viernes, 10 de febrero de 2017

CAPITULO 88

—No te preocupes por Martinez —replicó Riera —. Sus secuaces están
muertos, y él no va a poder viajar en los próximos días.
—¿Lo habéis matado?
—No, o por lo menos no creo. Todavía respiraba cuando nos fuimos de allí, 
pero dudo que se sienta en condiciones de viajar durante un tiempo.
—No subestimes a ese malnacido, Nico. ¿Me vas a ayudar a levantarme?
—No.
—¿Que no? Como capitán tuyo que soy te ordeno que obedezcas mi orden.
—No.
Riera se sintió tan puñeteramente impotente que estuvo a punto de ponerse a
gritar de frustración.
—Podría mandar que te pongan los grilletes por insubordinación.
—Inténtalo —le desafió Nico.
Peter se volvió hacia Pablo.
—Supongo que entonces te corresponde a ti, Pablo. Del señor Riera ya me
ocuparé más tarde. Prepárame el bote, que voy a bajar a tierra.
Riera sacudió pesaroso la cabeza.
—Lo siento, Capitán, pero yo estoy de acuerdo con el señor Riera.
—Muy bien, pues entonces lo haré yo sólito. —Le costó tres intentos, pero al
final logró sostenerse sobre sus pies. Una sacudida de áspero dolor le obligó a
doblarse sobre sí mismo, pero enseguida recuperó el dominio y se enderezó. Sus
propias heridas no le importaban. Tenía que salvar a su mujer y a aquel hijo suyo que
todavía no había nacido de las garras de Martinez.
Pablo y Nico se miraron con preocupación, y luego se acercaron
reticentes a ayudar a Peter.
—Está bien, Peter —dijo Riera —, te ayudaremos. Siempre has sido un
cabezota. Pero tengo serias dudas de que puedas llegar a tierra siquiera. No te
preocupes, Pablo y yo iremos a buscar a Lali. Yo sé dónde vive don Eduardo.
—No; el marido de Lali soy yo. Ella es responsabilidad mía. —Peter se
movía despacio, con mucho esfuerzo—. Vosotros sólo llevadme a tierra y
encontradme un caballo. Y dadme una espada y una pistola.
—Maldito idiota testarudo —murmuró entre dientes Riera —. Te
ayudaremos, pero yo voy a ir contigo digas lo que digas.
Pablo se fue a buscar la espada y la pistola mientras Riera ayudaba a
Peter a llegar a la cubierta y a meterse en el bote.
—No os vais a librar de mí tan fácilmente —dijo Pablo, saltando con
Riera dentro del bote—. Ayudaré con los remos. —Le pasó a Peter la espada y
la pistola y dio instrucciones a los marineros para que bajaran el bote al agua.
Riera observaba atentamente a Peter. No tenía ni idea de cómo
conseguía mantenerse derecho. Las graves heridas que había sufrido habrían
obligado a cualquiera a guardar cama durante días. Pero Peter no era cualquiera.
Pese a todo, Riera dudaba muy seriamente que Peter pudiera sobreponerse al
dolor de montar un caballo. Tenía todas sus esperanzas puestas en arrastrarlo de
vuelta al barco inconsciente. Pero no pensaba fallarle a Peter. Se juró que
encontraría a Lali costase lo que costase.
Don Mariano volvió en sí al poco de que Lali y su padre lo abandonaran a su
suerte. La cabeza le palpitaba dolorosamente, y le llevó unos minutos recordar lo que
había pasado. Se levantó aturdido, se acercó dando traspiés a la carreta y soltó una
violenta maldición cuando descubrió a sus esbirros muertos. Había sido un estúpido
al no fijarse mejor en aquellos campesinos, porque estaba claro que no eran en
absoluto campesinos, sino marineros del Diablo. La emboscada había tenido éxito; su
falta de vista le había salido cara. El Diablo había huido con sus hombres, y don
Mariano comprendió que tenía que llegar a Cádiz lo antes posible si quería evitar que el
pirata se le escapara una vez más.
La cólera de don Mariano se desbordó cuando, al buscar su caballo, vio que no
estaba. Era un caballo que se había traído de La Habana y al que había domado él
mismo. Sabía que por sí mismo no se alejaría de él; alguien tenía que habérselo
llevado. Qué estúpido y qué confiado había sido. Pero no podía tolerar aquel retraso.
Era imprescindible que llegara a Cádiz y alertara al cuerpo de dragones antes de que
el barco del pirata zarpara.
Don Mariano contempló el penco que estaba enganchado a la carreta con evidente
desagrado. Aquel caballo ya no estaba precisamente en la flor de la vida, pero
cabalgar a sus lomos hasta Cádiz le pareció como mínimo mejor idea que ir
arrastrando una carreta llena de hombres muertos. Para el excelente jinete que era
don Mariano , montar sin silla no v problema alguno. Por fortuna para él conocía
aquella zona, porque había vivido allí en su juventud, y sabía un atajo para llegar a la
ciudad a través de los campos de olivos.
Don Mariano aguardó un instante a que se le aplacara el contundente dolor que
sentía en la cabeza, y luego desenganchó de la carreta el caballo y se subió en él como
buenamente pudo. Sujetando las riendas, espoleó los flacos flancos de aquel penco y
partió cruzando los campos de Cádiz.
Cuando Lali y su padre llegaron a Cádiz se dirigieron directamente al
malecón. Lali se estremeció de alegría cuando vio el Vengador aún anclado en la
bahía. ¡Lo habían conseguido! Muy pronto Peter y ella estarían juntos para
siempre.
—Un bote, padre, necesito encontrar un bote para llegar hasta el Vengador.
Don Eduardo suspiró con resignación.
—Ya me ocupo yo de eso, Lali. Tú espérame en la calesa. Seguro que
encuentro a alguien que quiera llevarte remando hasta el barco.
—No, padre, yo voy con vos. —Y, agarrando su fardo de ropa y la espada de
Peter, esperó a que su padre la ayudara a bajar.
De pronto, la atención de Lali se concentró en un bote que estaba descargando
pasajeros en el muelle. Del mar llegaba una espesa niebla gris que ocultaba las
siluetas en una bruma envolvente. La niebla y la luz menguante del día impidieron a
Lali reconocer a los dos hombres que saltaron del bote al muelle. Pero cuando esos
hombres se inclinaron para ayudar a un tercero a salir del bote, Lali dejó caer su
hatillo de ropa y la espada, gritó el nombre de Peter y echó a correr.
Don Eduardo recogió aquellas cosas del suelo y la siguió lo más rápido que
pudo.
Ir sentado en el bote le había costado a Peter lo indecible. Se preguntaba
cómo demonios iba a poder montar un caballo sin irse al otro barrio, pero estaba
decidido a lograrlo o morir en el intento. Lali le pertenecía. Ella y su hijo lo eran
todo para él. Sin ellos no había futuro.
—¿Estás bien, Peter ? —le preguntó Riera con ansiedad.
—Perfectamente —respondió Peter con un bufido de dolor—. Sólo necesito
un caballo.
Los caballos y la carreta que tenían alquilados estaban todavía enganchados por
allí cerca. Nadie se había ocupado de devolverlos a las caballerizas, porque en aquel
momento su única preocupación era poner a salvo a Peter a bordo del Vengador.
Pablo desenganchó uno de los caballos y lo sujetó de forma que Peter pudiera
montar. Tenía serias dudas sobre la capacidad de Peter de subirse a un caballo,
pero hizo lo que su capitán le ordenaba.
Peter se sentía como si tuviera dentro de la cabeza mil demonios con sus mil
tridentes pinchándole para salir. El cuerpo le ardía, y en la pierna le palpitaba un
dolor increíble, pero consiguió levantarla hasta el estribo sin irse para el otro barrio.
Se preparó para sentir el candente suplicio de ser izado hasta la silla. Cuando vio que
ni Riera ni Pablo hacían nada por ayudarle, miró por encima del hombro para
interpelarlos por el retraso y se encontró con que los dos hombres estaban mirando
hacia el otro extremo del muelle.
La oyó gritar su nombre antes de verla, con voz de desesperación pero también
de júbilo. Y entonces la vio emerger de entre la niebla, con la capa flotando alrededor
y el pelo revuelto, alborotado por el viento, flameando en desorden alrededor de sus
pálidas facciones.
—¡Lali! —Peter gastó sus últimas fuerzas en bajar el pie del estribo y
encaminarse hacia ella. Se desplomó en los brazos de Lali cuando se encontraron en
el muelle a medio camino. Don Eduardo, resoplando por el desacostumbrado
esfuerzo, llegó junto a ellos a tiempo de ayudarla a sujetar el cuerpo desvanecido de
Peter . Nico y Pablo llegaron instantes después.
—¿Está bien? —les preguntó Lali, fuera de sí de pura preocupación—. Lo veo
demasiado pálido.
—Peter ha sufrido heridas graves —la informó Riera —. Ahora que tú
estás aquí ya podemos llevárnoslo de vuelta al barco y a la cama, que es donde tiene
que estar. Insistía en ir a buscarte él mismo. Estaba loco de preocupación y no
atendía a razones. Gracias a Dios que has venido. Aquí estamos rodeados de
peligros. Lo huelo. —Y miró con resquemor a don Eduardo.
—Mi padre ha sido quien me ha traído hasta aquí —explicó Lali—. No nos va
a impedir marcharnos.

1 comentario:

  1. De seguro lo malo es q llega martinez...me pongo q puede ser q quiera disparar y el papa d lali se interponga mmmm

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