martes, 9 de mayo de 2017

CAPITULO 1 PIDEME LO QUE QUIERAS Y TE LO DARE

Calor..., ¡madre mía, qué calor! Peter Lanzani , mi amor, mi marido, mi
deseo, mi todo, me mira juguetón.
La gente nos rodea mientras tomamos una copa
en la barra del atestado local.
Estamos felices. La última revisión de los ojos
de mi amor, tras regresar de pasar las Navidades
en Jerez con mi familia, ha ido viento en popa. Su
problema en la vista es una enfermedad
degenerativa que se agravará con el paso de los
años, pero de momento todo está controlado y
bien.
—Por ti y por tus preciosos ojos, corazón —
digo levantando mi copa.
Mi alemán sonríe, choca su copa con la mía y
murmura con voz ronca, el muy ladrón:
—Por ti y por tus maravillosos jadeos.
Sonrío..., sonríe.
¡Adoro a mi marido!
Llevamos cinco años juntos y la pasión que
sentimos el uno por el otro es intensa, a pesar de
que en los últimos meses mi gruñón favorito esté
demasiado pendiente de Müller, su empresa.
En este instante, Peter está ansioso de mí. Lo sé.
Lo conozco. Y, mientras pasea la vista por mis
piernas, veo el morbo en su mirada. Ese morbo
que me pone a mil y me hace disfrutar.
Sé lo que quiere, lo que anhela, lo que desea, y
yo, sin dudarlo, sentada en el taburete, se lo doy.
No quiero esperar más. Con un gesto erótico, me
subo la falda de mi sensual vestido negro y abro
las piernas para él. Para mi amor.
Peter sonríe. ¡Me encanta su sonrisa pícara! Y,
antes de que pregunte, susurro:
—No llevo.
Su sonrisa se amplía al saber que no llevo
bragas. ¡Qué bribón! Entonces, tras acercarse a mí,
pasea su boca por la mía y murmura poniéndome a
cien:—
Me encanta que no las lleves.
Segundos después, sus manos recorren mis
muslos posesivamente y con seguridad. Tiemblo.
Mi respiración se acelera, mi cuerpo se
enciende y, cuando siento cómo esas manos que
adoro se desplazan hacia la cara interna de mis
piernas, cierro los ojos y jadeo.
Peter sonríe..., yo sonrío y doy un pequeño
saltito sobre el taburete cuando su dedo separa los
labios de mi vagina y se introduce en mi interior.
¡Oh, Dios, cómo me gusta que lo haga!
Cierro los ojos extasiada por el momento y el
juego. Ese morboso, caliente y apasionado juego
que, ahora que somos padres, nos permitimos
menos de lo que nos gustaría pero, cuando lo
hacemos, lo disfrutamos con frenesí.
—Pequeña...
Pequeña... ¡Mmm! Me fascina que me llame
así.
—Pequeña, abre los ojos y mírame —insiste
con su voz ronca cuando saca el dedo de mi
interior.
Su voz... Adoro su ronca y fascinante voz con
ese acentazo alemán que tiene, y, sin vacilar, hago
lo que me pide y lo miro.
Estamos en el Sensations, un local swinger de
intercambio de parejas que frecuentamos siempre
que podemos y donde dejamos volar nuestra
fantasía y alimentamos nuestros más lujuriosos
deseos.
Hemos quedado con Pablo y Rocio, nuestros
grandes amigos. Unos amigos con los que
compartimos, además del día a día, una parte de
nuestra morbosa y caliente sexualidad, aunque
entre Rocio y yo nunca ha habido nada, ni lo habrá.
Peter se mira el reloj y yo lo miro también. Las
diez y veinte.
Veinte minutos de retraso y, sin dudarlo, mi
amor saca su móvil con su única mano libre, pues
la otra la tiene entre mis piernas, hace una corta y
rápida llamada y, cuando cuelga, dice metiéndose
el teléfono en el bolsillo del pantalón oscuro:
—No vienen.
No pregunto el porqué, más tarde me enteraré.
Sólo deseo disfrutar del placer que me
ocasiona lo que la mano de mi amor hace entre mis
piernas, y más cuando lo veo mirar hacia un grupo
de hombres y sé lo que piensa. Sonrío.
En el Sensations hay muchos conocidos con los
que hemos disfrutado del sexo, pero también hay
desconocidos, lo que lo hace más interesante. Me
fijo en un hombre alto de pelo oscuro que tiene una
bonita sonrisa, y sin dudarlo digo:
—El moreno de la camisa blanca que está con
Olaf. Peter lo observa durante unos segundos, sé que
lo analiza y, finalmente, con gesto pícaro, pregunta
antes de coger su copa:
—¿Él y yo?
Asiento mientras continúo sentada en el
taburete. Me acaloro y, segundos después, el
moreno, que, todo sea dicho, físicamente está muy
bien, se planta a nuestro lado tras una seña de
Peter. Todos los que estamos allí entendemos el
lenguaje de las señas, y durante varios minutos los
tres hablamos. Se llama Dennis y es amigo de
Olaf. Y, aunque nosotros no lo hemos visto antes,
nos comenta que ha estado en el local en alguna
ocasión.
Una vez que Peter y yo decidimos que nos
agrada la compañía de aquél para que entre en
nuestro juego, mi amor pone la mano en uno de mis
muslos y Dennis, sin dudarlo, posa la suya en mi
rodilla. La masajea. Soy consciente de cómo mi
marido observa lo que hace, cuando lo oigo decir
en tono íntimo:
—Su boca es sólo mía.
Dennis asiente, y sé que ha llegado el momento
que los tres estábamos buscando.
Sin dudarlo, me bajo del taburete y Peter me
agarra con fuerza de la mano y me besa.
Echamos a andar hacia los reservados, y los
gemidos gozosos y excitantes procedentes del
interior comienzan a llenar mis oídos.
Gemidos de placer, goce, gustazo, regocijo,
éxtasis, felicidad, lujuria, diversión.
Todos los que estamos en el Sensations
sabemos lo que queremos. Todos buscamos
fantasía, morbo, desenfreno. Todos.
Durante el camino, noto cómo la mano de
Dennis se posa en mi trasero. Lo toca y yo se lo
permito y, al llegar frente a una puerta donde hay
un cartel en que se lee SALA PLATA, los tres nos
miramos y asentimos. Sobran las palabras.
Es la sala de los espejos. Una sala más grande
que otras del local, con varias camas redondas y
sábanas plateadas donde, mires a donde mires, te
ves a ti mismo en mil posiciones gracias a los
espejos.
No soy nueva en esto pero, en el momento de
entrar en una sala, mi cuerpo se eriza, mi vagina se
lubrica, y sé que voy a disfrutar una barbaridad.
Una vez dentro de la habitación, compruebo
que la luz es más tenue que en el resto del local, y
vemos a otras personas practicando sexo. Sexo
morboso, caliente y pecaminoso. Una clase de
sexo que mucha gente no entiende, pero que yo veo
como algo normal, porque lo disfruto y espero
seguir disfrutándolo durante mucho tiempo con mi
amor. Nada más cerrar la puerta, miramos a los dos
hombres y a la mujer que se divierten al fondo de
la habitación. Oír sus jadeos y sus cuerpos chocar
y liberarse es, como poco, excitante. Peter me
agarra posesivamente por la cintura y murmura en
mi oído:
—Enloquezco al pensar en poseerte así.
Ufff..., ¡lo que me entra!
Llevamos juntos varios años, pero el efecto
Lanzani sigue en mí.
¡Me vuelve loca!
Acalorada por el momento, sonrío. Sin
soltarme de la mano, Peter camina hacia una de las
camas redondas, donde hay varios preservativos y,
al llegar junto a ella, se sienta y me mira.
Yo me quedo de pie ante él cuando Dennis, que
está detrás de mí, se acerca y me agarra por la
cintura para pegarme a su cuerpo. Su erección, a
través de la ropa, me hace saber lo mucho que me
desea. Sus manos se pierden en el interior de mi
vestido. Me toca. Toca mis pechos, mi vagina, mi
trasero, y Peter nos contempla. La mirada velada de
morbo de mi amor por lo que ve me vuelve loca.
Entonces, oigo que Dennis dice en mi oído con
su particular acento:
—Me gusta que no lleves bragas.
Apenas puedo dejar de mirar a Peter, que nos
observa. Disfruta con lo que ve, tanto como yo
disfruto con lo que la situación me hace sentir.
Nuestra compenetración sexual nos hace estar
bien. Que me toque ese hombre o que otra mujer lo
toque a él en esos encuentros sexuales no nos
encela porque siempre lo hacemos juntos. Eso sí,
fuera de nuestros juegos, y en el día a día, los
celos ante cualquiera que simplemente nos mire o
nos sonría nos hacen discutir acaloradamente.
Somos raros, lo sé. Pero Peter y yo somos así.
Una vez ha recorrido con lascivia mi cuerpo,
Dennis saca las manos de debajo de mi ropa y, tras
desabrochar un fino corchete en el lateral de mi
cintura, me abre el vestido y, segundos después,
éste cae y me quedo completamente desnuda.
Ni bragas, ni sujetador. Tengo claro a lo que
voy y lo que quiero, ¡olé por mí!
Los ojos de mi amor se achinan de deseo, y yo
sonrío. Lo miro y siento cómo su respiración se
acelera ante lo que muestro sin ningún tipo de
pudor. Sin perder un segundo, se levanta de la
cama y comienza a desnudarse. ¡Bien!
Primero se quita la camisa.
Madre mía..., madre mía..., cómo me gusta mi
marido.
Con una sonrisita que me calienta hasta el
alma, se descalza, después se desabrocha los
pantalones y, tras quitárselos, los calzoncillos caen
también.
Ante mí queda mi Dios, mi amor, mi gilipollas
particular, y me estremezco al ver su erección.
Si estuviera en Facebook, pondría un «Me
gusta» muy... muy grande.
Noto que Dennis hace lo mismo que Peter ha
hecho segundos antes. Lo siento moverse detrás de
mí y sé que se está desnudando.
¡Bien, estoy deseando que me hagan suya!
Una vez los tres estamos desnudos, Dennis y
Peter se colocan frente a mí, orgullosos de sus
cuerpos. Sus gestos lo dicen todo y, dando un paso
al frente, me arrodillo ante ellos, cojo sus duros y
tersos penes con las manos y los paseo con dulzura
por mi mejilla.
Veo cómo se estremecen ante lo que hago,
mientras yo pienso que en breves instantes serán
para mí, sólo para mí.
Segundos más tarde, siento la mano de Peter en
mi cabeza y, después, la de Dennis. Ambos me
masajean el cuero cabelludo animándome a que
mime lo que tengo entre las manos. Por eso,
primero uno y después otro, introduzco sus penes
en mi húmeda y caliente boca y disfruto del morbo
que esa acción me provoca.
Los noto temblar, tiritar, vibrar con lo que mi
boca y mi lengua les hacen, y me gusta. Me siento
poderosa.
Sé que en ese instante soy yo la que tiene el
poder, y así estamos varios minutos, hasta que
suelto sus más que duros penes. Peter me hace
levantar del suelo para que lo mire y susurra
excitado:
—Dame tu boca..., dámela.
La petición de mi amor es lo que más deseo.
Mi boca es su boca. Suya.
Su boca es mi boca. Mía.
En el sexo nos unimos hasta ser sólo una
persona. Totalmente entregado a mis deseos, Peter 
chupa mi labio superior, después el inferior y, tras
darme un mordisquito que me hace sonreír,
murmura mientras las manos de Dennis se pasean
por todo mi cuerpo y se introducen en todos los
recovecos:
—¿Te gusta, La?
Asiento. ¿Cómo no voy a asentir?
De pronto, las manos de mi guapo marido y las
de aquel extraño se unen y juntos me tocan
lentamente hasta volverme loca. Y entonces oigo a
Peter decir:
—Dennis, siéntate en la cama y ofréceme a mi
mujer.
El aludido hace lo que mi amor le pide.
Me hace sentar sobre él de cara a Peter. Me
flexiona las piernas y, tras pasar las manos bajo
mis muslos, me abre para Peter, y entonces éste
dice sin dejar de observarme:
—Después seré yo el que te ofrezca a él. ¿De
acuerdo, La?
Asiento..., asiento y asiento.
Enloquezco con el morbo que eso me ocasiona.
Con Peter a mi lado, me encantará ser ofrecida a
quien él quiera.
Un estremecimiento me recorre el cuerpo al
sentir cómo mi amor se acerca, flexiona las
piernas para ponerse a mi altura y, de un fuerte
empellón, me penetra.
Yo grito de placer. El sexo nos gusta fuertecito
y, para facilitarnos el momento, Dennis me sujeta
con firmeza mientras Peter se aprieta contra mí en
busca de ese placer extremo que nos enloquece y
nos hace ser él y yo.
Mis pezones están duros, mis pechos se
mueven a cada embestida de mi amor, y Dennis,
encantado con lo que ve, dice cosas en mi oído
que me ponen a mil y que deseo que haga.
Sin descanso, Peter prosigue con sus
embestidas. Siete..., ocho..., doce...
Nuestras miradas se fusionan y lo animo a que
siga, a que me empale, a que me folle como sé que
nos gusta, y lo hace. Lo disfruta, lo vive, lo
saborea, tanto como lo hago yo.
Pero el placer me va a hacer explotar, mientras
observo el autocontrol de mi amor.
A pesar de estar poseído por la excitación del
momento, Peter siempre mantiene el autocontrol.
No como yo, que me descontrolo en cuanto la
lujuria me posee. Por suerte para mí, ambos lo
sabemos, y también sé que a él le gusta que en esos
instantes yo sea loca, desinhibida, excesiva e
insensata.
Sin embargo, en el tiempo que llevamos juntos
—a pesar de todo y de mi carácter español, que
me hace ser completamente opuesta a mi alemán
—, en cierto modo he aprendido a controlar,
dentro de mi descontrol. Sé que es raro entender lo
que digo, pero es verdad. A mi modo, ya controlo.
El tiempo pasa, mis jadeos suben varios
decibelios, y Peter, enloquecido, me agarra por la
cintura y me arranca de manos de Dennis, por lo
que quedo suspendida en el aire. No aparta su
azulada mirada de mí, y me maneja a su antojo sin
dejar de clavarse una y otra vez en mi interior.
¡Qué placer! ¡Nadie sabe poseerme como Peter!
Como puedo, me agarro a su cuello, a ese duro
y fuerte cuello alemán que me vuelve loca.
Uno..., dos..., siete... Toda yo vibro.
Ocho..., doce..., quince... Toda yo jadeo.
Veinte..., veintiséis..., treinta... Toda yo grito de
placer.
El calor que las embestidas de mi amor me
producen me quema las entrañas.
Al oírme y ver mi expresión, mi marido
enloquece de deleite. Lo sé. Lo disfruta. Lo pongo
a cien.
Sólo tengo que ver su mirada para saber que le
gusta lo que ve, lo que siente, lo que da y lo que
recibe. Y cuando, segundos después, mi chorreosa
vagina tiembla por su posesión, tengo
convulsiones y, tras un grito de goce increíble, mi
amor sabe que he llegado al clímax.
Gustoso, se para a observarme. Le gusta ver mi
placer y, cuando consigo regresar a mi cuerpo,
después de subir al séptimo cielo, lo miro con una
sonrisa que me llena el alma.
—¿Todo bien, pequeña? —pregunta.
Asiento..., no puedo hablar, y Peter, que es
consciente de ello, dice:
—Adoro ver cómo te corres, pero ahora nos
vamos a correr los tres, ¿de acuerdo, La? —
Asiento de nuevo, sonrío, y Peter murmura mientras
me besa—: Eres lo más bonito de mi vida.
Sus palabras...
Su galantería...
Su manera de amarme, de mirarme o de
seducirme me calienta de nuevo hasta el alma.
Él lo sabe y sonríe, me muerde el labio
inferior y, al tiempo que mueve la cadera, vuelve a
profundizar en mí y yo vuelvo a gritar. La Lali 
malota ha aflorado y, clavándole los dedos en la
espalda, susurro jadeante mientras lo miro:
—Pídeme lo que quieras.
Esa frase...
Esas palabras lo vuelven tan loco como a mí y,
deseosa de que enloquezca más, insisto:
—Folladme los dos.
Mi amor asiente, y noto cómo le tiembla el
labio de lujuria mientras mis terminaciones
nerviosas se reactivan en décimas de segundo y
toda su potencia viril me hace entender que él y
sólo él es el dueño de mi cuerpo y de mi voluntad.
Con deleite y sin salirse de mí, mi amor mira a
Dennis, y oigo que dice:
—Sobre la cama hay lubricante. Vamos, únete
a nosotros.
Al oír eso, mi vagina se contrae y rodea el
pene de Peter. Ahora es él quien jadea.
Dennis se pone uno de los preservativos que
hay encima del colchón. Cuando acaba, coge el
bote de lubricante. Yo sigo empalada por mi amor
y sujeta a su cuello. Ninguno de los dos nos
movemos, o no podríamos parar. Esperamos a
nuestro tercero.
Dispuesto a disfrutar también, Dennis me da un
par de cachetes en el trasero que pican pero que a
Peter le hacen sonreír. Abre el bote de lubricante y,
mientras lo unta en mi trasero e introduce un dedo
en mi ano, dice para que lo oigamos los dos:
—Muero por entrar en este precioso culito.
Peter y yo nos miramos e, instantes después, mi
amor me separa las nalgas y me ofrece a él. Dennis
coloca la punta de su pene en mi ano y Peter 
murmura:
—Cuidado..., con cuidado.
El grueso miembro de Dennis se introduce en
mí poco a poco, mientras yo abro la boca para
respirar como un pececillo y Peter , mi controlador
amor, me observa para asegurarse de que todo está
bien. No hay dolor. Mi ano ya está dilatado y,
segundos después, los dos me tienen totalmente
empalada. Uno por delante y otro por detrás. Esa
posesión, de pie, es algo nuevo para mí, algo que
sólo he hecho un par de veces y, cuando mi amor
comienza a moverse, yo grito de placer y me dejo
poseer.
Quiero que me manejen...
Quiero que me hagan gritar de gustazo...
Quiero correrme de placer...
Peter y Dennis saben muy bien lo que se hacen.
Saben dónde está el límite de todo juego y, sobre
todo, saben que soy importante y que ante el más
mínimo dolor han de parar.
Pero el dolor no existe. Sólo existe el goce, el
morbo y las ganas de jugar.
—No te corras todavía, La —pide Peter al ver
cómo tiemblo.
—Espéranos —insiste Dennis a media voz.
Jadeo... ¡Anda que es fácil lo que piden!
Mi cuerpo se rebela. ¡Quiere explotar!
El orgasmo en el interior de mí quiere reventar
de placer, pero intento buscar mi autocontrol, ese
que creo tener, y esperarlos. He de hacerlo. Sé
que, llegado el momento, el éxtasis será más
enloquecedor. Más devastador. Más embriagador.
Durante varios minutos nuestro inquietante
juego continúa.
Tiemblo... Tiemblan.
Jadeo... Jadean.
Mi cuerpo se abre para recibir a esos dos
adonis con lujuria, y me dejo llevar y manejar.
¡Oh, Dios, cómo lo disfruto!
Cómo me gusta lo que me hacen y cómo me
gusta sentirme llena de ellos.
Sí. Eso es lo que quiero. Eso es lo que me
gusta. Eso es lo que deseo.
Sin descanso se mueven, buscan su
satisfacción, me dan placer, jadean y resoplan
hasta que ambos y casi al unísono dan un alarido
agónico al clavarse en mí. Entonces sé que el
momento ha llegado y por fin me permito explotar.
Mi cuerpo se relaja, mi grito me libera y siento
que los tres subimos al cielo de la lujuria mientras
vibramos dentro de nuestro propio éxtasis. Sin
lugar a dudas hemos conseguido lo que
buscábamos: morbo, lascivia, fantasía y sexo.
Mucho... mucho sexo.
Durante horas, disfrutamos sin limitaciones de
todo aquello que nos gusta, nos pone, nos excita,
hasta que, tras una noche plagada de voluptuosidad
y sensualidad en el Sensations, nos despedimos de
Dennis, y confirmo que es brasileño.
Cuando salimos del local y caminamos hacia
el coche, pregunto por nuestros amigos Pablo y Rocio. Peter tuerce el gesto y me explica que a Pablo 
le han vuelto a piratear la web de su bufete. Eso
me sorprende. Ya es la tercera vez en menos de un
mes. Nunca entenderé a los hackers.
¿Qué ganan haciendo eso?
A las tres de la madrugada llegamos a nuestra
casa en Múnich. Estamos agotados pero felices.
Una vez metemos el coche en el garaje, Susto y
Calamar, nuestros perros, vienen a saludarnos
como si llevaran meses sin vernos. ¡Qué
exagerados son!
—Estos animales nunca van a cambiar —
protesta Peter.
Mi alemán adora a nuestros cariñosos bichitos,
pero en ocasiones tanta efusividad lo agobia.
Hay cosas que no cambian, y aunque sé que
Peter ya no podría vivir sin ellos, siempre protesta
cuando lo babosean, por eso él se queda en el
interior del vehículo mientras yo salgo y me
deshago en cariños con nuestras mascotas.
De pronto comienza a sonar música en el
interior del vehículo y yo, sin mirar, sonrío. Mi
chico, mi loco amor, sabe que adoro A que no me
dejas,[1] la canción que interpretan mi Alejandro
Sanz y Alejandro Fernández. ¡Vaya dos titanes!
Cuando oigo que se abre la puerta del coche,
lo observo y cuchicheo divertida al verlo salir de
él:
—¿Quieres bailar, Iceman?
Mi rubio sonríe. Dios, ¡qué bonita sonrisa
tiene!
Estos tontos momentos, estos bailecitos
románticos que tanto me gustan, no se repiten con
la frecuencia que querría, pero mirando a mi amor
me desahogo como una tonta y sonrío. Sin duda,
cuando quiere, Peter lo hace muy... muy bien.
Me encanta cómo se acerca a mí con su gesto
serio, me pone a cien, y, obviando a Susto y a
Calamar, recorre lenta y pausadamente mi cintura
con sus grandes manos, me acerca a él y
comenzamos a bailar esa increíble canción.
Rodeados por la música, nos movemos en el
garaje mientras nos comemos con a los ojos y
tarareamos con una sonrisa aquello de «A que no
me dejas».[2] Sin duda, ni yo lo dejo, ni él me
deja a mí. Discutimos, nos peleamos día sí, día
también, pero no podemos vivir el uno sin el otro.
Nos amamos de una manera loca y desesperada
como creo que nunca volveremos a amar a nadie.
Cuando la canción acaba, Peter me besa.
Tiemblo excitada. Su lengua recorre el interior de
mi boca de forma posesiva y, cuando damos por
finalizado nuestro apasionado beso, lo oigo
murmurar contra mis labios:
—Te quiero, pequeña.
Asiento..., sonrío y, extasiada por las
increíbles cosas que me hace sentir siempre que se
pone tan romanticón, murmuro:
—Más te quiero yo a ti, corazón.
Una vez nos recomponemos, nos despedimos
de Susto y Calamar y, cuando Peter me da la mano
para entrar en casa, digo quitándome los altos
zapatos de tacón:
—Dame un segundo. Los tacones me matan.
Al oírme, mi alemán sonríe y, como soy una
pluma para él, me coge entre sus brazos y
comienza a subir la escalera conmigo. Ambos
reímos. Al llegar a la primera planta, Peter se para
ante la habitación de Flyn, abre la puerta, lo vemos
dormir y sonreímos orgullosos de nuestro
adolescente de catorce años.
¡Qué rápido crecen los niños!
Hace nada era un ser bajito de carita redonda y
pósteres en las paredes del juego manga Yu-GiOh!,
y ahora es un joven larguirucho, delgado, con
pósteres de Emma Stone en su armario y esquivo
con nosotros. Cosas de la edad.
Después, vamos a la habitación que comparten
Peter jr y Hannah y, al abrir la puerta, Pipa, la interna
que nos echa una mano con ellos, se levanta de la
cama y dice:
—Los tres niños duermen como angelitos.
Peter y yo sonreímos.
Angelitos..., lo que se dice angelitos no son.
Pero no los cambiaríamos por los mejores
angelitos del mundo.
Con amor, miramos al pequeño Peter jr, que ya
tiene casi tres años y es un trasto que todo lo toca
y todo lo rompe, y a la pequeña Hannah, que tiene
dos y es una gran llorona, pero nos sentimos los
padres más afortunados del mundo.
Un par de minutos después, Peter y yo entramos
en nuestra habitación, nuestro oasis particular. Allí
nos desnudamos y vamos derechos a la ducha,
donde nos mimamos y nos besamos con adoración.
Luego nos acostamos y nos dormimos abrazados,
agotados y felices.

1 comentario:

  1. Esta es la continuacion de otra novela que ya subiste creo?

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