peinado, Rochi.
La aludida sonrió y, mirando a Louise, que
disimulaba una sonrisa, respondió:
—No importa.
Luego, ante la cara de sorpresa de las demás,
Rochi y Lali  montaron en la moto y se marcharon
quemando rueda.
Un rato después, cuando pararon frente al
restaurante de Klaus, Rochi  se quitó el casco, miró a
su amiga y la abrazó.
—Gracias por venir y salvarme —dijo.
Lali  sonrió y, tocándole el pelo, respondió:
—Sin duda, esas pedorras no son una buena
influencia para ti.
Diez minutos más tarde, después de que Rocio se
quedara a gusto despotricando de aquellas brujas,
entraron en el restaurante y Klaus, al verla,
preguntó:
—Pero, muchacha, ¿qué te ha ocurrido en la
cabeza?
Lali  soltó una carcajada y Rocio  respondió
dirigiéndose al baño:
—Nada que no solucione en cinco minutos.
Dicho esto, entró en el baño, metió la cabeza
bajo el grifo y, cuando salió de nuevo, Lali  la
observó divertida.
—Ésta sí —dijo al ver su despeinado y
divertido pelo—. Ésta eres tú.
Esa tarde, cuando Rochi  llegó a su casa, Sami
corrió a abrazarla. Pasó la tarde con ella y, en el
momento en que la acostó y llegó Pablo, lo miró y,
señalándolo con el dedo, siseó:
—Nunca más vuelvas a hacerme una encerrona
como la de hoy, ¿entendido?
El abogado sonrió y, cuando fue a abrazarla,
ella le hizo un quiebro.
—Ah, no, James Bond... —gruñó—. Esta
noche, ni se te ocurra rozarme o te juro que te voy
a meter el bote de Nutella por un sitio que no te va
a gustar.
Rocio  desapareció, y Pablo  maldijo. Estaba
claro que había metido la pata hasta el fondo.hh

lunes, 19 de junio de 2017

Capítulo 13


Durante el resto de la semana voy todas las
mañanas a Müller, y los niños, al ver que me
marcho, lloran. ¡Qué difícil es dejarlos así!
Peter  observa y no dice nada. Pero lo conozco y
sé que en su interior se muere por reprocharme el
llanto de los niños y los gritos del pequeño Peter
cuando dice aquello de «¡Mamá, no te vayas!».
Siempre que lo oigo, se me parte el corazón.
Mi pequeñín me quiere a su lado y yo quiero estar
con él, pero también necesito mi propio espacio o
me volveré loca.
Flyn sigue enfadado conmigo pero, a
diferencia del pequeño Peter, en vez de pegarse a
mí cuando regreso a casa, se aleja más y más.
Como es mayor, le doy espacio, ya se le pasará.
El martes elegí el color de las paredes de mi
despacho. Gris claro. Con los muebles oscuros
queda bien y profesional.
En la oficina, por las mañanas, me empapo
durante horas de todo lo que Mika me entrega, y el
viernes, cuando estoy en mi despacho sentada por
primera vez, llega una preciosa planta con una
notita que dice:
Yo sé lo mucho que vales.
Ahora demuéstrales a ellos lo mucho que vale
Lali Esposito.
T.Q. y, como dice nuestra canción, «Te llevo
en mi mente desesperadamente».[12]
Peter
Sonrío al leer lo que mi amor ha escrito y me
pongo tontorrona. Cinco años de amor con
nuestros altibajos, pero cinco años que volvería a
repetir con los ojos cerrados.
Al recordar nuestra canción mi corazón salta
de alegría mientras soy consciente de que Peter está
cumpliendo lo que me prometió. No ha vuelto a
molestarme ni a espiarme en la oficina.
Una vez elijo sitio para la bonita planta, estoy
contenta y, tras coger mi móvil, escribo:
Gracias por la preciosa planta; ¿comes conmigo? Invito yo.
Dos segundos después, suena mi teléfono.
Te espero en el parking dentro de dos horas.
Sonrío. Me agrada saber que no lo ha dudado.
Dejo el móvil sobre la mesa y comienzo a mirar
unos documentos mientras tarareo encantada
nuestra bonita canción.
Una vez termino el último papel, mis ojos se
posan de nuevo en el teléfono de la mesa.
Descuelgo, marco y, cuando oigo una voz, digo:
—Hola, papá.
—Morenita..., qué alegría hablar contigo,
cariño.
Mi padre, como siempre tan cariñoso. Qué
gusto hablar con él. Durante un buen rato
charlamos de todo un poco, hasta que dice:
—Por cierto, el otro día vi al escandaloso de
tu amigo Sebas y me contó que se marchaba a
hacer un viaje por Alemania. Me pidió que te
dijera que, si pasaba por Múnich, te llamaría para
verte.
Pensar en ello me hace feliz. Sebas es un
divertido amigo con el que no puedo parar de reír,
a pesar de que a Peter lo saque de sus casillas por
lo mucho que vacila y lo piropea. Como dice mi
padre, es escandaloso a más no poder.
—Ojalá pase por Múnich —digo—. Será
genial verlo.
—A ver, morenita, ¿al final venís este año a la
feria?
Oír eso me subleva, ya que sigo sin convencer
a Peter  para que me acompañe. Finalmente
respondo:
—No lo sé, papá. —Y, para culpabilizarme a
mí y no al tonto de mi marido, añado—: Recuerda
que he comenzado a trabajar, y ahora pedir unos
días es complicado.
—Pero, morenita, tu marido es el dueño de la
empresa. ¿Por qué va a ser complicado?
La sagacidad de mi padre me hace sonreír.
—Papá... —respondo—, no quiero que la
gente vea que tengo trato de favor y comiencen a
decir tonterías. Por favor..., por favor, entiéndelo.
Te prometo que si puedo iremos todos y, si no, lo
dejamos para el año que viene.
Durante varios minutos, mi padre protesta con
elegancia. Siempre le ha gustado que mi hermana y
yo estemos en la Feria de Jerez con él. Yo lo
escucho sin decir nada.
—¿Sabes que tu hermana se va a México? —
dice entonces.
—Sí —contesto—. Yo también. Es el bautizo
de los hijos de Dexter y Graciela. Recuerda que
Vico  es el primo de Dexter.
—Sí, hija, eso lo sé. Pero, al parecer, Victorio  tiene negocios que atender y quiere
aprovechar ese viaje para ello. Se irán una semana
antes con Lucía y Juanito. —Luego, bajando la
voz, murmura—: Eso sí, Luz no va. Es más, la
tengo aquí. Al parecer, tu hermana y ella han
discutido.
No me sorprende para nada oír eso. Cada vez
que Luz y mi hermana discuten, la niña se va con
mi padre. Pobrecito, la que le ha caído con las
mujeres de la familia.
—Mira, morenita —añade entonces—, si algo
he aprendido con todas vosotras es a no preguntar.
Tu hermana simplemente dijo que la niña se
quedaba conmigo, y Luz y ella casi no se hablan.
Y, como hombre juicioso que soy, esperaré
pacientemente a que alguna me cuente lo ocurrido.
Por cierto, Luz está aquí; ¿quieres hablar con ella?
Lo que ha dicho me hace sonreír. Anda que no
es listo mi padre y, acomodándome en la silla,
respondo:
—Sí, papá. Dile que se ponga.
Durante unos segundos oigo la voz de mi
padre, que llama a mi sobrina. Su voz, esa ronca y
dulce voz suya, que me encanta.
—Hola, tita —oigo entonces que dice Luz.
—Hola, cariño. ¿Qué tal?
—¡Super... superguay! Por cierto, dile al
puñetero Jackie Chan Lanzani  que...
—¡Luz!
—¿Qué paaasa?
—Pero ¿por qué lo llamas así?
La jodía suelta una risotada. Si es que es para
matarla...
—Tita... —cuchichea—, es su nuevo nick, ¿no
lo sabías?
No, no lo sabía. Siempre ha odiado que lo
relacionen con un chino. Le reprocho:
—Mira, Luz, ya sabes que a él le joroba que...
—Pero, oye, tita... A ver si ahora vas a ser
como mi madre, que se quedó en el siglo pasado.
—Pero ¿de qué hablas?
Oigo resoplar a mi sobrina. Me la imagino
mirando al techo como hago yo cuando pregunta:
—¿Acaso no has visto cómo se llama en su
nuevo perfil de Facebook?
Lo pienso..., claro que lo sé. En su perfil se
llama Flyn Lanzani, por lo que me sorprendo
cuando Luz dice:
—En su nuevo perfil se llama Jackie Chan
Lanzani, pero no digas nada si él no te lo ha
dicho o me bloqueará.
—¡¿Qué?!
Luz se parte. La oigo reír como una posesa
mientras me cuenta lo divertido y ocurrente que es
el nuevo Flyn por Facebook. Eso me sorprende, ya
que en casa tiene siempre una cara de amargado
que parece que haya mordido un limón.
Charlo con mi sobrina durante un buen rato, me
habla de sus amigas Chari y la Torrija, hasta que,
intentando cambiar de tema, le pregunto:
—¿Qué ha ocurrido para que no te hables con
tu madre?
—Nada.
—El que nada no se ahoga, Luz —replico, e
insisto—: Desembucha ¡ya!
Oigo su resoplido. Ésta es de resoplidos como
yo.
—Tita... —dice finalmente—, mi madre, que
es una agonías.
—¡Luz!
—Te lo digo en serio.
—Y yo te digo en serio que no me gusta que
hables así de tu madre. Es mi hermana y la quiero,
¿entendido?
—Ay, tita, yo también la quiero, pero es que a
veces parece que haya nacido en el siglo pasado.
¡Cómo puede ser tan agonías!
Asiento. La niña no me ve, y entiendo lo que
dice, pues a mí también me lo parece en ocasiones,
pero no le voy a dar la razón, ¡sólo le faltaba eso!
Me imagino a mi padre con la oreja puesta, así que
insisto:
—No te andes con rodeos y cuéntame. Ya sé
que tu madre en ciertas cosas es un poco...
—¡¿Un poco?! —gruñe ella—. Por favor, tita,
que tengo catorce años y todavía se empeña en
ponerme horquillitas de Dora la Exploradora en el
pelo, calcetines con puntillitas y en ir a buscarme
al instituto.
Me río. No lo puedo remediar. Cande  es
mucha Cande, y más con sus niñas.
—¿Y? —pregunto.
—Pues que me vino a buscar el otro día, llegó
antes de la hora y, bueno..., yo... yo estaba con...
con mi novio y...
Bueno..., bueno..., bueno... ¡¿Otra con novio?!
Me doy aire con la mano. Si mi hermana vio lo
que yo vi hace unos días con Flyn, entiendo que se
escandalizara. Pero como no quiero parecer del
siglo pasado como ella, pregunto:
—¿Tienes novio, Luz?
—Sí. Se llama Héctor, y ¡está para comértelo y
no dejar ni los huesecitos!
—¡Luz!
—Tita, no me seas tú también antigua. Sólo te
estoy diciendo la verdad. Héctor tiene un cuerpo
de escándalo y un culooo durooo increíbleee.
—¡Pero, Luz!
—Y antes de que sigas protestando —añade la
muy descarada—, no pienso dejarlo por mucho
que os empeñéis todos.
Uisss, ¡que me da...!
¿Desde cuándo mi sobrina ha dejado de ver a
niños para ver tíos buenísimos con cuerpos de
escándalo y culos duros increíbles?
Me acaloro. Me levanto de la silla.
Sin duda, las hormonas de Luz y Flyn están en
plena ebullición. Al final, consigo retener todo lo
que se me pasa por la cabeza y digo:
—Escucha, Luz, debes entender que tu madre...
—Lo que entiendo es que Héctor me tiene loca
y me gusta mucho.
¿Que la tiene loca? ¿Ha dicho que la tiene
loca? Vaya tela..., vaya tela...
—¡Luz!
—Sólo digo lo que siento, no te enfades por
ello, mujer.
Su voz ya no es la de una dulce y pícara niña.
Su voz se ha vuelto autoritaria y eso me molesta,
por lo que respondo:
—Mira, Luz, a mí no me hables así o...
—Adiós, tita.
Y, sin más, me deja colgada al otro lado del
teléfono con cara de tonta.
—Morenita, ¿sigues ahí? —oigo entonces que
dice mi padre.
—Sí, papá —gruño—. Ya le puedes decir a
esa sinvergüenza que, cuando la vea, se va a
enterar de lo que vale un peine. ¡Pues no va la
niñata y me deja colgada al teléfono!
De pronto, mi padre se ríe.
—Tranquila, hija. Son etapas. ¿Ya no te
acuerdas de cuando tú tenías su edad?
Resoplo. Claro que me acuerdo, y por eso no
quiero que ella cometa los errores que yo cometí.
—Pero ella...
—Lali, cariño, Luz está creciendo, y esto es
sólo el comienzo de su cambio a la madurez.
Vale. Entiendo eso, como estoy segura de que
lo entiende mi hermana, pero ella y Flyn son
nuestros niños.
—Pero, papá —insisto—, ¡que tiene novio!
—¿Cuántos novietes tuvisteis tú y tu hermana?
—Papá... —Sonrío.
—¿Cuántas veces me he enfadado yo por eso?
—Uf..., demasiadas.
—Y verdaderamente, hija mía, ¿sirvieron de
algo mis enfados?
Entiendo lo que quiere decir.
—En su momento —prosigue—, vosotras
hicisteis lo que quisisteis, nos gustara o no a
vuestra madre y a mí, y ahora hay que estar muy
pendiente de que Luz no haga excesivamente el
tonto. Pero, hija, tiene que equivocarse,
decepcionarse y sufrir para aprender a vivir. Así
es la vida, morenita..., así es la vida.
Sin lugar a dudas, mi sabio padre tiene toda la
razón del mundo.
Cuando yo tenía la edad de Luz, me creía la
más lista del mundo mundial, y cuanto más me
prohibían algo, más lo hacía. Al final, consciente
de que poco puede hacerse ante eso, afirmo:
—Tienes razón, papá. Como siempre, tienes
razón.—
Tranquila, hija. La adolescencia es un
momento difícil en la vida de toda persona, pero si
yo he superado la tuya y la de tu hermana, sin duda
Raquel superará la de Luz.
—¿Y si te digo que Flyn está igual?
La risotada de mi padre vuelve a sonar.
—Tú y Peter  también lo superaréis —dice—.
Os lo puedo asegurar.
Ahora la que me río soy yo. Sin duda, mi padre
tuvo que luchar mucho con nosotras.
A continuación, miro el reloj y digo:
—Papá, tengo que irme, pero te llamaré
mañana para ver cómo va todo.
—De acuerdo, cariño. Besos para ti, para los
niños y para Peter  y, por favor, haced un esfuercito
y ¡venid a la feria!
Una vez cuelgo, resoplo. Joder con lo de Jerez,
y vaya tela..., vaya tela... la que nos ha caído a mi
hermana y a mí con los jodidos adolescentes y sus
hormonas revolucionadas.
Sin perder un segundo más, cojo mi bolso,
salgo del despacho, me despido de Mika y de
Tania, la secretaria, y cojo el ascensor para ir al
parking.
Mientras bajo pienso en mi sobrina Luz y en
Flyn. Vaya dos. Pensar en la mala época que están
pasando me tensa y hace que me pique el cuello.
Me rasco inconscientemente mientras pienso en el
mundo complicado en el que están sumergidos a
causa de su edad, y vuelvo a resoplar.
Cuando llego a la planta menos uno y las
puertas del ascensor se abren, veo el coche de
Peter  aparcado al fondo y observo que está dentro.
Con paso seguro, llego hasta el vehículo, abro la
puerta y, cuando me siento, pregunta:
—¿Qué te ocurre?
Joder, ¡qué bien me conoce!
—La  —insiste—, tu cuello me dice que
ocurre algo. ¿Qué es?
Rápidamente bajo el parasol para mirarme en
el espejito y, cuando me veo los ronchones, me
cago en tó; ¡joder con los ronchones!
—Luz tiene novio —le suelto—. Dice que está
buenísimo, que tiene un cuerpo de escándalo y un
increíble culo duro, ¿te lo puedes creer?
Peter  me mira, veo que se le curvan las
comisuras de los labios y, antes de que pueda
responder, digo:
—Ni se te ocurra reírte o la vamos a tener.
—Cariño...
Levanto de nuevo el parasol y, sin querer
contarle lo de Jackie Chan Lanzani, insisto:
—No quiero hablar de ello. Vamos, ¿dónde
quieres que te invite a comer?
Mi amor pasea las manos por mi cabello,
suelta mi moño y, mirándome, pregunta:
—¿En serio me invitas a comer?
—Sí.
—¿A lo que quiera?
—Pues sí. —Sonrío.
Mi alemán asiente y, acercándose un poco más
a mí, murmura:
—¿Aunque sea un sitio terriblemente caro y
con raciones de esas tan pequeñas que te dejan con
hambre?
Eso me hace sonreír. Si algo le gusta a Peter
son los buenos restaurantes, y asiento.
—Por supuesto, ¡don selecto!
Él sonríe entonces también y me da un rápido
beso en los labios.
—Vámonos de aquí antes de que te desnude en
el parking de la empresa y pierda toda mi
reputación —dice apresurándose a soltarme.
Sonrío divertida cuando oigo la voz de la
solista de Silbermond, que canta Ja.[13]
Media hora después, Peter  y yo caminamos por
un parque en busca de un banco en el que sentarnos
para comer. Mi marido pone los ojos en blanco al
saber la posibilidad de que Sebas aparezca en
Múnich, y yo me troncho.
Para darme una sorpresa de las que me gustan,
Peter  ha parado en un McAuto y, entre risas, ha
pedido unas hamburguesas, coca-cola y patatas.
Como dice mi hermana, ¡me lo como con
tomate!
Cuando nos sentamos a una mesita del parque,
abrimos las bolsas donde llevamos las
hamburguesas y, metiéndome una patata en la boca,
dice:—
Me encantan estas increíbles comidas a
solas contigo, corazón.
Adoro que me llame corazón, y él lo sabe. Lo
dice de una manera, con su acento, que, uf..., ¡me
vuelve loca!
Sonrío. Mi alemán me acaba de meter otro
golazo con ese bonito detalle y, tragándome la
patata, sonrío y murmuro:
—Así nunca voy a adelgazar, pero te quiero.
Peter sonríe encantado, de nuevo me hace ver
cuánto me quiere con mis kilos de más y, entre
mimos y carantoñas, me zampo una hamburguesa
con queso y patatas fritas que me deja plena y
totalmente satisfecha.
Después de una estupenda comida donde mi
amor y yo hablamos de Flyn —omito de nuevo lo
de Jackie Chan Lanzani — y de Luz e
intentamos recordar nuestra adolescencia y
entenderlos, quedamos en que el diálogo es
esencial en esos momentos, y Peter  está conmigo en
que no podemos perder esa comunicación con
nuestro hijo.
Cuando estamos de acuerdo en todo lo
referente a nuestro adolescente cabroncete,
regresamos a casa.
Tras saludar a Susto y a Calamar que, como
siempre, se deshacen en cariños hacia nosotros,
nada más entrar en casa oímos llorar a Hannah. Yo
miro a Peter, él me mira a mí y sonreímos. Sin
duda, cuando crezca no la tendremos en casa
llorando siempre que regresemos de trabajar, o
eso espero, y, como dos amantes padres, vamos a
consolarla.

sábado, 17 de junio de 2017

Capítulo 12


El martes, cuando Rochi y Pablo  dejaron a Sami en
el colegio, el gesto del abogado era serio. Rochi,
que sabía por qué, exclamó antes de montarse de
nuevo en el coche:
—Basta ya, por Dios, Pablo, que sólo voy a
una entrevista en...
—Me hierve la sangre que lo hagas.
—Pablo, accedí a casarme contigo... —dijo
Rochi  sonriendo.
—Sí —siseó el abogado—, pero no me diste
fecha.
Ella sonrió de nuevo e, intentando que él lo
hiciera también, cuchicheó:
—Ésa será otra negociación. A ver si te crees
que sólo tú piensas lo que negocias.
Él la miró con el ceño fruncido. Era lista, muy
lista.—
No me hace ni pizca de gracia que vayas a
esa entrevista — gruñó.
—Pablo...
—Vale, Igarzabal. Sé que llegamos a un acuerdo.
Tú te casas conmigo y yo no pongo objeción a ese
trabajo, pero ¡joder, Rochi, ¿por qué?!
Ella lo miró, resopló y, cuando se disponía a
responder, él prosiguió gesticulando mucho con las
manos:
—No necesitamos el dinero. Con lo que yo
gano tenemos para vivir holgadamente Sami, tú y
yo.
—Mira que te pones feo cuando discutes.
—Estoy hablando en serio, Rochi —repuso él
mirándola.
—Y yo también —afirmó ella sonriendo.
Pablo  maldijo. En ocasiones, discutir con su
novia era desesperante y, sin dar su brazo a torcer,
insistió:
—Ya te he dicho que, si quieres un trabajo,
Peter  estará encantado de...
—¡Peter! —lo cortó ella perdiendo su humor—.
Pero ¿tú te crees que Peter  es una ONG? Joder,
Pablo, que Peter  tiene que mirar por su empresa.
Bastante ha hecho ya accediendo a la petición de
Lali  como para que encima...
—Rochi —protestó Pablo —. Sin que yo le
dijera nada, Peter  me comentó que si quieres
incorporarte al mundo laboral puede reubicarte en
su empresa. Pero, cariño, si hasta podrías trabajar
en mi despacho.
—¿De secretaria?
—Sí.
—Por Dios, ¡qué aburrimiento!
Él resopló.
—Estoy convencido de que serías una
excelente secretaria — aseguró.
—Mira, Pablo, no me jorobes —replicó Rochi
meneando la cabeza y, sin pensar lo que decía,
agregó—: Si quisiera un trabajo de oficina, sólo
tendría que decírselo a mi padre y lo conseguiría
en el consulado de Estados Unidos.
Nada más decir eso, cerró los ojos. Acababa
de meter la pata hasta el fondo.
—¿Qué has dicho? —preguntó él.
Rochi  se rascó la oreja. ¿Cómo podía ser tan
bocazas?
—¡Ah, genial, Superwoman! ¡Genial!
—Habló 007.
Pero el abogado, más furioso a cada instante
que pasaba, se alejó de ella y preguntó abriéndose
la chaqueta del traje:
—¿Me estás diciendo que no le has pedido un
trabajo de oficina a tu padre porque te aburre?
Rochi  no quería mentirle, así que dijo:
—Escucha, Pablo. Estar contigo y con Sami
todos los días me llena, y soy tremendamente feliz
de teneros y disfrutaros, pero... pero necesito algo
más. Estoy acostumbrada a un empleo con
actividad, acción y...
Sin querer escucharla, él accionó el mando a
distancia de su coche y las puertas se abrieron.
—¡Perfecto! —exclamó—. Ahora resulta que
Sami y yo somos poco para ti.
Rochi  abrió la boca y, cuando él fue a moverse,
lo empujó contra el vehículo, acercó su cara a la
de él y siseó:
—Yo no he dicho eso. Vosotros sois lo más
importante de mi vida. Simplemente estoy
diciendo que necesito un trabajo que me
proporcione algo de actividad. Yo no valgo para
estar sentada detrás de una mesa como lo estás tú.
¿Tan difícil es de entender?
Molesto por sus palabras y por el empujón que
le había dado, Pablo  la miró.
—No —gruñó—. A la que le resulta difícil de
entender que tanto Sami como yo te queremos y te
necesitamos a nuestro lado todos y cada uno de los
días es a ti. ¿De verdad no lo entiendes?
—Joder, Pablo, que no estoy hablando de
regresar a Afganistán ni a ningún punto caliente.
Sólo se trata de ser escolta y...
—Escolta —repitió Pablo  cortándola mientras
tecleaba en su móvil—. Según la Wikipedia, un
escolta es un profesional de la seguridad, pública
o privada, especializado en la protección de
personas (con poder político, económico o
mediático). Un escolta es un experto en combate
cuerpo a cuerpo, especialista en armas de fuego y
armas blancas, capacitado para minimizar
cualquier situación de riesgo. Y, una vez dicho
esto, ¿me estás diciendo que no tengo de qué
preocuparme? Joder..., Rochi ..., joder... ¿Por qué es
todo tan difícil contigo?
—Visto así, parece...
—Visto así no parece, Rochi, ¡es lo que es! Es
un trabajo arriesgado, y yo no quiero ese riesgo
para mi mujer. No lo quiero para ti y Sami
tampoco, ¿es que no lo entiendes?
Lo entendía.
¡Claro que lo entendía!
Pero, como no quería dar su brazo a torcer, dio
un paso atrás y replicó:
—Pablo, lo de hoy es sólo una entrevista en el
consulado. Una toma de contacto.
Incapaz de mantenerse un segundo más junto a
ella, que no quería comprender lo que decía, el
abogado se metió en su vehículo y, ante la cara de
sorpresa de Rochi, arrancó y se marchó. No tenía
ganas de seguir discutiendo.
Con la boca abierta porque la hubiera dejado
plantada, ella lo observó alejarse a todo gas.
Cuando lo perdió de vista, se disponía a parar un
taxi y entonces vio a Louise. Con una sonrisa,
levantó la mano para saludarla, pero ella no le
devolvió el saludo, sino que se metió directamente
en su vehículo y se marchó.
Sorprendida, al final Rochi  paró un taxi.
—Al Consulado General de Estados Unidos en
Múnich, en Königinstraße, 5 —le indicó al
conductor.
Media hora después, cuando llegó y pagó la
carrera, se quedó mirando el edificio. Sin duda, no
era una maravilla, pero era el consulado. En la
entrada, entregó su pasaporte estadounidense y le
indicaron adónde tenía que ir. Con paciencia,
esperó durante diez minutos cuando de pronto una
voz dijo a su derecha:
—Rocio Igarzabal.
Al oír aquella voz, Rochi  miró y se levantó
sonriendo.
—Comandante Lodwud —murmuró
sorprendida.
Durante unos segundos, ambos se miraron a los
ojos, hasta que el hombre, reaccionando, cogió una
carpeta que le tendía una muchacha que había tras
un mostrador.
—Dígale a Cheese Adams que yo entrevistaré
a la señorita Igarzabal  —indicó. Acto seguido, se
volvió hacia Rochi —: Acompáñeme, por favor.
Sin dudarlo, ella lo siguió hasta su despacho y,
cuando la puerta se cerró, se miraron fijamente a
los ojos y se fundieron en un abrazo. En otra época
se habían necesitado mutuamente y, aunque aquel
cariño habría sido poco comprensible para los
demás, ellos lo entendían y se respetaban.
Cuando se separaron, el comandante Lodwud
la miró y dijo:
—Estás preciosa. Si cabe, más bonita que
nunca, en especial porque no tienes ojeras.
Ambos rieron, y a continuación Rochi  preguntó:
—¿Qué haces aquí, James?
Él le señaló una silla y, una vez se hubo
sentado él también, explicó:
—Pedí el traslado al consulado hace cerca de
ocho meses, ¡después de casarme!
A cada instante más sorprendida, Rochi sonrió, y
él, cogiendo un marco de fotos que había sobre la
mesa, dijo con orgullo:
—Mi esposa, Franzesca.
Asombrada, Rochi observó el rostro sonriente
de la mujer y, una vez hubo encajado la estupenda
noticia, miró a su antiguo amigo y declaró:
—Enhorabuena, James. Me alegra saber que lo
superaste.
Él asintió.
—Cuando te marchaste y vi que tú habías sido
capaz de superar lo de Mike, supe que yo debía
hacer lo mismo en referencia a Daiana y, al no
tenerte a ti para jugar a lo que jugábamos,
reconozco que todo fue mucho más fácil.
Rochi  asintió. Inevitablemente, recordó entonces
aquellos instantes en los que, tras una misión, ella
acudía al despacho del comandante y, después de
cerrar la puerta con pestillo, se desnudaba para él
y, mientras lo llamaba Mike y él a ella Daiana,
disfrutaban de un juego oscuro que en cierto modo
no los dejaba ir hacia delante.
Muchas habían sido las madrugadas en que
aquellos dos habían escogido a un tercero, hombre
o mujer, les daba igual, para continuar con sus
calientes juegos. Infinidad de veces, Rochi se
sentaba sobre sus piernas, se tapaba los ojos con
un pañuelo y le exigía que la follara de forma
despiadada mientras pensaba que era Mike quien
lo hacía. Ése fue su juego. Un juego que pocos
conocieron pero que ellos disfrutaron sin
necesidad de implicar sentimientos, tan sólo
morbo y egoísmo. Con eso les sobraba.
—De verdad, James. ¡Enhorabuena! —
consiguió repetir.
Él sonrió y, tras dejar la foto de nuevo sobre la
mesa, miró su mano y preguntó:
—¿Cómo está Sami?
Rochi  sacó una foto de su cartera.
—Preciosa y mayor —dijo—. ¡Y por fin ya
pronuncia la erre!
El comandante miró la foto que le mostraba y
sonrió. La pequeña estaba increíblemente mayor y
bonita.
—¿Y los muchachos? ¿Ves a alguno de tus
excompañeros?
—Sí. Siempre que puedo y están en Múnich,
quedo con Fraser y Neill, ¿los recuerdas?
El militar asintió y murmuró sonriendo:
—Neill siempre me miraba con mala cara.
Nunca le gusté. No sé por qué me da que intuía lo
que tú y yo hacíamos en aquel despacho cuando
venías a entregarme los informes.
Rochi  sonrió. Neill nunca le había dicho nada.
—Lo dudo —contestó—. Me lo habría dicho.
Ambos asintieron, y a continuación él le soltó:
—No me digas que ya no estás con ese
abogado guaperas que te gustaba tanto...
—Sí. Sí estoy con él —replicó ella.
—¿Y por qué no te has casado? —dijo él
enseñándole su anillo de matrimonio.
Al oír eso, Rochi se encogió de hombros.
—Porque es algo que aún me queda por hacer
—respondió.
El comandante sonrió. La conocía muy bien y
sabía que aquella contestación significaba que no
quería hablar del tema. Así pues, abrió la carpeta
que había cogido de la secretaria, le echó un ojo y,
al ver la carta escrita por el padre de la joven,
preguntó:
—¿Quieres trabajar como escolta?
Aún confundida por habérselo encontrado allí
y por la discusión que había tenido con Pablo, Rochi
respondió:
—Me lo estoy planteando, James. De momento
quiero informarme del trabajo para valorar si me
siento capacitada para ello.
James asintió y comenzó a hablarle de los
requisitos necesarios para ser escolta en el
consulado. Afortunadamente, Rochi  los reunía todos.
Entonces, él le entregó un papel y prosiguió:
—El salario base es éste. A esto has de añadir
un plus de peligrosidad, transporte, vestuario,
viajes, etcétera. —Y, parándose para mirarla,
preguntó—: Ese abogado con el que vives... ¿está
de acuerdo con que trabajes en esto?
Rochi  sonrió. Sin lugar a dudas, James
comenzaba a hacerse preguntas en relación con
ella.
—Ese abogado se llama Pablo, y no, no está de
acuerdo con que trabaje en esto.
El comandante asintió y, dejando los papeles
sobre la mesa, se echó hacia atrás en su silla y
señaló:
—Si fueras mi mujer, yo tampoco estaría de
acuerdo.
Ella lo miró divertida.
—¿En serio me estás diciendo lo que he oído?
—musitó.
—Totalmente en serio —afirmó él.
—¿Y desde cuándo eres tan tradicional y
machista?
Lodwud soltó una risotada y contestó:
—Desde que Franzesca me enamoró. Si te soy
sincero, como hombre enamorado que soy, no me
gustaría que Franzesca estuviera de viaje
continuamente, sirviendo de cortafuegos de otra
persona. Y si ese abogado te quiere la mitad de lo
que yo quiero a Franzesca, te aseguro que no le
gustará.
—¡Hombres! —suspiró ella.
El comandante sonrió y Rochi, cogiendo los
papeles que él había extendido por la mesa,
preguntó:
—¿Para cuándo necesitáis cubrir la plaza de
escolta?
—Para julio. —Ella asintió y entonces él
añadió—: Si me dices que sí, el puesto es tuyo. El
oficial Cheese Adams y yo estamos entrevistando
a los aspirantes, pero te aseguro que, si tú lo
quieres, cerraremos las entrevistas.
El corazón de Rochi  aleteó con fuerza. Aquella
nueva aventura le gustaba, la atraía. Sin embargo,
decidida a no dejarse llevar por la efusividad, se
guardó los papeles en el bolso y se puso en pie.
—Prefiero pensarlo un poco más y hablar con
Pablo  —dijo.
El militar se levantó y asintió. Luego la abrazó
y murmuró:
—Decidas lo que decidas, llámame. Me
encantará presentarte a Franzesca.
—Lo haré —contestó ella sonriendo.
—Da un beso grande a Sami, saludos a Pablo
y, por supuesto, a Fraser y a Neill, ¿de acuerdo?
Encantada de haber vuelto a ver a su viejo
amigo, Rochi  asintió y, tras darle un último beso en
la mejilla, abrió la puerta y se marchó. Tenía que
pensar.y