El lunes, cuando llego al trabajo,
me entero de que PETER, mi supuesto novio, se ha
marchado a Alemania. Se ha ido y no
me ha dicho nada. Claudia, su secretaria,
está emocionada porque ha pedido
que ella se reúna con él en las oficinas de
Múnich el miércoles. Eso me hunde.
Saber que se ha marchado porque no quiere
verme ni hablar conmigo me
destroza. Y cada vez que veo las cajas embaladas, el
llanto me coge a traición.
Como puedo, paso la semana. No lo llamo. No le escribo. Directamente, no
vivo.
Le dije que, si se marchaba,
asumiera las consecuencias y soy una mujer de
palabra. Aunque tengo que hablar
con él. Lo necesito.
Escribo un correo electrónico a la tal PAU O PAULA, pero no me contesta.
Compro un móvil e instalo la
tarjeta SIM del teléfono donde tengo el número de
esa sinvergüenza, pero no me lo
coge. Llamo a Marisa y más de lo mismo. Me
encuentro atada de pies y manos y
no sé qué hacer. Ni cómo demostrarle a PETER
que lo que piensa de mí es falso.
Mi jefa en esos días es amable conmigo. Sigo siendo la novia del jefazo
y me doy
cuenta de que ya no me carga de
trabajo como meses atrás. Ahora, incluso me
aburro.
A la semana siguiente, cuando llego el lunes a la oficina me sorprendo
al ver que
PETER está en su despacho. El
corazón me da un vuelco. Las manos me sudan y creo
que me va a dar un ataque. Me muevo
por el departamento con la intención de que
me vea. Sé que me ha visto. Lo sé.
Pero, al ver que no me llama ni hace nada por
hablar conmigo, soy yo la que da el
paso.
Cuando abro la puerta de su despacho, me mira con dureza.
—¿Qué desea, señorita ESPOSITO?
Cierro la puerta. Debo de tener la tensión a ochocientos. Me acerco
hasta su mesa
y murmuro:
—Me alegra saber que has regresado.
Me mira... me mira... me mira y finalmente repite con gesto neutro:
—¿Qué desea, señorita ESPOSITO?
—PETER, tenemos que hablar. Por favor, tienes que escucharme.
Con una mirada implacable, se recuesta sobre su sillón.
—Le dejé muy claro que usted y yo ya no tenemos nada que hablar. Y
ahora, si
es tan amable, regrese a su puesto
de trabajo antes de que me saque de mis casillas
y la ponga de patitas en la calle,
como se merece.
Mi cuerpo se revela. Ah, no... por eso sí que no paso.
Quiero gritar. Quiero patearle el culo y no quiero que me trate con esa
frialdad.
Pero, como necesito que me escuche,
me trago mi orgullo.
—Señor LANZANI, aun así, me gustaría que pudiera usted escuchar lo que
tengo que decir.
—Abandone mi despacho —dice sin cambiar su gesto— y cíñase a su cometido
que es trabajar para mí y para mi
empresa.
Se abre la puerta del despacho y entra Claudia con un café. Nos observa
y,
cuando va a dejarnos solos, PETER
dice:
—Claudia, quédate para que podamos terminar lo que estábamos haciendo,
la
señorita ESPOSITO ya se marcha.
Me sublevo e insisto.
—Por el amor de Dios, PETER, ¿quieres hacer el favor de darme unos
minutos?
Se levanta. Está imponente con aquel traje negro. Se apoya en la mesa y
gruñe
delante de mi cara:
—Salga de mi despacho inmediatamente.
—No.
—¿Pretende que la despida?
La cara de circunstancias de Claudia es todo un poema. La miro y digo
furiosa:
—Por favor sal del despacho, ¡ya!
Sin rechistar, lo hace. PETER blasfema y, cuando nos quedamos solos, sin
achicarme, saco el carácter que mi
padre dice que es idéntico al de mi madre y
señalo:
—Puedes echarme, puedes despedirme, pero no me puedes callar.
—No quiero escucharte. He dicho que...
Doy un puñetazo en la mesa con la mano que casi me la rompe y lo
interrumpo,
furiosa.
—Me
vas a escuchar, maldita sea, aunque sea lo último que haga en mi vida.
PETER se calla. Sigue enfadado, pero al menos me mira con curiosidad.
—Esa tal PAU, junto con Marisa y una tal Lorena aparecieron en el
gimnasio
donde voy. Marisa me las presentó y
en ningún momento me indicó que ella era tu
ex. Simplemente me dijo que se
llamaba PAYLA. ¿Cómo voy yo a saber que PAU
es PAULA? Cuando acabamos en el
gimnasio, decidimos tomarnos unas Coca-
Colas en un bar. Intercambiamos
teléfonos para llamarnos otro día y salir a cenar
con nuestras parejas. Luego, Lorena
propuso ir al piso de una conocida a recoger
unas prendas y resultó ser una
tienda de lencería. Me probé cosas pensando en ti.
¡Por eso estaba desnuda! Y allí fue
donde la tal Rebeca intentó algo conmigo que
no consiguió. ¡Me negué! Ahora sé
que todo estaba preparado por ella y lo único
que esa imbécil quería era provocar
tu reacción.
PETER me mira. Sus ojos me fulminan y pregunto:
—¿Por qué la crees a ella y no a mí? ¿Acaso es ella más de fiar que yo?
Agitada respiro. El alivio que siento tras explicar la verdad es
tremendo.
—¿Y por qué habría de creerte a ti?
Me revuelvo. Su expresión no revela nada bueno y respondo:
—Porque nos conoces a las dos y sabes perfectamente que yo no soy una
mentirosa. Puedo tener mil fallos,
pero mentirosa contigo nunca he sido. Y antes
de que vuelvas a echarme de tu
despacho, quiero que sepas que estoy dolida,
furiosa, enfadada y muerta de rabia
por no haberme dado cuenta del sucio juego
de esas brujas. Pero la furia que
siento por ellas no es comparable con la que siento
hacia ti. Yo iba a dejar mi vida,
mi familia, mi trabajo y mi ciudad para ir detrás de
ti y resulta que tú, el hombre que
se supone que me iba a cuidar y mimar,
desconfía de mí a la primera de
cambio. Eso me duele y me ha destrozado el
corazón y quiero que sepas que esta
vez tú sí que eres el culpable. Tú y sólo tú.
PETER me mira. Yo lo miro y ninguno dice nada.
Necesito que hable, que me entienda, que diga algo. Pero las palabras o
el gesto
que yo necesito no llega. PETER
sigue impasible tras la mesa, me taladra con la
mirada pero no reacciona. La mano
me duele del puñetazo que he dado en la mesa
y, al tocármela, noto en el dedo el
anillo que PETER me regaló. Cierro los ojos. No
quiero hacer lo que tengo que
hacer, pero no me queda más remedio. Finalmente
me quito el anillo, lo dejo sobre
la mesa y murmuro ante su duro gesto:
—De acuerdo, señor LANZANI, lo que había entre usted y yo ha acabado.
Alégrese por PAULA, ella ha ganado.
Me doy la vuelta y salgo. No quiero mirarlo. No quiero nada de él.
Estoy tan enfadada que soy capaz de cualquier cosa. A medida que salgo,
Claudia entra en el despacho de
PETER. No sé lo que hablan ni lo que dicen, pero
realmente no me importa. Me
tiemblan las manos. Cuando llego a mi mesa y me
siento, mi jefa sale del despacho y
dice:
—LALI, por favor, localízame al delegado de Sevilla. Tengo que hablar
con él.
Como un robot, busco lo que mi jefa me pide. No quiero pensar. No puedo.
En
ese instante, Claudia sale del
despacho de PETER, me mira y entra en el despacho de
mi jefa. Cuando consigo el teléfono
del delegado de Sevilla entro en el despacho de
mi jefa y Claudia sale, pero,
cuando me voy a ir, oigo a la imbécil de mi jefa que
dice:
—Me acabo de enterar que le has
devuelto el anillo a PETER LANZANI.
No contesto. Me niego a explicarle episodios de mi vida a esa atontada.
—¿Ya se os acabó el amor?
Ese comentario me aviva la sangre. Me hace sentir viva y respondo:
—Si no le importa, eso es algo privado de lo que prefiero no hablar.
Pero la prepotente que hay en ella no se puede callar.
—Entonces, ¿ya no te vas a Alemania? —Al ver que no respondo, vuelve a
la
carga—: ¿De verdad pensaste que un
hombre como él podía querer algo serio
contigo?
No respondo o me la como. La arrastro de los pelos. Pero ella insiste.
Parece
disfrutar del momento.
—Prepárate para lo que se te viene encima, LALI. Serás motivo de mofa
durante
el tiempo que te quede en la
empresa. Has pasado de ser la intocable novia del
jefazo a la repudiada y hazmerreír
del de la empresa. Y, sinceramente, no me da
pena. Te estabas creyendo alguien
últimamente y mereces que te pongan en tu
lugar.
Mi sangre bulle... bulle... bulle y sé que ya no hay marcha atrás.
Si algo he sido en esa puñetera empresa es discreta y trabajadora. Y si
alguien no
quería revelar mi relación con
PETER era yo, precisamente para evitar los cuchicheos.
Por ello y consciente de que lo que
voy a hacer es motivo de despido, doy un
manotazo al portátil de mi jefa, le
cierro con brusquedad la pantalla y replico con
fuerza:
—Prefiero ser la repudiada del jefazo a la madurita cachonda y salida de
tuercas
que se tira a todos los jovencitos
de la empresa que se le ponen por delante. —Ella
abre la boca y yo prosigo—: Sí...
sí. ¿Acaso te crees que no sé o que nadie sabe lo
que haces en ocasiones en este
despacho?
—No te consiento que...
—No me consientes, ¿qué? —la interrumpo, y alzo la voz—. Mira, pedorra,
he
sido una buena secretaria. Te he
cubierto, defendido, he omitido hablar con todo el
mundo de lo que he visto y, aun
así, te comportas conmigo como una mala arpía
por lo que me ha ocurrido con el
señor LANZANI. Pues bien, ¡se acabó dejar de
ser una buena chica! Y a partir de
este instante, como imagino que ya no
pertenezco a esta empresa y estamos
en igualdad de condiciones, quiero que sepas
que si me insultas, yo te insulto.
Si me faltas, yo te falto. Y si me buscas, me vas a
encontrar. Porque mira, reinona de
pacotilla, seamos sinceros, aquí todos llevamos
colgando nuestro sambenito... yo
seré la ex del jefe, pero tú eres y serás la guarrilla
de la empresa a la que le encanta
que le quiten las bragas sobre la mesa y se la tiren
en cualquier lugar.
—Por todos los santos, ¡quieres no gritar!
Me río. Pero mi risa es nerviosa. Me conozco y, tras la risa nerviosa y
la mala
leche, llegará el bajón y
finalmente el llanto. Por eso, antes de que llegue la tercera
fase de mi rabieta, descuelgo el
teléfono y se lo tiro encima de la mesa.
—Y ahora, pedazo de imbécil, llama a personal y diles que me vayan
preparando
el despido. Yo solita subo a
firmarlo. Me he quedado tan contenta con lo que te
acabo de decir, que me importa una
mierda todo lo que venga después.
Dicho esto, me doy la vuelta y, como Juana de Arco, salgo del despacho.
¡Dios, qué bien me he quedado!
Al salir, me encuentro con Claudia y con PETER. Han debido de escuchar
los gritos.
La chica entra en el despacho de su
hermana y oigo cómo habla con ella mientras
ésta pide a gritos mi despido
inminente a personal.
PETER me observa. No se mueve. Está bloqueado. No esperaba que yo
reaccionara
así. Sin mirarlo, me dirijo a mi
mesa y comienzo a recoger mis cuatro pertenencias.
—Entra en mi despacho, LALI.
—No. Ni lo sueñe. Y recuerde, señor, ahora para usted soy la señorita
ESPOSITO,
¿entendido?
—Entra en mi despacho —repite con furia.
—He dicho que no —contesto.
Noto que PETER se mueve nervioso a mi lado. Es el jefe de la empresa y
debe
mantener la compostura. Si me
agarra del brazo y me obliga a entrar, sabe que yo
reaccionaré y todos nos mirarán.
Por ello, se agacha hasta mi cara y murmura:
—LALI, cariño, soy un imbécil, un gilipollas, por favor, pasa al
despacho. Tienes
razón. Tenemos que hablar.
Al escuchar eso, sonrío. Pero mi risa es fría e impersonal. Lo miro y,
tras pensar
durante unos segundos mi respuesta
como suele hacer él, tuerzo el gesto y
respondo:
—¿Sabe, señor LANZANI? Ahora la que no quiere saber nada de usted, soy
yo,
señor. Se acabó Müller y se
acabaron muchas otras cosas. No aguanto más.
Búsquese a otra a la que volver
loca con sus continuos enfados y sus desconfianzas,
porque yo me he cansado.
Reviso cajón por cajón. No veo lo que hay en su interior, pero de todos
modos lo
hago mecánicamente. Los cierro con
fuerza y, cuando acabo, cojo mi bolso y me
dirijo hacia la puerta.
—¿Adónde vas, LALI?
Con toda la chulería, madrileña, jerezana y catalana que tengo, lo miro
de arriba
abajo y sonrío con frialdad.
—A personal. Desde este instante causo baja en «su» empresa, señor
LANZANI.
Mientras camino hacia el ascensor, siento las miradas de todos mis
compañeros
posadas en mí y, en especial, la de
mi ex. Mis compañeros no saben lo que pasa,
pero, conociéndolos, pronto sacarán
sus propias conclusiones. Seré la comidilla los
próximos días, pero eso es algo que
ya no me importa. No estaré allí para aguantar
sus malditos cotilleos.
Cuando entro en el departamento de personal todos me miran. ¡Cómo corren
las
noticias! Pero es Miguel el que se
acerca a mí y, cogiéndome del brazo, me lleva
hasta su mesa y murmura:
—¿Qué has hecho? Tu jefa...
—Ex jefa —aclaro.
—Vale. Tu ex jefa ha llamado hecha una furia para que te despidamos.
Asiento. Sonrío y encojo los hombros.
—Acabo de provocar mi despido. Le he dicho a esa mala bruja todo lo que
pienso de ella y, ¡Diossss,
Miguel!, ¡me he quedado como nueva! Ha sido uno de
los mejores momentos de mi vida.
En ese instante, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Miguel, que la señorita ESPOSITO espere un segundo. De momento, que no
firme
la carta de despido que te había
dado.
Sorprendido, Miguel me mira y, cuando éste desaparece, cuchichea:
—Tras llamar tu jefa, ha llamado Iceman. Menudo cabreo tiene.
Resoplo. En ese momento me importa todo un pepino. Me siento y Miguel
pregunta:
—Pero ¿qué ha pasado?
—Iceman y yo hemos roto y la gilipichi de mi ex jefa ha tenido el valor
de
mofarse de mí y de mis
sentimientos.
—¿Habéis roto Iceman y tú?
—Sí.
—Lo siento, preciosa. Y sabes que lo digo de corazón.
—Lo sé. —Sonrío con tristeza—. Pero tenías razón. Con los jefes nunca
hay que
tener una relación. Porque, tarde o
temprano, lo pagas de una manera u otra.
Mi aparente frialdad comienza a resquebrajarse. Hablar de PETER y de mi
nueva
realidad duele. Tres minutos
después, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Entra en mi despacho.
Le hago caso y obligo a Miguel a entrar conmigo. Gerardo nos mira y
finalmente
dice:
—LALI, el señor LANZANI quiere que vayas a su despacho ahora mismo.
Su insistencia me sorprende y contesto:
—No. No voy a ir. Quiero firmar mi despido.
Miguel y Gerardo se miran sorprendidos y éste insiste.
—LALI, no sé lo que ha pasado, pero el señor LANZANI dice que...
—Lo que diga el señor LANZANI, actualmente, me entra por un oído y me
sale por el otro. Por lo tanto,
Gerardo, si quieres, puedes llamarlo y decirle de mi
parte que se vaya a la mierda o lo
hago yo directamente. Pero no pienso ir a su
despacho ni a ningún otro. Sólo
quiero firmar mi carta de despido.
El hombre no sabe qué hacer. La situación se le escapa de las manos.
Finalmente,
me pide un segundo, coge el
teléfono que está descolgado y habla. Intuyo que PETER
me ha escuchado pero no me importa.
Mejor. Así se dará cuenta de que cuando yo
digo algo lo cumplo. Que asuma las
consecuencias.
Miguel, que está nervioso por todo lo que ocurre, me aleja de la mesa de
Gerardo.
—¡Qué huevos los tuyos, nena! Me tienes alucinado. Pero sé realista y
piensa lo
que me dijiste a mí cuando no me
iban a renovar. Hay mucho paro, mucha crisis y
necesitas el trabajo. No seas
tonta, LALI.
Y, cuando voy a contestar, Gerardo levanta su vista hacia nosotros.
—El señor LANZANI me pide que no firmes ninguna carta de despido. Que te
vayas de vacaciones y...
—¿Vacaciones?
—Sí, eso ha dicho.
Maldigo en voz alta. Observo que el teléfono sigue descolgado. Como una
furia,
salgo del despacho, cojo el papel
que Miguel tenía preparado para mí cuando
entré, vuelvo a entrar en el
despacho y lo firmo sin leerlo. En cuanto lo hago, se lo
entrego a Gerardo y añado a
sabiendas de que PETER escuchará lo que digo:
—Toma, entréguele mi despido firmado al señor LANZANI, con todo mi
amor.
Gerardo, patidifuso, coge el papel y yo salgo del despacho seguida por
Miguel.
Una vez fuera, miro a mi
descolocado e incrédulo amigo y compañero, le doy un
beso en la mejilla, le revuelvo el
pelo y murmuro:
—Llámame y nos tomamos algo algún día.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Abandono la empresa a toda
leche.
Cuando me monto en mi coche y salgo
del garaje no sé adónde ir ni qué hacer.
Acabo de cometer la mayor locura de
mi vida y de pronto me doy cuenta de que
todo me da igual.
Continuará...
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