sábado, 11 de febrero de 2017

CAPITULO 89

Debéis daros prisa —apremió don Eduardo—. Es posible que don Mariano nos 
haya venido siguiendo. 
No bien había pronunciado esas palabras cuando un estruendo procedente del 
otro extremo del muelle invadió la noche incierta. Lali se estremeció de 
consternación al vislumbrar a don Mariano que con una patrulla armada de dragones
cargaba hacia ellos por el camino adoquinado.
—¡Detenedlos! ¡Detened al pirata! —gritó don Mariano, enarbolando la espada
como si fuera un hacha de guerra.
—Deprisa, ay, por favor, deprisa —exhortaba Lali sin aliento mientras los
hombres llevaban a Peter, medio a rastras medio en volandas, hacia el bote.
Lali iba dando traspiés, entorpecida por su embarazo. Sin retrasarse ni un
segundo, Pablo la recogió en sus brazos y la depositó en el bote. Luego ayudó a
Riera y a don Eduardo a acomodar a Peter junto a ella. El bote se alejó del
muelle sin perder un instante. A Lali le corrieron lágrimas por las mejillas en
aquella apresurada despedida de su padre.
—Os quiero, padre. Siempre seréis bienvenido en Andros. Quiero que mi hijo
conozca a su abuelo.
—Iré, hija —le prometió desde el malecón don Eduardo—. Puede que no
siempre te lo haya demostrado, pero yo también te quiero.
El bote se internó deslizándose en la densa bruma justo en el momento en que
don Mariano y los dragones llegaban al final del muelle. Don Mariano apartó sin
miramientos a don Eduardo, maldiciendo aquella niebla espesa y gris que tan bien le
venía al pirata para escapar.
—¡Deteneos! —gritó don Eduardo, tratando desesperadamente de proteger a su
hija. Haciéndole caso omiso, los dragones aprestaron los mosquetes y dispararon a
ciegas; volvieron a cargar y a disparar hasta que se hizo evidente que su presa estaba
ya fuera de su alcance.
—Pero ¡qué habéis hecho! —gritó don Mariano, volviéndose contra don Eduardo.
—Por primera vez en mi vida, he tenido en cuenta la felicidad de mi hija —
respondió él, tragándose un sollozo—. Está embarazada del inglés; tú no la habrías
aceptado en esas condiciones. Con quien tiene que estar es con su esposo. Lali me
ha dado su palabra de que en el futuro el Diablo no volverá a ser un peligro para las
embarcaciones españolas.
—¿Y la habéis creído? —espetó despreciativamente don Mariano.
—Pues sí, la he creído. Déjalos en paz, Mariano. Como consolación por tu pérdida
puedes quedarte con una generosa parte de la dote de Lali. Búscate a una mujer
digna de tu categoría.
Don Mariano se dio cuenta de que estaba derrotado y trató de tomárselo lo mejor
que pudo.
—Tenéis razón, Eduardo. Por mucho que me hubiera gustado coger a ese pirata
y ofrecerle su cabeza al rey, me conformaré con lo que me ofrecéis. Mi orgullo me
impide querer a una mujer que está embarazada de otro hombre. A menos que el
Diablo vuelva a hacer de las suyas en el mar, daré este asunto por zanjado.

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