martes, 17 de noviembre de 2015

CAPITULO 30

Los días pasan y yo engordo por segundos.
En vez de LALI, debería llamarme LALOTA, ¡madre mía
cómo me estoy poniendo!
¡Ya no me veo los pies! Y ni qué decir otras cosas.
Las bragas que llevo son como poco de la época victoriana.
Según los dependientes, son bragas de embarazada, según yo,
son de cuello vuelto. ¿Acaso una no puede estar sexy cuando
está embarazada? Definitivamente, con estas bragas que me
llegan hasta debajo de las tetas, como que no.
El día que PETER las ve, no puede parar de reír hasta que le tiro
un zapato a la cabeza. Pobrecito, acerté de pleno y le hice un
chichón.
Las contracciones cada vez son más frecuentes y más intensas.
No me duelen, pero sé que son la antesala al calvario que
voy a pasar. Madre mía, qué dolor. ¡No lo quiero ni pensar!
El régimen no lo hago y en la siguiente visita, la ginecóloga
me echa la bronca.
Pero para qué voy a negarlo, por un oído me entra y por otro
me sale. Sólo he engordado doce kilos en siete meses y medio.
Mi hermana engordó veinticinco.
¿De qué se queja?
PETER me mira mientras la ginecóloga me regaña. Yo le ordeno
que se calle y él, prudentemente, no abre el pico. Soy consciente
de que en esos últimos meses me estoy volviendo una tirana y el
pobre aguanta y calla. El día que explote, ¡arderá Troya!
De nuevo, al hacer la ecografía, Medusa no se deja ver. Nos
ha salido tímida o tímido. Una vez acabamos, la doctora me da
fecha para una semana después. Tengo que ir a monitorización.
Cuando salimos de la consulta, llamo al pintor que va a
pintar la habitación de Medusa y le digo que lo haga en
amarillo. PETER me escucha y asiente. Según él, lo que yo decida
bien hecho está.
Dos días después, cuando el pintor está en casa, haciendo lo
que le he pedido, cambio de opinión. Ahora quiero que, de las
cuatro paredes de la habitación, dos las pinte en amarillo, una
en rojo y otra en azul.
Cuando PETER me pregunta que por qué he decidido eso, lo
miro y le explico que el azul representa la frialdad de Alemania y
el rojo la calidez de España. Sorprendido, me mira, no dice lo
que piensa y asiente. ¡Pobre!
Una semana después, PETER y yo vamos al hospital. Está nervioso
y yo estoy histérica. La enfermera que nos atiende me hace
tumbar en una camilla, me pasa un ancho cinturón por la tripa,
lo conecta a un monitor y nos explica que eso sirve para comprobar
los parámetros de la frecuencia cardíaca del bebé y las
contracciones del útero, entre otras cosas.
Estoy acojonada, pero al ver la cara de mi Iceman cuando
escucha el corazón al galope de Medusa, se me quita todo el
miedo. ¡Me parto! La enfermera que nos atiende, tras ver los
valores, nos dice que todo está bien y que regresemos la semana
siguiente.
Cuando salimos del hospital, los dos estamos emocionados.
Nuestra relación es una montaña rusa.
Se supone que durante un embarazo las parejas se unen y se
quieren. En nuestro caso, nos queremos y PETER  me aguanta. Soy
consciente de que me he convertido en una víbora gorda,
llorona, comilona y enfadica.
Simona y Norbert no saben qué ocurre, sólo saben que nos
adoramos, que nos queremos, pero que discutimos todos los
días. Flyn, mi gran defensor, se pasa la mayor parte del tiempo
enfadado con su tío y demostrándome su cariño. Y PABLO,
nuestro gran amigo, es el encargado de poner paz entre nosotros.
Los únicos que están ajenos a todo son Sonia, Marta y mi
familia.
Como yo digo, ¡ojos que no ven, corazón que no siente!
Una noche no puedo dormir. Miro el reloj. Son las 03.28 de
la madrugada y decido levantarme. Estoy harta de dar vueltas
en la cama y las contracciones me incomodan, no me dejan conciliar
el sueño.
Con sigilo, me pongo la bata y, como una ballena a punto de
explotar, bajo la escalera.
Susto y Calamar, al verme, acuden a saludarme. Qué
agradecidos son los animales. Sea la hora que sea, ellos siempre
están para regalarte un cariñito. Durante varios minutos, me
dedico a besuquearlos y a prestarles la atención que se merecen
y, cuando los agoto, se marchan a dormir y yo retomo mi camino
hacia la cocina.
Una vez allí, abro el congelador, miro los botes de helado y,
tras decidirme por el de vainilla con nueces de Macadamia, pillo
el bote por banda, saco una cuchara y me siento en una de las
sillas de la cocina a saborearlo, mientras observo la oscuridad
del exterior.
Paladeo el helado. Está buenísimo y, de pronto, oigo:
—¿Qué te ocurre, cariño?
La voz me asusta y, al ver que es PETER, susurro, llevándome la
mano al corazón:
—Joder, qué susto me has pegado.
Él se acerca a mí y, agachándose, insiste preocupado:
—¿Estás bien, pequeña?
Nos miramos y, finalmente, respondo:
—Las puñeteras contracciones no me dejan dormir. Pero
tranquilo, no te alarmes.
PETER asiente y no dice nada. Es un bendito. Se sienta frente a
mí a la mesa e intenta animarme:
—Ya queda poco, preciosa. En tres semanas nuestro bebé
estará con nosotros.
Asiento, pero me acojono y no quiero pensar en ello. El parto
se acerca y ahora es la ansiedad la que me puede.
—Te quiero, cariño —susurra.
Yo también le quiero y en vez de decirle nada, le ofrezco una
cucharada de helado. La acepta y, cuando la traga, dice con
tiento:
—Escucha, cariño, no te enfades por lo que te voy a decir,
pero si sigues comiendo helado, cuando te pese la doctora...
—Cállate —lo corto—. No empieces tú también.
Durante unos segundos permanecemos callados, mientras
sigo comiendo helado sin parar. Soy una máquina. Una vez me
acabo el bote, me levanto, lo tiro a la basura y PETER, con semblante
sombrío y mordiéndose la lengua para no decir lo que
piensa, pregunta:
—¿Contenta?
Asiento. Lo reto con la mirada y respondo:
—Contentísima.
Dicho esto, salimos de la habitación y nos metemos en la
cama. Ofuscados, cada uno mira para un lado, hasta que me
quedo dormida.
Al día siguiente, cuando me despierto es tardísimo. Las once
de la mañana.
Cuando me levanto, tengo una acidez que me muero y me
acuerdo de todos los familiares de los que inventaron el helado
de vainilla con nueces de Macadamia. Estoy pesada y me siento
como al ralentí.
Estoy lavándome los dientes cuando veo aparecer a PETER
vestido con su traje oscuro. ¡Qué guapo está! Entra, me da un
beso en la cabeza y dice:
—Vístete, vamos a salir.
—¿No vas hoy a la oficina?
—No. Hoy tengo otros planes —responde.
Cuando me visto, bajo a la cocina y sólo tomo un vaso de
leche. La acidez y la pesadez me matan. Estamos solos. Flyn está
en el colegio y Simona y Norbert no sé dónde están. No pregunto.
Sigo ofuscada por la conversación de la noche anterior.
Cuando me subo al coche ninguno habla. Tampoco ponemos
música. PETER conduce por las calles de Múnich y se mete en un
parking.
Cuando salimos, caminamos de la mano. El aire me despeja
y poco a poco sonrío. Él no habla. Está imponente con su traje
oscuro y yo orgullosa de ir de su mano. De pronto, al llegar a
una esquina, miro sorprendida lo que hay frente a mí y digo:
—No me digas que vamos a ir ahí.
PETER asiente y pregunta:
—Ése es el puente que visitaste hace meses, ¿verdad?
Ojiplática, asiento.
Ante mí está el puente Kabelsteg, lleno de cientos de candados
de enamorados, y no puedo creer lo que estoy pensando.
Cruzamos la calle y, cuando comenzamos a caminar por las
tablas de madera del puente, PETER me abraza y murmura:
—Recuerdo que me dijiste que te gustó pasear por aquí y que
viste muchos candados de enamorados, ¿verdad?
Asiento... Como hayamos ido a poner lo que creo, ¡me lo
como a besos ahí mismo!
Él sigue serio, pero no me engaña, tiene la comisura de los
labios ladeada y digo:
—¿De verdad vamos a poner un candado?
Sorprendiéndome de nuevo, PETER saca uno rojo y azul en el
que están grabados nuestros nombres y, enseñándomelo,
pregunta:
—¿Dónde quieres que lo pongamos?
Me llevo la mano a los labios. Me emociono. Me da una de
mis contracciones. Me siento fatal. Él cambia su expresión y me
ruega:
—No..., no..., no..., ahora no llores, cariño.
Pero las compuertas de mis ojos se abren y comienzo a
hacerlo desconsoladamente. La gente que pasa por nuestro lado
nos mira y PETER me lleva hasta un banquito, donde me sienta. Se
saca rápidamente un pañuelo del bolsillo y, secándome las lágrimas,
murmura con cariño:
—Eh..., pequeña, ¿por qué lloras ahora? ¿No te gusta la idea
de poner nuestro candado?
Intento hablar, pero sólo salen de mí balbuceos.
PETER me abraza. Yo me aprieto a él y, cuando me tranquilizo,
susurro:
—Perdona, PETER..., perdona.
—¿Por qué, cariño?
—Por lo mal que me estoy portando contigo últimamente.
Él sonríe. Es un amor. Y, con cariño, cuchichea:
—No es tu culpa cariño. Son las hormonas.
Eso me vuelve a hacer llorar y, entre hipos, como una imbécil,
respondo:
—Las hormonas y yo... yo tengo mucha culpa. Estoy tan
enfadada últimamente por todo que...
—No pasa nada, cielo. Estás asustada. Yo lo entiendo. He
hablado con tu doctora y...
—¿Has hablado con mi doctora?
PETER asiente y responde con cautela:
—Necesitaba hablar con alguien o me volvía loco yo también,
pequeña. Lo hice con NICO y me dijo que a EUGE le pasó lo
mismo estando embarazada de Glen. Pero aun así, pedí cita con
tu ginecóloga. Me ha atendido esta mañana y me ha comentado
que, en algunas mujeres, durante el embarazo, el deseo sexual
se eleva más de lo normal. Me ha explicado que, para soportar la
gestación, tu organismo vierte una gran cantidad de progesterona
y estrógeno en tu torrente sanguíneo y la consecuencia de
ello es la enorme necesidad que tienes de sexo.
—¿Y tú solito has ido a preguntar eso?
PETER sonríe y contesta:
—Sí, yo solito.
Asiento, asiento y asiento.
PETER me besa. Yo lo beso.
PETER me abraza. Yo lo abrazo.
Y enamorada y loca por mi alemán, señalo un lado del
puente y digo:
—Ahí es donde quiero poner nuestro candado.
Nos levantamos y, cogidos de la mano, caminamos hasta
donde yo digo. Abro el candado, le doy un beso, PETER le da otro y
lo anclamos al puente. Después, él coge mi mano y, divertidos,
tiramos la llave al río y nos besamos.
Cuando nos vamos del puente, pregunta:
—¿Dónde quieres que te invite a comer?
No tengo mucha hambre. Me noto el cuerpo algo revuelto,
pero por no hacerle un feo, digo con una gran sonrisa:
—Me muero por un brezn de los que hace el padre de PABLO,
mojado en salsita.
PETER asiente, sonríe y juntos caminamos hacia el parking.
Cuando llegamos al restaurante, al entrar vemos a PABLO
todo trajeado, como PETER, hablando con su padre. Al vernos,
nuestro amigo sonríe y pregunta:
—Pero ¿qué hacéis aquí?
—Queremos comer —respondo.
—Se muere por comer un brezn de tu padre con salsita
—explica PETER.
Los tres hombres me miran y, finalmente, el padre de PABLO
dice:
—Ahora mismo los hago para ti, preciosa. Id al salón dos.
Allí estaréis más tranquilos.
—¿Comes con nosotros? —le pregunta PETER a su amigo.
PABLO asiente y, minutos más tarde, disfruto de los ricos
brezn, mientras charlamos divertidos. Cuando terminamos de
comer, animamos a PABLO a que se venga con nosotros de compras
a un centro comercial. Tenemos que comprar la cuna para
Medusa. Lo había dejado hasta el último momento hasta saber
su sexo, pero visto lo visto ha llegado el momento de hacerlo.
Cuando llegamos, nos metemos en una tienda enorme de
cosas para bebés. En todo este tiempo, PETER y yo no hemos ido
de compras ni un solo día y ahora estamos dispuestos a disfrutarlo:
nos volvemos locos. Compramos la cuna, PABLO nos
regala un cochecito rojo monísimo y nos quedamos todo lo
habido y por haber. Damos nuestra dirección para que nos lo
envíen todo a casa.
Tres horas después, PABLO y PETER no pueden más, pero yo
deseo seguir comprando y, al ver las pocas ganitas de ellos, les
propongo que se vayan a tomar un café o un whisky a un bar del
centro comercial, mientras yo voy a unas tiendas que quiero
visitar.
Encantados, aceptan mi oferta y yo me marcho tras asegurarle
a PETER mil veces que llevo el móvil encima.
Cuando salgo de una tienda donde he comprado un calientabiberones
estoy cansada y me da una nueva contracción. Ésta ha
sido más fuerte que otras veces. Me paro, respiro y, cuando se
me pasa, continúo mi camino.
Entro en varias tiendas más y las contracciones se repiten.
Me cogen los siete males, pero me vuelvo a tranquilizar cuando
se me pasan. Saco el móvil para llamar a PETER, pero al final me lo
vuelvo a guardar en la chaqueta.
Estamos a 11 de junio y el parto es para el 29. Debo tranquilizarme.
Todo está bien. No voy a alarmarlo.
Veo que en el piso de arriba está la tienda Disney. Sin
pensarlo, corro hacia el ascensor. No me apetece subir escaleras.
Una chica sube conmigo. Miro sus pantalones de camuflaje. ¡Me
gustan! Le doy al piso tres y ella al cuatro. Las puertas del
ascensor se cierran y, de pronto, cuando está subiendo, se va la
luz y el ascensor se para.
La chica y yo nos miramos y fruncimos el cejo. De nuevo me
vuelve a dar una contracción. Ésta ha sido más fuerte que las
otras dos y tan dolorosa que suelto las bolsas que llevo en la
mano y me agarro al pasamanos del ascensor.
La joven, al verme, me mira y pregunta:
—¿Estás bien?
No puedo responder. Respiro... respiro... como me han
enseñado en las clases preparto. Cuando el dolor cede, miro a la
joven de pelo oscuro y corto, que me mira tras unas gafas de aviador,
y respondo:
—Sí, tranquila. Estoy bien.
Pero según digo eso, noto que por mis piernas corre un
líquido.
Dios, ¡¿me estoy meando?!
Intento contenerlo, pero esto es incontrolable. Las cataratas
del Iguazú salen de mi cuerpo. Mis pies pronto están rodeados
de agua, yo empapada y murmuro en español:
—Joder..., joder... Me cago en la mar. ¡No me lo puedo creer!
—¿Eres española? —pregunta la chica.
Yo asiento, pero no puedo hablar.
¡Acabo de romper aguas!
Comienzo a tocar todos los botones. El ascensor no se mueve
y me pongo histérica. La joven me coge de las manos tira de mí
y dice:
—Tranquila, no te preocupes por nada. Rápidamente te saco
de aquí.
Aprieta el botón de la alarma del ascensor.
Yo comienzo a temblar y ella, agarrándome por los hombros,
dice para distraerme:
—Me llamo ROCIO IGARZABAL, pero puedes llamarme ROCHI.
—¿Por qué hablas español?
—Nací en Asturias.
—¿Asturiana con ese nombre?
La joven sonríe, se quita las gafas de aviador que lleva y,
mirándome con sus ojos azuletes, aclara:
—Mi padre es americano y mi madre de Asturias. Con eso te
lo digo todo.
Asiento. Pero no estoy yo para charlas y, mirándola, digo,
sacando mi móvil de la chaqueta:
—Tengo que llamar a mi marido. Está en el centro comercial.
Seguro que él nos saca de aquí en seguida.
Mientras marco el teléfono de PETER, veo que la joven sigue
apretando el botón de auxilio y mis pies están cada vez mas
encharcados. Un timbrazo y PETER me saluda.
—Hola, cariño.
Controlando las ganas de chillar por el susto que tengo, digo
mientras me rasco el cuello:
—PETER, no te asustes, pero...
—¿Que no me asuste? —grita—. ¿Dónde estás? ¿Qué ocurre?
Cierro los ojos. Me lo imagino descompuesto en ese instante.
Pobre... pobre...
Me viene una contracción y, apoyada como estoy en la pared
del ascensor, me escurro hasta caer al suelo. La joven que está
conmigo, al verme, me quita el teléfono y dice:
—Soy ROCHI. Estoy con tu mujer en el ascensor del fondo del
centro comercial. Se ha ido la luz y ha roto aguas. Llama a una
ambulancia a la de ¡ya! —PETER debe de decirle algo, porque ella
contesta—: Tranquilo... He dicho tranquilo. Estoy con ella y
todo irá bien.
Cuando cuelga y me devuelve el teléfono, sonríe y afirma:
—Por la voz de tu marido, no creo que tarde en llegar.
No lo dudo. Me lo imagino corriendo por el centro comercial
como un loco. Menos mal que está con PABLO y no solo, aunque
compadezco al que se atreva a llevarle la contraria en un
momento así.
Una nueva contracción me vuelve a encoger de dolor. Pero
¿por qué tiene que ocurrirme esto en este momento? Me entran
las cagalandras de la muerte y soy incapaz de respirar. ¡Me
ahogo!
Mel me observa sin perder la calma.
Me sorprende su aplomo cuando yo estoy que me subo por
las paredes. Pero claro, el dolorcito puñetero lo tengo yo, no
ella.
Con voz controlada, me obliga a mirarla y a respirar. Cuando
lo consigue y el dolor cede, abre su móvil y, tras hablar con
alguien, dice:
—He pedido refuerzos. Si no nos saca tu marido, nos sacarán
mis compañeros.
¿Comienza a hacer calor o soy yo la que está sudando?
Me pica el cuello. ¡Me rasco los ronchones!
—¿Cómo te llamas?
—LALI... LALI ESPOSITO.
La joven, dispuesta a distraerme, pregunta:
—¿Y de qué parte de España eres?
—Nací en Jerez, pero mi madre era catalana, mi padre de
Jerez y yo vivía en Madrid.
No puedo decir más. El dolor vuelve. Me agobio. La joven
me coge las manos y dice:
—Muy bien, LALI..., mírame de nuevo. Vamos a respirar.
Vamos, hazlo.
Acompañada por esa desconocida de nombre ROCHI, comienzo
a respirar y, cuando el dolor pasa, la miro.
—Gracias...
Sonríe. Pasan los minutos y el ascensor no se mueve. Me
rasco. Mi móvil suena. Supongo que es PETER, preocupado. ROCHI
contesta. Lo tranquiliza y, cuando cuelga, dice, agarrándome
una mano:
—Te estás destrozando el cuello.
Oímos golpes, pero el ascensor no va para arriba ni para
abajo. ROCHI, al ver que contraigo la cara, me da aire con un papel
que saca de su mochila y pregunta:
—¿Y qué es lo que vas a tener, un niño o una niña?
—No lo sé. Medusa no se dejaba ver.
Sonríe y, al entender el nombre, explica:
—Yo a mi hija, mientras estaba embarazada, la llamé Cookie.
—Ambas sonreímos y añade—: Sea lo que sea, será precioso.
—Eso espero.
Me acaloro. El agobio me sofoca aún más y ella continúa
hablando:
—Yo tengo una niña y sé lo que estás sufriendo. Sólo te
puedo decir que todo pasa y lo olvidarás. Cuando tienes a tu
bebé en los brazos, todo se olvida.
—¿Seguro?
—Segurísimo. —Sonríe.
—¿Cuánto tiempo tiene tu hija?
—Quince meses y se llama Samantha.
Se vuelven a oír los golpes. El teléfono de ROCHI suena. Ella
habla y, cuando cuelga, me dice:
—En dos minutos te saco de aquí.
Y tiene razón. Instantes después, las luces del ascensor se
encienden y retomamos el ascenso. ROCHI le da rápidamente al
Stop, nos volvemos a parar y aprieta el botón de la planta baja.
El ascensor comienza a bajar y, cuando las puertas se abren, veo
cuatro tipos como cuatro armarios, vestidos con pantalones de
camuflaje como los de ROCHI. Ella los pregunta:
—¿Dónde está la ambulancia?
Uno de ellos va a responder, cuando, empujándolo, PETER se
acerca a mí y, pálido, pregunta:
—Cariño, ¿estás bien?
Asiento, pero es mentira, ¡estoy fatal! Mira mi cuello y, al
verlo enrojecido, murmura:
—Tranquila... tranquila.
PABLO, con gesto preocupado en medio de todo ese caos, va a
acercarse, cuando veo que ROCHI lo para y dice:
—No la agobies ahora.
—¿Cómo dices? —veo que pregunta él, boquiabierto.
—Necesita aire... nene.
—Quítate de en medio... nena —replica PABLO con voz profunda
y las llaves de su coche en la mano.
—He dicho que necesita aire... James Bond.
—Y yo he dicho que te quites de en medio —sisea él,
apartándola.
La gente se arremolina a nuestro alrededor y en ese
momento me viene una nueva contracción. Aprieto la mano de
mi amor y susurro:
—Ostras, PETER...
La joven que me ha acompañado durante aquel último rato
los empuja a él y a PABLO y, cogiéndome la mano, dice con voz de
mando:
—Mírame, LALI. Vamos a respirar.
Lo hago y el dolor se pasa. Sin soltarme, les dice a los que
van vestidos como ella:
—Hernández, Fraser, despejadme esto.
Sin dudarlo, ellos hacen lo que ROCHI les ha dicho. Mientras yo
observo las dotes de mando de la chica, PETER dice, retirándome
el flequillo de la cara:
—Dime que estás bien, cariño.
—Estoy fatal, PETER..., creo que Medusa quiere salir.
PABLO se acerca a nosotros con gesto preocupado.
—Acabo de hablar con Marta. Ya nos esperan en el hospital.
—Ay, Dios mío... Ay, Dios mío —susurro horrorizada.
Ya no hay marcha atrás, ¡estoy de parto!
¡Qué dolor... qué dolorrrrrrrrrrr!
PETER me da un beso y dice:
—Tranquila, cariño. Tranquila. Todo va a ir bien.
El caos se hace tangible. Todos nos observan y ROCHI pregunta:
—Pero ¿dónde está la puñetera ambulancia? —Nadie lo sabe
y entonces ordena—: Fraser, ve a por el coche. Lo quiero en la
puerta norte en dos minutos. —Luego mira a PETER y pregunta—:
¿A qué hospital hay que llevarla?
—Al Frauenklinik Munchen West —responde.
La joven se da la vuelta, mira a otro de sus compañeros y
grita:
—Hernández, dame ruta y tiempo. Thomson, llama a Bryan
infórmale de la situación. Dile que nos espere en una hora
donde habíamos quedado. Yo llamaré a Neill.
PABLO, al ver que estoy algo mejor, se agacha y pregunta con
gesto serio:
—¿De dónde ha salido súper woman?
Me entra la risa. No conozco a ROCHI, pero me encanta su
poderío. Tan pronto habla inglés, como español, como alemán.
Una vez cierra su móvil, le dice algo a uno de sus compañeros,
luego mira a PETER y ordena:
—Seguidme. En doce minutos os dejo en el hospital.
—No hace falta —responde PABLO, mirándola—. Yo los
llevaré.
—¿En doce minutos? —pregunta ella.
Levantándose con chulería, nuestro amigo la mira, se estira
el traje oscuro que lleva y, tocándose el nudo de la corbata,
sisea:
—En ocho, Cat Woman...
PETER y yo nos miramos. Me entra la risa. Esto es un duelo de
titanes. Entonces, la joven sonríe y sin amilanarse por la presencia
de un tipazo como es PABLO pasea su azulada mirada por el
cuerpo de éste con chulería y dice, mientras se pone sus gafas de
aviador:
—No me hagas reír, James Bond. —Después nos mira a PETER
y a mí y explica—: Tenéis tres opciones. La primera soy yo. La
segunda es James Bond y la tercera esperar a que llegue la
ambulancia. Vosotros decidís.
—Escojo la primera —digo con decisión.
PABLO, sorprendido, protesta y ella, sonriendo, dice mirando
a PETER:
—Sígueme.
PETER me mira y yo asiento. Sé que hay más de cuarenta
minutos hasta el hospital, pero extrañamente creo que si ROCHI ha
dicho que en doce llegamos, es que así será. PETER me coge en
brazos y corre por el centro comercial. Cuando salimos, un
impresionante Hummer negro nos espera. Nos metemos en él y,
cuando PABLO lo va a hacer también, la joven lo para y dice:
—Tú mejor ve en tu Aston Martin.
Sin más, cierra la puerta y el Hummer sale a toda leche. ROCHI
nos mira.
—Son las 16.15, a las 16.27 estaremos allí.
El dolor vuelve. Es intenso, pero lo puedo aguantar. PETER y
ROCHI me hacen respirar y yo agradezco sus atenciones, mientras
noto cómo el coche va a toda pastilla y no reduce ni una sola vez
la velocidad.
Cuando para, oigo al conductor que dice:
—Hemos llegado.
PETER choca la mano con él y con una enorme sonrisa,
murmura:
—Gracias, amigo.
Cuando salgo del coche, Marta nos espera en la puerta del
hospital y, al sentarme en la silla de ruedas, le dice a una
enfermera:
—Avisa a maternidad de que ha llegado la señora LANZANI.
—Luego me mira—. Vamos, campeona, que cuando estés
repuesta nos vamos a ir a celebrarlo al Guantanamera.
—Marta, no jorobes —protesta PETER y a mí me entra la risa.
ROCHI se acerca a mí.
—Son las 16.27. Te he prometido que te traía en doce
minutos y lo he cumplido. —Yo sonrío y ella añade—: Encantada
de haberte conocido, LALI. Espero que todo salga bien.
La agarro de la mano y, sin soltarla, digo:
—Gracias por todo, ROCHI.
Con una candorosa sonrisa, contesta:
—Si mañana tengo tiempo, pasaré a conocer a Medusa,
¿vale?
—Estaremos encantados —responde PETER, muy agradecido.
—¿Traerás a Samantha? —pregunto.
ROCHI sonríe y asiente. Instantes después, la joven se sube al
Hummer y desaparece. Entramos en el hospital y me llevan directamente
al ala de maternidad, a una bonita habitación.
Llega mi ginecóloga y me dice que no me preocupe por el
adelanto de Medusa. Todo va bien. Después, me mete la mano y
me hace un daño que veo las estrellas. Me acuerdo de toda su
familia. PETER me agarra y sufre. Cuando la mujer saca la mano de
entre mis piernas, comenta, quitándose un guante de látex:
—Estás de cuatro centímetros. —Y al ver mi tatuaje, dice—:
Vaya tatuaje más sexy que llevas, LALI.
Asiento. Me duele todo y no tengo ganas de sonreír. PETER,
preoupado, pregunta:
—¿Todo va bien, doctora?
Ella lo mira y dice que sí.
—Todo va como tiene que ir. —Luego me toca la pierna y,
dándome una palmadita tranquilizadora, añade—: Ahora relájate
e intenta descansar. Pasaré a verte dentro de un ratito.
Cuando se va, miro a PETER y me tiembla la barbilla. Él, al
verlo, rápidamente dice:
—No, no, no, no llores, campeona.
Me abraza y, al sentir que el dolor vuelve, protesto:
—Esto duele una barbaridad.
Cojo la mano de PETER y se la retuerzo con la misma intensidad
con que siento yo que la tripa se me retuerce por dentro y,
a pesar de que sé que le hago daño, no protesta. Aguanta más
que yo. Cuando pasa el dolor, lo miro y murmuro:
—No puedo, PETER... Yo no aguanto el dolor.
—Tienes que hacerlo, cariño.
—Y una chorra. Diles que me pongan la epidural ya. Que me
saquen a Medusa, ¡que hagan algo!
—Tranquilízate, LALI.
—¡No me da la gana! —grito fuera de mí—. Si tú tuvieras
estos dolores, yo removería cielo y tierra para que te los
quitaran.
Según digo eso, me doy cuenta de que estoy siendo cruel.
PETER no se lo merece. Y, agarrándolo de la mano, hago que se
acerque y murmuro llorosa:
—Perdón..., perdón, cariño. Nadie mejor que tú me cuida en
este mundo.
Él no me toma nada en cuenta y dice:
—Tranquila, pequeña...
Pero mi momento angelical y tranquilo dura poco. El dolor
comienza y, retorciéndole el brazo, siseo:
—Dios... Dios... ¡Que esto me empieza a doler otra vez!
PETER llama a la enfermera y le pide la epidural. La mujer me
ve histérica, pero dice que no puede ponérmela hasta que la
doctora se lo indique. Yo me cago en todo. Absolutamente en
todo. Eso sí, en español para que no me entiendan. El dolor
cada vez es más intenso y no lo puedo soportar.
Soy una mala enferma...
Soy una mal hablada...
Soy lo peor...
PETER intenta distraerme con mil palabras cariñosas. Me hace
respirar como nos han enseñado en las clases preparto, pero yo
no puedo. El dolor me hace contraerme y ya no sé si respiro, si
chillo o si me cago en los parientes de todos los del hospital.
Sudo...
Tiemblo...
Siento que me viene una nueva contracción...
Agarro la mano de PETER, que me anima de nuevo a respirar.
Respiro..., respiro..., respiro.
De nuevo el dolor cesa. Pero cada vez es más seguido, más
intenso y más devastador.
—Me cago en la marrrrrrrrrrrrrr —jadeo.
PETER me pasa una toallita con agua fresca por la cara y dice:
—Fija la mirada en un punto y respira, cariño.
Lo hago y el dolor cesa.
Pero cuando va a comenzar de nuevo y preveo que me va a
decir por enésima vez lo de fija la mirada... lo agarro con fuerza
por la corbata, tiro de él y, acercando su cara a la mía, siseo
fuera de mí:
—Si me vuelves a decir que fije la mirada en un punto, te
juro por mi padre que te saco los ojos y los clavo en ese jodido
punto.
Él no dice nada. Se limita a darme la mano mientras yo me
encojo en la cama, muerta de dolor.
Dios... Dios... ¡Cómo duele!
Seguro que si los hombres pariesen, ya habrían inventado
tener bebés en una probeta.
La puerta se abre y yo miro a la doctora como la niña del
exorcista. La mato... juro que la mato. Ella, sin inmutarse, retira
la sábana, me mete mano de nuevo y dice, sin importarle mi
mirada de asesina:
—Para ser primeriza, dilatas muy rápido, LALI. —Después
mira a la enfermera—. Está de casi seis centímetro. Que venga
Ralf y le ponga la epidural. ¡Ya! Creo que este bebé tiene prisa
por salir.
¡Oh, sí..., la epidural!
Escuchar eso es mejor que un orgasmo. Que dos... que
veinte.
Quiero kilos y kilos de epidural. ¡Viva la epidural!
PETR me mira y, secándome el sudor, susurra:
—Ya está, cariño. Ya te la van a poner.
Me retuerzo con una nueva contracción y, cuando se pasa,
murmuro:
—PETER...
—¿Qué, pequeña?
—No quiero volver a quedarme embarazada. ¿Me lo
prometes?
El pobre asiente. Cualquiera me lleva la contraria en un
momento así.
Me seca el sudor y va a decir algo cuando la puerta se abre y
entra un hombre que se presenta como Ralf el anestesista.
Cuando veo la aguja que lleva, me mareo.
¿Dónde va a meter eso?
Ralf me pide que me siente y me eche hacia delante. Me
explica que necesita que me esté totalmente quieta para no
dañar la columna vertebral. Me entra el agobio, pero dispuesta a
colaborar al cien por cien, casi ni respiro.
PETER me ayuda. No se separa de mí y, tras notar un pequeño
pinchazo cuando menos me lo espero, el anestesista dice:
—Ya está. Ya tienes puesta la epidural.
Sorprendida, lo miro. ¡Qué fuerte!
Yo que pensaba marearme por el dolor del pinchazo, no me
he enterado de nada. Me explica que me deja un catéter puesto
por si la doctora necesita administrar más anestesia. Luego
recoge sus bártulos y se va. Cuando sale por la puerta y nos
quedamos PETER y yo en la habitación, solos, me besa y susurra:
—Eres una campeona.
Pero qué rico es. Qué aguante tiene conmigo y cuánto amor
me demuestra con sus actos y sus palabras.
Diez minutos más tarde, noto cómo los horrorosos dolores
comienzan a bajar de intensidad hasta que desaparecen. Me
siento la reina de Saba. Vuelvo a ser yo. Puedo hablar, sonreír y
comunicarme con PETER sin parecer una hidra de siete cabezas.
Llamamos a Sonia y le pedimos que pase por nuestra casa a
recoger la bolsa con las cosas de Medusa. La mujer se ataca al
saber que estamos en el hospital. No quiero ni imaginar cómo se
van a poner mi padre y mi hermana.
Luego llamo a Simona. Sé lo importante que es para ella que
yo misma la llame y le hago prometer que se vendrá con Sonia
para el hospital cuando ésta pase por casa para recoger la bolsa.
La mujer no lo duda.
Después, tras mucho meditar, llamo a mi padre. PETER cree
que es lo más justo. Pero como ya presuponía yo, el pobre, al
enterarse que estoy en el hospital ingresada para dar a luz, le
entran los siete males. Se lo noto en el habla. Cuando papá se
pone nervioso no se le entiende. No da pie con bola.
Le pasa el teléfono a mi hermana. Otra que tal baila. Entre
chillar y aplaudir emocionada, la loca de CANDE tiene bastante.
Al final, le doy el teléfono a PETER, que les dice que mandará su
avión a recogerlos a Jerez.
Cuando colgamos, nos miramos y, con mimo, me besa en los
labios.
—El día ha llegado, pequeña. Hoy vamos a ser papás.
Sonrío. Estoy acojonada, pero feliz.
—Vas a ser un padre excelente, señor LANZANI.
PETER me vuelve a besar y pregunta:
—Entonces, Hannah si es niña, ¿y si es un niño...?
La puerta de la habitación se abre y entra PABLO, acalorado.
—Hombre..., llegó James Bond —me mofo.
Él me mira. La bromita no le hace gracia y, tras calibrar si
me manda a la porra o no, pregunta:
—¿Cómo estás?
—Ahora perfecta. Me han puesto la epidural, no siento dolor
y estoy la mar de bien.
PETER, más tranquilo al verme a mí serena, sonríe. No dice
nada, pero sé que ha pasado un mal rato. Mi niño, ¡cuánto lo
quiero! PABLO y él hablan durante un ratito y me tengo que reír
cuando oigo que PETER dice:
—Doce minutos, colega. Hemos tardado exactamente doce
minutos.
PETER al oírlo se asombra. Él ha tardado casi una hora. El
tráfico estaba horroroso.
—¿Habéis venido volando?
—Ni idea. Yo iba pendiente de LALI y conducía otro. Eso sí, la
ROCHI esa, ¡menudo carácter!
—Debe de ser inaguantable —murmura PABLO.
Yo me río.
Estoy hablando con ellos relajada y tranquila, cuando llega
Sonia con Flyn y Simona. Todos me besan y yo sonrío a pesar de
que no siento las piernas. Qué fuerte, me las toco y parecen de
cartón piedra. Mientras todos hablan, Flyn me agarra la mano y,
acercándose a mí, cuchichea:
—¿Hoy conoceremos a Medusa?
—Creo que sí, cariño.
—¡Guay!
La puerta se vuelve a abrir y entra Norbert. Al verme, sonríe
y yo le guiño un ojo. Diez minutos después entra una enfermera
y dice que allí hay mucha gente. PABLO, como siempre, se hace
cargo de todo sin que nadie se lo diga y se lleva a los demás a la
cafetería.
Flyn protesta. No quiere separarse de mí. Quiere ser el
primero en ver a Medusa. Al final, lo convenzo y, cuando nos
quedamos solos, PETER dice divertido:
—Flyn va a ser un estupendo hermano.
La puerta se abre de nuevo y entra la doctora. Me coge el
agobio al ver que retira las sábanas. Joder, otra vez me va a
meter mano. ¡Qué dolor! Pero esta vez con la epidural no me
duele y, mirándome, dice:
—¡Al paritorio! Vamos a conocer a tu bebé.
PETER y yo nos miramos. La mujer llama a unos enfermeros y,
cuando me sacan de la habitación, no quiero soltar a PETER pero
la doctora dice:
—Él se viene conmigo. Tiene que ponerse guapo para entrar
en el quirófano.
Asiento. Lo suelto y le tiro un beso con la mano. Por Dios,
qué momentazo. Cuando entro en el quirófano, mi corazón va a
mil por hora. Estoy aterrorizada. No me duele nada, pero el
hecho de ir a conocer a Medusa me asusta. ¿Y si no le gusto
como madre?
Me pasan a la camilla del quirófano y los enfermeros se van.
Entran dos mujeres con mascarillas, que me conectan a varios
monitores y me piden que ponga los pies en los estribos. Lo
hago y una de ellas dice:
—Vaya, «Pídeme lo que quieras». Qué tatuaje más original.
Asiento. Me río y digo:
—A mi marido le encanta.
Las tres nos reímos. En ese momento, veo que entra la doctora
con PETER a su lado, con un pijama verde y un gorrito de lo
más ridículo. Me vuelvo a reír.
Ella se pone a mi lado y me explica el sistema para empujar.
Al tener la epidural, no sentiré los dolores, por lo que tengo que
hacerlo siempre que ella me lo pida o yo vea que en el monitor
se enciende una luz roja y parar cuando ella me lo indique. Asiento.
Estoy asustada, pero asiento, dispuesta a hacerlo bien.
La doctora se pone entre mis piernas y, cuando en el monitor
que hay a mi derecha se enciende una luz roja, me pide que
empuje. Cojo aire como recuerdo que me han enseñado en las
clases y empujo... empujo... empujo... y empujo.
PETER me anima. PETER me ayuda. PETER no se separa de mí.
Vuelvo a repetir eso tantas veces, que a pesar de no sentir
dolor, el agotamiento comienza a hacer mella en mí. Entre
empujón y empujón, PETER, sorprendido, me comenta que tengo
una fuerza impresionante. Yo también flipo. Me doy cuenta de
que empujando soy una fiera.
La doctora sonríe y nos explica que Medusa es bastante
grande y está encajado de tal manera que, a pesar de mi dilatación
y mis empujones, le cuesta salir.
De nuevo la luz del monitor se pone roja. Sigo empujando. El
tiempo pasa y sólo empujo y empujo. Aguanto, aguanto y
aguanto y cuando, agotada, poso mi cabeza en la camilla, la
ginecóloga dice:
—Papá..., no te pierdas las siguientes contracciones, que tu
bebé ya está aquí.
Eso me emociona y se me llenan los ojos de lágrimas, en
especial al ver el gesto de excitación e incredulidad de PETER.
Vuelvo a empujar y a empujar y noto que algo sale de mí. PETER
abre los ojos descomunalmente y murmura:
—Ha salido la cabeza, LALI..., la cabeza.
Quiero verlo, pero claro, ¡no puedo!
Aunque, bueno, casi que es mejor así, porque ver una cabeza
asomando por mi vagina, como poco me puede ocasionar un
trauma.
La doctora sonríe y me anima:
—Vamos, LALI, un último empujón. Saldrán los hombros y
tras eso todo el cuerpecito.
Agotada, cansada y emocionada, cuando la luz se pone roja,
hago lo que me piden. Empujo... empujo... empujo y empujo
hasta notar que un peso enorme abandona mi cuerpo y la
ginecóloga dice:
—Ya lo tenemos aquí.
Yo no lo veo. Sólo veo a PETER.
Sus ojos se llenan de lágrimas y sonríe. Su mirada se dulcifica
en ese instante y pienso que es la más bonita que le he visto
nunca. Me emociono. Lloro de felicidad cuando, de pronto, el
llanto de mi Medusa inunda toda la estancia y la doctora dice:
—Es un niño. Un precioso niño.
¡Un niño!
¡Soy mamá de un niño!
PETER, con la respiración agitada, sonríe y la mujer dice:

—Vamos, papá, ven aquí y corta el cordón umbilical.
Yo lloro. Quiero ver a mi niño. ¿Cómo será?
PETER suelta mi mano, va hasta donde está la doctora y, tras
hacer lo que ella le pide, vuelve conmigo, baja su boca hasta la
mía y, besándome, dice:
—Gracias, cariño, es precioso. ¡Precioso!
 Mi bebé. Mi niño. Emocionada, lo
miro, lo toco y ambos lloramos.
—Hola, mi bebesito. Hola, preciooooooooso, soy su
mamáááááááá.
¿Ya estoy hablando balleno?
Nunca imaginé que viviría un momento así...
Nunca imaginé que sentiría lo que siento...
Nunca imaginé que me sentiría tan completa...
peter me besa emocionado y yo toco a mis bebes. Es perfecto,
maravilloso. Y a pesar de los sucio que están, es  rubito como su
papá y se parecen a él y una morenita cono su mamá.
PETER y yo nos miramos y sonreímos. Una de las enfermeras
coge a los bebés y se lo lleva, mientras la doctora termina de atenderme
a mí y saca la placenta. PETER y yo seguimos a la enfermera
con la mirada. Vemos que le hace varias pruebas a los niños, después
lo lava y mis pequeños llora. Le pone una pulserita alrededor
de la muñeca, lo viste y, cuando lo pesa, dice:
—Tres kilos seiscientos gramos.
Madre mía, ¡mi bebe ya está criado!
Con razón decía la doctora que era grande.
Cuando por fin ésta termina conmigo, llegan los enfermeros
con mi cama. Me pasan a ella y me ponen a mi bebé vestidito en
los brazos.
¡Dios mío, es el momento más bonito de mi vida!
Lo miro con un amor increíble. Lo observo, me enamoro de
él. Es guapísimo. Perfecto.
PETER no parpadea y sonrío al ver que en la pulsera pone
«LANZANI Hab.610».
¡LANZANI!
De nuevo un rubio, guapo y grandote LANZANI ha llegado al mundo para dar guerra. Y entonces, mirando a PETER que no
me quita ojo, digo:
—Se llamarán como tú, PETER LANZANI.
—¿Como yo?
Asiento y, con una sonrisa que sé que a PETER le llega al alma,
añado:
—Quiero que de aquí a unos años, otro PETER LANZANI que
enamore locamente a otra mujer y la haga tan feliz como tú me
haces a mí.
PETER sonríe sin parar.
Sin que me lo diga, sé que es el día más feliz de su vida. El de

la mía también.

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