martes, 10 de noviembre de 2015

CAPITULO 20

A la mañana siguiente, según abro el ojo siento unas irrefrenables
ganas de vomitar.
Corro al baño y llego justo a tiempo de no liarla parda.
Definitivamente, he pillado el trancazo que soltó Flyn.
Con el estómago dolorido y la garganta destrozada, consigo
levantarme y caminar hasta la cama. Me tiro en ella y me quedo
dormida como un ceporro.
—LALI, ¿no te vas a levantar hoy? —oigo de pronto.
Es Simona. Levanto la cabeza, la miro y pregunto:
—¿Qué hora es?
La mujer se acerca y, con gesto de alarma, dice:
—¿Te encuentras bien?
Asiento. No quiero asustarla o rápidamente llamará a PETER.
Miro el reloj, las once y media de la mañana.
Por Dios, pero ¿cuánto he dormido?
Miro a Simona, que no me quita ojo, y murmuro:
—Anoche me quedé hasta las tantas leyendo y ahora me
caigo de sueño.
Ella sonríe, se da la vuelta y dice:
—Vamos, dormilona. He hecho churros para ti, pero ya
estarán fríos.
Cuando cierra la puerta, mi estómago se contrae y corro de
nuevo al baño. Allí estoy un buen rato, hasta que me encuentro
mejor y camino de nuevo a la cama. De pronto, pienso en los
churros y me entran náuseas. Me dan un asco que me muero.
Eso hace que me pare en medio de la habitación. ¿Desde cuándo
los churros me dan asco?
La cabeza me da vueltas.
Me miro en el espejo y, sin saber por qué, recuerdo que a mi
hermana le daban asco los churros cuando estaba embarazada.
Mi estomago se resiente de nuevo y susurro, llevándome las
manos a la cabeza:
—No... No... No... No puede ser.
Mi mente se bloquea, mi estomago se contrae de nuevo y
corro al cuarto de baño.
Diez minutos después, estoy tirada en el suelo, con los pies
apoyados en el lavabo. Todo me da vueltas. Acabo de percatarme
de que llevo sin tener la regla más de lo que yo
desearía.
Me falta el aire.
Me agobio.
Creo que me va a dar un infarto de un momento a otro.
Cuando consigo que la cabeza deje de darme vueltas, bajo los
pies al suelo y me incorporo. Me miro en el espejo y murmuro
con un quejido lastimoso:
—Por favor..., por favor..., no puedo estar embarazada.
Me pica el cuello.
Dios mío, ¡lo tengo lleno de ronchones!
Me rasco, me rasco y me rasco, pero tengo que parar o me lo
dejaré en carne viva. Me importa un pepino, ¡me rasco!
Vuelvo de nuevo a la cama. Me siento y abro el cajón. Saco
mi pastillero y, horrorizada, me doy cuenta de que han pasado
varios días desde que me tomé la última. Pero pensando y
pensando recuerdo que en la anterior regla apenas manché. Me
extrañó, pero comencé a tomar de nuevo la píldora.
Oh, Dios... ¡Oh, Dios!
Maldigo, me desespero y pataleo. He estado tan ocupada con
todo últimamente que no me he percatado de lo que ocurría.
Abro el prospecto de la píldora y leo que el margen de error es
del 0´001%.
¿Tan mala suerte voy a tener que voy a ser ese 1%?
Pero entonces recuerdo algo. La noche que estuve en el hospital,
cuando el accidente de la moto, no me tome la pastilla. Ahí
tengo mi 1%.
Me mareo...
Me entra fatiguita...
Me pica el cuello...
Necesito un cigarro...
Me tumbo en la cama y cierro los ojos. El olor a PETER llega
hasta mí y me encanta. Cuando consigo reponerme del susto
que tengo, me visto y decido ir a una farmacia. ¡Es urgente! Al
bajar, Simona sonríe y dice:
—No te comas los churros fríos, LALI. Espera y pronto te
pondré la comida. Por cierto, dentro de quince minutos comienza
Locura Esmeralda. Voy a dejar estas camisas del señor en
su cuarto y después iré la cocina y la vemos juntas, ¿de acuerdo?
Asiento, paso por su lado y la mujer pregunta:
—¿Te ocurre algo, LALI?
La miro y respondo:
—Nada, ¿por qué?
Ella me mira y, tras parpadear, insiste:
—Estás algo pálida.
Ay, madre, ¡si ella supiera!
Pero como puedo, respondo:
—Me tiré leyendo hasta las cuatro de la madrugada. Echaba
de menos a PETER.
Simona sonríe y, mientras sube la escalera, dice:
—No desesperes, LALI. El señor regresará pasado mañana
como muy tarde.
Cuando desaparece, voy a la cocina. Al entrar, veo que sobre
la mesa están los churros.
Y para demostrarme a mí misma que no me dan asco, me
lanzo a ellos. Doy un mordisquito y mi estómago no se mueve.
Sonrío. Eso me relaja. Pero como estoy atacada de los nervios,
me meto siete churros entre pecho y espalda, hasta que mi
estomago se rebela y tengo que salir a toda pastilla de la cocina.
En mi camino me cruzo con Simona y, al llegar al baño, la
siento detrás de mí. Sin ascos ni miramientos, la mujer hace lo
que tantas veces hizo mi madre cuando yo era pequeña. Me
sujeta la frente mientras de mi cuerpo sale de todo. Absolutamente
de todo.
¡Qué asco me doy!
Cuando parece que me relajo, con un sudor frío horroroso
camino de la mano de Simona hacia la cocina. Al sentarme, ella
me mira y dice:
—Estás pálida... muy pálida.
Yo no digo nada. No puedo.
No deseo hablar de lo que me pasa, pero de pronto, Simona
fija la vista en el plato de los churros y dice:
—¿Cómo no vas a vomitar con todos los churros que te has
comido?
Asiento. Tiene razón.
No quiero dar explicaciones y respondo:
—Tenía tanta hambre que me los he comido y creo que mi
estómago se ha enfadado.
Me prepara una infusión y me pide que me la tome para que
el estómago se me tranquilice.
¡Qué asco!
Nunca me han gustado las infusiones.
Pero Simona se empeña en que me la beba y le hago caso.
Debo hacerlo o llamará a PETER. Diez minutos más tarde, soy otra
vez persona. Vuelvo a ser yo y el color regresa a mi rostro.
Para intentar no hablar más del tema, enciendo el televisor y
comienza Locura Esmeralda. No me entero de nada. Mis
pensamientos están en otro lado. Pero Simona, ajena a ello, una
vez termina el episodio, dice:
—Pobrecita Esmeralda. Toda su vida sufriendo y ahora su
amor no la reconoce y se enamora de la enfermera del hospital.
Qué triste..., qué triste.
Cuando se marcha y me quedo sola en la cocina, pienso que
necesito ir a la farmacia. Sin más, me levanto, busco a Simona y
le digo que no voy a comer. Tengo que salir. Necesito salir y que
me dé el aire o creo que me va a dar algo. Cojo mi anorak rojo,
voy al garaje y me subo al Mitsubishi. El olor de PETER me inunda
de nuevo y susurro:
—Como esté embarazada, te mato, señor Zimmerman.
Comienzo a conducir sin rumbo fijo, mientras la música
suena en el coche y yo no puedo ni cantar.
No puedo creer que me pueda pasar esto. Yo soy un desastre
como persona, ¿cómo voy a tener un hijo?
Aparco el coche cerca de Bogenhausen y decido darme un
paseo por el jardín inglés. Hace frío. En noviembre, en Múnich
comienza a hacer un frío de mil demonios. Camino. Pienso y veo
que pasa una bici cervecera, la atracción estrella de la ciudad.
Observo cómo los que van en la bici se divierten mientras
pedalean y toman cerveza. Al pensar en ésta, el estómago se me
contrae. ¡Qué asco!
Sigo mi paseo y me cruzo con varias madres y sus bebés.
¡Qué agobio me entra!
No sé cuánto tiempo llevo caminando, hasta que soy consciente
de que estoy totalmente congelada. Mi anorak no es lo
suficientemente abrigado y si sigo así pillaré una pulmonía.
Cuando salgo del jardín inglés, veo un estanco. Voy directa a él y
me compro una cajetilla de tabaco y un mechero. Enciendo un
cigarrillo, aspiro el humo y lo disfruto.
No puedo estar embarazada. Debe de ser un error.
Sigo caminando y veo una farmacia.
La observo desde la distancia y, cuando me acabo el cigarro,
entro, espero en la cola y, cuando me toca, digo:
—Quiero un test de embarazo.
—Digital o normal.
La farmacéutica me mira y, como no estoy puesta en estas
cosas, contesto:
—Me da igual.
Abre un cajón, saca varias cajitas alargadas de colores y dice:
—Cualquiera de éstos se puede hacer en cualquier momento
del día. Éste es digital, éste ultrasensible...
Durante un par de minutos, la mujer habla y habla y habla,
mientras yo sólo quiero que se calle y me dé un puñetero test de
embarazo. Por fin, cuando saca la última cajita, me explica:
—Aunque puede hacerse la prueba en cualquier momento,
yo le recomendaría que se la hiciera con la orina de primera
hora de la mañana.
Con los ojos como platos, miro aquellas cajas. Pero ¿qué
hago yo comprando esto?
—Usted dirá, ¿cuál quiere?
No sé qué decir. Al final, cojo cuatro cajas y respondo:
—Quiero éstas.
—¿Todas?
—Todas —afirmo.
La farmacéutica sonríe y, sin cuestionar nada más, las mete
en una bolsa de plástico. Yo le entrego mi tarjeta y, una vez
cobrado, salgo de la farmacia.
Cuando llego al coche, abro la bolsa y saco los test. Leo los
prospectos y en todos pone básicamente lo mismo. Tengo que
hacer pis sobre la banda y tienen una fiabilidad de un 99%.
Joder... ya estamos con los porcentajes.
Al llegar a casa, Simona me mira y, al ver que sólo llevo el
anorak, me reprende por ir tan poco abrigada y por haber
estado fuera varias horas. De pronto, me doy cuenta de que son
las tres de la tarde. La mañana se ha esfumado y yo no me he
dado cuenta.
Una vez acaba de regañarme como a una niña pequeña,
Simona me informa que PETER ha llamado veinte veces preocupado
y que volverá a llamar. Alucinada, me doy cuenta de que
con el agobio me he marchado sin móvil y digo:
—No le habrás dicho lo que me ha pasado esta mañana.
La mujer niega con la cabeza y añade:
—No, LALI. Bastante preocupado estaba él por no localizarte.
Además, lo conozco y eso lo angustiaría mucho. He
preferido no decirle nada.
—Gracias —susurro, a punto de abrazarla.
Una vez Simona vuelve a sus quehaceres, cojo el móvil, me lo
meto en el pantalón del vaquero y subo a toda prisa a mi habitación.
Me encierro en el cuarto de baño, me siento en la taza y
observo la bolsita que he dejado en el bidé. Durante varios
minutos, me digo que esto no puede ser.
¡Yo no puedo estar embarazada!
Haciendo acopio de fuerzas, saco uno de los test y procedo a
hacer lo que indica.
Me desabrocho el vaquero y me lo bajo, después las braguillas
y me siento en el retrete. Con manos temblorosas, saco el
test y retiro el capuchón. Cuando por fin atino a mojar el
absorbente, además de mi mano, tapo el test y lo coloco en posición
horizontal sobre la encimera del baño.
Una vez me recompongo y me abrocho el vaquero, enciendo
un cigarro. Pero tras dos caladas me mareo. Me siento en el
suelo, me tumbo y subo las piernas al lavabo.
Madre mía..., madre mía, qué miedo tengo.
¿Yo madre de un bebé?
¡Ni de coña!
Uf... ¡qué mareo!
Recuerdo el parto de CANDE y me entran náuseas. ¡Qué
angustia!
Han pasado dos minutos y treinta y siete segundos... treinta
y ocho... treinta y nueve.
Intento cantar. Eso siempre me relaja y nuestra canción es lo
primero que viene a mi mente.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos,
contigo porque me matas y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Vivo la vida en color y tú en blanco y negro.
Paro. Miro el reloj. Han pasado los cinco minutos. He de
mirar el resultado, pero continúo cantando.
Dicen que el amor es suficiente,
pero no tengo el valor de hacerle frente.
No..., no..., no..., ¡definitivamente, no tengo valor!
No puedo abrir el capuchón.
Me enciendo otro cigarrillo, aun a riesgo de marearme. Lo
necesito.
Me pica el cuello. Me rasco, me rasco y me rasco.
Ya no puedo ni cantar.
Bajo las piernas del lavabo, me siento y miro el test
horizontal.
Cojo el prospecto y lo vuelvo a releer por enésima vez. Si
salen dos rayitas es positivo y si sale sólo una, negativo.
Por primera vez en mi vida, deseo un negativo más grande
que un camión. Por favor..., por favor...
Cuando apago el cigarrillo, me armo de valor, cojo el test y,
sin pensarlo, lo abro. Los ojos se me ponen como platos.
—Dos rayitas —susurro.
Suelto el test y vuelvo a coger el prospecto. Dos rayitas, positivo.
Una, negativo.
Me mareo...
Vuelvo a releer. Dos rayitas, positivo. Una, negativo.
Me tumbo en el suelo del baño, mientras musito con los ojos
cerrados:
—No puede ser... No puede ser...
Diez minutos más tarde, decido repetir el test al recordar
que hay un 1% de error. Si el anticonceptivo ha fallado, ¿por qué
no va a fallar el test de embarazo?
Llevo a cabo la misma operación que minutos antes. De
nuevo espero y esta vez sin cigarrillo, cuando pasan los cinco
minutos, abro el capuchón y grito:
—Noooooooooooooooooo...
Me hago el tercer test. Después el cuarto. El resultado es el
mismo: positivo.
El corazón me late a mil. Me va a dar un infarto y, cuando
PETER regrese, voy a estar más tiesa que la mojama en el suelo del
baño.
Pienso en el margen de error que tienen estos test. Pero que
cuatro me griten «¡estás embarazada!», me hace dudar.
Me mareo...
Todo me da vueltas...
Me vuelvo a tumbar en el suelo y subo los pies al lavabo.
—¿Por qué? ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
De pronto, me suena el móvil. Me lo saco del bolsillo del
vaquero y veo que es PETER.
¡El padre de la criatura!
Uf..., qué nervios.
Me acaloro y me doy aire con la mano.
No quiero que me note extraña y, tras seis timbrazos, saludo
lo más chisposa que puedo.
—Hola, cariño.
—¿Cómo sales de casa sin móvil? ¿Te has vuelto loca? —pregunta
con voz tensa.
No estoy yo para tensiones y respondo:
—Punto uno: no me chilles. Punto dos: se me ha olvidado. Y
punto tres: si me llamas para ser un borde, prepárate que yo
también lo puedo ser.
Silencio. Ninguno dice nada hasta que él insiste:
—¿Dónde has estado, LALI?
—He ido a comprar unas cosas y luego me he dado un paseo,
porq...
—Un paseo muy largo, ¿no crees? —me corta. E insiste—:
¿Sola o acompañada?
—¡¿A qué viene eso?!
—¿Sola o acompañada? —Sube el tono de voz.
Su mal rollo me duele.
Me hace daño.
¿Qué ocurre? Y antes de que yo pueda siquiera protestar, la
comunicación se corta.
Como una tonta, me quedo mirando el teléfono.
¿Me ha colgado?
¿El gilipollas me ha colgado?
Furiosa, marco su número. Éste se va a enterar de lo que es
subir la voz. Pero cuando suena, cuelga sin descolgar. Eso me
encoleriza. Lo intento tres veces más, pero el resultado es el
mismo.
Estoy histérica, nerviosa y, para más inri, ¡embarazada!
Si pillo en este momento a PETER, ¡lo mato!
No sé qué hacer y al final decido nadar unos largos. Lo
necesito.
Me pongo el bañador y, cuando llego al borde de la piscina,
el estomago me da un vuelco y salgo corriendo al baño.
Cuando Flyn llega, estoy sentada al borde del agua, totalmente
descentrada. El niño me abraza por detrás y me besa en
la mejilla. Encantada por esa demostración de afecto que
necesito, cierro los ojos y murmuro:
—Gracias, cariño. Lo necesitaba.
El crío, que es muy listo, se sienta a mi lado, me mira y
pregunta:
—¿A que has discutido con el tío?
Sin mucho humor, respondo:
—No, cielo. El tío está en Londres y es difícil discutir con él.
El pequeño me mira, asiente y no responde. Saca sus propias
conclusiones. De pronto, mi estómago se queja de hambre y,
mirándome alucinado, Flyn pregunta:
—¿Qué tienes ahí dentro, un alienígena?
En ese instante me da la risa y no puedo parar.
Todo vuelve a ser surrealista.
Estoy embarazada y PETER, el hombre que tenía que estar a mi
lado, besándome como loco porque va a ser padre, está
enfadado.
Convencida de que esto no se puede torcer más, digo:
—Vamos a comer o te como a ti ahora mismo.
Por la noche, cuando Flyn se va a dormir, vuelvo a estar sola
en el inmenso salón, acompañada por Susto. Le hago una señal
y mi amorcito se sube al sillón. Ahora que no está PETER, que
aproveche.
Llamo a PETER por teléfono. No lo coge. ¿Por qué está tan
enfadado? Enciendo el televisor y cuando llevo un rato mirándolo,
con la necesidad de contarle a alguien lo que me pasa, toco
a Susto, que levanta la cabeza, me mira y digo:
—Estoy embarazada, Susto. Vamos a tener un pequeño LANZANI ESPOSITO.
El animal parece entenderme y, tumbándose de nuevo, se
tapa los ojos con una de sus patazas. Eso me hace reír. Hasta él
sabe que esto es una locura.
A las once y, tras ver que PETER no me llama, decido subir a la
habitación. Estoy para el arrastre. En el cuarto de baño, me lavo
los dientes y veo la cajetilla de tabaco. La tiro a la basura justo
en el momento que el móvil me suena. PETER. ¡Por fin!
—Hola, cariño —lo saludo, sin un ápice de ganas de discutir.
Se oye mucho ruido de fondo y la voz de él dice:
—¿Cuándo me lo pensabas decir?
Sorprendida, me siento en el retrete. Miro alrededor en
busca de la cámara oculta. ¿Sabe que estoy embarazada? Y
pregunto:
—¿El qué?
—Lo sabes bien, pero que muy bien...
—No, no lo sé...
—¡Lo sabes! —grita.
Desconcertada, arrugo el entrecejo. Si hablara del embarazo,
no tendría ese mosqueo. PETER ha bebido, cosa que me alerta. Es
la primera vez que está borracho y eso me preocupa.
—¿Dónde estás, PETER?
—Tomando algo.
—¿Estás con NATALIE?
Se ríe. Su risa no me gusta y responde:
—No, NATALIE no está conmigo. Estoy solo.
—Vamos a ver, PETER —digo, sin levantar la voz—, ¿me puedes
explicar qué es lo que ocurre? No entiendo nada y...
—¿Hoy te has visto con PABLO?
—¡¿Cómo?!
—No te hagas la inocente, cariño, que te conozco.
—Pero ¿qué te pasa? —grito, desesperándome.
—No sé cómo no me he dado cuenta antes de todo. —Sube la
voz—. ¡Mi mejor amigo y mi mujer, liados!
¿Se ha vuelto loco?
¡Además de borracho, loco! Sin más, la comunicación se
vuelve a cortar.
Sin entender nada de lo que dice, lo llamo. No lo coge. Los
nervios me revuelven el estómago y al final pasa lo que pasa.
Adiós cena.
Esa noche no duermo. Sólo quiero saber que está bien. Me
preocupa haberlo oído tan borracho. Me preocupa que le pase
algo, pero por más que lo llamo no me coge el teléfono. Le
mando varios mails. Sé que los verá. Pero nada, tampoco los
contesta.
Pienso en PABLO. ¿Debería llamarlo y contarle lo que ocurre?
Al final decido que no. Son las cinco de la madrugada y no creo
que sea hora para ello.
A las seis y media, tras pasar una noche horrorosa sin poder
contactar con PETER, cuando Simona entra en la cocina, se sorprende
al verme.
—Pero ¿qué haces levantada tan pronto?
Mi cara se contrae y empiezo a llorar. La mujer se descuadra.
Se sienta a mi lado y, como una madre, me seca las lágrimas con
una servilleta mientras yo hablo y hablo y Simona no se entera
de nada.
Cuando por fin consigue tranquilizarme, omito lo del
embarazo, pero le cuento lo que me ha pasado con PETER. Ella
está desconcertada. Sabe que adoro y quiero a mi alemán como
pocas personas en el mundo y que PABLO es sólo un estupendo
amigo de los dos.
A las ocho se va para despertar a Flyn, y a las ocho y media,
cuando el crío entra en la cocina con ella y ve mi deplorable
estado, pregunta, sentándose a mi lado:
—Has discutido con el tío, ¿verdad?
Esta vez asiento. No puedo negarlo. Y, sorprendiéndonos a
Simona y a mí, él dice:
—Seguro que el tío no tiene razón.
—Flyn...
—Tú eres muy buena mamá —insiste.
Como un oso lloroso vuelvo a estallar en llanto. Me ha llamado
mamá. Ya no hay quien me pare.
Al final, cuando Simona le sirve el desayuno a Flyn y Norbert
llega para llevarlo al colegio, decido ir con ellos. El aire me
vendrá bien. En el trayecto, mi pequeño coreano alemán me
agarra la mano y no me la suelta. Como siempre, eso me da
fuerza y, cuando me da un beso antes de bajarse del coche para
que nadie lo vea, me hace sonreír. Cuando se aleja, le pido a
Norbert que espere un segundo y salgo del vehículo.
Necesito que me dé el aire.
Saco una tarjetita del bolsillo y, tras mirarla, me decido y
llamo. El médico me da el teléfono de una ginecóloga privada.
Sin dudarlo, concierto una entrevista con ella para el día
siguiente. Lo bueno de tener dinero es eso, que todo puede ser a
la de ya. Igualito que la Seguridad Social de España. María, mi
nueva amiga española, al verme, se acerca a mí y, al reparar en
mis ojeras, pregunta:
—¿Estás bien, LALI?
Asiento y sonrío.
No soy persona de ir contándole mis penas a todo el mundo.
Pero en ese momento veo en su mirada algo extraño y pregunto:
—¿Qué ocurre?
Ella suspira. Duda, pero finalmente, ante mi mirada, cede.
—Me cuesta decirte lo que te voy a decir, pero si no lo hago
no voy a poder dormir tranquila. —Sorprendida, la miro y ella,
señalando a las cacatúas, que están a unos metros de nosotras,
dice—: Tus amigas, esas que te tienen tanto aprecio, te están
poniendo fina. Van diciendo cosas terribles de ti.
—¿De mí? Pero ¡si no me conocen!
María asiente, gesticula y yo pregunto:
—¿Qué pasa? Cuéntame.
—Dicen que estás liada con un amigo de tu marido. Un tal
PABLO.
La tierra tiembla bajo mis pies y de pronto me viene a la
mente una frase de una canción de Alejandro Sanz que tanto me
gusta y que dice: «Ya lo ves, que no hay dos sin tres».
¿Qué está ocurriendo?
Estoy embarazada, PETER cree que estoy liada con PABLO y
ahora en el colegio de Flyn también lo afirman.
Tiemblo...
Tengo miedo...
No entiendo lo que ocurre...
—Además de eso —prosigue María—, se mofan porque eras
la secretaria de PETER y, bueno..., imagínate lo que comentan.
Boquiabierta y tremendamente alucinada, asiento.
—Efectivamente, yo trabajaba para la empresa de PETER,
pero... pero yo no estoy engañando a mi marido, ni con PABLO, ni
con nadie. Acabo de casarme hace cuatro meses, adoro a PETER,
soy feliz y... y...
María me abraza y yo cierro los ojos. Mis nervios están en un
punto álgido, cuando veo que las cacatúas nos miran y sonríen.
Qué perracas. Y entonces, mi sangre española es mi sangre y,
reponiéndome como un tsunami, pregunto:
—¿Desde cuándo circula ese rumor?
—A mí me llegó ayer.
—Y de esas cacatúas, ¿verdad?
María asiente. Yo levanto el mentón y, como siempre, sin
pensar las cosas dos veces, me dirijo directamente hacia ellas.
Creí haberles dejado claro quién soy yo, pero como veo que no
se enteraron, se lo voy a repetir.
Me da igual quedar como una macarra.
Me da igual que piensen que soy de lo peor.
Todo me da igual excepto que digan mentiras.
Cuando estoy a la altura de la cacatúa número uno, la mujer
de Joshua, sin cortarme un pelo me dirijo a ella y, acercando mi
cara a la suya, siseo, mientras con el rabillo del ojo observo que
Norbert se baja del coche y viene hacia aquí:
—No me gustas y no te gusto, eso lo sabemos ambas, ¿verdad?
—Ella no se mueve, está acobardada—. Pues quiero que
sepas que menos me gusta que cuentes mentiras sobre mí. Por
lo tanto, si no quieres tener un gravísimo problema conmigo,
dime quién es la puñetera persona que está diciendo todo eso
sobre mi persona o te juro que hoy te quedas sin dientes.
—LALI —susurra María, acalorada.
La cacatúa madre se pone roja como un tomate. Sus amiguitas
se echan hacia atrás. Está visto que la dejan sola. ¡Vaya
amigas!
La repija, al ver que no tiene apoyo, intenta zafarse de mí,
pero no se lo permito. La agarro del brazo con fuerza y exijo con
muy mala leche:
—He dicho que me digas quién va contando esas mentiras.
Asustada y temblona, me mira y, ante mi cara de «¡te voy a
dar la del pulpo!», responde:
—La... la joven que ha venido en ocasiones a buscar al
chinito.
Cierro los ojos: ¡MARTINA!
La sangre se me espesa y de pronto lo entiendo todo. MARTINA
también ha debido de intoxicar a PETER en Londres. Abro los ojos
y, con la furia reflejada en mi rostro, siseo:
—Mi hijo tiene nombre. Se llama Flyn. —Y, soltándola con
fuerza, grito—: Te repito por última vez, ¡no es chino! Y, para tu
información, ¡sí!, trabajaba para la empresa de mi marido y, por
supuesto, ¡no!, no estoy liada con PABLO y más vale que el rumor
que habéis extendido se extinga o te juro que os voy a hacer la
vida imposible, porque a mala no me gana nadie cuando me
cabreo, ¿entendido?
—Señora LANZANI, ¿qué ocurre? —interviene Norbert.
El grupo de cacatúas se aleja rápidamente de mí. Huyen
despavoridas.
A punto del desmayo, miro a la pobre María y digo:
—Gracias por contármelo, María. Nos vemos en otro
momento.
Después miro a Norber, que, desencajado, me observa y le
digo, al borde del colapso:

—Llévame a casa. No me encuentro bien.

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