miércoles, 10 de mayo de 2017

CAPITULO 2

A la mañana siguiente, cuando Peter me despierta y
me anima a levantarme, estoy hecha unos zorros.
Vamos a ver, ¿por qué antes podía pasarme la
noche en vela, de juerga, y ahora, cuando salgo, al
día siguiente me cuesta tanto reponerme?
Sin lugar a dudas, y como diría mi
superhermana Cande, ¡cuchufleta, la edad no
perdona!
Y es cierto.
Hasta hace un tiempo mi cuerpo se recuperaba
rápidamente, pero ahora, cada vez que trasnocho,
al día siguiente estoy fatal.
¡Me hago mayor!
Los niños, que ya se han levantado, nos
esperan con Pipa y Simona en la cocina.
Mientras se viste, Peter me mira y dice:
—Vamos, dormilona. Levanta.
Yo miro el reloj y resoplo.
—Pero si sólo son las nueve y media, cariño.
A través de mis pestañas, veo cómo él sonríe y
se acerca a mí.
—De acuerdo —responde—. Sigue
durmiendo, pero luego no te quejes cuando te
cuente las graciosas pedorretas que hace Hannah o
las risas del pequeño Peter por la mañana.
Pensar en ellos me reactiva el alma. Sólo
podemos desayunar los cinco juntos los fines de
semana y, como adoro a mis niños, me levanto y
murmuro:
—Vale. Espérame.
Peter me observa y sonríe cuando camino hacia
el baño.
Me miro al espejo. Mi aspecto deja mucho que
desear: pelo revuelto, ojos hinchados y gesto
agotado. Aun así, en lugar de regresar de nuevo a
la cama, me lavo la cara, los dientes y, tras
recogerme la melena en una coleta alta, vuelvo a la
habitación.
—Quiero mi beso de buenos días —exige Peter 
mirándome.
Encantada por su petición, lo beso, lo beso y
lo beso y, cuando mi respiración se acelera, él
murmura mimoso:
—Me sabe mal decirte que no, pero los niños
nos esperan.
¡Aisss, los niños...! Desde que tenemos niños y
Peter está tan centrado en la empresa, nuestros
momentos locos como el de la noche anterior
bailando en el garaje casi se han esfumado, aunque
cuando los tenemos son ¡lo mejor!
Me entra la risa. ¿Por qué mi marido me pone
a cien a cualquier hora del día?
Con mirada de víbora divertida, me separo de
él y me pongo rápidamente una bata. No es lo más
sexi del mundo, pero es lo más socorrido a estas
horas.
Una vez listos, mi chico me cede el paso para
que vaya delante de él y, en cuanto salimos de la
habitación, me da un azote en el trasero y murmura
cuando yo lo miro:
—Anoche lo pasamos bien, ¿verdad?
Asiento.
—Tú y yo siempre lo pasamos bien —
respondo enamorada de él como una colegiala.
Sonríe..., sonrío y, cogidos de la mano, nos
encaminamos hacia la cocina.
Al entrar, Flyn, mi mayorzote, que ahora no da
besos porque le parecen absurdos, protesta cuando
intento besuquearlo.
—Mamáaaaaaaaa, por favorrrrrrrr —dice
huyendo de mis brazos.
—Dame un beso, que lo necesito —insisto
para hacerlo rabiar.
Pero mi niño, que ya está en plena edad del
pavo, me mira y dice con tono de reproche:
—Jolines, ¡para de una vez!
Su gesto me hace reír.
¿De quién habrá sacado ese carácter gruñón y
serio?
Finalmente me acerco a mi pequeño Peter, a ese
pequeño rubiales que algún día será un tipo duro
como su padre, y me lo como a besos. Él, al igual
que su hermano Flyn, retira el rostro. No le gusta
que lo achuchen, pero a mí me da igual, ¡lo
achucho doblemente!
Con el rabillo del ojo veo que Simona y Pipa
sonríen. Siguen sin entender mi carácter español
de besuquear a todo el que puedo. Una vez acabo
con el niño, me voy derecha a Hannah, que al
verme sonríe.
¡Me la como!
A pesar de que es una gran llorona, cuando
Hannah no llora tiene la sonrisa más bonita del
planeta. Es morenita como yo, pero la tunanta tiene
la misma expresión intrigante de Peter, y eso me
encanta. Me emociona. Me fascina.
Una vez he achuchado a mis tres pequeños
amores, me siento a la mesa de la cocina y Flyn
dice:—
¡Menuda juerguecita te has pegado, mamá!
Tu cara lo dice todo.
Oír eso me hace sonreír.
¡Si él supiera!
Sin lugar a dudas, mi adolescente se fija en
todo, y mientras Peter coge a Hannah para besarla
con amor, respondo:
—Cariño, sólo te diré ¡que me lo pasé genial!
—Y tú, papá, ¿también lo pasaste genial? —
veo que pregunta Flyn curioso.
Peter lo mira. Se queda estático y, al ver su
gesto desconcertado, decido responder por él:
—Tan bien como yo, Flyn. Te lo puedo
asegurar.
Al oírme, mi marido me mira, sonríe y yo le
guiño un ojo con complicidad mientras le quito al
pequeño Peter el chupete de su hermana.
Durante un buen rato, a pesar de que Pipa y
Simona están con nosotros, Peter y yo nos
encargamos de dar de desayunar a nuestros
pollitos. Son adorables. Pero mi instinto de madre
hace que escanee a Flyn, y me doy cuenta de que
me observa tras sus pestañas oscuras y lo noto
inquieto.
Bueno..., bueno... ¿Qué habrá hecho esta vez?
Desde hace unos meses, la actitud de Flyn con
respecto al mundo en general ha cambiado. Se
pasa media vida pegado al teléfono móvil y al
ordenador mientras interactúa con las redes
sociales. Eso saca de sus casillas a Peter y en
ocasiones discute con él, pero Flyn siempre se
sale con la suya y sigue con sus cosas.
Sin embargo, mientras doy de desayunar al
pequeño Peter , soy consciente de que algo pasa, y
su mirada me hace saber que oculta algo.
Con cautela, observo a mi marido. Por suerte,
está tan ensimismado con las pedorretas de
Hannah mientras le da la papilla que no se ha
percatado de la mirada de Flyn.
La cuchara que tengo en la mano se me cae. El
pequeño Peter, Superman, como lo llama su tío
Pablo, me ha dado un manotazo y, tras pellizcarle
el moflete, me levanto a coger una cuchara limpia
antes de que Simona o Pipa me la den. Eso me
ofrece la oportunidad de acercarme a Flyn.
—¿Qué te pasa? —cuchicheo.
Él no me mira, pero responde:
—Nada.
—¿Has discutido con Dakota?
El gesto de Flyn se ensombrece. Dakota es su
novieta, una niña encantadora, compañera de
colegio.
—Dakota ya es pasado —replica él entonces,
sorprendiéndome.
Yo lo miro boquiabierta.
—Pero... pero, cariño, ¿qué ha pasado?
Flyn me mira como si fuera un bicho raro.
Seguro que piensa que soy la última persona del
universo a la que le contaría lo que ha pasado con
su novieta.
—Nada —responde.
—Pero, Flyn...
—Mamá..., no quiero hablar de ello. Dakota es
una sosa, una estrecha y...
—Flyn Lanzani —lo corto—. ¿Cómo
puedes decir eso de esa chica tan encantadora?
La madre que lo parió. Estrecha, dice el
mocoso. ¡Hombres!
Y, cuando voy a añadir algo más, aclara con
gesto serio:
—Para tu información, ahora salgo con Elke.
—¿Elke? —pregunto de nuevo perpleja—.
¿Quién es Elke?
—Joder...
—Eh..., ¿has dicho «joder»? —protesto
dispuesta a regañarlo.
—¿Qué cuchicheáis vosotros dos? —oigo
entonces que pregunta Peter.
Flyn y yo lo miramos al unísono y, con el
mayor gesto inocente, decimos a la vez:
—Nada.
Sin apartar los ojos de nosotros, Peter sonríe y,
antes de meterle a Hannah otra cucharada de
papilla en la boca, murmura:
—Vosotros y vuestros secretitos.
Me hace gracia su comentario. Tiene razón.
Aunque Flyn ya no me cuenta tantas cosas como
antes, sí que es cierto que ve en mí un primer
apoyo y eso, aunque a Peter le gusta, sé que en el
fondo le escuece un poquito.
Una vez hemos terminado de darles el
desayuno a los enanos, Flyn me mira y pregunta:
—¿Nos vamos?
Su pregunta me hace sonreír.
Los sábados por la mañana es nuestro
momento de salir con las motos y divertirnos por
el campo, por lo que miro a Peter y digo:
—¿Te vienes?
Mi amor me clava su mirada. Después mira a
Hannah y a Peter y finalmente dice al ver cómo
Flyn desaparece de la cocina:
—Hoy no. Tengo que atender un par de
llamadas de...
—¡Es sábado, Peter! —protesto—. Hoy no
trabajas.
Mi marido sonríe y aclara poniendo los ojos
en blanco.
—Será algo rápido, cielo. Además, prefiero
quedarme con los pequeños.
Asiento. No entiendo que deba seguir
trabajando, pero sí que desee estar con los niños.
Yo estoy toda la semana con ellos y salir el sábado
por la mañana con la moto me desahoga. Le guiño
un ojo a mi chicarrón y digo:
—De acuerdo. Flyn y yo nos vamos.
Pipa me sustituye rápidamente con el pequeño
Peter, mientras que el Peter mayor me coge de la
mano, me para y, mirándome con seriedad, dice:
—Tened cuidado.
Asiento. Le guiño un ojo y corro a mi
habitación para cambiarme.
Al llegar allí, saco mi equipo de montar en
moto. Como siempre, me lo pongo con una sonrisa
en la boca y, cuando me ajusto las botas y cierro
los broches, mi impaciencia es tremenda.
Cuando acabo, bajo los escalones de dos en
dos y corro al garaje. Allí ya me espera Flyn,
equipado con su mono azul. Saludo a Susto y a
Calamar, y luego digo mirándolo a él:
—Tienes que contarme quién es la tal Elke.
—Paso.
Su pasotismo últimamente me tiene un poco
mosqueada, pero como quiero reírme con él,
cuchicheo:
—¿Acaso Elke no es estrecha?
Su mirada a lo Lanzani me traspasa.
—Vale..., vale... —suspiro—. Eso es cosa
tuya, pero al menos me contarás qué ha ocurrido
con Dakota, ¿no?
Sin contestar, Flyn se pone el casco y,
mirándome, pregunta:
—Hoy que no viene papá, ¿vamos a la pista?
Eso ha tenido gracia. Cuando Peter nos
acompaña, solemos pasear con las motos por el
campo y hacer pocas locuras. Se pone enfermo si
nos ve correr riesgos. Pero cuando él no viene,
Flyn y yo nos acercamos hasta una pista cercana de
motocross para desfogarnos. Mi niño no es tan
osado como yo a la hora de saltar, pero algún
saltito que otro da, y yo lo aplaudo cuando veo su
cara de satisfacción.
Una vez nos subimos a las motos, salimos del
garaje, saco el mando que abre la cancela del
bolsillo de mi cazadora de cuero roja y blanca y,
tras accionarlo, observo cómo la verja se abre.
Con voz de ordeno y mando, regaño a Susto.
El muy tunante ya quiere salir corriendo, pero
cuando oye que le grito, se sienta junto a Calamar
y no se mueve. ¡Qué lindo es!
Flyn y yo damos gas y salimos de la parcela.
Nos detenemos hasta ver que la verja se ha
cerrado y los perros se quedan dentro y, después,
aceleramos a toda mecha para dirigirnos a una
explanada cercana. Durante un buen rato,
disfrutamos con las motos por el campo, hasta que
nos acercamos a la pista de motocross. Allí, como
siempre, disfruto y me desfogo. Lo necesito. Estar
toda la semana con los niños en casa me genera un
estrés que no le deseo a nadie.
Adoro a mis hijos. No los cambiaría por nada
del mundo, pero me gustaría que Peter entendiera
de una vez por todas que necesito trabajar. El
problema es que siempre que lo menciono
terminamos discutiendo. Raro, ¿verdad?
Según Peter, no me hace falta. Él me lo da todo,
pero yo no quiero eso. Yo quiero hacer algo más
que criar niños. Tras nuestra última discusión al
respecto, la fecha tope que le di para comenzar a
trabajar se está acercando, y me imagino que
volveremos a tener una buena pelea. Lo intuyo.
Agotada tras dar varias vueltas por la pista y
saltar obstáculos, finalmente paro la moto, me
quito el casco y espero a Flyn.
Una vez está a mi lado, hace lo mismo que yo,
y entonces abro una pequeña mochila que llevo a
la espalda y saco unas botellitas de agua. Estamos
sedientos. Una vez saciada la sed, me apoyo en la
moto y pregunto:
—Muy bien. Cuéntame, ¿qué ha pasado con
Dakota?
Mi hijo resopla —eso se lo he pegado yo—, y
al ver que no le quito la vista de encima, responde:
—Dakota es una cría..., eso es todo. —Su
respuesta me sorprende y, cuando ve que voy a
decir algo, añade—: Y, si no te importa, no me
apetece hablar de ello.
—Pues me importa —replico con sequedad.
Lo miro a la espera de que me lo cuente
cuando el muy sinvergüenza suelta:
—¡Joder, mamá! Es mi vida privada.
Molesta por su tono, más que por la palabrota,
contesto:
—Es la segunda vez esta mañana que dices una
palabra que no me gusta, pero menos me ha
gustado el tonito que has empleado. Si te pregunto
por Dakota es porque la conozco, es una buena
niña y...
—Y a mí ya no me gusta porque me aburre.
¿Qué quieres que te diga?
Vale..., está claro que Dakota es pasado. Me
apena. Es una chica encantadora y me gustaba
bromear con ella. Pero quiero entender lo que
ocurre, así que insisto:
—Muy bien. No hablemos de Dakota. ¿Quién
es Elke? Porque, que yo recuerde, nunca te he oído
mencionar ese nombre.
El gesto de Flyn se suaviza y, con una media
sonrisa, murmura:
—Elke es increíble. Es guapa, divertida y está
buenísima.
El término me deja alucinada, pero procuro ser
precavida cuando pregunto:
—¿Ha llegado nueva este año al instituto?
—No.
—¿Entonces?
—Está repitiendo curso y, antes de que
preguntes —dice el muy sinvergüenza—, lo está
haciendo porque sus padres se separaron el año
pasado y ella no lo llevó bien.
Ver cómo la defiende me hace sonreír, y
finalmente, tras dar un trago de agua, murmuro:
—Flyn, me preocupo por ti porque te quiero.
El crío asiente. No sonríe como otras veces y,
sin importarle mi momento sensiblero, se pone el
casco y dice sin mirarme:
—Me parece muy bien. Oye, ¿qué tal si te vas
a dar unos saltos y regreso dentro de una hora?
—¡¿Qué?!
Mi evidente sorpresa porque quiera quitárseme
de encima hace que Flyn añada:
—Mamá, me gustaría ir con la moto a ver a
Elke, pero no quiero que vengas conmigo. Ya no
soy un crío, y no necesito una niñera.
Anda, mi madre, ¡mira el mayor!
Oír eso me hace gracia, pero no estoy
dispuesta a despegarme de él cuando va con la
moto o Peter podría despellejarme viva, así que
respondo:
—Pues lo siento, guaperas, pero cuando vas en
moto yo soy tu sombra. Si quieres ver a Elke,
vamos a casa, te cambias de ropa, dejas la moto
y...
—¡Joder, qué cortarrollos eres!
Su falta de tacto me incomoda y, sujetándole el
brazo, lo obligo a que me preste atención.
—¡Te estás pasando! —siseo.
—Vamos..., no seas pesadita.
Su contestación vuelve a molestarme. Desde
que comenzó en el nuevo instituto, Flyn está
cambiando.
—Oye, mocoso... —gruño enfadada—. ¡Haz el
favor de tener un poquito de educación conmigo,
que soy tu madre, no un colega! Pero ¿qué narices
te pasa últimamente?
Noto la tensión de su cuerpo. Conozco esa
mirada retadora. Malo..., malo... Y, sin ganas de
liarla más, me pongo el casco y digo:
—Vamos, regresemos a casa. Se acabó el
motocross por hoy.

1 comentario:

  1. Se imaginan que el vaya por los mismos gustos que sus papas mmm

    ResponderEliminar