viernes, 13 de noviembre de 2015

CAPITULO 23

Cuando PABLO y yo llegamos a la puerta del hospital St. Thomas
me encuentro fatal. En el trayecto de avión he vomitado varias
veces y el pobre ya no sabe qué hacer para que yo esté bien. Lo
achaca a los nervios y a mi inquietud y yo no lo saco de su error.
En el vestíbulo del hospital, resoplo y PABLO, con seguridad y
aplomo, agarrándome por la cintura para tranquilizarme,
pregunta:
—¿Te encuentras mejor?
Asiento. Es mentira, pero no quiero decirle que no.
Él me mira con una triste sonrisa y, dándome la mano,
afirma:
—Tranquila, estará bien y todo se resolverá.
Digo que sí con la cabeza y doy gracias al cielo por tener un
amigo como él. Cuando lo llamé, en menos de veinte minutos ya
estaba en mi casa dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara.
Incluso, cuando le conté lo ocurrido, dejó a un lado la furia
que pudiera sentir hacia MARTINA y por las acusaciones de su amigo
y se centró en consolarme y en decirme que todo iba a salir bien.
No llamo ni a la madre, ni a la hermana de PETER. Primero
quiero ver lo que me encuentro y después lo haré. Pero una cosa
tengo clara, no permitiré que nadie le toque los ojos sin que
Marta lo sepa antes.
Asustada, pienso en sus ojos. Sus bonitos ojos. Cómo algo
tan precioso puede tener siempre tantos problemas.
Al abrirse el ascensor en la quinta planta, mi corazón
bombea con fuerza.
Me asusto. Creo que me va a dar un paro cardiaco mientras
PABLO  le pregunta a una enfermera en qué pasillo está la habitación
de PETER LANZANI.
Caminamos en silencio e, inconscientemente, busco de
nuevo la mano de PABLO y la agarro. Él me la aprieta, me da
fuerza.
Cuando llegamos ante la 507, nos miramos y, tras un silencio
más que significativo, digo:
—Quiero entrar sola.
PABLO asiente.
—Te doy tres minutos. Después entraré yo también.
Con las pulsaciones a mil, abro la puerta y entro. Todo está
en silencio. Hasta que mi corazón de pronto salta al ver a PETER
con los ojos cerrados. Está dormido. Con sigilo, me acerco y lo
observo. Tiene la cara amoratada, el labio partido y una pierna
enyesada. Su pinta es desastrosa. Pero yo le quiero, me da igual
cómo esté.
Necesito tocarlo...
Quiero besarlo...
Pero no me atrevo. Temo que abra los ojos y me eche de su
lado.
—¿Qué haces aquí?
Su ronca voz me hace dar un salto y, cuando lo miro, creo
que me voy a marear.
Oh, Dios..., sus ojos.
Sus bonitos ojos están encharcados de sangre y su aspecto es
atroz. Mi respiración se acelera y, levantando la voz, pregunta:
—¿Quién te ha avisado? ¿Qué narices haces aquí?
No respondo. Sólo lo miro y él grita:
—¡Fuera! ¡He dicho que te vayas de aquí!
La respiración se me acelera y, sin decir nada, me doy la
vuelta, salgo de la habitación y echo a correr por el pasillo. PABLO
corre tras de mí y me para. Al ver en qué estado me encuentro,
me calma.
Quiero vomitar. Se lo digo y, rápidamente, coge una papelera
y me la da. Cuando mi estado se normaliza, mi buen amigo
se levanta y, con una seriedad que no le conocía, dice:
—No te muevas de aquí, ¿entendido?
Asiento y veo que se dirige a la habitación de PETER.
Abre con ímpetu la puerta. Oigo sus voces. Discuten. Varias
enfermeras, al oír el jaleo, entran para ver qué ocurre e,
instantes después, PABLO  sale con gesto contrariado y, cogiéndome
del brazo, dice:
—Vámonos. Regresaremos mañana.
Estoy aterida y asustada y me dejo guiar.
No me quiero ir de allí, pero sé que en el pasillo no hago
nada.
Esa noche dormimos en un hotel de Londres. Yo apenas
puedo pegar ojo. Sólo puedo pensar en mi amor, en su soledad
en aquella habitación de hospital.
A la mañana siguiente, PABLO pasa por mi habitación a buscarme.
Se preocupa por mi estado. Estoy pálida. Cuando
llegamos de nuevo al hospital, se me revuelve el estómago. PETER
está allí y, con seguridad, me pedirá que me vaya. Pero esta vez
no le voy a hacer caso. Esta vez tiene que escuchar lo que le
tengo que decir.
Cuando llego de nuevo ante la habitación 507, miro a PABLO y
le vuelvo a pedir que me deje entrar sola.
Él niega con la cabeza, no lo convence lo que digo, pero ante
mi mirada, finalmente acepta mi decisión.
Con mano temblorosa y la tensión por las nubes, abro la
puerta. Esta vez, PETER está despierto y, al verme, su gesto, ya
huraño, se descompone y sisea:
—Vete de aquí, por el amor de Dios.
Entro y, sin la impotencia del día anterior, me acerco hasta
él y pido:
—Dime al menos que estás bien.
No me mira y responde:
—Estaba bien hasta que has llegado tú.
Sus palabras me hacen daño, me matan, y al ver que no digo
nada, insiste:
—Vete de aquí. No te he llamado porque no te quiero ver.
—Pero yo a ti sí. Me preocupo por ti y...
—¿Te preocupas? —grita, clavando sus impactantes ojos
ensangrentados en mí—. Venga ya, por favor... Vete con tu
amante y no vuelvas a aparecer en mi vida.
La puerta de la habitación se abre y PABLO entra hecho una
furia. El rostro de PETER se endurece todavía más y masculla:
—Lo vuestro es demasiado. Fuera de la habitación los dos
ahora mismo.
Ninguno nos movemos y PETER, gritando, insiste:
—¡Quiero que os marchéis! ¡Fuera!
Su voz, su dura voz, me hace reaccionar y, olvidándome de lo
maltrecho que lo veo, lo miro a esos ojos que no reconozco como
los de mi amor y suelto:
—He venido a decírtelo en vivo y en directo: ¡gilipollas!
Mi contestación lo desconcierta y PABLO apostilla:
—¿Cómo eres tan capullo? ¿Cómo puedes pensar algo así de
LALI y de mí?
—Tú y yo ha hablaremos cuando me encuentre bien —gruñe
PETER—. Ahora, marchaos. No quiero hablar.
—Por supuesto que hablaremos —replica PABLO—. Pero
mientras tanto, deja de ser un idiota y compórtate como el
hombre que siempre he creído que eres.
—PABLO... —sisea PETER.
Él lo mira y, sin cambiar su expresión de enfado, afirma:
—Me da igual tu estado, tu pierna, tu cara magullada o tus
ojos, de aquí no me muevo hasta ver esas pruebas que tan gratuitamente
dices que tienes contra nosotros. ¡Gilipollas!
Oír esa palabra de la boca de PABLO en este momento de
máxima tensión me hace gracia, aunque el momento de gracioso
no tiene nada. Menuda tensión.
PETER maldice. Dice cientos de palabrotazas en alemán, pero
nosotros no nos movemos. No nos asusta. No nos iremos sin
aclarar las cosas de una vez.
Tengo fatiguita de nuevo.
Miro alrededor en busca del baño. Cuando lo localizo, entro
rápidamente en él y vomito. Me encuentro fatal. Me siento en la
taza hasta que PABLO entra y murmura con cariño:
—Si estás mal, nos vamos.
Niego con la cabeza.
—Estoy bien, no te preocupes. Sólo necesito que PETER nos
crea.
—Lo hará, preciosa. Te prometo que lo hará.
Minutos después, salimos los dos del baño y PETER nos mira
con gesto serio. Me siento en una de las sillas y observo en silencio
como PABLO y él se enzarzan en otra discusión. Se dicen de
todo y yo me mantengo al margen. No tengo fuerzas ni para
hablar.
PETER no me mira. Evita hacerlo.
Sabe que cuando lo hace me descompongo. Sus ojos de vampiro
de Transilvania asustan y sé que intenta no mostrármelos.
Una enfermera entra para ver qué ocurre. PETER le pide que
nos eche, pero PABLO, tirando de su encanto, se camela a la
mujer y la saca con zalamerías de la habitación.
PETER y yo estamos solos. Me armo de valor y, ante su cara de
alucine total, me levanto y declaro:
—No me voy a marchar a ningún sitio si no es contigo. Y
ahora mismo voy a llamar a tu madre y a tu hermana para que
sepan lo que te ocurre.
—Maldita sea, LALI. No te metas en esto.
—Me meto porque eres mi marido y te quiero, ¿entendido?
Iceman en su versión más siniestra y devastadora me mira y
masculla con furia:
—LALI...
Bien..., me ha llamado por mi diminutivo. La cosa va bien.
La fiera se va aplacando e insisto:
—Cuando yo estuve en el hospital, tú me acompañaste. No
me dejaste ni un minuto sola y ahora...
—Ahora tú te vas a marchar —me corta.
—Pues, mira, va a ser que no. —Y retándolo con la mirada,
me siento de nuevo en el sillón que hay al lado de su cama y
mientras saco mi móvil del bolso, digo—: Si quieres, levántate y
échame. Mientras tanto, seguiré aquí.
Me mira... me mira... y me mira.
Lo miro... lo miro... y lo miro.
España contra Alemania, ¡comienza el partido!
Sabe que no puede hacer nada y yo no me voy a marchar. La
puerta se abre y entra PABLO de nuevo, se acerca a la cama y
dice:
—Vamos, colega, me muero por ver esas pruebas.
Enséñamelas.
Con gesto incómodo, PETER indica que cojamos el portátil.
PABLO se lo entrega, él lo abre, teclea y, dándole la vuelta,
ordena:
—Os quiero fuera de mi vista en cuanto las veáis.
Rápidamente me levanto.
PABLO abre un vídeo. En seguida reconozco el Guantanamera.
PABLO y yo estamos hablando en la barra y se nos oye decir:
—Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las
mujeres?
—Como tú. Listas, guapas, sexys, tentadoras, naturales,
alocadas, desconcertantes y me encanta que me sorprendan.
—¿Yo soy todo eso?
—Sí, preciosa, ¡lo eres!
Alucinados, PABLO y yo nos miramos. Visto así, realmente
parece lo que no es.
En el siguiente vídeo estamos los dos bailando en la pista y
pasándolo bien. Y tras eso, se ven una serie de fotografías de
nosotros dos caminando por la calle cogidos del brazo o sentados
en un restaurante, brindando con vino.
Incrédulos, nos volvemos a mirar. PETER, al vernos, se irrita
más y pregunta:
—Ahora ¿qué? ¿Quién miente aquí?
La furia, la rabia y la desesperación me corroen y, cerrando
el portátil de golpe, siseo:
—¡Serás gilipollas!
En mi arranque he cerrado tan fuerte el portátil que PETER se
encoge de dolor al darle en la pierna. Maldice mientras me mira
y susurra:
—No vuelvas a insultarme o...
—¿O qué, maldito cabezón? —Furiosa, le tiro mi móvil al
pecho—. ¿O me echarás de tu vida? Mira, guapo, ¡vete a paseo!
PABLO me mira. Intenta calmarme, pero yo ya estoy como
una hidra y, agarrando mi bolso, salgo de la habitación. Camino
hacia el ascensor hasta que PABLO me para y pregunta:
—¿Adónde vas?
—Lejos de aquí. Lejos de él y lejos de... de...
—LALI...
Me paro. ¿Qué estoy haciendo? ¿Adónde voy?
Me abrazo a PABLO y éste dice:
—Lo que hemos visto ambos sabemos que ocurrió, pero sin
ningún tipo de malicia. Ahora sólo se lo tenemos que explicar al
cabezota de tu marido y mi amigo y hacerle entender el sucio
juego de MARTINA.
Me dejo convencer y, cuando entro en la habitación, el gesto
de PETER es irritado, más contrariado que segundos antes, y, acercándome,
digo:
—MARTINA nos graba, hace un montaje con las grabaciones ¿y tú
te lo crees? Ésa es la confianza que tienes en mí, ¿en tu mujer?
Dejo el bolso sobre la cama y vuelvo a darle un golpe a PETER
sin querer. Él me mira y yo digo:
—Te jodes.
Resopla y PABLO, al ver que vamos a empezar a discutir,
interviene:
—Las fotos son del día que LALI vino al despacho para firmar
los papeles que tú querías que firmara. Después la invité a
comer, como otras veces he hecho contigo, con EUGE y con
cualquiera de mis amigos. ¿Qué te hace presuponer y creer que
no es así?
PETER no contesta y PABLO, molesto, insiste:
—Somos amigos desde hace muchos años y siempre he confiado
en ti al cien por cien. Me duele que pienses que yo, tu
amigo, voy a jugar sucio en cuanto a tu mujer. ¿Acaso crees que
por un polvo con LALI voy a echar a perder nuestra amistad?
—Su voz enfadada me hace mirarlo cuando prosigue—: Te
recuerdo, amigo, que eres tú el que me ofrece a tu mujer y el que
disfruta con lo que hacemos los tres. ¡Los tres! Y, sí, me encanta.
Me gusta LALI. Te lo dije la primera vez que me la presentaste
y posteriormente cada vez que habéis discutido. Pero también te
dije que sois el uno para el otro y que no debes permitir que
nada ni nadie se interponga en vuestras vidas. Ambos sois muy
importantes para mí. Tú porque eres como mi hermano y ella
porque es tu mujer y una excelente persona. Os quiero a los dos
y me duele saber que dudas de mí.
PETER no contesta. Lo escucha y PABLO prosigue:
—Nuestra amistad es especial y yo sólo he tocado a tu mujer
cuando tú lo has permitido. ¿Cuándo te he fallado en algo así?
¿Cuándo me has reprochado o yo te he reprochado un juego
sucio? Si antes, cuando no estabas casado, siempre te he respetado,
¿por qué no lo iba a hacer ahora? ¿Acaso lo que diga
una estúpida como MARTINA cuenta más que lo que decimos LALI o
yo?
PETER lo mira. Sus palabras le están doliendo, pero PABLO
insiste:
—Eres lo suficientemente inteligente como para pensar y
darte cuenta de quién te quiere y quién no. Si decides que LALI y
yo mentimos, vas a salir perdiendo, amigo, porque si alguien te
quiere y te respeta en este mundo, somos ella y yo. Y para que
este entuerto se aclare, quiero que sepas que Norbert va a traer
a MARTINA al hospital. Llegará hecha una furia, pero quiero que
delante de LALI, de ti y de mí aclare esto de una vez por todas.
Sin más, el bueno de PABLO me mira y, antes de marcharse,
dice:
—Estaré fuera.
Dicho esto, se va, dejándonos a solas en la habitación. Las
palabras le han salido directamente del corazón y sé que PETER lo
sabe. Con gesto malhumorado, cierra los ojos y veo que niega
con la cabeza.
—Él ha dicho la verdad. MARTINA nos la ha jugado a todos
—insisto.
PETER me mira. Sus ojos me ponen los pelos como escarpias y,
cansada de guardar el secreto de PABLO, digo:
—Sabes que PABLO y yo nunca te fallaríamos, ¿por qué lo
cuestionas? ¿Acaso no te has dado cuenta de que yo te quiero
más que a mi vida y él también? —Y al ver que no responde,
continúo—: Te voy a contar una cosa que no sabes y que MARTINA
seguro que no te ha contado, en referencia a PABLO. Y después
me marcharé y dejaré que pienses en ello. Tú confías en ella
porque era amiga de Hannah, ¿verdad? —Él afirma con la
cabeza y yo prosigo—: Pues quiero que sepas que, mientras tú
sufrías por lo ocurrido con tu hermana, esa mujer se lo pasaba
muy bien con Leonard.
—¿Cómo?
—¿Sabías que Leonard vivió en el mismo edificio de PABLO?
—Sí.
—Pues él los pilló en el garaje, muy entretenidos en el asiento
de atrás de un Mercedes que tú tenías, a la semana de
morir Hannah. —El gesto de sorpresa de mi amor es tremendo
cuando añado—: Al pillarlos, tuvo una fuerte discusión con ella
y le dijo que o desaparecía de tu vida o te lo contaba. MARTINA
decidió desaparecer, pero antes les fue con el rollo a Simona y
Norbert de que PABLO intentó sobrepasarse y le rompió el
vestido. Simona fue a pedirle explicaciones y la suerte para
PABLO fue que en su garaje hay cámaras y quedó grabado quién
estaba realmente con ella y quién le rompió el vestido ese día.
—Yo... yo no sabía que...
—Tú no sabías nada porque Norbert, Simona y PABLO decidieron
guardar el secreto. No querían que sufrieras más de lo que
ya estabas sufriendo por la muerte de Hannah. Pero ahora MARTINA
ha querido vengarse de PABLO grabándolo conmigo. Él la alejó de
tu lado y ella nos aleja a los dos del tuyo.
Lo que le acabo de contar lo deja sin palabras. En ese
momento se abre la puerta y entran PABLO, Norbert y MARTINA de
muy malas maneras.
Cuando la veo, camino directamente hacia ella y le suelto un
bofefón. Ella intenta devolvérmelo, pero PABLO la sujeta y yo
siseo:
—Veamos a quién se le desmorona ahora su bonita vida.
PETER nos observa desde la cama. Su expresión es indescifrable
y cuando PABLO, como buen abogado, intenta hacerla hablar,
ella procura escabullirse, pero al sentirse presionada y acorralada,
al final canta casi La Traviata. Alucinado, PETER la
escucha y, cuando aquélla se marcha con PABLO y Norbert,
maldice. Está tremendamente desconcertado, furioso y dolido.
Deseosa de abrazarlo, doy un paso adelante, pero él me frena
con un gesto duro. Eso me desconcierta. No me quiere cerca.
Durante unos minutos lo miro en silencio a la espera de una
mirada, un gesto, ¡algo! Pero no me mira.
¡Maldito cabezón!
Espero y espero, pero el tiempo pasa y me desespero. Finalmente,
no puedo más y digo:
—Hace días, cuando supe que venías a Londres y me encelé
por la presencia de NATALIE, tú me hiciste ver que no debía preocuparme,
porque sólo me querías y me deseabas a mí. Yo te
creí y confié en ti. Ahora sólo falta que tú nos creas y, sobre
todo, que confíes en mí.
Silencio...
No dice nada...
No me mira y, nerviosa y con ganas de llorar, continúo,
jugándomelo todo:
—Llevo un tatuaje en mi cuerpo que pone «Pídeme lo que
quieras» y que me hice por ti. Llevo un anillo en el dedo que
dice «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre», que tú me
regalaste. —Sigue sin mirarme—. Te quiero. Te adoro. Sabes que
por ti soy capaz de poner el mundo patas arriba, pero llegados a
este punto en que no quieres que te abrace, y que me siento fatal
porque veo que no me quieres ni mirar, me lo voy a jugar todo y
te voy a decir sólo una frase: «Pídeme lo que quieras o déjame».
—Mi voz se rompe y, sin mirarlo, añado—: Me voy. Te dejaré
que pienses. Si quieres que regrese a tu lado porque me quieres
y me necesitas, ya sabes mi número de móvil.
Cojo mi bolso, me doy la vuelta y, sin mirar atrás, salgo de la
habitación.
PABLO está fuera, sentado en una de las sillas. Al ver en el
estado en que salgo, se levanta y me abraza.
Me falta el aire...
La angustia me puede...
Acabo de decirle al hombre al que quiero más que a mi vida
que me deje...
Las lágrimas de nuevo salen a borbotones por mis ojos y
PABLO susurra:
—Tranquila, LALI.
—No puedo..., no puedo...
Él asiente. Intenta consolarme y, cuando lo hace, murmuro
desesperada:
—¿Y sus ojos? ¿Has visto sus ojos?
—Sí... —responde preocupado e, intentando desviar el tema,
dice—: Lo de la pierna es una simple fisura. Me lo acaba de confirmar
una de las enfermeras.
Lloro de impotencia e, hipando, explico:
—No... no... me ha dejado abrazarlo, ni me ha mirado. No ha
dicho nada.
PABLO maldice, pero afirma:
—PETER no es tonto y te quiere.
Niego con la cabeza. ¿Y si realmente no me quiere?
PABLO parece leer mis pensamientos. Me sujeta la cara con
las manos y dice:
—Te quiere. Sé que es así. Sólo hay que ver cómo te mira
para saber que el tonto de mi amigo no puede vivir sin ti.
—Es un gilipollas.
Ambos sonreímos y PABLO añade:
—Un gilipollas que te quiere con locura. Ojalá algún día yo
encuentre a una mujer tan loca, cariñosa y divertida como tú,
que me haga sentir lo que tú le haces sentir a él.
—La encontrarás, PABLO. La encontrarás y luego te quejarás
de ella como hace PETER de mí. —Ambos volvemos a sonreír y
murmuro—: Gracias por solucionar lo de MARTINA.
Mi buen amigo asiente y pregunto:
—¿Dónde está Norbert?
—Se ha ido con su sobrina. Tenía que hablar con ella.
Asiento. Pobre hombre, qué disgusto se ha llevado también.
Finalmente, PABLO me agarra y dice:
—Venga, vamos a comer algo. Lo necesitas.
Me niego. No quiero comer y, con el corazón roto, susurro:
—Quiero volver a casa.
—¿Cómo dices?
—Quiero regresar a Alemania. Le he dicho que decida qué
quiere hacer con nuestra relación y que me llame con lo que sea.
Pero no llama, ¿no lo ves?
—Pero ¿qué estás diciendo? —gruñe PABLO—. ¿Ahora te has
vuelto loca tú? ¿Cómo te vas a marchar?
Trago el nudo de emociones que pugna por salir de mi
interior y digo:
—Me lo he jugado todo por él, PABLO. Le he dicho que me
pida lo que quiera o me deje. Ahora sólo falta ver si realmente
desea que me quede con él. Pero no quiero agobiarlo. Quiero
que piense y decida qué quiere hacer.
Mi buen amigo intenta convencerme para que no me vaya y
deje a PETER, pero me niego. Estoy cansada, muy cansada, y no
me encuentro bien. La frialdad de mi marido y su rechazo me
han tocado directamente el corazón.
Al final, PABLO se da por vencido, cogemos el ascensor,
llegamos al vestíbulo y, cuando vamos a salir del hospital, oímos
gritos y jaleo. Al volverme para mirar, el corazón se me paraliza
y me quedo sin habla al ver a PETER luchando con dos enfermeras
mientras grita:
—LALI..., espera..., LALI...
El corazón se me acelera mientras PABLO y yo miramos el
espectáculo.
A pocos metros de nosotros está Iceman en su versión cabreo
total, vestido con el ridículo camisón del hospital, soltando
improperios a diestro y siniestro, mientras intenta soltarse de
dos enfermeras que parecen dos armarios empotrados.
Como si me hubieran pegado los pies al suelo, no me puedo
mover. PABLO dice:
—Por lo que veo, PETER ha decidido lo que quiere.
Mi loco amor de pronto ve que lo miro y, levantando una
mano, grita que no me mueva de donde estoy. Después se quita
a las enfermeras de encima y, arrastrando la pierna enyesada,
llega hasta nosotros.
—Te he llamado, cariño —dice, enseñándome mi móvil—.Te
he llamado al móvil para que regresaras, pero te lo has dejado
en la habitación.
El corazón se me sale del pecho.
De nuevo mi amor, mi rubio, mi Iceman me demuestra que
me quiere y, acercándose a mí, lo oigo decir:
—Lo siento, pequeña... Lo siento.
No me muevo...
No digo nada...
PETER se tensa. Está nervioso. Quiere que yo hable. Que diga
algo e insiste:
—Soy un gilipollas.
—Lo eres, colega, lo eres —afirma PABLO.
Mi chico le tiende la mano a su buen amigo e, instantes después,
se abrazan y oigo a PETER decir:
—Lo siento, PABLO. Perdóname.
Emocionada, los observamos medio hospital y yo, cuando
PABLO susurra:
—Estás perdonado, gilipollas.
Ambos sonríen.
Se sueltan y las enfermeras vuelven a tirar de PETER. Le piden
que regrese a la habitación. En su estado no puede estar allí.
Tensión.
Todo el mundo en el vestíbulo del hospital nos observa. Esto
es surrealista. Un tipo de casi dos metros, con un camisón del
hospital que enseña más que tapa, vuelve a luchar con las enfermeras
y, cuando se las quita de encima, me mira, me mira y me
mira.
Clava su impactante mirada en mí y, sin importarle quién
nos vea u oiga, dice:
—Te quiero. Dime algo, cariño.
Pero no lo hago e insiste, acercándose más a mí:
—No te voy a dejar, pequeña. Eres mi vida, la mujer que
quiero y necesito que me perdones y que no me dejes tú a mí
por haber sido tan...
—... gilipollas —acabo la frase.
PETER asiente. Veo en su mirada la necesidad de que lo abrace.
Pero sorprendentemente no lo hago. Estoy tan paralizada que
no puedo casi ni parpadear. Entonces, apretando un botón de
mi móvil, hace sonar el tono de llamada. Es la canción Si nos
dejan y murmura:
—Te prometí que te iba a cuidar toda la vida y eso pienso
hacer.
¡Punto para Alemania!
Nos miramos...
Nos retamos...
Y deseosa de abrazarlo por lo que acaba de hacer y decir,
digo, dando un paso adelante:
—Punto uno, que te quede claro que, para que yo te deje y
quiera vivir sin ti, algo muy... muy... muy malo tiene que pasar.
Punto dos, sigo queriendo que me cuides toda la vida, pero
nunca más vuelvas a dudar de mí ni de PABLO. Y punto tres, ¿qué
haces enseñándole el culo a todo el hospital, cariño?
Sonríe, yo sonrío y todos a nuestro alrededor sonríen.
Cuando me tiro en sus brazos y siento que me abraza, cierro
los ojos y soy feliz, mientras la gente aplaude y sonríe y PABLO se
pone tras su amigo y cuchichea:
—Colega, tira para la habitación y deja de enseñar el trasero.
Mis hormonas revolucionadas hacen de las suyas y, cuando
mis lágrimas mojan el pecho de PETER, apretándome más contra
él, murmura:
—Chis... no llores, cariño. Por favor, no llores.
Pero estoy tan emocionada...
Tan feliz...
Y tan preocupada por él...
Que lloro y río descontroladamente.
Cinco minutos después, acompañada por PABLO y las enfermeras,
regresamos a la habitación. PETER se ha arrancado el suero
y tienen que volver a pinchárselo. Las enfermeras lo regañan y
él no para de mirarme y sonreír.
¡Sólo le importo yo!
PABLO, al ver que todo está en orden, baja a la cafetería por
algo de comida. Se empeña en que tengo que comer algo y, rápidamente,
PETER lo apoya. ¡Vaya dos!
Cuando nos quedamos solos en la habitación, PETER pide que
me tumbe a su lado en la cama. Lo hago. Me abraza y yo le pregunto
preocupada:
—¿Estás bien, cariño?
PETER mueve el cuello y responde:
—He estado mejor, pero me recuperaré.
Sus ojos me asustan. No puedo dejar de mirarlos y
murmura:
—Tranquila, se solucionará.
—¿Te ha dolido la cabeza?
Asiente y yo me preocupo más hasta que dice:
—Pero todo está controlado.
Con un cariñoso gesto, sonríe, me pasa la mano por la barbilla
y añade:
—Como dices tú, te quiero más que a mi vida.
Me lanzo a su boca y él da un respingo de dolor.
—Ay, cariño, lo siento, lo siento.
Sonríe y dice:
—Más lo siento yo, morenita. No poder besarte es una
tortura.
Vuelve a abrazarme y, cuando me separo de él, le digo:
—A pesar del aspecto siniestro que te dan esos ojos de vampiro
furioso, sigues siendo el hombre más guapo, sexy y gilipollas
del mundo. —PETER sonríe y añado—: Y ahora que medio hospital
te ha visto el culo y lo que no es el culo, sé que soy la mujer
más envidiada.
Sonríe y su sonrisa me llena el alma. Luego susurra:
—Dios, pequeña..., perdóname por desconfiar de ti. Te
quiero tanto, que cuando vi esas malditas imágenes, me bloqueé
y perdí la razón.
—Estás perdonado y espero que no vuelvas a desconfiar.
—No lo haré. Te lo prometo.
—Ah, y por cierto, fue NATALIE quien me avisó. Tenías razón,
ella me respeta.
Deseosa de contarle lo que llevo varios días ocultándole al
resto del mundo, lo miro y digo:
—Tengo algo que contarte, pero tienes que soltarme
primero.
PETER me mira, se hace el remolón y responde:
—Cuéntamelo luego. Ahora quiero seguir abrazándote.
Me río y, espachurrándome contra él, murmuro:
—Vale, pero cuando te lo cuente te arrepentirás de no
haberlo sabido antes.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
La curiosidad le puede y, besándome en la cabeza, pregunta:
—Es algo bueno, ¿verdad?
—Creo que sí, aunque con el momento que acabamos de
pasar, ¡no sé yo cómo te lo vas a tomar!
—No me asustes.
—No te asusto.
—LALI...
Me encojo de hombros y no me muevo. El calorcito de su
cuerpo me encanta. Y su voz en mi oído aún más. Comienza a
tocarme el cuero cabelludo con sus dedos. Oh, Dios, ¡qué gustirrinín!
Dos minutos después no puede más y, soltándome, me
apremia:
—Venga, quiero saberlo.
Mimosa, suspiro, me levanto de la cama y camino hacia mi
bolso. La noticia que le voy a dar lo va a volver loco. Abro el
bolso, cojo un sobre abultado y, sacándolo, se lo enseño. PETER lo
mira y levanta una ceja. Con comicidad le indico que espere y,
quitándome el pañuelo que llevo enrollado al cuello, lo miro y
digo:
—Mira cómo estoy.
Al ver mi cuello enrojecido y casi en carne viva, se incorpora
de la cama alarmado.
—Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?
—Los ronchones y los nervios han podido conmigo.
Boquiabierto, me vuelve a mirar y, frunciendo el cejo,
murmura:
—Yo tengo la culpa.
—En parte sí —asiento—. Ya sabes lo que me pasa cuando
me pongo nerviosa.
Sin entender nada, le entrego el abultado sobre y, divertida,
le digo:
—Ábrelo.
Cuando lo hace, los cuatro test de embarazo caen sobre la
cama.
Boquiabierto, sorprendido y sin saber qué decir, me mira y,
acercándome a él, saco la foto de Medusa que me dio la ginecóloga
y murmuro:
—Felicidades, señor LANZANI, vas a ser papá.
Su cara es un poema y, divertida al ver que no reacciona,
añado:
—Eso sí, prepárate, porque yo, desde que sé que Medusa está
dent...
—¡¿Medusa?!
—Así lo llamo —respondo, señalando la imagen de la foto.
Bloqueado, entiende a lo que me refiero y continúo:
—Pues eso, que desde que sé que Medusa está dentro de mí,
ni duermo, ni como y tengo una mala leche que no te quiero ni
contar, porque estoy asustada. ¡Muy asustada! Voy a ser mamá
y no estoy preparada.
Aturdido como pocas veces lo he visto en su vida, PETER hace
ademán de levantarse.
Pero ¿qué va a hacer?
Rápidamente lo paro. Si se vuelve a arrancar el suero, las
enfermeras nos matan.
Nos miramos. Yo sonrío y cogiéndome de nuevo entre sus
brazos, me abraza de tal manera que tengo que decir.
—Cariño..., cariño..., que me ahogas.
Me suelta, me besa y se encoge de dolor. Me abraza. Me
vuelve a mirar. Mira los test y, emocionado, pregunta con voz
temblorosa:
—¿Vamos a tener un bebé?
—Eso parece.
—¿Una morenita?
—¿O un rubito?
Sonríe. Está nervioso. Me mira. Me observa y vuelve a
sonreír.
Durante un rato, PETER no me suelta y juntos miramos la ecografía
y reímos, reímos y reímos hasta que de pronto pregunta:
—Pequeña, ¿estás bien?
Su alegría es mi alegría.
Y dispuesta a ser sincera, respondo:
—Pues no, cariño. Estoy hecha una mierda. Llevo días sin
parar de vomitar, sin parar de llorar, sin parar de rascarme el
cuello. Sin parar de estar asustada por Medusa. Y si a todo eso le
sumas que, de pronto, mi marido no me quería y me acusaba de
estársela pegando con su mejor amigo, ¿cómo quieres que esté?
—Y antes de que él pueda decir nada, añado—: Perooooooo...
ahora, en este instante, en este momento y estando a tu lado,
estoy bien, muy... muy bien.
PETER me vuelve a abrazar.
Está tan sorprendido con la noticia que casi no puede hablar
y en un tono íntimo que sé que lo vuelve loco, murmuro:
—Que conste que, a pesar de mi embarazo, tendrás tu castigo
por desconfiar de mí.
Sonríe. En ese momento se abre la puerta y, al aparecer
PABLO, PETER lo mira y, pletórico de felicidad, pregunta:

—¿Quieres ser el padrino de mi Medusa?

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