A
la mañana siguiente, según abro el ojo siento unas irrefrenables
ganas
de vomitar.
Corro
al baño y llego justo a tiempo de no liarla parda.
Definitivamente,
he pillado el trancazo que soltó Flyn.
Con
el estómago dolorido y la garganta destrozada, consigo
levantarme
y caminar hasta la cama. Me tiro en ella y me quedo
dormida
como un ceporro.
—LALI,
¿no te vas a levantar hoy? —oigo de pronto.
Es
Simona. Levanto la cabeza, la miro y pregunto:
—¿Qué
hora es?
La
mujer se acerca y, con gesto de alarma, dice:
—¿Te
encuentras bien?
Asiento.
No quiero asustarla o rápidamente llamará a PETER.
Miro
el reloj, las once y media de la mañana.
Por
Dios, pero ¿cuánto he dormido?
Miro
a Simona, que no me quita ojo, y murmuro:
—Anoche
me quedé hasta las tantas leyendo y ahora me
caigo
de sueño.
Ella
sonríe, se da la vuelta y dice:
—Vamos,
dormilona. He hecho churros para ti, pero ya
estarán
fríos.
Cuando
cierra la puerta, mi estómago se contrae y corro de
nuevo
al baño. Allí estoy un buen rato, hasta que me encuentro
mejor
y camino de nuevo a la cama. De pronto, pienso en los
churros
y me entran náuseas. Me dan un asco que me muero.
Eso
hace que me pare en medio de la habitación. ¿Desde cuándo
los
churros me dan asco?
La
cabeza me da vueltas.
Me
miro en el espejo y, sin saber por qué, recuerdo que a mi
hermana
le daban asco los churros cuando estaba embarazada.
Mi
estomago se resiente de nuevo y susurro, llevándome las
manos
a la cabeza:
—No...
No... No... No puede ser.
Mi
mente se bloquea, mi estomago se contrae de nuevo y
corro
al cuarto de baño.
Diez
minutos después, estoy tirada en el suelo, con los pies
apoyados
en el lavabo. Todo me da vueltas. Acabo de percatarme
de
que llevo sin tener la regla más de lo que yo
desearía.
Me
falta el aire.
Me
agobio.
Creo
que me va a dar un infarto de un momento a otro.
Cuando
consigo que la cabeza deje de darme vueltas, bajo los
pies
al suelo y me incorporo. Me miro en el espejo y murmuro
con
un quejido lastimoso:
—Por
favor..., por favor..., no puedo estar embarazada.
Me
pica el cuello.
Dios
mío, ¡lo tengo lleno de ronchones!
Me
rasco, me rasco y me rasco, pero tengo que parar o me lo
dejaré
en carne viva. Me importa un pepino, ¡me rasco!
Vuelvo
de nuevo a la cama. Me siento y abro el cajón. Saco
mi
pastillero y, horrorizada, me doy cuenta de que han pasado
varios
días desde que me tomé la última. Pero pensando y
pensando
recuerdo que en la anterior regla apenas manché. Me
extrañó,
pero comencé a tomar de nuevo la píldora.
Oh,
Dios... ¡Oh, Dios!
Maldigo,
me desespero y pataleo. He estado tan ocupada con
todo
últimamente que no me he percatado de lo que ocurría.
Abro
el prospecto de la píldora y leo que el margen de error es
del
0´001%.
¿Tan
mala suerte voy a tener que voy a ser ese 1%?
Pero
entonces recuerdo algo. La noche que estuve en el hospital,
cuando
el accidente de la moto, no me tome la pastilla. Ahí
tengo
mi 1%.
Me
mareo...
Me
entra fatiguita...
Me
pica el cuello...
Necesito
un cigarro...
Me
tumbo en la cama y cierro los ojos. El olor a PETER llega
hasta
mí y me encanta. Cuando consigo reponerme del susto
que
tengo, me visto y decido ir a una farmacia. ¡Es urgente! Al
bajar,
Simona sonríe y dice:
—No
te comas los churros fríos, LALI. Espera y pronto te
pondré
la comida. Por cierto, dentro de quince minutos comienza
Locura Esmeralda. Voy a dejar estas camisas del señor
en
su
cuarto y después iré la cocina y la vemos juntas, ¿de acuerdo?
Asiento,
paso por su lado y la mujer pregunta:
—¿Te
ocurre algo, LALI?
La
miro y respondo:
—Nada,
¿por qué?
Ella
me mira y, tras parpadear, insiste:
—Estás
algo pálida.
Ay,
madre, ¡si ella supiera!
Pero
como puedo, respondo:
—Me
tiré leyendo hasta las cuatro de la madrugada. Echaba
de
menos a PETER.
Simona
sonríe y, mientras sube la escalera, dice:
—No
desesperes, LALI. El señor regresará pasado mañana
como
muy tarde.
Cuando
desaparece, voy a la cocina. Al entrar, veo que sobre
la
mesa están los churros.
Y
para demostrarme a mí misma que no me dan asco, me
lanzo
a ellos. Doy un mordisquito y mi estómago no se mueve.
Sonrío.
Eso me relaja. Pero como estoy atacada de los nervios,
me
meto siete churros entre pecho y espalda, hasta que mi
estomago
se rebela y tengo que salir a toda pastilla de la cocina.
En
mi camino me cruzo con Simona y, al llegar al baño, la
siento
detrás de mí. Sin ascos ni miramientos, la mujer hace lo
que
tantas veces hizo mi madre cuando yo era pequeña. Me
sujeta
la frente mientras de mi cuerpo sale de todo. Absolutamente
de
todo.
¡Qué
asco me doy!
Cuando
parece que me relajo, con un sudor frío horroroso
camino
de la mano de Simona hacia la cocina. Al sentarme, ella
me
mira y dice:
—Estás
pálida... muy pálida.
Yo
no digo nada. No puedo.
No
deseo hablar de lo que me pasa, pero de pronto, Simona
fija
la vista en el plato de los churros y dice:
—¿Cómo
no vas a vomitar con todos los churros que te has
comido?
Asiento.
Tiene razón.
No
quiero dar explicaciones y respondo:
—Tenía
tanta hambre que me los he comido y creo que mi
estómago
se ha enfadado.
Me
prepara una infusión y me pide que me la tome para que
el
estómago se me tranquilice.
¡Qué
asco!
Nunca
me han gustado las infusiones.
Pero
Simona se empeña en que me la beba y le hago caso.
Debo
hacerlo o llamará a PETER. Diez minutos más tarde, soy otra
vez
persona. Vuelvo a ser yo y el color regresa a mi rostro.
Para
intentar no hablar más del tema, enciendo el televisor y
comienza
Locura Esmeralda.
No me entero de nada. Mis
pensamientos
están en otro lado. Pero Simona, ajena a ello, una
vez
termina el episodio, dice:
—Pobrecita
Esmeralda. Toda su vida sufriendo y ahora su
amor
no la reconoce y se enamora de la enfermera del hospital.
Qué
triste..., qué triste.
Cuando
se marcha y me quedo sola en la cocina, pienso que
necesito
ir a la farmacia. Sin más, me levanto, busco a Simona y
le
digo que no voy a comer. Tengo que salir. Necesito salir y que
me
dé el aire o creo que me va a dar algo. Cojo mi anorak rojo,
voy
al garaje y me subo al Mitsubishi. El olor de PETER me inunda
de
nuevo y susurro:
—Como
esté embarazada, te mato, señor Zimmerman.
Comienzo
a conducir sin rumbo fijo, mientras la música
suena
en el coche y yo no puedo ni cantar.
No
puedo creer que me pueda pasar esto. Yo soy un desastre
como
persona, ¿cómo voy a tener un hijo?
Aparco
el coche cerca de Bogenhausen y decido darme un
paseo
por el jardín inglés. Hace frío. En noviembre, en Múnich
comienza
a hacer un frío de mil demonios. Camino. Pienso y veo
que
pasa una bici cervecera, la atracción estrella de la ciudad.
Observo
cómo los que van en la bici se divierten mientras
pedalean
y toman cerveza. Al pensar en ésta, el estómago se me
contrae.
¡Qué asco!
Sigo
mi paseo y me cruzo con varias madres y sus bebés.
¡Qué
agobio me entra!
No
sé cuánto tiempo llevo caminando, hasta que soy consciente
de
que estoy totalmente congelada. Mi anorak no es lo
suficientemente
abrigado y si sigo así pillaré una pulmonía.
Cuando
salgo del jardín inglés, veo un estanco. Voy directa a él y
me
compro una cajetilla de tabaco y un mechero. Enciendo un
cigarrillo,
aspiro el humo y lo disfruto.
No
puedo estar embarazada. Debe de ser un error.
Sigo
caminando y veo una farmacia.
La
observo desde la distancia y, cuando me acabo el cigarro,
entro,
espero en la cola y, cuando me toca, digo:
—Quiero
un test de embarazo.
—Digital
o normal.
La
farmacéutica me mira y, como no estoy puesta en estas
cosas,
contesto:
—Me
da igual.
Abre
un cajón, saca varias cajitas alargadas de colores y dice:
—Cualquiera
de éstos se puede hacer en cualquier momento
del
día. Éste es digital, éste ultrasensible...
Durante
un par de minutos, la mujer habla y habla y habla,
mientras
yo sólo quiero que se calle y me dé un puñetero test de
embarazo.
Por fin, cuando saca la última cajita, me explica:
—Aunque
puede hacerse la prueba en cualquier momento,
yo
le recomendaría que se la hiciera con la orina de primera
hora
de la mañana.
Con
los ojos como platos, miro aquellas cajas. Pero ¿qué
hago
yo comprando esto?
—Usted
dirá, ¿cuál quiere?
No
sé qué decir. Al final, cojo cuatro cajas y respondo:
—Quiero
éstas.
—¿Todas?
—Todas
—afirmo.
La
farmacéutica sonríe y, sin cuestionar nada más, las mete
en
una bolsa de plástico. Yo le entrego mi tarjeta y, una vez
cobrado,
salgo de la farmacia.
Cuando
llego al coche, abro la bolsa y saco los test. Leo los
prospectos
y en todos pone básicamente lo mismo. Tengo que
hacer
pis sobre la banda y tienen una fiabilidad de un 99%.
Joder...
ya estamos con los porcentajes.
Al
llegar a casa, Simona me mira y, al ver que sólo llevo el
anorak,
me reprende por ir tan poco abrigada y por haber
estado
fuera varias horas. De pronto, me doy cuenta de que son
las
tres de la tarde. La mañana se ha esfumado y yo no me he
dado
cuenta.
Una
vez acaba de regañarme como a una niña pequeña,
Simona
me informa que PETER ha llamado veinte veces preocupado
y
que volverá a llamar. Alucinada, me doy cuenta de que
con
el agobio me he marchado sin móvil y digo:
—No
le habrás dicho lo que me ha pasado esta mañana.
La
mujer niega con la cabeza y añade:
—No,
LALI. Bastante preocupado estaba él por no localizarte.
Además,
lo conozco y eso lo angustiaría mucho. He
preferido
no decirle nada.
—Gracias
—susurro, a punto de abrazarla.
Una
vez Simona vuelve a sus quehaceres, cojo el móvil, me lo
meto
en el pantalón del vaquero y subo a toda prisa a mi habitación.
Me
encierro en el cuarto de baño, me siento en la taza y
observo
la bolsita que he dejado en el bidé. Durante varios
minutos,
me digo que esto no puede ser.
¡Yo
no puedo estar embarazada!
Haciendo
acopio de fuerzas, saco uno de los test y procedo a
hacer
lo que indica.
Me
desabrocho el vaquero y me lo bajo, después las braguillas
y
me siento en el retrete. Con manos temblorosas, saco el
test
y retiro el capuchón. Cuando por fin atino a mojar el
absorbente,
además de mi mano, tapo el test y lo coloco en posición
horizontal
sobre la encimera del baño.
Una
vez me recompongo y me abrocho el vaquero, enciendo
un
cigarro. Pero tras dos caladas me mareo. Me siento en el
suelo,
me tumbo y subo las piernas al lavabo.
Madre
mía..., madre mía, qué miedo tengo.
¿Yo
madre de un bebé?
¡Ni
de coña!
Uf...
¡qué mareo!
Recuerdo
el parto de CANDE y me entran náuseas. ¡Qué
angustia!
Han
pasado dos minutos y treinta y siete segundos... treinta
y
ocho... treinta y nueve.
Intento
cantar. Eso siempre me relaja y nuestra canción es lo
primero
que viene a mi mente.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos,
contigo porque me matas y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Vivo la vida en color y tú en blanco y negro.
Paro.
Miro el reloj. Han pasado los cinco minutos. He de
mirar
el resultado, pero continúo cantando.
Dicen que el amor es suficiente,
pero no tengo el valor de hacerle frente.
No...,
no..., no..., ¡definitivamente, no tengo valor!
No
puedo abrir el capuchón.
Me
enciendo otro cigarrillo, aun a riesgo de marearme. Lo
necesito.
Me
pica el cuello. Me rasco, me rasco y me rasco.
Ya
no puedo ni cantar.
Bajo
las piernas del lavabo, me siento y miro el test
horizontal.
Cojo
el prospecto y lo vuelvo a releer por enésima vez. Si
salen
dos rayitas es positivo y si sale sólo una, negativo.
Por
primera vez en mi vida, deseo un negativo más grande
que
un camión. Por favor..., por favor...
Cuando
apago el cigarrillo, me armo de valor, cojo el test y,
sin
pensarlo, lo abro. Los ojos se me ponen como platos.
—Dos
rayitas —susurro.
Suelto
el test y vuelvo a coger el prospecto. Dos rayitas, positivo.
Una,
negativo.
Me
mareo...
Vuelvo
a releer. Dos rayitas, positivo. Una, negativo.
Me
tumbo en el suelo del baño, mientras musito con los ojos
cerrados:
—No
puede ser... No puede ser...
Diez
minutos más tarde, decido repetir el test al recordar
que
hay un 1% de error. Si el anticonceptivo ha fallado, ¿por qué
no
va a fallar el test de embarazo?
Llevo
a cabo la misma operación que minutos antes. De
nuevo
espero y esta vez sin cigarrillo, cuando pasan los cinco
minutos,
abro el capuchón y grito:
—Noooooooooooooooooo...
Me
hago el tercer test. Después el cuarto. El resultado es el
mismo:
positivo.
El
corazón me late a mil. Me va a dar un infarto y, cuando
PETER
regrese, voy a estar más tiesa que la mojama en el suelo del
baño.
Pienso
en el margen de error que tienen estos test. Pero que
cuatro
me griten «¡estás embarazada!», me hace dudar.
Me
mareo...
Todo
me da vueltas...
Me
vuelvo a tumbar en el suelo y subo los pies al lavabo.
—¿Por
qué? ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
De
pronto, me suena el móvil. Me lo saco del bolsillo del
vaquero
y veo que es PETER.
¡El
padre de la criatura!
Uf...,
qué nervios.
Me
acaloro y me doy aire con la mano.
No
quiero que me note extraña y, tras seis timbrazos, saludo
lo
más chisposa que puedo.
—Hola,
cariño.
—¿Cómo
sales de casa sin móvil? ¿Te has vuelto loca? —pregunta
con
voz tensa.
No
estoy yo para tensiones y respondo:
—Punto
uno: no me chilles. Punto dos: se me ha olvidado. Y
punto
tres: si me llamas para ser un borde, prepárate que yo
también
lo puedo ser.
Silencio.
Ninguno dice nada hasta que él insiste:
—¿Dónde
has estado, LALI?
—He
ido a comprar unas cosas y luego me he dado un paseo,
porq...
—Un
paseo muy largo, ¿no crees? —me corta. E insiste—:
¿Sola
o acompañada?
—¡¿A
qué viene eso?!
—¿Sola
o acompañada? —Sube el tono de voz.
Su
mal rollo me duele.
Me
hace daño.
¿Qué
ocurre? Y antes de que yo pueda siquiera protestar, la
comunicación
se corta.
Como
una tonta, me quedo mirando el teléfono.
¿Me
ha colgado?
¿El
gilipollas me ha colgado?
Furiosa,
marco su número. Éste se va a enterar de lo que es
subir
la voz. Pero cuando suena, cuelga sin descolgar. Eso me
encoleriza.
Lo intento tres veces más, pero el resultado es el
mismo.
Estoy
histérica, nerviosa y, para más inri, ¡embarazada!
Si
pillo en este momento a PETER, ¡lo mato!
No
sé qué hacer y al final decido nadar unos largos. Lo
necesito.
Me
pongo el bañador y, cuando llego al borde de la piscina,
el
estomago me da un vuelco y salgo corriendo al baño.
Cuando
Flyn llega, estoy sentada al borde del agua, totalmente
descentrada.
El niño me abraza por detrás y me besa en
la
mejilla. Encantada por esa demostración de afecto que
necesito,
cierro los ojos y murmuro:
—Gracias,
cariño. Lo necesitaba.
El
crío, que es muy listo, se sienta a mi lado, me mira y
pregunta:
—¿A
que has discutido con el tío?
Sin
mucho humor, respondo:
—No,
cielo. El tío está en Londres y es difícil discutir con él.
El
pequeño me mira, asiente y no responde. Saca sus propias
conclusiones.
De pronto, mi estómago se queja de hambre y,
mirándome
alucinado, Flyn pregunta:
—¿Qué
tienes ahí dentro, un alienígena?
En
ese instante me da la risa y no puedo parar.
Todo
vuelve a ser surrealista.
Estoy
embarazada y PETER, el hombre que tenía que estar a mi
lado,
besándome como loco porque va a ser padre, está
enfadado.
Convencida
de que esto no se puede torcer más, digo:
—Vamos
a comer o te como a ti ahora mismo.
Por
la noche, cuando Flyn se va a dormir, vuelvo a estar sola
en
el inmenso salón, acompañada por Susto.
Le hago una señal
y
mi amorcito se sube al sillón. Ahora que no está PETER, que
aproveche.
Llamo
a PETER por teléfono. No lo coge. ¿Por qué está tan
enfadado?
Enciendo el televisor y cuando llevo un rato mirándolo,
con
la necesidad de contarle a alguien lo que me pasa, toco
a
Susto, que levanta la cabeza, me mira y
digo:
—Estoy
embarazada, Susto.
Vamos a tener un pequeño LANZANI ESPOSITO.
El
animal parece entenderme y, tumbándose de nuevo, se
tapa
los ojos con una de sus patazas. Eso me hace reír. Hasta él
sabe
que esto es una locura.
A
las once y, tras ver que PETER no me llama, decido subir a la
habitación.
Estoy para el arrastre. En el cuarto de baño, me lavo
los
dientes y veo la cajetilla de tabaco. La tiro a la basura justo
en
el momento que el móvil me suena. PETER. ¡Por fin!
—Hola,
cariño —lo saludo, sin un ápice de ganas de discutir.
Se
oye mucho ruido de fondo y la voz de él dice:
—¿Cuándo
me lo pensabas decir?
Sorprendida,
me siento en el retrete. Miro alrededor en
busca
de la cámara oculta. ¿Sabe que estoy embarazada? Y
pregunto:
—¿El
qué?
—Lo
sabes bien, pero que muy bien...
—No,
no lo sé...
—¡Lo
sabes! —grita.
Desconcertada,
arrugo el entrecejo. Si hablara del embarazo,
no
tendría ese mosqueo. PETER ha bebido, cosa que me alerta. Es
la
primera vez que está borracho y eso me preocupa.
—¿Dónde
estás, PETER?
—Tomando
algo.
—¿Estás
con NATALIE?
Se
ríe. Su risa no me gusta y responde:
—No,
NATALIE no está conmigo. Estoy solo.
—Vamos
a ver, PETER —digo, sin levantar la voz—, ¿me puedes
explicar
qué es lo que ocurre? No entiendo nada y...
—¿Hoy
te has visto con PABLO?
—¡¿Cómo?!
—No
te hagas la inocente, cariño,
que te conozco.
—Pero
¿qué te pasa? —grito, desesperándome.
—No
sé cómo no me he dado cuenta antes de todo. —Sube la
voz—.
¡Mi mejor amigo y mi mujer, liados!
¿Se
ha vuelto loco?
¡Además
de borracho, loco! Sin más, la comunicación se
vuelve
a cortar.
Sin
entender nada de lo que dice, lo llamo. No lo coge. Los
nervios
me revuelven el estómago y al final pasa lo que pasa.
Adiós
cena.
Esa
noche no duermo. Sólo quiero saber que está bien. Me
preocupa
haberlo oído tan borracho. Me preocupa que le pase
algo,
pero por más que lo llamo no me coge el teléfono. Le
mando
varios mails. Sé que los verá. Pero nada, tampoco los
contesta.
Pienso
en PABLO. ¿Debería llamarlo y contarle lo que ocurre?
Al
final decido que no. Son las cinco de la madrugada y no creo
que
sea hora para ello.
A
las seis y media, tras pasar una noche horrorosa sin poder
contactar
con PETER, cuando Simona entra en la cocina, se sorprende
al
verme.
—Pero
¿qué haces levantada tan pronto?
Mi
cara se contrae y empiezo a llorar. La mujer se descuadra.
Se
sienta a mi lado y, como una madre, me seca las lágrimas con
una
servilleta mientras yo hablo y hablo y Simona no se entera
de
nada.
Cuando
por fin consigue tranquilizarme, omito lo del
embarazo,
pero le cuento lo que me ha pasado con PETER. Ella
está
desconcertada. Sabe que adoro y quiero a mi alemán como
pocas
personas en el mundo y que PABLO es sólo un estupendo
amigo
de los dos.
A
las ocho se va para despertar a Flyn, y a las ocho y media,
cuando
el crío entra en la cocina con ella y ve mi deplorable
estado,
pregunta, sentándose a mi lado:
—Has
discutido con el tío, ¿verdad?
Esta
vez asiento. No puedo negarlo. Y, sorprendiéndonos a
Simona
y a mí, él dice:
—Seguro
que el tío no tiene razón.
—Flyn...
—Tú
eres muy buena mamá —insiste.
Como
un oso lloroso vuelvo a estallar en llanto. Me ha llamado
mamá.
Ya no hay quien me pare.
Al
final, cuando Simona le sirve el desayuno a Flyn y Norbert
llega
para llevarlo al colegio, decido ir con ellos. El aire me
vendrá
bien. En el trayecto, mi pequeño coreano alemán me
agarra
la mano y no me la suelta. Como siempre, eso me da
fuerza
y, cuando me da un beso antes de bajarse del coche para
que
nadie lo vea, me hace sonreír. Cuando se aleja, le pido a
Norbert
que espere un segundo y salgo del vehículo.
Necesito
que me dé el aire.
Saco
una tarjetita del bolsillo y, tras mirarla, me decido y
llamo.
El médico me da el teléfono de una ginecóloga privada.
Sin
dudarlo, concierto una entrevista con ella para el día
siguiente.
Lo bueno de tener dinero es eso, que todo puede ser a
la
de ya. Igualito que la Seguridad Social de España. María, mi
nueva
amiga española, al verme, se acerca a mí y, al reparar en
mis
ojeras, pregunta:
—¿Estás
bien, LALI?
Asiento
y sonrío.
No
soy persona de ir contándole mis penas a todo el mundo.
Pero
en ese momento veo en su mirada algo extraño y pregunto:
—¿Qué
ocurre?
Ella
suspira. Duda, pero finalmente, ante mi mirada, cede.
—Me
cuesta decirte lo que te voy a decir, pero si no lo hago
no
voy a poder dormir tranquila. —Sorprendida, la miro y ella,
señalando
a las cacatúas, que están a unos metros de nosotras,
dice—:
Tus amigas, esas que te tienen tanto aprecio, te están
poniendo
fina. Van diciendo cosas terribles de ti.
—¿De
mí? Pero ¡si no me conocen!
María
asiente, gesticula y yo pregunto:
—¿Qué
pasa? Cuéntame.
—Dicen
que estás liada con un amigo de tu marido. Un tal
PABLO.
La
tierra tiembla bajo mis pies y de pronto me viene a la
mente
una frase de una canción de Alejandro Sanz que tanto me
gusta
y que dice: «Ya lo ves, que no hay dos sin tres».
¿Qué
está ocurriendo?
Estoy
embarazada, PETER cree que estoy liada con PABLO y
ahora
en el colegio de Flyn también lo afirman.
Tiemblo...
Tengo
miedo...
No
entiendo lo que ocurre...
—Además
de eso —prosigue María—, se mofan porque eras
la
secretaria de PETER y, bueno..., imagínate lo que comentan.
Boquiabierta
y tremendamente alucinada, asiento.
—Efectivamente,
yo trabajaba para la empresa de PETER,
pero...
pero yo no estoy engañando a mi marido, ni con PABLO, ni
con
nadie. Acabo de casarme hace cuatro meses, adoro a PETER,
soy
feliz y... y...
María
me abraza y yo cierro los ojos. Mis nervios están en un
punto
álgido, cuando veo que las cacatúas nos miran y sonríen.
Qué
perracas. Y entonces, mi sangre española es mi sangre y,
reponiéndome
como un tsunami, pregunto:
—¿Desde
cuándo circula ese rumor?
—A
mí me llegó ayer.
—Y
de esas cacatúas, ¿verdad?
María
asiente. Yo levanto el mentón y, como siempre, sin
pensar
las cosas dos veces, me dirijo directamente hacia ellas.
Creí
haberles dejado claro quién soy yo, pero como veo que no
se
enteraron, se lo voy a repetir.
Me
da igual quedar como una macarra.
Me
da igual que piensen que soy de lo peor.
Todo
me da igual excepto que digan mentiras.
Cuando
estoy a la altura de la cacatúa número uno, la mujer
de
Joshua, sin cortarme un pelo me dirijo a ella y, acercando mi
cara
a la suya, siseo, mientras con el rabillo del ojo observo que
Norbert
se baja del coche y viene hacia aquí:
—No
me gustas y no te gusto, eso lo sabemos ambas, ¿verdad?
—Ella
no se mueve, está acobardada—. Pues quiero que
sepas
que menos me gusta que cuentes mentiras sobre mí. Por
lo
tanto, si no quieres tener un gravísimo problema conmigo,
dime
quién es la puñetera persona que está diciendo todo eso
sobre
mi persona o te juro que hoy te quedas sin dientes.
—LALI
—susurra María, acalorada.
La
cacatúa madre se pone roja como un tomate. Sus amiguitas
se
echan hacia atrás. Está visto que la dejan sola. ¡Vaya
amigas!
La
repija, al ver que no tiene apoyo, intenta zafarse de mí,
pero
no se lo permito. La agarro del brazo con fuerza y exijo con
muy
mala leche:
—He
dicho que me digas quién va contando esas mentiras.
Asustada
y temblona, me mira y, ante mi cara de «¡te voy a
dar
la del pulpo!», responde:
—La...
la joven que ha venido en ocasiones a buscar al
chinito.
Cierro
los ojos: ¡MARTINA!
La
sangre se me espesa y de pronto lo entiendo todo. MARTINA
también
ha debido de intoxicar a PETER en Londres. Abro los ojos
y,
con la furia reflejada en mi rostro, siseo:
—Mi
hijo tiene nombre. Se llama Flyn. —Y, soltándola con
fuerza,
grito—: Te repito por última vez, ¡no es chino! Y, para tu
información,
¡sí!, trabajaba para la empresa de mi marido y, por
supuesto,
¡no!, no estoy liada con PABLO y más vale que el rumor
que
habéis extendido se extinga o te juro que os voy a hacer la
vida
imposible, porque a mala no me gana nadie cuando me
cabreo,
¿entendido?
—Señora
LANZANI, ¿qué ocurre? —interviene Norbert.
El
grupo de cacatúas se aleja rápidamente de mí. Huyen
despavoridas.
A
punto del desmayo, miro a la pobre María y digo:
—Gracias
por contármelo, María. Nos vemos en otro
momento.
Después
miro a Norber, que, desencajado, me observa y le
digo,
al borde del colapso:
—Llévame
a casa. No me encuentro bien.
Que hdp martina ojala peter reaccione
ResponderEliminar