Cuando
me despierto a la mañana siguiente, nada más abrir el
ojo,
mi estómago se contrae como cada día y tengo que salir disparada
al
baño.
PETER,
que está en la cama conmigo, va detrás de mí todo lo
rápido
que puede con el yeso en la pierna y, cuando ve que estoy
vomitando,
me agarra con fuerza.
Cuando
las náuseas pasan, me siento en el baño y, mirándole,
murmuro:
—Esto
es horroroso... Medusa me mata.
El
pobre, que ha cogido una toalla y la ha mojado con agua,
me
la pasa por la cara y, con todo el cariño del mundo, dice:
—Tranquila,
pequeña. Pronto pasará.
—Yo...
no voy a poder con esto... No puedo.
—Sí
puedes, cariño. Vas a tener un bebé precioso y te olvidarás
de
todo.
—¿Estás
seguro?
PETER
clava su peculiar mirada ensangrentada en mí y
contesta:
—Segurísimo.
Va a ser una niña morenita como tú, ¡ya lo
verás!
—Y
te dará mucha guerra, como yo —apostillo.
Sonríe,
me da un beso lleno de amor en la punta de la nariz y
murmura:
—Si
lo hace con tu gracia, me encantará.
Sin
ganas de dramatizar, asiento y finalmente sonrío. Mi
chico
es maravilloso y hasta en un momento así me hace olvidar
lo
mal que me encuentro y consigue que sonría.
He
leído que los vómitos suelen durar sólo los tres primeros
meses
y ésa es mi esperanza, ¡que se acaben!
Una
vez el color regresa a mi rostro, PETER sale del baño y
decido
darme una ducha. Me desnudo y, cuando me quito el
tanga,
parpadeo. ¡Sangre!
¡Oh,
Dios mío!
Rápidamente,
llamo a PETER, nerviosa.
Él,
a pesar de su escayola, en cero coma un segundo ya está
en
el baño y, mirándolo asustada, susurro:
—Tengo
sangre.
—Vístete,
cariño. Vamos al hospital.
Como
una autómata, salgo del cuarto de baño y me visto a
toda
prisa. PETER lo hace antes que yo y, cuando bajo, Norbert y él
me
esperan y Simona, dándome un beso, me dice:
—No
te preocupes. Todo estará bien.
En
el coche, PETER me coge las manos. Las tengo frías. Estoy
asustada.
Las pérdidas de sangre no son buenas cuando una
está
embarazada.
¿Y
si he perdido a Medusa?
Cuando
llegamos al hospital, Marta nos espera en la puerta
con
una silla de ruedas. Hacen que me siente en ella y, a toda
pastilla,
me llevan a urgencias. Una vez allí, impiden entrar a
PETER.
Marta se queda con él y yo me voy con unos médicos.
Tengo
miedo.
Me
hacen cientos de preguntas y yo respondo, aunque ni yo
misma
me entiendo. Nunca he querido estar embarazada, pero
Medusa
de pronto significa mucho para mí. Para PETER. Para los
dos.
Me
preguntan si he estado nerviosa por algo últimamente.
Asiento.
No les cuento mi vida, pero la tensión sufrida puede
haber
ocasionado esto. Me tumban en una camilla y me hacen
una
ecografía. En silencio y con la respiración acelerada,
observo
cómo dos médicos con semblante serio miran el monitor.
Quiero
que todo esté bien. Al final, tras valorar lo que ellos
creen
pertinente, me miran y uno de ellos dice:
—Todo
está bien. Tu bebé sigue contigo.
A
llorar se ha dicho.
Lloro,
lloro y lloro.
Creo
que me van a nombrar la llorona general de Alemania.
Cinco
minutos después, dejan entrar a PETER. Se le ve preocupado
y
muy tenso. Al verme, me abraza. Estoy tan emocionada
que
no puedo decir nada, salvo llorar, y los médicos son quienes
le
explican que todo está bien. Besándome en la cabeza, PETER me
acuna
y murmura:
—Tranquila,
campeona. Nuestro bebé está bien.
Asiento
y me tranquilizo por segundos.
Diez
minutos después, antes de mandarnos para casa, uno
de
los médicos nos da un informe y nos dice que si no sangro,
vaya
a mi revisión normal con la ginecóloga. Añade que de
momento
tengo que hacer reposo. PETER asiente y yo suspiro. No
quiero
ni pensar lo pesadito que se va a poner ahora con eso del
reposo.
Como
ya imaginaba, nada más llegar a casa me manda a la
cama.
En ese momento ni lo dudo. Tras el susto que me he dado
estoy
agotada y, al poner la cabeza en la almohada me quedo
frita.
Cuando me despierto y voy a levantarme, veo que PETER está
a
mi lado. Se ha subido el portátil y está trabajando en la habitación.
Al
verme, rápidamente deja el ordenador y, besándome,
pregunta:
—¿Estás
bien, pequeña?
—Sí,
perfectamente.
—Han
llamado EUGE y NICO. Te mandan besos y se alegran
de
que todo vaya bien.
—¿Y
cómo se han enterado ellos?
PETER
sonríe y, besándome la punta de la nariz, contesta:
—PABLO.
Voy
al baño. PETER me acompaña y, cuando veo que ya no sangro,
me
relajo. Cuando vuelvo a la cama, él se tumba a mi lado y
murmura:
—Me
siento culpable de lo que ha pasado.
—¿Por
qué?
PETER
mueve la cabeza y responde:
—He
sido el culpable de toda la tensión que has sufrido. Por
mi
culpa casi perdemos a nuestro bebé. Además, anoche te pedí
demasiado
y...
—No
digas tonterías —lo corto—. Los médicos han dicho que
a
veces pasa esto. Y en cuanto a lo de anoche, no empieces a
martirizarte
con algo que no sabes.
Iceman
asiente, aunque lo conozco y sé que se culpará
siempre
por ello. Yo decido no darle más vueltas al tema. Lo
pasado
pasado está. Ahora sólo hay que mirar al futuro. Como
dice
mi padre: «para atrás no se mira ni para coger impulso».
Ese
día no me deja levantar y al día siguiente, cuando me
despierto,
insiste en que me quede en la cama. Durante la
mañana
me entretengo como puedo, veo Locura Esmeralda con
Simona,
hablo por Facebook con mis amigas las guerreras, pero
por
la tarde ya no puedo más y, cuando Flyn llega del colegio,
me
levanto. Cuando PETER me ve en la cocina se le descompone el
gesto.
No le gusta verme allí y, antes de que diga algo, suelto con
el
cejo fruncido:
—Reposo
es tranquilidad. No estar metida en la cama las
veinticuatro
horas del día. Por lo tanto, no me estreses ni me
pongas
nerviosa, ¿entendido?
No
dice nada. Se contiene y, cuando una hora después me ve
correr
hacia el baño, al salir me coge en brazos y dice:
—A
la cama, pequeña.
Protesto
y me quejo, pero da igual. Me lleva a la cama.
Los
siguientes días son parecidos. Reposo, reposo y reposo.
Una
semana después estoy del reposo hasta el gorro.
Mi
familia, avisada por PETER, se entera de lo ocurrido. Papá
se
empeña en venir a Alemania para cuidarme. Como puedo, lo
convenzo
de que no hace falta. Me muero de ganas de verlo y
abrazarlo,
pero sé que él, CANDE y PETER, los tres juntos, me
pueden
volver loca con sus cuidados, y me niego.
Al
final, papá y CANDE llaman todos los días y por sus voces
sé
que se tranquilizan cuando me oyen reír.
Desde
México llaman Dexter y Graciela, y me alegro de
corazón
al saber que lo suyo va viento en popa. Según me cuenta
Graciela,
Dexter duerme con ella todas las noches y le ha dicho a
todo
el mundo que es su prometida. No me quiero ni imaginar
la
alegría que tendrá la madre de Dexter.
Con
el paso de los días, PETER parece entender que estoy hasta
el
moño de estar en la cama y acepta que vaya de ahí al sofá del
salón
y viceversa. ¡Es un gran paso!
Según
él, hasta que me vea de nuevo la ginecóloga no aceptará
nada
más. Incluso se niega a tocarme más allá de lo que no
sean
dulces caricias y besos. Eso en un principio me hizo gracia,
pero
ahora no. Estoy que trino.
Hablamos
mucho de Medusa. ¿Será una morenita? ¿Será un
rubito?
Le horroriza que lo llame Medusa, pero al final claudica,
al
entender que lo hago con cariño y que soy incapaz de llamarlo
de
otra forma.
Todas
las noches, en la intimidad de nuestra habitación, PETER
me
besa la tripita y eso me pone tontorrona. ¡Qué lindo es! El
amor
que destila por todos los poros de su piel es tan grande
que
sólo puedo sonreír.
Una
de las noches, cuando estamos los dos en la cama, tras
nuestro
rato de tonteo me abrazo a él y murmuro:
—Te
deseo.
PETER
sonríe y me da un casto beso en los labios.
—Y
yo a ti, cariño, pero no debemos.
Lo
sé. Tiene razón. Pero deseosa, murmuro:
—No
hace falta que me penetres...
Levantándose
de la cama, se aleja de mí.
—No,
cariño. Mejor no tentemos a la suerte. —Mi cara se lo
tiene
que decir todo y añade—: Cuando tu doctora nos dé el
visto
bueno, todo volverá a la normalidad.
—Pero
PETER..., todavía quedan dos semanas para que vaya a
la
ginecóloga.
Divertido
por mi insistencia, abre la puerta y, antes de salir
de
la habitación, dice:
—Pues
ya queda menos, morenita. Toca esperar.
Cuando
me quedo sola, suspiro frustrada. Mis hormonas
revolucionadas
quieren sexo y está claro que esa noche no lo voy
a
conseguir.
Los
días pasan y a PETER le quitan el yeso de la pierna. Eso me
hace
feliz y a él más. Poder recuperar su movilidad e independencia
es
un descanso.
Una
tarde, tras pegarme una siesta de tres horas, PETER me
despierta
dándome infinidad de besos. Eso me encanta. Me
espachurro
contra él y, cuando voy a lanzarme al ataque, me
para
y murmura:
—No,
pequeña... No debemos.
Eso
me despierta por completo y gruño. PETER sonríe y,
cogiéndome
en brazos dice:
—Ven.
Flyn y yo queremos enseñarte algo.
Me
baja por la escalera mientras yo sigo con cara de mala
leche.
No tener sexo me está matando. Pero cuando abre las
puertas
del salón y veo lo que los dos han hecho por mí, me
emociono.
Mi
pequeño pitufo gruñón exclama:
—¡Sorpresa!
Es Navidad y el tío y yo hemos puesto el árbol
de
los deseos.
Cuando
PETER me deja en el suelo, me tapo la boca con las
manos
y, sin poder remediarlo, lloro. Me echo a llorar como una
tonta
y, ante el gesto de sorpresa de Flyn, que no entiende nada,
PETER
rápidamente me sienta en una silla.
Ante
mí está el árbol de Navidad rojo que el año anterior nos
costó
tantos enfados. Sin dejar de llorar lo señalo. Quiero hablar
para
darles las gracias y decirles que es precioso, pero las lágrimas
no
me dejan. Entonces, mi niño dice:
—Si
no te gusta, podemos comprar otro.
Eso
me hace llorar aún más. Lloro, lloro y lloro.
PETER,
tras besarme en la cabeza, mira a su sobrino y le
explica:
—LALI
no quiere otro. Éste le gusta.
—¿Y
por qué llora?
—Porque
el embarazo la hace estar muy sensible.
El
crío me mira y me suelta en las narices:
—Pues
vaya rollazo.
Lo
que han hecho es algo tan bonito, tan precioso, tan
emotivo
que no puedo reprimir las lágrimas. Imaginar a mis dos
chicos,
solitos, adornando el árbol para mí me pone la carne de
gallina
y me emociona.
PETER
se agacha y, a diferencia de Flyn, entiende lo que me
pasa
y, secándome las lágrimas que corren por mi cara con las
manos,
dice:
—Flyn
y yo sabemos que es tu época preferida del año y
hemos
querido darte esta sorpresa. Sabemos que prefieres este
árbol
a un abeto, que tarda mucho en crecer, y mira —me señala
unas
pequeñas hojas de papel que hay sobre la mesa—, tienes
que
apuntar ahí tus deseos para que los podamos colgar.
—Y
estas otras hojas —prosigue Flyn—, son para que cuando
venga
la familia escriban sus deseos y los cuelguen también en
el
árbol. ¿A que es una buena idea?
Tragándome
las lágrimas, asiento y, con un hilillo de voz,
murmuro:
—Es
una estupenda idea, cariño.
El
niño aplaude y me da un abrazo. PETER, al vernos tan
unidos,
asiente y en su boca leo que me dice: «Te quiero».
Al
día siguiente vamos a la consulta de Marta en el hospital.
Toca
revisión de la vista de PETER. En un principio, él se niega a
que
yo vaya, debo seguir en reposo. Pero claudica cuando le tiro
un
zapato a la cabeza y le grito que o voy con él o voy yo sola en
un
taxi detrás.
Sus
ojos siguen encharcados de sangre. No mejoran ni con la
medicación
ni con el tiempo. Marta, tras valorarlo con otros
compañeros
de profesión, decide programar la cirugía para
drenar
la sangre para el 16 de diciembre.
Tengo
miedo y sé que PETER tiene miedo. Pero ninguno de los
dos
decimos nada. Yo por no preocuparlo y él por no preocuparme
a
mí.
El
día de la operación me tiembla todo. Insisto en acompañarlo
y
no se niega. Me necesita. Sonia, su madre, viene con
nosotros
también. Cuando llega el momento de separarnos, PETER
me
da un beso y murmura:
—No
te preocupes, todo saldrá bien.
Asiento
y sonrío. Quiero que me vea fuerte. Pero cuando
desaparece,
Sonia me abraza y hago lo que tan bien se me da
últimamente,
¡llorar!
Como
todos queríamos, la cirugía es un éxito y Marta insiste
en
que PETER pase una noche hospitalizado. Él se niega, pero
cuando
me pongo como una fiera, claudica e incluso acepta que
me
quede para hacerle compañía.
Esa
noche, cuando los dos estamos en silencio, dice en la
oscuridad:
—Espero
que nuestro bebé no padezca el problema de mis
ojos.
Nunca
había pensado en ello y me entristece saber que Eric
ya
lo ha tenido en cuenta. Como siempre, él lo calibra todo.
—Seguro
que no, cariño. No te preocupes ahora por eso.
—LALI...,
mis ojos siempre nos van a dar problemas.
—Yo
también te los voy a dar siempre. Y ni te cuento cuando
tengas
a Medusa. ¡Guauuu!, prepárate, LANZANI.
Lo
oigo reír y eso me reconforta. Necesito que sonría.
Deseosa
de abrazarlo, me levanto de mi cama, me tumbo en
la
de él y digo:
—Tienes
un problema en la vista, cariño, y con eso vamos a
vivir
siempre. Yo te quiero, tú me quieres y vamos a poder con
ese
problema y con todos los que se nos presenten. No quiero
que
te agobies por ello ahora, ¿de acuerdo?
—De
acuerdo, pequeña.
Intentando
desviar el tema, añado:
—Cuando
Medusa llegue, no pienses que te vas a escaquear
de
cuidarlo por tus puñeteros ojos. Oh, no, listillo, ¡ni lo sueñes!
Pienso
tenerte al pie del cañón desde el primer día que nazca
hasta
que se vaya a la universidad o se haga hippy y quiera vivir
en
una comuna, ¿entendido, campeón?
PETER
sonríe, me besa en la cabeza y contesta:
—Entendido,
campeona.
Pasados
dos días, sus ojos vuelven a ser poco a poco lo que
eran
y yo estoy feliz por eso y porque mi familia viene a pasar
las
navidades con nosotros.
Pero
a pesar de mi felicidad, estoy hecha una mierda. No
paro
de vomitar, estoy más delgada que en toda mi vida. La ropa
se
me cae, nunca tengo hambre y sé que mi estado trae a PETER
por
la calle de la amargura. Lo veo en su mirada. Sufre cuando
me
ve correr al baño y ni te cuento cuando me sujeta la frente.
Mis
hormonas están descontroladas y tan pronto río como
lloro.
No me reconozco ni yo.
El
21 de diciembre vamos al aeropuerto a buscar a mi
familia.
Que pasen la Navidad con nosotros me llena de alegría y
felicidad.
Pero cuando mi padre y mi hermana me ven, sus caras
lo
dicen todo, aunque callan. Sin embargo, mi sobrina, al darme
un
beso, pregunta:
—Tita,
¿estás malita?
—No,
cariño, ¿por qué?
—Porque
tienes una pinta horrorosa.
—Vomita
mucho —aclara Flyn—. Y eso nos tiene
preocupados.
—¿La
cuidáis bien? —pregunta Luz.
—Sí.
Todos cuidamos bien a mamá.
Sorprendida,
mi sobrina lo mira y pregunta:
—¿La
tita es tu mamá?
Él
me mira y yo le guiño un ojo.
—Sí,
la tía LALI es mi mamá —responde.
—Cómo
molaaaaaaaaa —murmura Luz, mirándolo.
Los
niños y su sinceridad.
El
24 de diciembre celebramos la Nochebuena todos juntos.
Mi
familia está feliz. Escriben sus deseos y los cuelgan en el
árbol.
PETER sonríe y yo disfruto como una loca por tenerlos a
todos
reunidos.
El
embarazo me mata. No me deja vivir.
Por
no retener en el cuerpo, no retengo ni el jamoncito rico
que
ha traído mi padre. Me lo como con deleite, pero poco después
me
abandona, como todo últimamente. Eso sí, en cuanto
me
repongo, el jamón vuelve a mí.
¡Para
cabezona yo!
Mi
hermana, en su afán de tranquilizarme, me confirma que
las
náuseas desaparecerán pasados los tres primeros meses.
—Eso
espero, porque Medusa...
—Cuchufleta,
¡no lo llames así! Es un bebecito y se puede
ofender
si lo llamas con ese nombre.
La
miro y al final me callo. Mejor.
Luego
miro a mi padre y a PETER jugar al tenis de la Wii con
Flyn
y Luz. ¡Qué bien se lo pasan!
—Ay,
cuchu, todavía no puedo creer que vayas a ser mamá.
—Ni
yo... —resoplo.
CANDE
comienza a hablar de embarazos, estrías, pies hinchados,
manchas
en el cutis y a mí me están dando los siete
males.
¿Todo eso me va a ocurrir? La escucho. Proceso la
información
y, cuando no puedo más, hago eso que ella hace tan
bien
y, desviando el tema, pregunto:
—Bueno,
¿no me vas a contar nada de tu rollito salvaje?
CANDE
sonríe y, acercándose más a mí, cuchichea:
—La
noche en que quedé con Juanín, el de la ferretería, al
regresar
estaba esperándome en el callejón de al lado de casa.
—Pero
¿qué me dices?
Asiente
y prosigue:
—Estaba
celoso, cuchu.
—Normal.
—Y
discutimos. Eso sí, muy bajito para que nadie nos oyera.
Sonrío
y añado, al ver a mi sobrina gritar como una posesa al
ganar
a la Wii:
—Si
te fuiste con otro, es normal que estuviera celoso. Yo en
su
lugar habría liado la de Dios si, tras pedirte la mano, me la
niegas
y luego te vas con otro.
Mi
loca hermana suelta una carcajada. Qué felicidad veo en
su
rostro. Yo también me río y de pronto susurra acercándose a
mí:
—Me
acosté con él. Por cierto, qué incómodo es hacerlo en
un
coche. Menos mal que luego nos fuimos a Villa Morenita.
Alucinada
y boquiabierta, voy a decir algo cuando la
soñadora
de mi hermana añade:
—Es
tan caballero, tan hombre, que me vuelve loca.
—¿Te
acostaste con él?
Pobre lali lo mal que lo debe estar pasando vomitando tanto
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