sábado, 14 de noviembre de 2015

CAPITULO 25

Cuando me despierto a la mañana siguiente, nada más abrir el
ojo, mi estómago se contrae como cada día y tengo que salir disparada
al baño.
PETER, que está en la cama conmigo, va detrás de mí todo lo
rápido que puede con el yeso en la pierna y, cuando ve que estoy
vomitando, me agarra con fuerza.
Cuando las náuseas pasan, me siento en el baño y, mirándole,
murmuro:
—Esto es horroroso... Medusa me mata.
El pobre, que ha cogido una toalla y la ha mojado con agua,
me la pasa por la cara y, con todo el cariño del mundo, dice:
—Tranquila, pequeña. Pronto pasará.
—Yo... no voy a poder con esto... No puedo.
—Sí puedes, cariño. Vas a tener un bebé precioso y te olvidarás
de todo.
—¿Estás seguro?
PETER clava su peculiar mirada ensangrentada en mí y
contesta:
—Segurísimo. Va a ser una niña morenita como tú, ¡ya lo
verás!
—Y te dará mucha guerra, como yo —apostillo.
Sonríe, me da un beso lleno de amor en la punta de la nariz y
murmura:
—Si lo hace con tu gracia, me encantará.
Sin ganas de dramatizar, asiento y finalmente sonrío. Mi
chico es maravilloso y hasta en un momento así me hace olvidar
lo mal que me encuentro y consigue que sonría.
He leído que los vómitos suelen durar sólo los tres primeros
meses y ésa es mi esperanza, ¡que se acaben!
Una vez el color regresa a mi rostro, PETER sale del baño y
decido darme una ducha. Me desnudo y, cuando me quito el
tanga, parpadeo. ¡Sangre!
¡Oh, Dios mío!
Rápidamente, llamo a PETER, nerviosa.
Él, a pesar de su escayola, en cero coma un segundo ya está
en el baño y, mirándolo asustada, susurro:
—Tengo sangre.
—Vístete, cariño. Vamos al hospital.
Como una autómata, salgo del cuarto de baño y me visto a
toda prisa. PETER lo hace antes que yo y, cuando bajo, Norbert y él
me esperan y Simona, dándome un beso, me dice:
—No te preocupes. Todo estará bien.
En el coche, PETER me coge las manos. Las tengo frías. Estoy
asustada. Las pérdidas de sangre no son buenas cuando una
está embarazada.
¿Y si he perdido a Medusa?
Cuando llegamos al hospital, Marta nos espera en la puerta
con una silla de ruedas. Hacen que me siente en ella y, a toda
pastilla, me llevan a urgencias. Una vez allí, impiden entrar a
PETER. Marta se queda con él y yo me voy con unos médicos.
Tengo miedo.
Me hacen cientos de preguntas y yo respondo, aunque ni yo
misma me entiendo. Nunca he querido estar embarazada, pero
Medusa de pronto significa mucho para mí. Para PETER. Para los
dos.
Me preguntan si he estado nerviosa por algo últimamente.
Asiento. No les cuento mi vida, pero la tensión sufrida puede
haber ocasionado esto. Me tumban en una camilla y me hacen
una ecografía. En silencio y con la respiración acelerada,
observo cómo dos médicos con semblante serio miran el monitor.
Quiero que todo esté bien. Al final, tras valorar lo que ellos
creen pertinente, me miran y uno de ellos dice:
—Todo está bien. Tu bebé sigue contigo.
A llorar se ha dicho.
Lloro, lloro y lloro.
Creo que me van a nombrar la llorona general de Alemania.
Cinco minutos después, dejan entrar a PETER. Se le ve preocupado
y muy tenso. Al verme, me abraza. Estoy tan emocionada
que no puedo decir nada, salvo llorar, y los médicos son quienes
le explican que todo está bien. Besándome en la cabeza, PETER me
acuna y murmura:
—Tranquila, campeona. Nuestro bebé está bien.
Asiento y me tranquilizo por segundos.
Diez minutos después, antes de mandarnos para casa, uno
de los médicos nos da un informe y nos dice que si no sangro,
vaya a mi revisión normal con la ginecóloga. Añade que de
momento tengo que hacer reposo. PETER asiente y yo suspiro. No
quiero ni pensar lo pesadito que se va a poner ahora con eso del
reposo.
Como ya imaginaba, nada más llegar a casa me manda a la
cama. En ese momento ni lo dudo. Tras el susto que me he dado
estoy agotada y, al poner la cabeza en la almohada me quedo
frita. Cuando me despierto y voy a levantarme, veo que PETER está
a mi lado. Se ha subido el portátil y está trabajando en la habitación.
Al verme, rápidamente deja el ordenador y, besándome,
pregunta:
—¿Estás bien, pequeña?
—Sí, perfectamente.
—Han llamado EUGE y NICO. Te mandan besos y se alegran
de que todo vaya bien.
—¿Y cómo se han enterado ellos?
PETER sonríe y, besándome la punta de la nariz, contesta:
—PABLO.
Voy al baño. PETER me acompaña y, cuando veo que ya no sangro,
me relajo. Cuando vuelvo a la cama, él se tumba a mi lado y
murmura:
—Me siento culpable de lo que ha pasado.
—¿Por qué?
PETER mueve la cabeza y responde:
—He sido el culpable de toda la tensión que has sufrido. Por
mi culpa casi perdemos a nuestro bebé. Además, anoche te pedí
demasiado y...
—No digas tonterías —lo corto—. Los médicos han dicho que
a veces pasa esto. Y en cuanto a lo de anoche, no empieces a
martirizarte con algo que no sabes.
Iceman asiente, aunque lo conozco y sé que se culpará
siempre por ello. Yo decido no darle más vueltas al tema. Lo
pasado pasado está. Ahora sólo hay que mirar al futuro. Como
dice mi padre: «para atrás no se mira ni para coger impulso».
Ese día no me deja levantar y al día siguiente, cuando me
despierto, insiste en que me quede en la cama. Durante la
mañana me entretengo como puedo, veo Locura Esmeralda con
Simona, hablo por Facebook con mis amigas las guerreras, pero
por la tarde ya no puedo más y, cuando Flyn llega del colegio,
me levanto. Cuando PETER me ve en la cocina se le descompone el
gesto. No le gusta verme allí y, antes de que diga algo, suelto con
el cejo fruncido:
—Reposo es tranquilidad. No estar metida en la cama las
veinticuatro horas del día. Por lo tanto, no me estreses ni me
pongas nerviosa, ¿entendido?
No dice nada. Se contiene y, cuando una hora después me ve
correr hacia el baño, al salir me coge en brazos y dice:
—A la cama, pequeña.
Protesto y me quejo, pero da igual. Me lleva a la cama.
Los siguientes días son parecidos. Reposo, reposo y reposo.
Una semana después estoy del reposo hasta el gorro.
Mi familia, avisada por PETER, se entera de lo ocurrido. Papá
se empeña en venir a Alemania para cuidarme. Como puedo, lo
convenzo de que no hace falta. Me muero de ganas de verlo y
abrazarlo, pero sé que él, CANDE y PETER, los tres juntos, me
pueden volver loca con sus cuidados, y me niego.
Al final, papá y CANDE llaman todos los días y por sus voces
sé que se tranquilizan cuando me oyen reír.
Desde México llaman Dexter y Graciela, y me alegro de
corazón al saber que lo suyo va viento en popa. Según me cuenta
Graciela, Dexter duerme con ella todas las noches y le ha dicho a
todo el mundo que es su prometida. No me quiero ni imaginar
la alegría que tendrá la madre de Dexter.
Con el paso de los días, PETER parece entender que estoy hasta
el moño de estar en la cama y acepta que vaya de ahí al sofá del
salón y viceversa. ¡Es un gran paso!
Según él, hasta que me vea de nuevo la ginecóloga no aceptará
nada más. Incluso se niega a tocarme más allá de lo que no
sean dulces caricias y besos. Eso en un principio me hizo gracia,
pero ahora no. Estoy que trino.
Hablamos mucho de Medusa. ¿Será una morenita? ¿Será un
rubito? Le horroriza que lo llame Medusa, pero al final claudica,
al entender que lo hago con cariño y que soy incapaz de llamarlo
de otra forma.
Todas las noches, en la intimidad de nuestra habitación, PETER
me besa la tripita y eso me pone tontorrona. ¡Qué lindo es! El
amor que destila por todos los poros de su piel es tan grande
que sólo puedo sonreír.
Una de las noches, cuando estamos los dos en la cama, tras
nuestro rato de tonteo me abrazo a él y murmuro:
—Te deseo.
PETER sonríe y me da un casto beso en los labios.
—Y yo a ti, cariño, pero no debemos.
Lo sé. Tiene razón. Pero deseosa, murmuro:
—No hace falta que me penetres...
Levantándose de la cama, se aleja de mí.
—No, cariño. Mejor no tentemos a la suerte. —Mi cara se lo
tiene que decir todo y añade—: Cuando tu doctora nos dé el
visto bueno, todo volverá a la normalidad.
—Pero PETER..., todavía quedan dos semanas para que vaya a
la ginecóloga.
Divertido por mi insistencia, abre la puerta y, antes de salir
de la habitación, dice:
—Pues ya queda menos, morenita. Toca esperar.
Cuando me quedo sola, suspiro frustrada. Mis hormonas
revolucionadas quieren sexo y está claro que esa noche no lo voy
a conseguir.
Los días pasan y a PETER le quitan el yeso de la pierna. Eso me
hace feliz y a él más. Poder recuperar su movilidad e independencia
es un descanso.
Una tarde, tras pegarme una siesta de tres horas, PETER me
despierta dándome infinidad de besos. Eso me encanta. Me
espachurro contra él y, cuando voy a lanzarme al ataque, me
para y murmura:
—No, pequeña... No debemos.
Eso me despierta por completo y gruño. PETER sonríe y,
cogiéndome en brazos dice:
—Ven. Flyn y yo queremos enseñarte algo.
Me baja por la escalera mientras yo sigo con cara de mala
leche. No tener sexo me está matando. Pero cuando abre las
puertas del salón y veo lo que los dos han hecho por mí, me
emociono.
Mi pequeño pitufo gruñón exclama:
—¡Sorpresa! Es Navidad y el tío y yo hemos puesto el árbol
de los deseos.
Cuando PETER me deja en el suelo, me tapo la boca con las
manos y, sin poder remediarlo, lloro. Me echo a llorar como una
tonta y, ante el gesto de sorpresa de Flyn, que no entiende nada,
PETER rápidamente me sienta en una silla.
Ante mí está el árbol de Navidad rojo que el año anterior nos
costó tantos enfados. Sin dejar de llorar lo señalo. Quiero hablar
para darles las gracias y decirles que es precioso, pero las lágrimas
no me dejan. Entonces, mi niño dice:
—Si no te gusta, podemos comprar otro.
Eso me hace llorar aún más. Lloro, lloro y lloro.
PETER, tras besarme en la cabeza, mira a su sobrino y le
explica:
—LALI no quiere otro. Éste le gusta.
—¿Y por qué llora?
—Porque el embarazo la hace estar muy sensible.
El crío me mira y me suelta en las narices:
—Pues vaya rollazo.
Lo que han hecho es algo tan bonito, tan precioso, tan
emotivo que no puedo reprimir las lágrimas. Imaginar a mis dos
chicos, solitos, adornando el árbol para mí me pone la carne de
gallina y me emociona.
PETER se agacha y, a diferencia de Flyn, entiende lo que me
pasa y, secándome las lágrimas que corren por mi cara con las
manos, dice:
—Flyn y yo sabemos que es tu época preferida del año y
hemos querido darte esta sorpresa. Sabemos que prefieres este
árbol a un abeto, que tarda mucho en crecer, y mira —me señala
unas pequeñas hojas de papel que hay sobre la mesa—, tienes
que apuntar ahí tus deseos para que los podamos colgar.
—Y estas otras hojas —prosigue Flyn—, son para que cuando
venga la familia escriban sus deseos y los cuelguen también en
el árbol. ¿A que es una buena idea?
Tragándome las lágrimas, asiento y, con un hilillo de voz,
murmuro:
—Es una estupenda idea, cariño.
El niño aplaude y me da un abrazo. PETER, al vernos tan
unidos, asiente y en su boca leo que me dice: «Te quiero».
Al día siguiente vamos a la consulta de Marta en el hospital.
Toca revisión de la vista de PETER. En un principio, él se niega a
que yo vaya, debo seguir en reposo. Pero claudica cuando le tiro
un zapato a la cabeza y le grito que o voy con él o voy yo sola en
un taxi detrás.
Sus ojos siguen encharcados de sangre. No mejoran ni con la
medicación ni con el tiempo. Marta, tras valorarlo con otros
compañeros de profesión, decide programar la cirugía para
drenar la sangre para el 16 de diciembre.
Tengo miedo y sé que PETER tiene miedo. Pero ninguno de los
dos decimos nada. Yo por no preocuparlo y él por no preocuparme
a mí.
El día de la operación me tiembla todo. Insisto en acompañarlo
y no se niega. Me necesita. Sonia, su madre, viene con
nosotros también. Cuando llega el momento de separarnos, PETER
me da un beso y murmura:
—No te preocupes, todo saldrá bien.
Asiento y sonrío. Quiero que me vea fuerte. Pero cuando
desaparece, Sonia me abraza y hago lo que tan bien se me da
últimamente, ¡llorar!
Como todos queríamos, la cirugía es un éxito y Marta insiste
en que PETER pase una noche hospitalizado. Él se niega, pero
cuando me pongo como una fiera, claudica e incluso acepta que
me quede para hacerle compañía.
Esa noche, cuando los dos estamos en silencio, dice en la
oscuridad:
—Espero que nuestro bebé no padezca el problema de mis
ojos.
Nunca había pensado en ello y me entristece saber que Eric
ya lo ha tenido en cuenta. Como siempre, él lo calibra todo.
—Seguro que no, cariño. No te preocupes ahora por eso.
—LALI..., mis ojos siempre nos van a dar problemas.
—Yo también te los voy a dar siempre. Y ni te cuento cuando
tengas a Medusa. ¡Guauuu!, prepárate, LANZANI.
Lo oigo reír y eso me reconforta. Necesito que sonría.
Deseosa de abrazarlo, me levanto de mi cama, me tumbo en
la de él y digo:
—Tienes un problema en la vista, cariño, y con eso vamos a
vivir siempre. Yo te quiero, tú me quieres y vamos a poder con
ese problema y con todos los que se nos presenten. No quiero
que te agobies por ello ahora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pequeña.
Intentando desviar el tema, añado:
—Cuando Medusa llegue, no pienses que te vas a escaquear
de cuidarlo por tus puñeteros ojos. Oh, no, listillo, ¡ni lo sueñes!
Pienso tenerte al pie del cañón desde el primer día que nazca
hasta que se vaya a la universidad o se haga hippy y quiera vivir
en una comuna, ¿entendido, campeón?
PETER sonríe, me besa en la cabeza y contesta:
—Entendido, campeona.
Pasados dos días, sus ojos vuelven a ser poco a poco lo que
eran y yo estoy feliz por eso y porque mi familia viene a pasar
las navidades con nosotros.
Pero a pesar de mi felicidad, estoy hecha una mierda. No
paro de vomitar, estoy más delgada que en toda mi vida. La ropa
se me cae, nunca tengo hambre y sé que mi estado trae a PETER
por la calle de la amargura. Lo veo en su mirada. Sufre cuando
me ve correr al baño y ni te cuento cuando me sujeta la frente.
Mis hormonas están descontroladas y tan pronto río como
lloro. No me reconozco ni yo.
El 21 de diciembre vamos al aeropuerto a buscar a mi
familia. Que pasen la Navidad con nosotros me llena de alegría y
felicidad. Pero cuando mi padre y mi hermana me ven, sus caras
lo dicen todo, aunque callan. Sin embargo, mi sobrina, al darme
un beso, pregunta:
—Tita, ¿estás malita?
—No, cariño, ¿por qué?
—Porque tienes una pinta horrorosa.
—Vomita mucho —aclara Flyn—. Y eso nos tiene
preocupados.
—¿La cuidáis bien? —pregunta Luz.
—Sí. Todos cuidamos bien a mamá.
Sorprendida, mi sobrina lo mira y pregunta:
—¿La tita es tu mamá?
Él me mira y yo le guiño un ojo.
—Sí, la tía LALI es mi mamá —responde.
—Cómo molaaaaaaaaa —murmura Luz, mirándolo.
Los niños y su sinceridad.
El 24 de diciembre celebramos la Nochebuena todos juntos.
Mi familia está feliz. Escriben sus deseos y los cuelgan en el
árbol. PETER sonríe y yo disfruto como una loca por tenerlos a
todos reunidos.
El embarazo me mata. No me deja vivir.
Por no retener en el cuerpo, no retengo ni el jamoncito rico
que ha traído mi padre. Me lo como con deleite, pero poco después
me abandona, como todo últimamente. Eso sí, en cuanto
me repongo, el jamón vuelve a mí.
¡Para cabezona yo!
Mi hermana, en su afán de tranquilizarme, me confirma que
las náuseas desaparecerán pasados los tres primeros meses.
—Eso espero, porque Medusa...
—Cuchufleta, ¡no lo llames así! Es un bebecito y se puede
ofender si lo llamas con ese nombre.
La miro y al final me callo. Mejor.
Luego miro a mi padre y a PETER jugar al tenis de la Wii con
Flyn y Luz. ¡Qué bien se lo pasan!
—Ay, cuchu, todavía no puedo creer que vayas a ser mamá.
—Ni yo... —resoplo.
CANDE comienza a hablar de embarazos, estrías, pies hinchados,
manchas en el cutis y a mí me están dando los siete
males. ¿Todo eso me va a ocurrir? La escucho. Proceso la
información y, cuando no puedo más, hago eso que ella hace tan
bien y, desviando el tema, pregunto:
—Bueno, ¿no me vas a contar nada de tu rollito salvaje?
CANDE sonríe y, acercándose más a mí, cuchichea:
—La noche en que quedé con Juanín, el de la ferretería, al
regresar estaba esperándome en el callejón de al lado de casa.
—Pero ¿qué me dices?
Asiente y prosigue:
—Estaba celoso, cuchu.
—Normal.
—Y discutimos. Eso sí, muy bajito para que nadie nos oyera.
Sonrío y añado, al ver a mi sobrina gritar como una posesa al
ganar a la Wii:
—Si te fuiste con otro, es normal que estuviera celoso. Yo en
su lugar habría liado la de Dios si, tras pedirte la mano, me la
niegas y luego te vas con otro.
Mi loca hermana suelta una carcajada. Qué felicidad veo en
su rostro. Yo también me río y de pronto susurra acercándose a
mí:
—Me acosté con él. Por cierto, qué incómodo es hacerlo en
un coche. Menos mal que luego nos fuimos a Villa Morenita.
Alucinada y boquiabierta, voy a decir algo cuando la
soñadora de mi hermana añade:
—Es tan caballero, tan hombre, que me vuelve loca.

—¿Te acostaste con él?

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