Al
llegar a casa, vomito.
Entre
llorar y vomitar ¡no doy abasto!
Simona,
preocupada por mi estado, me ofrece una de sus
infusiones,
pero la rechazo. Sólo el olor me pone peor. Que
llame
a PETER, así al menos sabré de él.
La
cabeza me estalla y me obligan a tumbarme. Agotada, me
duermo.
Cuando me despierto, un par de horas después, estoy
enfadada,
muy enfadada, y llamo a PETER. Al tercer timbrazo, lo
coge
el teléfono.
¡Aleluya!
—Dime.
—No,
mejor dime tú a mí, ¡gilipollas!
Tras
un tenso silencio, él dice con sorna:
—Cuánto
tiempo sin oír esa dulce palabra en tu boca. Lástima
no
ver cómo la dices en vivo y en directo.
De
nuevo noto que ha bebido. Pero sin querer desviar el
tema,
continúo:
—¿Cómo
eres tan gilipollas de creer lo que MARTINA dice?
Noto
cómo su respiración cambia. Debe de estar cansado y
pregunta:
—¿Y
cómo sabes que ha sido MARTINA quien me ha informado?
—Porque
las noticias vuelan más rápido de lo que tú crees
—respondo
con frialdad.
Silencio.
El
silencio es tenso.
El
silencio me mata.
El
hombre al que quiero sisea:
—No
he hablado aún con mi buen amigo PABLO. Mi charla
con
él la reservo hasta estar frente a frente, pero...
—No
tienes por qué hablar con él sobre este tema, porque
nunca
ha pasado nada entre nosotros. PABLO es tu mejor amigo y
una
excelente persona. No sé cómo puedes desconfiar de él y
creer
que entre él y yo hay algo más que amistad.
El
sonido que oigo lo identifico rápidamente con el de un bar
y,
antes de que pueda preguntar dónde está, PETER dice en tono
jocoso:
—Vaya,
LALI, cómo lo defiendes, qué tierno.
—Lo
defiendo porque hablas sin saber.
—Quizá
sé demasiado.
—Pero
¿qué es lo que sabes? ¡Cuéntamelo! —grito, fuera de
mí—.
Porque, que yo sepa, él y yo sólo hemos tenido algo con tu
consentimiento
y, sobre todo, bajo tu supervisión.
—¿Estás
segura, LALI? —pregunta en un tono que me
desconcierta.
—Estoy
segura, PETER. Muy segura.
La
tensión se corta con un cuchillo y pregunto preocupada:
—¿Dónde
estás?
—Tomando
algo. Beber es lo mejor que puedo hacer para
olvidar.
—PETER...
—Qué
decepción. Creía que eras única e irrepetible, pero...
—No
me vuelvas a decir lo que ya me dijiste una vez y ocasionó
nuestra
ruptura —grito—. Contén tu lengua, maldito gilipollas,
o
te juro que...
—¿O
me juras qué?
Su
voz, su tono, me indican que está fuera de sí e, intentando
tranquilizarme
para no ponerlo más nervioso, digo:
—No
entiendo cómo te puedes creer algo así. Sabes que yo te
quiero.
—Tengo
pruebas —me corta furioso—. Tengo pruebas y no
me
las vais a poder negar ninguno de los dos.
Cada
vez entiendo menos y grito de nuevo:
—¿Pruebas?
¿Qué pruebas?
—No
quiero hablar contigo ahora, LALI.
—Pues
yo sí quiero que hables conmigo. No puedes acusarme
y...
—Ahora
no —me vuelve a cortar—. Y, por cierto, mi viaje se
alarga.
Esta semana no regresaré a casa. No me apetece verte.
Y
me cuelga. Vuelve a colgarme.
Estoy
a punto de gritar, pero en vez de eso, me tiro en la
cama
y lloro, lloro y lloro.
No
tengo fuerzas para otra cosa que no sea llorar. Cuando
me
tranquilizo, me doy una ducha. Luego bajo a la cocina, pero
no
hay nadie. Veo una nota de Simona que dice:
Estamos comprando en el supermercado.
Susto y Calamar
vienen y me hacen mimitos. Los animales
son
muy intuitivos y parecen entender cómo estoy, pues no se
separan
de mí ni un momento.
Entro
en el salón, voy al equipo de música y, tras mirar
varios
CD, pongo el que sé que me va a hacer más daño. Soy así
de
masoquista y, cuando suena Si nos dejan,
vuelvo a llorar al
recordar
cómo hace pocos días bailé esta canción con PETER.
Cuando
se acaba, la vuelvo a poner. Camino hacia el
ventanal
con la cara mojada y el corazón roto. Llueve en la calle
y
llueve en mi rostro. El tiempo en Múnich empeora día a día y
sólo
puedo ver llover y llorar mientras mi corazón se
resquebraja
por segundos.
Si nos dejan,
nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan.
Está
claro que no.
Primero
fueron Marisa y PAULA, luego NATALIE y ahora MARTINA.
¿Por
qué no nos dejan querernos?
Horas
más tarde, cuando Simona regresa, estoy más tranquila
y
ya no lloro. He debido de agotar todas las reservas de
lágrimas
por un año.
Ella,
ajena a lo que pienso, prepara la comida y, cuando está
lista,
me avisa, pero yo apenas como. No tengo hambre.
Simona
es inteligente y sabe que sufro. Intenta hablar conmigo,
pero
yo no quiero. No puedo. Y finalmente claudica.
Por
la tarde, cuando Flyn regresa del cole, intento recibirlo
con
una gran sonrisa. El pequeño no se merece vivir con la
angustia
de verme todo el rato hecha una mierda.
Hago
de tripas corazón, lo ayudo con los deberes y ceno con
él.
Hablamos de videojuegos. Es el mejor tema que tengo para
que
no ahonde en mi vida ni en mis sentimientos. Por la noche,
cuando
se va a la cama, yo me quedo en el salón y estoy tentada
de
volver a poner alguna de nuestras canciones. Son tantas, que
con
cualquiera sé que volveré a llorar. De pronto, la puerta del
salón
se abre y entran Norbert y Simona.
—No
creo nada de lo que mi sobrina MARTINA ha contado en el
colegio
—dice Norbert— y le aseguro que esto se va a aclarar.
Siento
muchísimo todo lo que está pasando, señora.
Me
levanto del sillón y lo abrazo. Él, que por norma se queda
tieso
como un palo siempre que le demuestro mi cariño, esta vez
me
abraza y murmura en mi oído:
—Haré
todo lo posible para que esto se aclare.
Asiento
y suspiro. Miro a Simona, que se retuerce las manos
y,
muy enfadada, dice:
—Esa
muchacha es una mentirosa y yo misma le voy a arrancar
el
pellejo como no aclare esto con todo el mundo.
Asiento...
y la abrazo.
En
un momento así en que tendría que estar hecha una
furia,
estoy tan mal, tan mareada, tan revuelta y tan desconcertada
que
sólo puedo asentir y abrazar.
Esa
noche PETER no llama, ni yo lo llamo a él.
No
quiero pensar que sigue bebiendo, ni imaginar que termina
en
la cama de NATALIE, pero como soy una masoca, me
martirizo
pensando que así es y sufro como una cosaca.
¿Por
qué soy tan tonta?
Tampoco
llamo a PABLO. Que no me llame es buena señal.
Significa
que PETER todavía no ha descargado su furia contra él.
Pobrecillo,
¡qué injusto es todo!
Al
día siguiente estoy hecha puré, pero decido ir a mi visita
con
la ginecóloga. Tras engañar a Norbert para que no me
acompañe,
llego hasta la consulta en un taxi. En la salita, espero
y
observo a las chicas que a mi lado esperan su turno.
Me
pica el cuello. Sus tripas son descomunales y estoy a
punto
de salir de allí corriendo.
Pero
no lo hago. Contengo mis impulsos y espero, mientras
veo
docenas de mujeres embarazadísimas, abrazadas a sus
mariditos,
y a mí me entran las cagalandras de la muerte.
Dios
mío, ¿cómo puedo estar yo embarazada?
Cuando
una chica dice mi nombre, me levanto y entro en la
consulta.
La doctora es una mujer un poco más mayor que yo,
sonríe
y me invita a sentarme. Tras rellenar una ficha con mis
datos,
pues es la primera vez que voy, abro el bolso y dejo sobre
su
mesa los cuatro test de embarazo con sus correspondientes
rayitas
de positivo.
Ella
me mira y sonríe. ¿Dónde está la gracia?
—¿Podrías
decirme la fecha de tu última regla?
—Este
mes no la he tenido. Pero he recordado que el mes
pasado
apenas manché. Pero... pero... yo, a la semana comencé
a
tomar la pastilla de nuevo y... y... quizá no hice bien... Pero
yo...
La
doctora me mira, ve lo nerviosa que estoy y dice:
—Tranquilízate,
¿vale?
Asiento
y ella insiste:
—Intenta
recordar la fecha de esa regla en la que casi no
manchaste.
—Creo
recordar que fue el 22 de septiembre.
Coge
una cartulina redonda de colores, la mira y dice mientras
apunta:
—Fecha
aproximada del parto, el 29 de junio.
Madre
mía..., madre mía..., ¡esto va en serio!
Sin
decaer, respondo a todas las preguntas que la mujer me
hace
lo mejor que puedo. Después me pide que me tumbe en
una
camilla para hacerme una ecografía. Tras bajarme el pantalón,
me
echa gel en el vientre y, con un aparato, lo comienza a
extender.
Histérica,
ruego a todos los santos habidos y por haber que
no
haya nada dentro de mí. Pero de pronto la doctora para de
mover
el aparatito y dice:
—Aquí
está el latido, MARTINA, y por su tamaño diría que estás
casi
de dos meses.
Clavo
mi mirada en la pantalla y veo algo que parpadea. Por
su
forma irregular y su movimiento, me recuerda a una medusa.
¡Creo
que me va a dar un infarto!
No
hablo...
No
parpadeo...
Dios,
¡qué fatiguita!
Sólo
puedo mirar eso que se mueve y parece decir
«¡Peligro!».
La
doctora, al ver que no hablo, vuelve a mover el aparatito
y,
tras apretar unos botones, por el lateral sale un papelito.
Cuando
me lo entrega y veo que se trata de una foto, me emociono
como
nunca pensé que lo haría y asumo que eso con
forma
de medusa es un bebé y que, me guste o no, ¡estoy
embarazada!
Antes
de salir, me da cita para un mes después y me entrega
unas
recetas. Debo tomar acido fólico, entre otras cosas, y
hacerme
unos análisis que le tengo que llevar la próxima vez
que
vaya a verla.
Que idiota que es peter
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