sábado, 13 de mayo de 2017

CAPITULO 5

Suena el puñetero despertador, ¡y me quiero morir!
No me gusta nada madrugar, pero madrugo.
Cuando Peter se levanta y se mete en la ducha,
no hablamos sobre lo ocurrido la noche anterior.
Hablar de ello significaría discutir de nuevo, y
decido cerrar la boca. Para cinco minutos que nos
vemos, no quiero enfadarme.
Al bajar a la cocina, Flyn está terminando de
desayunar, me acerco a él y, antes de que le dé un
beso, él se levanta. Cuando va a salir, lo llamo:
—Flyn.
—¿Qué?
En ese instante, Peter entra en la cocina y yo
digo dirigiendo la vista al chaval:
—¿No me das un beso antes de marcharte al
instituto?
El niño... me mira..., me mira y me mira, y
finalmente replica:
—Venga ya..., que ya no soy un bebé, mamá.
Y, sin más, da media vuelta y se va. Yo me
quedo con cara de tonta contemplando la puerta
cuando Peter se acerca a mí y, mientras me coge
por la cintura, murmura:
—¿Te vale un beso mío, corazón?
Asiento, ¡me vale! Claro que me vale, y ¡más
si me llama corazón!
Encantada, lo beso y, cuando nuestros labios se
separan, Peter me guiña un ojo y se prepara un café
con ese gesto de canalla que tanto me gusta y me
enamora.
Diez minutos después, se marcha a la oficina.
Desde el ventanal de la cocina, veo cómo se aleja
en el coche y me preparo para estar todo el día sin
él.
Como cada mañana, tras dar de desayunar a
los niños, entramos en mi antiguo cuarto, que es
hoy su cuarto de juegos, y jugamos. Pero, pasadas
dos horas, ya estoy para el arrastre. Hannah llora
más que sonríe, y en ocasiones puede con mi
aguante.
¿Por qué tengo una niña tan llorona, con lo
poco llorón que fue el pequeño Peter?
Por suerte, Pipa, la mujer que está interna en
casa para que me ayude con los niños, tiene
muchísima paciencia, y es ella la que se encarga
de la llorona.
Cuando los pequeños se quedan dormidos a
media mañana, decido ponerme el bañador y
darme un bañito en la piscina cubierta. Ése es uno
de los grandes placeres de ser la señora
Lanzani.
Me zambullo, nado, descanso, vuelvo a nadar
y, cuando me harto, floto en medio de la piscina
mientras escucho de fondo la voz de Michael
Bublé cantar Cry Me a River,[4] y sonrío. Siempre
que Poli la escucha y está con Peter y conmigo,
nos mira y cuchichea aquello de «nuestra
canción».
Mientras floto mirando el techo de la piscina
cubierta, recuerdo aquel momento con Poli y Peter
años atrás en la casa del abogado. Cierro los ojos
y siento cómo mi vagina se lubrica al rememorar
cómo esos dos titanes, uno rubio y uno moreno, me
hicieron suya aquel día y yo se lo permití.
Estoy pensando en ello cuando oigo la voz de
Simona, que me llama. Levanto la cabeza
rápidamente y veo que me muestra el teléfono de
casa, que lleva en la mano.
—Lali, pregunta por ti la señora Dukwen —
dice. Sin saber de quién me habla, salgo de la
piscina, me seco un poco las manos y la cara y
cojo el teléfono mientras veo a Simona salir.
—¿Sí? Dígame —respondo.
—¿Lali?
—Sí. Soy yo.
—Hola, soy Natalie, la amiga de Peter. Nos
conocimos ayer en aquel restaurante, ¿me
recuerdas?
¡Joderrrrrrrrr!
Me quedo boquiabierta al saber quién es y,
sentándome en una banqueta para ponerme los
anillos que me he quitado para meterme en la
piscina, murmuro:
—Sí. Claro que te recuerdo...
—Ah..., qué alegría saberlo, cielo. El motivo
de mi llamada es para invitaros esta noche a ti y a
Peter a cenar. Le comenté a mi marido que había
visto a Peter y te había conocido a ti, y está como
loco por veros a los dos. Y, por supuesto, tras el
malentendido de ayer, he decidido llamarte y
consultártelo a ti para evitar problemas.
—¿A mí? —pregunto sorprendida.
—Sí, cielo, a ti —oigo que responde.
Un silencio extraño me paraliza.
—Mira, tesoro, yo odio cuando mi marido
queda para cenar con alguien que apenas conozco
y, como no quiero incomodarte, me he atrevido a
llamar a tu casa, pues imaginé que estarías ahí. De
verdad, Lali, de verdad que siento muchísimo lo
que ocurrió ayer. Me creas o no, no he podido
dejar de pensar en ello y de sentirme terriblemente
mal. Porque te aseguro que, si una mujer le dijera
a mi marido delante de mí «bollito» o «mi amor»,
yo estaría muy enfadada. Y sé que a ti, como su
mujer, no te gustó y...
—Vale, lo admito, ¡no me gustó! —digo
finalmente—. Y acepto tus disculpas.
—Gracias..., gracias..., gracias... Ni te
imaginas el peso que me quitas de encima.
Sin saber por qué sonrío cuando ella insiste:
—¿Te apetece que cenemos esta noche? Si me
dices que sí, llamaré a Peter, le diré que he hablado
contigo y quedaré con él. ¿Qué te parece?
Una parte de mí no quiere, pero mi lado cotilla
por saber más cosas de ella me hace responder:
—De acuerdo. Llama a Peter y queda con él.
Tras despedirnos, cuelgo y resoplo. ¿Por qué
he aceptado?
Cinco minutos después, el teléfono vuelve a
sonar. Al mirar la pantalla veo que pone «Peter
Oficina» y, tras cogerlo, digo:
—Sí, cariño, he hablado con Natalie y he
accedido a cenar con ellos esta noche.
—A ti no hay quien te entienda —lo oigo decir
—. Ayer me montas un numerito por saludarla en
el restaurante y ¿ahora quedas con ella para cenar?
Su comentario me hace sonreír. Sin duda, soy
un espécimen digno de estudio.
—¿Dónde has quedado? —pregunto.
—En Nicolao a las siete. ¿Le parece bien a la
señora?
—¡Perfecto!
Oigo que Peter se ríe y eso vuelve a hacerme
sonreír mientras pregunto:
—¿Vendrás a casa a cambiarte de ropa?
—Por supuesto. —Entonces oigo otro teléfono
que suena en la oficina y Peter dice—: Tengo que
dejarte. Hasta luego, mi amor.
—Hasta luego, cariño.
Y, dicho esto, cuelgo comprendiendo eso que
Peter me ha dicho de que a mí no hay quien me
entienda. ¡Pero si no me entiendo ni yo!
A las siete en punto, yo engalanada con un
precioso vestido azulón que me encanta, y mi
chico vestido con un traje oscuro pero informal,
entramos en el restaurante. Peter da su apellido y el
maître, al ver que tenemos reserva, nos lleva hasta
la mesa del fondo. Me sorprendo al comprobar
que Natalie y su marido ya están allí.
Desde la distancia, observo al hombre. Es
muchísimo mayor que ella, pero cuando digo
«mayor» me refiero a unos veinticinco o treinta
años más. En cuanto Natalie nos ve, avisa a Félix,
y veo que éste sonríe y se levanta.
Peter y él se dan la mano con afecto. ¡Qué buen
rollito! Segundos después, me presenta a mí. Con
galantería, el hombre me coge la mano y,
besándomela, dice:
—Es un placer conocerte, Lali.
—Lo mismo digo, Félix.
Reconozco que al principio de la comida estoy
algo alterada: saber que Peter y esa mujer han
tenido una historia en el pasado no me hace mucha
gracia. No obstante, de forma gradual, mi
nerviosismo se esfuma al ver que Natalie no hace
absolutamente nada que pueda molestarme; al
revés, está todo el rato pendiente de que la velada
sea agradable.
Cuando decido ir al baño, ella me acompaña.
Una vez a solas allí, dice:
—Pensarás que Félix es muy mayor para mí.
—Yo la miro sorprendida. Natalie sonríe y,
apoyándose en la pared, murmura—: Imagino que
ya sabrás que Peter y yo éramos pareja cuando
conocí a Félix, ¿verdad?
—Sí. Eso me comentó Peter.
Natalie asiente y prosigue:
—Cuando conocí a Félix, yo tenía veinte años.
Era una niña curiosa por el sexo y por lo que era
en sí la palabra «morbo». Una noche, en vez de
salir con Peter, me fui con unas amigas y en una
fiesta privada conocí a Félix.
Asiento... Me estoy enterando de algo que no
he preguntado cuando ella añade:
—¿Sabes a lo que me refiero con «fiesta
privada»? —Asiento de nuevo. Tonta no soy. Ella
sonríe y continúa—: Félix era un atractivo hombre
de cincuenta años, un hombre demasiado mayor
para mí en aquella época, pero tras jugar con él
aquella noche como no había jugado en mi vida, ya
no pude desengancharme de él. Félix me hizo
conocer lo que yo siempre había ansiado y nunca
nadie me había dado.
Asombrada, pregunto:
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Natalie sonríe, baja la voz y murmura:
—Porque quiero que sepas que soy feliz con
mi marido, y que, a pesar de su edad, me sigue
proporcionando, entre otras muchas cosas, la clase
de sexo que me vuelve loca. Con él disfruto del
morbo de mil maneras, cosa que con Peter nunca
habría sucedido.
Sus palabras llaman cada vez más mi atención.
—¿Por qué dices eso? —pregunto.
—Porque soy mujer y sé que estás intranquila
con mi presencia. Veo en tu mirada que estás alerta
con respecto a Peter y a mí, pero no debes estarlo.
Su sinceridad aplastante me gusta y me
incomoda a partes iguales. No sé qué pensar
cuando ella prosigue.
—Félix es el hombre de mi vida. Él me da lo
que busco y yo le doy lo que quiere. Juntos
hacemos un buen tándem. Un buen equipo. Cuando
estoy sola, hago lo que quiero y, cuando estamos
juntos, me pongo en sus manos y accedo gustosa a
todos sus oscuros caprichos. Se puede decir que
soy su esclava sexual.
Asiento una vez más, y ella vuelve a dejarme
sin palabras en el momento en que pregunta:
—Si yo te bajara las bragas en este instante y
te masturbara en el cubículo de ese baño, ¿crees
que a Peter le molestaría?
Guauuuuuuuu, ¡menudo rebote pillaría mi
alemán! Y qué guantazo le iba a dar yo a ella por
lista. Pero, acalorada por lo que dice, contesto:
—Sí.
Natalie sonríe e insiste.
—¿Y por qué se molestaría?
Apoyo la cadera en la bonita encimera de
mármol rosa del baño y respondo:
—Porque él y yo tenemos normas. Y la
primera de ellas es hacerlo todo siempre juntos.
Natalie asiente y, tras repasarse los labios con
carmín, cuchichea:
—Félix estaría encantado de que te masturbara
o tú me lo hicieras a mí con la condición de que
luego se lo contara para que él disfrutase —y,
bajando la voz, murmura—: Si algo nunca me
gustó de Peter es su posesividad y su exclusividad.
—Pues eso es justo lo que a mí me gusta de él
—añado segura.
Natalie me mira, vuelve a sonreír y dice:
—A Félix y a mí nos va algo muy nuestro. Me
encanta ser su esclava, su putita, su moneda de
cambio. Me excita que me ofrezca, que me fuerce,
me obligue, me ate para otros, y todo eso es algo
que sé que a Peter nunca le gustó.
Uy..., uy..., ¡ni hablar! Eso no le atrae. No sé
qué decir, cuando ella pregunta:
—¿Estoy equivocada y ahora a Peter le va eso?
—No —respondo con rotundidad.
Natalie asiente y, retirándose el pelo de la
cara, susurra:
—No me veas como una amenaza, Lali. Amo
demasiado a mi marido, y sé que encontrar a otro
como él es imposible.
A cada instante más sorprendida, vuelvo a
asentir.
¡Joder, parezco tonta!
—Necesitaba decirte esto —afirma
guardándose en el bolsito su barra de labios—. No
quiero malentendidos entre tú y yo.
Cinco minutos después, regresamos a la mesa,
donde nos esperan nuestros maridos, y una hora
más tarde, tras una noche encantadora, nos
despedimos y regresamos a casa.
En el coche, Peter toca mi rodilla mientras
conduce y pregunta:
—¿Lo has pasado bien?
Por raro que parezca, asiento. Me gustaría
hacerle mil preguntas sobre Natalie, pero sé que
al final diría algo que me molestaría y
terminaríamos discutiendo por ello. Así pues,
sonrío, lo miro y afirmo:
—Sí, mi amor.
Cuando llegamos a casa, tras saludar a
nuestras mascotas, que nos dedican un
recibimiento descomunal, subimos a nuestra
habitación. Allí, cojo a Peter de la mano y, sin
hablarnos, hacemos el amor con posesividad y
exclusividad.
Lo deseo para mí. Sólo para mí.

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