domingo, 11 de junio de 2017

CAPITULO 9

A pocos metros de ellos, y en el mismo rellano del
edificio donde estaba su casa, Pablo abría la
puerta de su bufete de abogados.
Al ser domingo no había nadie, la oficina
estaba desierta y, sin soltar el brazo de Rochi,
caminó entre las mesas de sus trabajadores hasta
llegar ante la puerta de su despacho.
Rochi lo miró y murmuró frunciendo el ceño:
—Desde luego, Pablo, lo tuyo no tiene nombre.
El abogado suspiró.
Si algo le gustaba de Rochi era ese aire suyo tan
combativo y, cogiendo el pomo de la puerta, dijo
mirándola a los ojos:
—Te dije que cada vez que te oyera hablar del
temita pasaría esto, por lo...
—Pero tenemos invitados en casa —lo
interrumpió ella.
Pablo sonrió.
Más que invitados, Peter y Lali eran familia, y
precisamente ellos no se asustaban por lo que iban
a hacer.
—No se van a escandalizar —contestó—. Y tú
y yo tenemos que hablar.
—Pero, Pablo...
—Entra en el despacho.
Rochi resopló.
¿Hablar? ¿Pablo quería hablar o quería otra
cosa?
Pensó en Peter y Lali.
Sabía perfectamente que ellos no se
escandalizaban por su ausencia.
No era la primera vez que, estando todos
juntos con los niños, alguna pareja se ausentaba
unos minutos y regresaba poco tiempo después
como si no hubiera pasado nada. Lo bueno de
aquel tipo de amistad era que no había que ocultar
nada. Todo se sabía. No había que disimular.
Al ver aquel gesto suyo, que tanto le fascinaba,
Pablo tuvo ganas de sonreír.
Sabía que Rochi finalmente haría lo que ella
quisiera, pero tenía que demostrarle que él no
estaba de acuerdo. No deseaba separarse de ella
ni un solo día, y mucho menos pensar que volvería
a tener una vida plagada de turnos y ausencias.
Curiosamente, aquello lo encelaba. Le recordaba
una época de la que no quería saber nada porque
era consciente de que, en cuanto la teniente Igarzabal
apareciera, los hombres la mirarían de una forma
que él no estaba dispuesto a soportar.
Con gesto de enfado, Rocio entró en el despacho.
Se quedó parada sin llegar a la mesa y Pablo la
empujó para que continuara andando. Ella apenas
si se movió. Él decidió cambiar entonces su plan
y, desconcertándola, caminó hasta su mesa, retiró
la silla y tomó asiento con tranquilidad.
—Siéntate —dijo—. Tenemos que hablar.
La expresión de sorpresa de Rochi al ver que era
cierto que tenían que hablar se hizo más que
evidente. Horas antes, tras su última discusión al
respecto, Pablo le había dicho que la siguiente vez
que la oyera mencionar el tema tendrían una seria
conversación, y así iba a ser. Por ello, el abogado
no cambió su gesto e insistió:
—Rochi. He dicho que te sientes, por favor.
Asombrada porque fuera cierto lo de hablar,
ella caminó hasta la mesa. Se sentó frente a él y,
apoyando la espalda en la silla con chulería,
levantó el mentón y dijo:
—Muy bien. Hablemos.
Pablo hizo lo mismo que ella. Se recostó en el
respaldo de su silla y la miró.
—Rochi —empezó a decir—, no quiero que lo
hagas, y sabes muy bien por qué.
Ella cerró los ojos, negó con la cabeza y gruñó
frunciendo el ceño.
—Por el amor de Dios, Pablo , ¿otra vez me
vienes con los celos? —Él no respondió, y Rochi
prosiguió—: He estado rodeada por cientos de
hombres durante mucho tiempo y he sabido
cuidarme.
—No lo dudo. Pero ahora estás conmigo y no
quiero que seas tú quien tenga que proteger a
nadie, cuando soy yo el que quiere protegerte a ti.
—Pero, Pablo , creo que...
—He dicho que no —insistió él—. Además,
con lo que yo puedo llegar a ganar si entro en el
gabinete no vas a necesitar...
—Vamos, hombre..., no me vengas otra vez con
lo mismo — gruñó Rochi, recordando su
conversación con Gilbert Heine—. Vale..., sé que
vas a ganar mucho dinero si entras en ese maldito
bufete, pero no lo necesitamos. Ya vivimos muy
bien, ¿no?
—¿A qué viene eso de «maldito bufete»?
Rochi suspiró. Debía ser sincera con él pero,
omitiendo lo que Gilbert le había dicho para no
dañarlo, le habló de todo lo que Louise le había
contado en referencia a aquel sitio y su corrupción.
Pablo la escuchó y, una vez terminó, dijo:
—Habladurías, cariño. Es normal que ella esté
enfadada con Johan si sabe que está con otras
mujeres, pero de ahí a que culpabilice al bufete,
creo que...
—Pero, Pablo ...
El abogado levantó la mano y respondió en
actitud imperativa:
—Se acabó. No me apetece hablar de Johan y
de Louise porque no me interesan sus problemas
personales, pero sí quiero hablar de nosotros, y
por nada del mundo deseo que trabajes en lo que te
propones, ¿entendido?
—Pablo...
Él, desesperado por la impetuosidad de su
novia, preguntó:
—Entre esos antiguos compañeros con los que
podrías volver a trabajar, ¿hay alguno con quien
pudieras haber mantenido relaciones?
La pregunta la pilló de sorpresa. Por supuesto
que cabía la posibilidad de reencontrarse con
algún viejo compañero con el que había estado.
Ella misma se lo había contado, como él se lo
contaba todo a ella y, como no quería mentirle,
afirmó:
—Sabes que sí; ¿a qué viene eso?
Consciente de lo mucho que se jugaba con
aquella conversación, y más con una mujer como
Rochi, Pablo replicó con tranquilidad:
—Mira, cariño, me han invitado a varios pases
de modelos, fiestas y eventos a los que he
rechazado ir para no incomodarte a ti, ¿verdad?
—No me jodas, 007; ¿a qué viene eso ahora?
Dispuesto a soltar lo que llevaba dentro y
hasta el momento no había podido soltar, él
respondió:
—Viene a que, si a ti te molesta que yo me
reencuentre con antiguas conocidas, ¿acaso no
debo preocuparme yo si vas de nuevo de
Superwoman entre tanto machote?
Rochi no contestó.
El alemán tenía toda la razón del mundo.
En el tiempo que llevaban juntos, Pablo le
había hecho ver lo especial que era para él, e
incluso delante de ella había dejado muy claro a
toda mujer que se le acercaba que estaba
comprometido y fuera del mercado. Si iban a una
fiesta, acudían juntos. Si iban a un desfile, Pablo
evitaba siempre estar a solas con las modelos y,
cuando practicaban sexo con otros, jamás la hacía
sentirse mal, porque incluso en esos momentos le
demostraba que ella era única e irrepetible.
—Escucha, Pablo. En referencia a ese
trabajo...
—Me preocupa tu seguridad fundamentalmente
—la cortó—. Y en cuanto a los hombres con los
que trabajarás, serán buenas personas y todo lo
que tú digas, pero ¿crees que van a respetarte y no
van a hacer comentarios maliciosos?
Rochi sonrió. Conocía a alguno de aquellos
escoltas y, sin duda, en cuanto la vieran le dirían
de todo, incluso no dudaba de que alguno intentara
algo con ella por los viejos tiempos.
—Tú misma sonríes; ¿por qué?
—Vamos a ver, cariño, son tíos y...
—Precisamente porque son tíos como yo, sé de
lo que hablo, y por eso mi respuesta sigue siendo
que no quiero que vayas, porque no quiero que
estés a solas con ellos.
—Pero...
—¡No hay peros!
—Pablo...
Él sonrió. Había llegado al momento límite al
que quería llegar y, mirándola, añadió:
—Hagamos un trueque. Yo te doy. Tú me das.
Rocio lo pensó. Hacer aquello podía ser buena
idea, y asintió.
—Vale. ¿Qué quieres?
—¿Cualquier cosa? —preguntó el abogado con
picardía.
Rocio se tocó su corto y alocado pelo y afirmó:
—Si eso hace que te quedes más tranquilo,
cariño, ¡por supuesto!
La sonrisa de Pablo se ensanchó y, de pronto,
ella supo por dónde iba el morenazo. Se echó
hacia delante para apoyarse en la mesa y susurró:
—Eres un tramposo.
—¿Por qué? —dijo él riendo divertido.
—Porque sé muy bien lo que me vas a pedir y
me parece fatal.
—¿Y qué te voy a pedir? —preguntó él, riendo
otra vez, consciente de que su novia tenía razón.
Rochi se revolvió en su silla, resopló y dijo
mientras lo señalaba con un dedo:
—Me vas a pedir que me case contigo y
tengamos un pequeño Spiderman al que llamar
Peter, ¿verdad?
El alemán sonrió. Nada le gustaría más, y se
mofó:—
Si es que hasta te apellidas Igarzabal , cariño.
—Peter ... —protestó ella, consciente de
cuánto admiraba a Peter Parker, el álter ego de
Spiderman—. Y lo que me joroba más —continuó
— es que, si nos casamos, el imbécil de Gilbert
Heine se va a creer que lo hacemos para cumplir
uno de sus absurdos requisitos en relación con el
bufete.
Al oírla, Pablo frunció el ceño.
—Sabes que eso no es verdad —replicó—. Yo
nunca te he pedido que te cases conmigo por ese
motivo. Si te lo he pedido es porque te quiero y
deseo que seas mi mujer... ¿A qué viene eso?
Consciente de que no le había contado la
conversación que había mantenido con el hombre,
Peter resopló y, cuando fue a hablar, Pablo
prosiguió:
—Sabes que me encantaría casarme contigo,
pero siento decirte que no es eso lo que te voy a
pedir, cariño.
—¿No? —preguntó ella desconcertada.
—No. No es eso.
—Y, si no es eso, entonces ¿qué es?
A Pablo le encantó ver su expresión de
desconcierto. No había nada que deseara más que
casarse con ella y, claudicando, afirmó:
—Vale. Te he mentido. Quiero que te cases
conmigo.
—Lo sabía..., mira que lo sabía —gruñó Rocio,
a la que los bodorrios no le iban.
El abogado, divertido, la oyó protestar y, tras
coger el mando del equipo de música, lo encendió.
Le dio a la pista 3 y comenzó a sonar Quando,
Quando, Quando,[7] de Michael Bublé.
—Musiquita ahora... —rezongó Rochi.
La preciosa y romántica canción inundó el
despacho, y Pablo, sin darse por vencido, le guiñó
un ojo, hizo que ella se levantara y empezó a
canturrear:
—«Quando..., Quando..., Quando...».[8]
La exteniente suspiró y, cuando fue a protesar,
él la abrazó, la acercó a su cuerpo para bailar con
ella y murmuró:
—Puedo ser muy convincente si me lo
propongo; lo sabes, ¿verdad?
Rochi asintió. Si alguien podía conseguir algo de
ella, ése era Pablo. Ese maldito abogado, con su
romanticismo y su manera de mirarla, en ocasiones
conseguía que hiciera cosas inauditas, aunque
todavía no la había convencido de pasar por el
altar. Dejándose llevar por la música, Rocio se
disponía a decir algo cuando él le susurró al oído:
—Llevamos casi dos años viviendo juntos. Me
pediste tiempo y yo te lo he concedido. Sabes que
te adoro, que muero por mi prinsesa y...
—Eso es chantaje.
Pablo sonrió. Con ella no había otro modo.
—Lo sé, cariño —respondió—, pero si tú
quieres que yo claudique en unas cosas, tú has de
claudicar conmigo en otras. Sabes que me muero
por casarme contigo, y lo mejor de todo es que
sé que en el fondo, muy en el fondo, tú también te
mueres por casarte conmigo, ¿verdad que sí?
A Rochi se le escapó una sonrisita.
—Eres un creído, 007 —cuchicheó—. Y, si no
lo sabes ya, te recuerdo que los bodorrios con frac
y chaqué no me van. Si nos casamos algún día, lo
haré en vaqueros y celebrándolo con unas birritas.
Pablo, que era consciente de ello, sonrió.
—Tú, Sami y yo —convino—. Los tres somos
una familia, una preciosa familia, y simplemente
quiero formalizar las cosas como abogado que soy.
Vamos..., di que sí e intentaremos hacerlo de una
forma que nos guste a los dos.
—Chantajista emocional..., eso es lo que eres.
—Y tú eres preciosa.
Rochi miró el pisapapeles que Pablo tenía en la
mesa. «¿Se lo estampo en la cabeza?», pensó.
Pablo observó su mirada. «Me lo planta en la
cabeza», se dijo.
En silencio, bailaron aquella bonita canción,
hasta que Rochi sonrió. Luchar contra Pablo y su
corazón era imposible, por lo que lo miró y
afirmó:
—De acuerdo. Me casaré contigo.
Él se detuvo entonces en seco.
—Repite eso que has dicho —pidió mirándola.
Rocio puso los ojos en blanco y repitió:
—De acuerdo. Me casaré contigo este año,
aunque de momento la fecha queda en el aire —y
añadió—: Pero lo haré en vaqueros.
Henchido de orgullo por haber conseguido su
propósito, el abogado sonrió, y se disponía a decir
algo cuando ella lo interrumpió para matizar:
—Y, por supuesto, de momento, el enano calvo
y sin dientes que quieres que tengamos para
llamarlo Peter Parker habrá de esperar porque
quiero trabajar de escolta, ¿de acuerdo?
Pablo sonrió encantado. Sin duda, había
conseguido parte de lo que pretendía y, dispuesto a
lograr que Rochi dejara de lado la segunda parte del
trato, murmuró:
—No olvidaré este instante mientras viva.
Ella puso los ojos en blanco pero, incapaz de
no sonreír, declaró:
—Yo tampoco.
Sus cuerpos se rozaban y Rochi, soltándose de
él, se sentó sobre la mesa del despacho de su
futuro marido.
—¿Qué tal si sellamos nuestro pacto antes de
regresar con nuestros invitados? —propuso.
—Igarzabal, eres muy traviesa —murmuró Björn
divertido.
—Lo sé, como también sé que te gusta que lo
sea —afirmó ella sonriendo.
Pablo sonrió encantado.
—¡Que esperen! —exclamó abriéndose la
camisa.
Instantes después, la prenda de él voló, la
camiseta de ella acabó sobre una de las sillas y los
pantalones de ambos en el suelo mientras la voz de
Michael Bublé cantaba. Desnuda, Rocio se tumbó
sobre la mesa y, sin decoro, abrió las piernas para
él. Al ver lo que ella le ofrecía, Pablo jadeó, se le
acercó y susurró paseando el dedo delicadamente
por los pliegues húmedos de su sexo:
—Te comería entera, pero me temo que esto ha
de ser algo rápido.
Y, sin más, se metió entre sus piernas y la
penetró con urgencia.
Al sentir a Pablo en su interior, Rochi se arqueó
sobre la mesa y chilló de placer, mientras él se
apretaba contra ella y comenzaba a bombear con
fuerza.
El sonido de sus cuerpos al chocar resonaba en
el silencioso despacho. Pablo posó entonces las
manos sobre sus pechos, se los tocó y, tras
inclinarse para acceder a ellos, se los metió en la
boca y, sin parar de bombear, se los mordisqueó
hasta que los jadeos de Rocio lo volvieron loco.
El abogado vibraba mientras ella temblaba y,
enloquecido, se incorporó, le cogió las piernas, se
las subió a los hombros y, mirándola, dijo en un
tono cargado de sensualidad:
—Adoro follarte, teniente Igarzabal.
La exteniente asintió. Oírlo decir aquello en
aquel momento era morboso. Muy morboso.
El éxtasis que le provocaba lo que él le hacía y
le decía la dejaba sin fuerzas y, abandonada al
momento, se agarró a la mesa y volvió a chillar de
placer. Pablo era tremendamente sexual.
Sin descanso, el alemán continuó hasta que ella
gritó al llegar al clímax.
—Pablo...
Oír su nombre en boca de ella mientras
convulsionaba de placer era una de las cosas que
más le gustaban. Mirarla y admirarla mientras veía
el goce en su rostro lo apasionaba y lo excitaba
aún más, hasta que segundos después, tras un fuerte
empellón que hizo que Rocio volviera a gritar, el
abogado se corrió.
Con las respiraciones agitadas, Pablo bajó las
piernas de Rochi con cuidado y, tumbándose sobre
ella en la mesa, murmuró agotado:
—Señora Martinez, te voy a hacer muy feliz.
Diez minutos después, una vez vestidos de
nuevo, regresaron a la casa cogidos de la mano. Al
verlos, Peter y Lali sonrieron y se alegraron por la
increíble noticia.
¡Había boda!

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