A
la mañana siguiente, cuando me despierto, como siempre
estoy
sola en la cama. PETER ya se ha ido a trabajar. Cuando bajo a
la
cocina, Simona me prepara el desayuno y dice:
—Tenemos
dos capítulos de Locura Esmeralda grabados,
¿quieres
que los veamos?
Asiento
y, una vez acabo de desayunar, las dos vamos al
salón.
Ese
día, vemos esperanzadas cómo Luis Alfredo Quiñones, al
abrir
una cajita y ver un colgante que Esmeralda Mendoza le
regaló,
sufre un fogonazo en su mente y comienza a recordar
cosas.
Simona y yo nos cogemos de la mano. Esto pinta bien.
Esa
mañana, Esmeralda ha salido a cabalgar con su hijito y Luis
Alfredo
los observa desde la lejanía y sufre otro fogonazo. Su
mente
se llena de recuerdos y Simona y yo aplaudimos cuando
de
pronto es consciente de que la mujer de su vida es Esmeralda
y
no la enfermera Lupita Santúñez.
Cuando
acaban los dos capítulos las dos estamos animadas.
Le
propongo a Simona salir a dar un paseo. Ella se niega,
está
nevando y no es buen momento para que una embarazada
como
yo ande por los caminos.
Tiene
razón. Me voy a mi cuartito y, como no me puedo sentar
sobre
la mullida alfombra que tanto me gusta, o si no luego
me
tendrá que levantar una grúa, me siento en una silla, abro
mi
portátil y me conecto a Facebook para charlar con mis amigas
las
guerreras. Como siempre, hablar con ellas me sube el
ánimo
y acabo sonriendo.
Simona
entra y me da el teléfono. Es PETER.
—Dime.
—Hola,
cariño. ¿Cómo estás hoy?
—Bien.
Tras
un silencio, añade.
—¿Sigues
enfadada por lo de anoche?
—Sí.
—Escucha,
pequeña, tienes que...
—No,
escúchame tú a mí —lo corto—. Estoy muy enfadada.
Lo
que hiciste anoche me dolió. ¿Por qué eres tan duro? ¿Acaso
no
oíste decir a la doctora que podemos tener una vida sexual
plena?
—LALI...
—Ni
LALI, ni leches. ¿Por qué eres tan gilip...?
Me
paro. No es justo que lo insulte y, tras un silencio, dice:
—Dímelo,
cariño, ¡lo estás deseando!
—No.
No te voy a dar el gusto de decírtelo.
Se
calla. Yo juego con la ventaja de que estoy en casa, pero él
está
en la oficina y finalmente dice:
—Tengo
partido de baloncesto esta tarde y se me ha olvidado
la
bolsa con las cosas. ¿Me la llevarías al polideportivo a las
cinco?
Estoy
a punto de decirle que no, que se la lleve su prima,
pero
finalmente respondo:
—De
acuerdo, Norbert te la llevará.
—Me
gustaría que me la trajeras tú.
Qué
bonito lo que me ha dicho, pero la víbora que vive en mí
suelta:
—Y
a mí me gustarían otras cosas y, mira, me jorobo y me
aguanto.
Oigo
a PETER resoplar y, tras unos segundos, murmura:
—Tengo
ganas de verte, pequeña.
—De
acuerdo. Yo te la llevaré.
Cuando
cuelgo, me doy cuenta de que ni me he despedido.
Por
Dios, ¡qué borde soy!
La
verdad es que mi Iceman se merece el cielo. Aguantarme
a
mí cuando me pongo insoportable es insufrible. Y últimamente
soy
lo peor. Por ello, llamo a su móvil y, cuando lo coge,
digo:
—Te
quiero, gruñón.
Oigo
su risa y adoro cuando me dice:
—Y
yo te quiero más que a mi vida, pequeña.
Por
la tarde, cuando salgo de casa nieva y hace mucho frío.
Norbert
me lleva al polideportivo y soy feliz. Soy como una
veleta
con mis hormonas y cuando al llegar veo a mi chico apoyado
en
nuestro coche, esperándome, sonrío.
¡Dios
qué guapo es!
Al
vernos llegar, PETER viene hacia el coche y, cuando me bajo,
me
da un beso en los labios y murmura:
—Hola,
preciosa, ¿cómo estás?
Dispuesta
a fumar la pipa de la paz, respondo:
—Feliz,
ahora que estoy contigo.
Abrazados,
caminamos hacia el interior del polideportivo y,
cuando
llegamos a los vestuarios, me mira y pregunta:
—Ya
sabes por dónde tienes que ir, ¿verdad?
Asiento
y, cuando creo que me va a soltar, se acerca de
nuevo
a mí, me chupa el labio superior, después el inferior y,
tras
un mordisquito, me besa.
Oh,
sí... Oh, sí...
Disfruto
de ese contacto, sin importarme quién nos pueda
mirar.
PETER
es mi marido, yo su mujer y no me importa lo que el
resto
del mundo pueda pensar. Cuando se separa de mí, me
mira
a los ojos y dice:
—No
quiero volver a discutir contigo, ¿entendido, pequeña?
Asiento
como un muñequito. Está claro que el efecto LANZANI,
cuando
se lo propone, me deja totalmente fuera de
combate.
Sonríe. Sonrío y, dándome un dulce azotito en el
trasero,
murmura:
—Ve
a las gradas y espérame.
Con
una tonta sonrisita en los labios, lo hago. Llego hasta las
gradas
y, con pesar, veo que no está ninguna de las amigas y
añoro
a EUGE. Miro a mi alrededor y observo que la gente comienza
a
llegar. Mi gesto se descompone cuando veo entrar al
caniche
estreñido de PABLO.
Nos
miramos y, contoneando las caderas, Fosqui viene
hacia
mí
subida en sus impresionantes tacones. La diva de la televisión
va
vestida con unos pantalones de leopardo y una blusa
semitransparente
de lo más sugerente. Sonrío sin darme cuenta.
Yo
llevo un peto premamá y las botas de nieve. Glamurazo a
tope.
—Hola,
LALI —saluda.
Sorprendida
de que se acuerde de mi nombre, intento
recordar
el suyo. ¿Cómo se llamaba? Al final, tras estrujarme las
neuronas
y sólo venirme lo de Fosqui o
caniche estreñido,
respondo:
—Hola,
¿qué tal?
Me
mira con curiosidad. Me escanea en profundidad y, finalmente,
pregunta:
—¿Te
encuentras bien?
Oh,
qué monaaaaaaaaaaa.
Pero
con las mismas ganas de hablar que ella, respondo:
—Perfecta.
Asiente,
se sienta a mi lado y no vuelve a cruzar palabra conmigo.
Diez
minutos más tarde, cuando los chicos salen a la
pista,
sonrío encantada y grito al más puro estilo yanqui, mientras
saludo
a PETER y PABLO. Ellos me saludan también y el partido
comienza.
Entregada,
chillo y protesto cuando le hacen falta a mi
equipo,
mientras el caniche no dice ni mu. Calladita, observa
cómo
juegan. Cuando acaba el partido, el equipo de PETER ha perdido
y
murmuro:
—Hoy
no ha sido un buen día.
El
caniche me mira, parpadea y susurra:
—Para
mí, a partir de ahora lo será. PABLO y yo hemos
quedado
con unos amigos. —Y bajando la voz, cuchichea—: ...
para
jugar.
¿Por
qué me cuenta eso?
Parece
regodearse en mi problema, pero dispuesta a no darle
el
gusto, respondo:
—Hacéis
bien. Jugad todo lo que podáis.
Sin
mirarla a la cara, camino hacia los vestuarios y siento
una
de mis contracciones. Me toco la barriga y se calma. PABLO
sale,
le da un beso en los labios al caniche y después me saluda a
mí.
—Hola,
gordita, ¿cómo estás?
—Ruedo
más que ando, pero bien —respondo.
Me
abraza, sonríe y aparece PETER. PABLO y yo aún sonreímos
y,
al vernos, PETER, divertido, pregunta:
—¿Tengo
que desconfiar?
PABLO
y yo nos miramos y, al unísono, contestamos:
—Sí.
Todos
reímos, PABLO me suelta y PETER me abraza. El caniche,
que
nos observa, dice:
—La
comida del otro día fue fantástica, ¿verdad?
PABLO
asiente y veo que PETER también. ¿Comida? ¿Qué comida?
Y,
entonces, ella añade:
—Tenemos
que repetir. Estaré encantada de ir de nuevo a tu
casa,
PABLO.
La
cara se me congela.
¿Qué
es eso de que PETER ha comido con Fosqui y
PABLO en
casa
de éste?
Una
niña se acerca al caniche para pedirle un autógrafo y se
alejan
de nosotros unos pasos. PABLO y PETER me miran y, al
entender
lo que yo he entendido, se miran y, rápidamente,
PABLO
explica:
—LALI,
fue una comida de trabajo.
—¿En
tu casa?
Alarmado,
PETER se acerca y, cogiéndome de la muñeca, dice:
—LALI,
no saques conclusiones.
—¿Has
comido con Fosqui?
¿Con el caniche estreñido?
PABLO
suelta una carcajada.
—¿Fosqui? ¿La llamas caniche estreñido?
Pero
PETER no se ríe y, cuando comienzo a caminar hacia la
salida
del polideportivo, aclara:
—No
comimos en su casa. Comimos en un restaurante, LALI.
Con
la furia en el rostro, me doy la vuelta y siseo:
—Sé
muy bien lo que hacéis en su casa. —Y mirando a PABLO,
gruño—.
Y tú, mal amigo, ¿cómo lo has podido permitir?
Bloqueado,
PABLO va a responder, cuando PETER dice:
—Cariño,
¿quieres tranquilizarte? No pasó nada. Fuimos al
restaurante
que hay al lado de la casa de PABLO. Yo quería
pedirle
a Agneta contactos para publicitar la empresa en
televisión.
Pero
ya me ha dado el subidón de mala leche. Estoy furiosa
y,
mirándolos a los dos, respondo:
—¡Gilipollas!
¡Sois dos gilipollas!
Se
miran. PABLO no sale de su asombro y Eric murmura:
—Ya
la tenemos liada para hoy.
Su
comentario me enfada aún más y echo a andar.
—Escucha,
gordita —dice PABLO, adelantándome—: No
pienses
mal. PETER vino a buscarme al despacho, luego llegó
Agneta
y cinco minutos después salimos y comimos en un restaurante
para
hablar sobre la publicidad de Müller. Pero ¿por
qué
no nos crees?
Cuando
va a sujetarme, le doy un manotazo y, ante su cara
de
incredulidad, siseo:
—Punto
uno, te permito llamarme gordita porque estoy
embarazada,
una vez deje de estarlo, si lo vuelves a decir, te
rompo
las piernas. Punto dos, lo que tú hagas con tu caniche me
importa
tres pepinos y, aunque no lo creas, sé que PETER con esa...
esa...
no ha tenido nada que ver. —Y volviéndome hacia PETER,
que
nos observa, finalizo—: Y punto tres, ¿por qué no me dijiste
que
habías comido con ella?
—Joder,
qué mala leche tienes, morenita —dice PABLO,
divertido.
PETER
cruza una mirada con su amigo y luego, mirándome a
mí,
explica:
—Ese
día estabas enfadada y no querías hablar. Por eso no te
lo
comenté. Pero por favor, que no se te pase por la cabeza que
esa
mujer, PABLO y yo hemos tenido nada, porque no es cierto,
¿entendido?
Cierro
los ojos y resoplo. Sé que tiene razón y, acercándome
a
él, apoyo la cabeza en su pecho y murmuro:
—No
vuelvas a dejar que me quede embarazada. Me estoy
volviendo
loca.
PETER
sonríe. Me abraza y dice ante las risas de PABLO:
—Me
voy a casa con LALI. ¡Suerte con el caniche!
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