sábado, 24 de junio de 2017

Capitulo 15


El viernes, Norbert aparece puntual en la casa a
las cinco de la tarde. Va a llevar a Flyn al
cumpleaños de Elke.
En ese instante, suena mi teléfono y veo el
nombre de ¡Sebas! Me apresuro a cogerlo y oigo:
—¡Marichochooooooooooooo!
Mi carcajada llama la atención de Peter, que me
mira y, cuando le digo por señas quién es, ¡huye
despavorido!
—Sebas, qué alegría hablar contigo. Justo el
otro día me dijo mi padre que quizá nos podríamos
ver porque estás de viaje por Alemania. ¿Qué
haces aquí?
Oigo jaleo de fondo y voces que cantan, y
Sebas responde:
—Estoy en un tour divertidísimo con treinta y
seis locas en busca de geypermanes.
Me río. Sebas siempre llama Geyperman a
Peter.—
Mañana por la tarde pasamos por Múnich
—añade mi amigo—. ¿Podríamos vernos un par de
horitas? Di que sí..., di que sí, chiquilla, que tengo
ganas de verte y contarte mil cosas.
Pienso. Sé que al día siguiente vamos a casa
de Rochi y de Pablo pero, dispuesta a ver a Sebas,
afirmo:
—Por supuesto que sí, envíame un mensaje y
nos vemos.
Dos minutos después, cuelgo feliz. Ver a Sebas
siempre es motivo de felicidad.
Con mi teléfono en la mano, camino hasta el
salón, donde Peter  está leyendo. Me siento a su
lado, le cuento lo de Sebas, y entonces él me mira
y pregunta:
—¿Treinta y seis?
—Con él, treinta y siete —contesto riéndome.
Peter  asiente y pregunta divertido:
—¿Y quieres que Pablo  y yo estemos allí?
Ahora la que calibra eso soy yo. Conozco a
Sebas pero no conozco a los otros treinta y seis y,
como sean tan escandalosos como mi amigo, sin
duda Peter y Pablo  no salen de allí vivos. Así pues,
digo:—
Casi mejor que os quedéis en casa
esperándonos hasta que volvamos.
Estamos riéndonos cuando un guapo
adolescente vestido con unos vaqueros caídos, una
camiseta gris de su grupo favorito, los Imagine
Dragons, y unas Converse negras aparece ante
nosotros y nos mira. En los años que hace que lo
conozco, Flyn ha cambiado en todos los sentidos.
Lo conocí siendo un niño bajito y regordete, y
ahora es un adolescente delgado, guapetón,
estiloso y espigado.
—¿Con esas pintas vas a ir al cumpleaños? —
protesta Peter.
—Papá, ¿pretendes que me ponga traje y
corbata?
Me entra la risa. Sin lugar a dudas, los tiempos
han cambiado.
—Cariño, Flyn va a la moda —murmuro
mirando a mi amor.
Peter  asiente. Sabe que llevo razón y, sacándose
un teléfono del bolsillo, se lo tiende y le dice:
—Toma tu móvil. Quiero tenerte localizado.
El crío sonríe: ha recuperado su bien más
preciado. Le guiño un ojo y omito pedirle un beso.
Flyn sigue rarito conmigo, pero en ese instante
sonríe y yo me siento bien. Muy... muy bien.
Cinco minutos después, una vez se ha puesto su
chupa azul, se va con Norbert, y yo lo miro
alejarse como una madre orgullosa.
—Qué guapo y mayor está mi niño —siseo—.
Todavía recuerdo cuando lo conocí. Era tan retaco,
y ahora, míralo, es más alto que yo.
A Peter  la hace gracia mi comentario y susurra
abrazándome:
—Vamos, mamá pollo. Tenemos cosas que
hacer.
Dedicamos el resto de la tarde a los
pequeñines y, cuando a las ocho y media los dos se
quedan dormidos, Peter y yo respiramos aliviados.
Nos duchamos y estreno un vestidito de algodón de
color verde botella y unas botas calentitas de
andar por casa. Al verme, mi amor sonríe, me da
un azote en el trasero y murmura:
—Estás preciosa.
Yo sonrío. Siempre le ha gustado mi modo
desenfadado de vestir y, entre risas, vamos a la
cocina y cenamos algo.
A las nueve y media, Peter  recibe en su móvil
un mensaje. Es Flyn, para pedir que lo dejemos
hasta las doce. Mi marido se niega.
—Cariño, no seas aguafiestas.
—No, La. Te recuerdo que está castigado.
—Lo sé. Pero está en una fiesta —insisto.
Pero mi cabezón alemán gruñe:
—Demasiado es que lo he dejado ir a la fiesta
de su novia.
Vale..., tiene razón. Aun así, intentando
ponerme en el pellejo de Flyn, vuelvo al ataque.
—A ver, cariño, piensa. Nuestro niño lo está
pasando bien en el cumpleaños y sólo quiere un
poquito más de tiempo.
—¿Te recuerdo cómo es su amiguita Elke?
La imagen de la rubia guapa de pechos grandes
me viene a la mente. Evito pensar lo que mi niño
puede estar haciendo con ella en ese instante
porque no deseo alarmarme, e insisto:
—Cariño, no me calientes o mi perversa mente
comenzará a pensar cosas que no quiero de esa
Elke y mi niño. —Y, tomando aire, prosigo
calmándome a mí misma—: Debemos fiarnos de
nuestro hijo. Aunque quiera hacerse el mayor, Flyn
es un crío todavía, y ambos lo sabemos. Venga...,
dile que sí y recuerda lo que hablamos. Hemos de
darle un voto de confianza.
Peter  resopla. Lo piensa..., lo piensa y lo
piensa, y al final le escribe diciéndole que Norbert
irá a buscarlo a las doce.
Feliz, lo abrazo y seguimos tirados en el sofá.
Me encanta esa sensación de estar junto a él
viendo la tele.
Las horas pasan mientras estamos enfrascados
viendo una película de desastres nucleares, cuando
de pronto el teléfono de Peter  suena.
—Dime, Norbert.
Mis ojos miran el reloj: las doce y veinte.
Rápidamente, Peter me suelta. Se levanta del
sofá y, mientras yo me levanto también, oigo que
dice:—Ahora mismo voy.
Cuelga la llamada y, mirándome, dice con
gesto oscuro:
—Tengo que ir a por Flyn.
—¿Qué pasa? —pregunto sorprendida.
El gesto de Peter me dice que nada bueno.
—Tu niño ni sale de la fiesta ni le coge el
teléfono a Norbert —sisea.
Uiss..., uiss... Eso de «Tu niño» ha sonado
fatal, pero sin darle opción me pego a él.
—Voy contigo.
—Estás en pijama y no tengo tiempo de que te
cambies —protesta.
Me miro. Lo que llevo es ropa de andar por
casa; no me importa, así que insisto:
—He dicho que voy. Me pondré un abrigo
largo y...
—¿Vas a salir en pijama?
Su insistencia me enfada y, sin ganas de
sonreír, afirmo:
—Por mi hijo, voy hasta desnuda.
Peter  no habla, no responde, simplemente
asiente.
Tras avisar a Simona antes de salir, me pongo
un abrigo largo sobre mi vestidito de algodón y no
me cambio de zapatos. Luego montamos en el
coche y vamos en silencio hasta la casa de Elke,
donde celebra su cumpleaños.
Al llegar, vemos a Norbert. El hombre nos
mira y dice:
—Siento haber tenido que llamaros, pero no sé
qué hacer.
El gesto de Peter  empeora a cada segundo que
pasa. Madre mía..., madre mía..., la que se va a liar.
—Llamémoslo una vez más al teléfono —
insisto—. Quizá se ha despistado y no se ha dado
cuenta de...
Pero Peter  ya no razona y murmura separándose
de nosotros:
—Venga, Lali..., ¡deja de cubrirlo!
Con una mala leche que ni te cuento, llega
hasta la verja de la casa, llama, espera, pero nadie
contesta. Eso lo crispa aún más, y vocea:
—¡¿Acaso los padres de la muchacha no están
en casa?!
Otro padre que está allí esperando junto a
nosotros de pronto grita con el teléfono en la
oreja:—
Bradley, sal ahora mismo de la fiesta, ¡ya!
Ofuscado, el otro padre y Peter  se miran, y el
desconocido dice:
—Le he dicho mil veces a mi hijo que no
quiero verlo con esta gentuza, pero no puedo
separarlo de ellos.
Peter no dice nada, y yo, incapaz de callarme,
pregunto:
—¿Por qué dice lo de gentuza?
El hombre se retira el pelo de la cara y sisea:
—Pensarán que soy un clasista, pero a mi hijo
no le conviene rodearse de esa pandilla. Desde
que anda con ellos, ya ha sido detenido dos veces
y, por mucho que hablo con él, no me escucha.
Ay, madre... ¡Ay, madre! Pero ¿dónde se ha
metido Flyn?
Me asusto y, mirando a Peter, le pido:
—Cariño, vuelve a llamar a Flyn. Si Bradley
ha cogido el teléfono, ¿por qué no lo va a hacer él?
Un tono, dos, cuatro, siete... ¡Nada! No coge el
teléfono pero, para nuestra suerte, pocos minutos
después la puerta de la verja se abre, sale un
muchacho al que rápidamente identifico como
Bradley y, tras llevarse una colleja de su padre, se
mete en el coche a toda prisa.
Cuando miro a Peter, éste ya ha entrado en la
parcela y, sin dudarlo, corro tras él. He de
aplacarlo o el huracán Lanzani  puede liarla
bien gorda.
Se oye música. Está sonando Pitbull,
concretamente, Hotel Room Service,[14] una
canción que a Flyn le encanta y que a mí, cuando la
pone en casa a toda leche, me pone la cabeza como
un bombo.
Veo a varios jóvenes algo más mayores que mi
niño por los alrededores del jardín fumando,
besándose y metiéndose mano. Bueno..., bueno...,
menuda bacanal tienen montada aquí. Peter y yo
miramos a nuestro alrededor, pero ninguno de
ellos es Flyn.
¡Menudo fiestorro ha organizado la niña!
¿Dónde están sus padres?
Al entrar en la casa, aparte de la música a todo
trapo, noto que huele a marihuana y, mirando a mi
alrededor, veo a varios de aquellos descerebrados
fumando. No me suenan sus caras. Nunca he visto
a aquellos amigos de Flyn.
El gesto de Peter  se contrae.
—Lo voy a matar.
—Tranquilízate, cariño..., tranquilízate.
La versión malota de Iceman clava sus ojos
azules en mí y sisea:
—¿Cómo quieres que me tranquilice con lo
que estoy viendo?
Cojo a Peter  de la mano para hacerle saber que
debe calmarse, pero él me suelta y, a grandes
pasos, se dirige hacia una esquina. De pronto, lo
veo. Flyn está riendo con su novia sentada sobre
sus piernas y una litrona en las manos.
Pero bueno, ¿desde cuándo bebe cerveza el
mocoso?
Corro tras Peter  y, cuando llegamos delante del
crío, él nos mira y, en lugar de quedarse cortado o
sorprendido, suelta una carcajada que nos deja sin
palabras. Rápidamente me doy cuenta de que,
además de fumado, está bebido. ¡Lo mato!
Peter  resopla, yo le quito la cerveza de las
manos. Ojú, qué cabreo que tiene mi amor, cuando
lo oigo decir a gritos:
—¡Flyn, levántate!
Elke nos mira, Flyn ni se mueve, y entonces
ella pregunta sonriendo con un porro de maría
entre los dedos:
—Amarillo, ¿estos dinosaurios quiénes son?
Bueno..., bueno..., bueno... A ésta le voy a dar
tal guantazo que la voy a mandar directamente a la
semana que viene.
¡¿Por qué lo llama «Amarillo»?!
¡Será niñata la mocosa!
Sin remilgos, ni contestar, Peter  aparta a Elke
de las piernas de nuestro hijo y, de un tirón,
levanta a Flyn. La chica nos mira, y yo, sin
dudarlo, le quito el porro de las manos y lo meto
en un jarrón con flores que veo allí al lado.
—Muy mal, guapita, muy mal —siseo—. Y
como mamá dinosaurio te digo: ¡aléjate de mi hijo!
La joven sonríe. Otra que va fina... filipina.
Flyn intenta soltarse, pero lo único que
consigue es que Peter  lo agarre con más fuerza y lo
saque de la casa a empujones.
Una vez hemos salido del bullicio de la fiesta
y la peste a marihuana, ya en el jardín, Peter  lo
suelta y grita:
—¡¿Me puedes explicar qué estás haciendo?!
Flyn, que por sus movimientos nos demuestra
que lleva un pedo considerable, suelta una risotada
y murmura con chulería:
—Pero qué cortarrollos eres..., joder.
—¿Qué has dicho? —brama Peter, fuera de sí.
Yo miro a Flyn y, de pronto, lo veo como a un
desconocido.
Su respuesta, en ese momento, me parece un
gran despropósito y una gran provocación y,
cogiéndolo de la mano, tiro de él y pregunto
mientras lo miro a los ojos:
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué haces
comportándote así?
—¡Ehhh..., Amarillo, ¿adónde vas?! —gritan
dos chavales que pasan por nuestro lado.
Flyn sonríe con malicia. Peter maldice, y yo
estoy por soltarle un guantazo al mocoso, pero en
lugar de ello contengo mis impulsos e insisto:
—¿Qué has tomado aparte de fumar maría y
beber alcohol?
Él sacude la cabeza y, con un gesto que no es
suyo, murmura:
—Ni que te importara.
—¡Flyn! —sisea Peter .
Lo miro. Me aprieto la mano contra el muslo o,
como salga disparada, el bofetón que le voy a dar
va a ser sonado. Peter, por su parte, se mueve
dispuesto a todo, y yo, intentando que no ocurra
nada de lo que luego nos podamos arrepentir, me
meto de nuevo entre ellos y empujo al crío.
—Cierra el pico y no la cagues más —le digo
—. Vayámonos a casa.
—Jackie Chan, ¿te piras ya? —pregunta un
chico que pasa por nuestro lado.
Flyn sonríe y Peter  susurra, a cada instante más
molesto:
—Jackie Chan..., Amarillo... ¿Qué son esas
absurdeces?
Yo no digo nada. Si digo que lo sabía, me
come a mí.
—Vámonos de aquí —gruñe Peter  finalmente.
Cuando salimos, es evidente que Norbert se
sorprende al ver el aspecto de Flyn.
—Norbert —digo—, no te preocupes y vete
para casa. Ya vamos nosotros.
Una vez los tres nos metemos en el coche, Peter
cierra de un tremendo portazo. Menudo cabreo que
lleva el colega. Entonces, me mira y grita:
—¡¿Crees que todavía debo seguir fiándome
de tu niño?!
—Nuestro niño —corrijo.
—Tu niño —insiste Peter.
Vale. Ya estamos como siempre.
Cuando hace algo malo es mi niño, y cuando
hace algo bueno es nuestro niño. Pero no voy a
contestar ni a entrar en provocaciones. Peter  está
muy nervioso, y está visto que, diga lo que diga,
me voy a llevar palos por todas partes, así que
decido cerrar la boca.
Segundos después, Peter  arranca el coche con
rabia y conduce hasta casa. Nadie habla, y a mí no
se me ocurre poner música. Ya sé que mi madre
siempre decía que la música amansa a las fieras,
pero creo que, en un momento así, es mejor que ni
las fieras escuchen música.
Cuando llegamos a casa, Susto y Calamar
salen a recibirnos y, como puedo, los sujeto para
que no se acerquen ni a Peter  ni a Flyn. No está el
horno para bollos y, al final, saldrían ellos
perjudicados.
Una vez ellos entran en casa, suelto a los
animales y entro yo también. Simona, que nos
espera junto a Norbert, al ver el aspecto del niño
cuando entramos en la cocina, se lleva la mano a
la boca y murmura:
—Ay, Flyn, ¿qué te ha pasado?
Nunca ha visto al chico de ese modo, y yo,
para intentar calmarla, digo mientras me quito el
abrigo largo:
—Tranquila, está bien. Id a acostaros, por
favor.
Tras intercambiar una mirada conmigo,
Norbert agarra a Simona del brazo y ambos
desaparecen. Pobre mujer, ¡el disgusto que lleva!
Sin lugar a dudas, la infancia de Flyn se ha
desvanecido de un plumazo, dejando ante nosotros
a un adolescente conflictivo.
El silencio en la cocina es incómodo. Como
diría mi padre, se corta el aire con un cuchillo. Lo
que ha hecho Flyn está mal, muy mal.
Peter  abre el armario donde están sus medicinas
y rápidamente destapa un bote y se toma una
pastilla con un poco de agua. Eso me alerta. No es
bueno para el problema de sus ojos. Sin duda, la
tensión del momento le ha provocado dolor de
cabeza pero, cuando voy a decir algo, él mira al
crío y pregunta:
—¿Para esto querías ir al cumpleaños de esa
chica, Jackie Chan?
Flyn no responde, y Peter, furioso, grita y grita
y grita. Suelta por la boca todo lo que le viene en
gana y más.
Ni se me ocurre decirle que baje el tono para
que no despierte a Pipa o a los niños, ni tampoco
que cambie su actitud. Sin duda, lo ocurrido es
para estar así y, cuando ya ha dicho todo lo que
tenía que decir, sentencia:
—Estoy decepcionado contigo. Mucho.
Dicho esto, se marcha y me deja con el crío a
solas en la cocina.
La chulería inicial de Flyn se ha disipado.
Sin duda, el pedal que llevaba se le ha bajado
a los pies con la bronca de Peter.
Lo miro seriamente y él no me mira pero,
cuando veo que palidece de repente, me apresuro a
coger un frutero azul que hay vacío sobre la
encimera y se lo doy. Acto seguido, mi hijo
vomita.
¡Joder, qué asco!
Sin embargo, como madre suya que soy, me
levanto y le sujeto la frente. No puedo separarme
de él a pesar del cabreo que llevo. ¡Es mi niño!
Cuando termina, le quito el frutero, con asquito
lo llevo al baño más cercano, lo vacío y, cuando
regreso, tiro el frutero con rabia a la basura. Luego
pongo agua a hervir y busco en el armario una
bolsita de manzanilla.
Con el rabillo del ojo observo que Flyn me
mira. Está arrepentido. Lo conozco, y esa mirada y
sus ojos caídos me lo hacen saber, pero no le
hablo. No se lo merece.
Una vez el agua hierve, la echo en un vasito,
introduzco el sobrecito de manzanilla y, dejándolo
sobre la mesa, me siento frente a él y murmuro:
—¿Hace falta que te diga que lo que has hecho
está mal?
El crío niega con la cabeza mientras mira el
suelo. De tonto no tiene un pelo.
—¿Qué es eso de Jackie Chan? —pregunto a
continuación.
No contesta. Yo no digo que lo sé porque Luz
me lo dijo, y pasa de mí, pero insisto:
—Olvídate de ir al concierto de los Imagine
Dragons. Lo que has hecho no tiene nombre, y lo
sabes. Lo sabes perfectamente.
Mi parte de mamá pollo quiere abrazarlo y
acunarlo, pero mi otra parte de madre dolida me
dice que no, que no debo hacerlo. Lo que ha hecho
está mal y Flyn debe entenderlo, como yo lo
entendí cuando a los quince años tomé demasiado
tequila en el cumple de mi amiga Rocío.
¡Madre mía, qué pedal pillé por querer llamar
la atención de un chico!
Recuerdo la reacción de mis padres. Mi madre
gritaba, me castigaba, me regañaba, pero lo que
realmente me impresionó fue la mirada y el
silencio de decepción de mi padre. Eso me dejó
tan marcada que nunca más volví a beber sin
conciencia como aquel día.
Y ahora, aquí estoy yo, haciendo lo mismo con
Flyn para intentar que comprenda que esto no
puede hacerle ningún bien.
Durante un buen rato, ambos permanecemos en
silencio y casi a oscuras en la cocina mientras él
se toma la manzanilla. Pero, cuando veo que el
color vuelve a sus mejillas, me levanto y digo
extendiendo la mano:
—Dame tu móvil.
—No.
—Dame tu móvil —insisto.
Finalmente, me lo entrega. A continuación, sin
quitarle el ojo de encima, digo:
—No sé quién es Elke ni por qué ahora te
dejas llamar Amarillo o Jackie Chan cuando tú...
—Eso no es problema tuyo —me corta el
mocoso—. Mis amistades son mías, y tú no tienes
que decidir quién puede ser mi amigo o mi chica,
¡joder!
—Flyn, ten cuidado con lo que dices y olvídate
de esos amigos y de esa chica. No te convienen.
—Porque tú lo digas.
Su tono de voz, el modo en que me contempla y
la agresividad que veo en su mirada me paralizan.
Entonces, tras coger mi bolso, que está sobre una
silla, abro mi cartera, saco las entradas para el
concierto de los Imagine Dragons y siseo
rompiéndolas ante él:
—¡Se acabó! —Flyn se queda boquiabierto.
Luego tiro los papeles a la basura y añado—:
Ahora ve a lavarte los dientes y a la cama.
Sin más, salimos por la puerta de la cocina.
Entonces, veo luz bajo la puerta del despacho
de Peter  y digo:
—Vamos, sube a hacer lo que te he dicho.
Mañana hablaremos.
Una vez veo que Flyn sube y desaparece, me
vuelvo y entro con decisión en el despacho de mi
amor. Lo ocurrido esta noche no lo beneficia ni a
él ni a sus ojos. Cuando se pone nervioso, le
repercute en la vista, e irremediablemente me
preocupo.
Al entrar lo veo sentado ante su mesa. Su gesto
no es muy conciliador.
Con decisión, camino hacia la mesa y
pregunto:
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
Tiene en la mano un vaso de whisky y al
recordar que un rato antes se ha tomado una
pastilla, empiezo a decir:
—Peter, creo que...
—Lali  —me corta—. No es el mejor momento
para nada.
—Pero creo que...
—He dicho «para nada» —repite implacable.
Vale. Es mejor que me calle.
Sin lugar a dudas, yo tengo parte de culpa en lo
ocurrido. Lo animé a que dejara a Flyn un rato
más, pero Peter también es culpable, ya que fue él
quien dijo que podía ir a aquella fiesta. Ambos
somos responsables de lo que ha sucedido, pero él
ha de rumiarlo y darse cuenta de ello. Así pues,
asiento, doy media vuelta y me acerco al minibar.
Saco un vaso, un hielo y me sirvo un dedito de
whisky.
Con el rabillo del ojo observo que Peter me
mira. Me observa. Me conoce tanto como yo lo
conozco a él y sabe que tengo mil cosas que decir,
pero aun así me aguanto y me callo. Me cuesta un
horror, pero lo hago. Acto seguido, camino hasta el
sofá que hay frente a la chimenea encendida y me
siento de espaldas a él.
Si él no quiere hablar ni verme, no hablaremos
ni lo miraré.
Así estamos un buen rato. Cada uno sumido en
sus propios pensamientos y, al mirar hacia abajo,
me horrorizo al ver la morcillita que se me marca
con el vestido. Rápidamente encojo la tripa y el
michelín desaparece.
Tengo que perder esos cinco kilos ¡ya!
De pronto oigo que Peter  se levanta y, aunque
no lo veo, sé que se acerca a mí. Miro el reloj que
hay sobre la chimenea. Son las dos menos veinte
de la madrugada y todos en la casa duermen.
Los pasos de Peter  se detienen detrás de mí.
Imagino que me está observando e,
inconscientemente, vuelvo a meter tripa. Lo
conozco, sé que necesita un rato para pensar las
cosas y ya está calibrando su error. Al final se
acerca al sofá y se sienta al otro lado.
Con todo lo cabezón y gruñón que es, en el
fondo Peter  es un hombre muy básico. Sé manejarlo
muy bien, aunque en ocasiones, y aun sabiendo que
vamos a discutir, no me da la gana de manejarlo.
Su mirada y la mía chocan. Sus ojos intentan
provocarme para que diga algo, pero no... No,
Iceman, he aprendido que callándome gano más
que gritando. Le sostengo la mirada y finalmente él
dice:—
Perdóname. He pagado contigo lo que no
mereces.
—Como siempre, soy tu saco de boxeo —
siseo molesta.
Peter  asiente, sabe que llevo razón.
—¿Me perdonas? —insiste.
No hablo. ¡Me niego!
Él deja su vaso sobre la mesita y me quita el
mío de las manos. Me mira..., me mira..., me
mira..., se acerca para besarme y, ¡zas!, mis
fuerzas flaquean, y más cuando susurra:
—Claro que me perdonas, ¿verdad?
Interiormente sonrío. Sin que él se haya dado
cuenta, esa batalla la he ganado yo consiguiendo
que ya esté besándome y pendiente de mí.
Mi amor hace que toda yo vibre y, con ganas
de que me siga, me levanto y doy un paso atrás.
Eso lo anima, así que se levanta y vuelve a
acercarse a mí.
Dejo que lo haga. Permito que se incline hacia
delante y junte su frente con la mía. Accedo a que
rodee mi cintura con el brazo y me acerque a él.
Consiento que sus labios rocen mi rostro y me
deshago cuando lo oigo susurrar:
—Pequeña...
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
Puedo defenderme de Peter Lanzani
mientras exista un palmo de distancia entre ambos.
Gobierno mi cuerpo si no me roza, pero me
deshago como un helado cuando me toca y me
llama eso de «pequeña».
Sin hablar, mi amor grandote me iza entre sus
brazos, y yo rodeo su cintura con las piernas y su
cuello con las manos y lo beso. Lo beso..., lo beso
y lo beso y, cuando por fin paro, lo miro a los ojos
y pregunto:
—¿Te sigue doliendo la cabeza?
—No, cielo..., ya no.
Una de sus manos se mete por debajo de mi
liviano vestidito de algodón y yo me estremezco.
Sin lugar a dudas, tratándose de sexo, Peter  es
mucho más fuerte que yo, y cuando agarra mis
bragas y de un tirón las rasga, mi loca excitación
se redobla dispuesta a todo.
—Así me gusta más —afirma mi Iceman antes
de morderme el labio inferior.
Mi respiración se acelera cuando me deposita
sobre la mesa de su despacho. Como siempre, está
recogida, no hay nada fuera de lugar. Nuestro beso
prosigue mientras disfrutamos de esa loca
seducción y sólo se oye el crepitar del fuego en la
chimenea.
Nuestros cuerpos se calientan, se derriten ante
nuestro contacto, y rápidamente le quito a Peter  la
camiseta gris que lleva. Beso su cuello, sus
hombros, sus bíceps, mientras él me toca y me
besa a mí. Con deleite, nos miramos. Nos
comemos con los ojos, nuestras miradas nos
excitan, y yo sonrío cuando él da un paso atrás,
desabrocha el cordón de los pantalones negros que
lleva y éstos caen al suelo, seguidos segundos
después por los calzoncillos.
Mi boca se seca.
Dios mío, ¡qué bueno está mi marido!
Ver la dura excitación de mi amor me trastoca,
me quita el sentido, y Peter  murmura tocándose:
—Todo tuyo, cariño.
Sonrío y trago el nudo de emociones que está a
punto de ahogarme. Somos dos especímenes
dignos de estudio. Siempre resolvemos nuestros
problemas igual: ¡con el sexo! Quizá no sea la
mejor forma, pero es nuestra forma. La de los dos.
Peter  es mío. Todo él es mío y de nadie más, y
lo sé. Por supuesto que lo sé.
Deseosa de mostrarle lo que es suyo, me quito
el vestidito corto por la cabeza y, una vez éste cae
al suelo y meto tripa, soy yo la que susurra:
—Toda tuya, corazón.
La respiración de mi alemán se acelera. La
locura que sentimos el uno por el otro no ha
disminuido ni un ápice desde que nos conocemos.
Al revés, ha aumentado por la confianza que
tenemos el uno en el otro para provocarnos.
Peter  sonríe, mira mis duros pezones y,
agachándose, da un lametazo primero a uno y luego
al otro y, de un tirón, termina de romper las bragas
para que quede del todo desnuda como él.
Sé lo que quiere y él sabe lo que quiero...
Sé lo que me pide en silencio y él sabe lo que
le pido...
Y lo mejor de todo es que sé que nos lo vamos
a conceder gustosos una y mil veces...
Hechizada por el momento, apoyo los codos en
la mesa y, con descaro y complicidad, abro las
piernas lentamente para él, dejando el centro de mi
húmedo deseo a la vista. Peter  lo mira y, con voz
ronca, tentadora y sagaz, murmura mientras pasa el
dedo por encima de mi tatuaje:
—Pídeme lo que quieras... —y mirándome
finaliza—, y yo te lo daré.
—¿Lo que quiera?
Uf..., uf..., lo que se me ocurre.
Las comisuras de mis labios se curvan, las
suyas también. El principio de esa frase y mi
tatuaje definen nuestra maravillosa historia de
amor.—
Lo mismo digo, Iceman —murmuro—. Lo
mismo digo.
Mi amor sonríe. Retira lentamente los dedos
de mi humedad y pide:
—Ofrécete a mí.
Excitada con lo que oigo, me tumbo de nuevo
sobre la mesa, me acomodo, deslizo mis propias
manos por mis muslos y, tras tocarlos y ver que mi
alemán no me quita ojo, llevo mis dedos hacia los
pliegues de mi vagina, me toco y siento lo húmeda
que estoy. Mi amor, con su mirada, con su voz y
con su petición, me pone a mil. Abro los pliegues
de mi sexo y noto que estoy resbaladiza. Como
puedo, dejo al descubierto mi botón del placer y al
final susurro deseosa:
—Tuyo.
Mi loco amor asiente y, agachándose, saca la
lengua y rodea mi clítoris con ella. Mi cuerpo
reacciona rápidamente y me encojo. Peter  sonríe y,
privándome de cerrar las piernas, pone las manos
en la cara interna de mis muslos, saca la lengua y
me vuelve loca mientras la posa de nuevo en mi
clítoris. A continuación, siento cómo su boca se
cierra alrededor de él y me succiona.
Mi cuerpo tiembla. Me encanta que mi amor
juegue de esa manera conmigo, y me abandono al
placer mientras miro hacia la puerta, que no hemos
cerrado con llave, y pido a todos los santos que
nadie ose abrirla.
Durante varios segundos, la increíble boca de
Peter  permanece sobre mi sexo y, cuando por
último la separa, suplico:
—Sigue, por favor..., sigue.
Con una cautivadora sonrisa, veo que vuelve a
hundir la cabeza entre mis temblorosas piernas y
comienza de nuevo a lamer. Cierro los ojos
extasiada, llevo los brazos hacia atrás, me agarro
al borde de la mesa y separo más los muslos para
él.
El ritmo de Peter  mientras me chupa me vuelve
loca, y comienzo a temblar con violencia. Me
gusta..., me gusta..., y mi cuerpo se contrae de
placer.
—Oh, sí..., sí..., no pares —consigo balbucear.
El placer aumenta, la locura se acrecienta, el
espasmo se amplía mientras siento gustosas
descargas eléctricas que me hacen jadear y gemir
sin contención y un increíble orgasmo comienza a
recorrer mi cuerpo desde la nuca hasta la punta de
mis pies.
Oh, Dios... ¡Qué gustazo! ¡Qué subidón!
Pero mi amor quiere más, desea más, y yo
también. Y, cogiéndome en volandas, me levanta
de la mesa, me lleva hasta la librería y, al tiempo
que me apoya en ella, me besa con pasión. Acto
seguido, con un movimiento de cadera, introduce
su erecto y ansioso miembro en mi interior.
De nuevo, me arqueo de placer. Peter  es grande,
todo en él es grande y, cuando mi vagina lo acoge,
me vuelvo loca al oírlo gemir y ver cómo él
mismo se muerde el labio.
Lo miro extasiada. Es tan sexi... Lo quiero
tanto...
Segundos después, comienza a moverse,
primero lentamente y, cuando está por completo
hundido en mí, su ritmo se acelera. Como puedo,
murmuro:
—Mírame..., mírame...
Mi amor me mira, hace lo que le pido, y siento
que nuestros ojos arden de pasión por lo que
hacemos y disfrutamos. No puedo moverme, Peter
me tiene arrinconada contra la librería y sólo
puedo recibirlo, jadear y disfrutar. Mis gemidos y
los suyos llenan el silencio del despacho mientras
una y otra y otra vez se hunde con fuerza en mí y yo
lo animo a que continúe haciéndolo.
Soy tan suya como él es mío.
Nuestros momentos de sexo, solos o en
compañía, son increíbles. Los disfrutamos. Los
vivimos. Los deseamos. Nos implicamos al cien
por cien sin vergüenzas. Nada existe en ese
mágico instante excepto nosotros dos. Cuando al
fin la lujuria nos hace temblar al unísono, Peter se
introduce una última vez en mí jadeando con voz
ronca y luego caemos el uno en brazos del otro
agotados.
La respiración agitada de los dos resuena en el
despacho y, pasado medio minuto, susurro:
—Cariño..., me estoy clavando el canto de un
libro en la espalda.
Rápidamente Peter reacciona, me aparta de la
librería, me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Asiento y sonrío. Mi marido y yo lo
arreglamos todo con sexo. Como nos gusta.
Adoro que me pregunte eso siempre que
mantenemos relaciones sexuales. Eso significa que
sigue preocupándose por mí como el primer día, y
no quiero que deje de hacerlo.
Cuando, instantes después me deja en el suelo,
camino desnuda hacia el minibar. Allí tenemos
agua, abro una botellita, doy un trago y después se
la entrego a él para que beba.
Pobrecito mío, cómo suda; cualquier día se me
deshidrata con el esfuerzo.
Entre risas, nos vestimos y le enseño mis
bragas. No gano para ropa interior con él. Es parte
de nuestro juego, y quiero que siga siéndolo. Cómo
me pone su gesto cuando me las arranca.
Diez minutos después, entramos en nuestra
habitación y, abrazados y sin hablar en ningún
momento de Flyn, nos dormimos. Necesitamos
descansar.
Cuando me despierto, como casi siempre,
estoy sola en la cama. Miro el reloj digital que hay
sobre mi mesilla. Las 9.43.
Me desperezo y hago la croqueta sobre el
colchón. Cómo me gusta revolcarme en nuestra
enorme cama. Sonriendo estoy cuando de pronto
recuerdo lo ocurrido la noche anterior con Flyn y
doy un salto. No quiero ni imaginarme lo que
puede estar ocurriendo entre él y Peter.
Ay, mi niño..., ay, mi niño, que me lo come.
Me lavo los dientes, la cara y, sin ducharme,
por las prisas, me pongo el vestidito de algodón
que llevaba ayer, me calzo mis botas de andar por
casa, cojo mi móvil y salgo a toda leche de la
habitación.
Antes de bajar, paso por la habitación de Flyn
para ver si está y, al abrir, me quedo boquiabierta
al verlo a él y a Peter sentados en la cama
hablando.
—¿Qué ocurre? —pregunta mi amor,
levantándose alarmado al ver mis prisas.
Con el corazón a punto de salírseme por la
boca, entro en el cuarto y murmuro cerrando la
puerta:
—Nada.
Peter  vuelve a sentarse en la cama y, tras
observarme con detenimiento, dice:
—¿Acaso crees que lo voy a matar?
Joder..., joder... ¿Cómo puede conocerme tan
bien?
Sin embargo, sonrío disimulando y, mientras
miro a Flyn, que tiene una pinta desastrosa,
pregunto:
—¿Cómo te encuentras?
El crío me mira y veo en sus ojos que Eric ya
le ha cantado las cuarenta.
—Bien —dice.
Mi alemán coge mi mano, me sienta sobre sus
piernas y, cuando voy a decir algo, Flyn sisea:
—Lali, papá ya me ha dicho todo lo que tenía
que decirme.
¡Ay, madre!
Se me encoge el alma.
Flyn lleva sin llamarme Lali  desde que nació el
pequeño Peter  y, cuando voy a decir algo, mi amor
se levanta y, cogiéndome con fuerza de la mano,
dice:—
Flyn, vístete y luego baja. Hoy vas a bañar a
Susto y a Calamar. —Al oír eso, el niño se
dispone a replicar, pero Peter  lo corta—: Y, como
ya te he dicho, no quiero ni una sola protesta,
¿entendido?
Todavía sorprendida por lo que Flyn ha dicho,
salgo al pasillo con Peter  y él; al ver mi
desconcierto, dice sin soltarme:
—Cariño, respira tranquila. ¿Qué te ocurre?
Hago lo que me pide y, cuando expulso el aire,
murmuro:
—Me ha llamado Lali, Peter... No me ha
llamado «mamá».
Veo que asiente y sacude la cabeza.
—Tranquila. Mañana te volverá a llamar
«mamá».
Como puedo, digo que sí, pero igual que me
ocurrió años antes, el corazón se me acaba de
descuajeringar al sentir que mi coreano alemán
está dejando de quererme.
Decido ir a dar saltos con la moto, pero Flyn
no quiere venirse conmigo. Cuando regreso, estoy
hambrienta, abro la nevera, veo uno de los
paquetes de jamón del rico que mi padre me envía
y me pongo morada. ¡Dios, qué bueno está!

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