Los
días pasan y yo engordo por segundos.
En
vez de LALI, debería llamarme LALOTA, ¡madre mía
cómo
me estoy poniendo!
¡Ya
no me veo los pies! Y ni qué decir otras cosas.
Las
bragas que llevo son como poco de la época victoriana.
Según
los dependientes, son bragas de embarazada, según yo,
son
de cuello vuelto. ¿Acaso una no puede estar sexy cuando
está
embarazada? Definitivamente, con estas bragas que me
llegan
hasta debajo de las tetas, como que no.
El
día que PETER las ve, no puede parar de reír hasta que le tiro
un
zapato a la cabeza. Pobrecito, acerté de pleno y le hice un
chichón.
Las
contracciones cada vez son más frecuentes y más intensas.
No
me duelen, pero sé que son la antesala al calvario que
voy
a pasar. Madre mía, qué dolor. ¡No lo quiero ni pensar!
El
régimen no lo hago y en la siguiente visita, la ginecóloga
me
echa la bronca.
Pero
para qué voy a negarlo, por un oído me entra y por otro
me
sale. Sólo he engordado doce kilos en siete meses y medio.
Mi
hermana engordó veinticinco.
¿De
qué se queja?
PETER
me mira mientras la ginecóloga me regaña. Yo le ordeno
que
se calle y él, prudentemente, no abre el pico. Soy consciente
de
que en esos últimos meses me estoy volviendo una tirana y el
pobre
aguanta y calla. El día que explote, ¡arderá Troya!
De
nuevo, al hacer la ecografía, Medusa no se deja ver. Nos
ha
salido tímida o tímido. Una vez acabamos, la doctora me da
fecha
para una semana después. Tengo que ir a monitorización.
Cuando
salimos de la consulta, llamo al pintor que va a
pintar
la habitación de Medusa y le digo que lo haga en
amarillo.
PETER me escucha y asiente. Según él, lo que yo decida
bien
hecho está.
Dos
días después, cuando el pintor está en casa, haciendo lo
que
le he pedido, cambio de opinión. Ahora quiero que, de las
cuatro
paredes de la habitación, dos las pinte en amarillo, una
en
rojo y otra en azul.
Cuando
PETER me pregunta que por qué he decidido eso, lo
miro
y le explico que el azul representa la frialdad de Alemania y
el
rojo la calidez de España. Sorprendido, me mira, no dice lo
que
piensa y asiente. ¡Pobre!
Una
semana después, PETER y yo vamos al hospital. Está nervioso
y
yo estoy histérica. La enfermera que nos atiende me hace
tumbar
en una camilla, me pasa un ancho cinturón por la tripa,
lo
conecta a un monitor y nos explica que eso sirve para comprobar
los
parámetros de la frecuencia cardíaca del bebé y las
contracciones
del útero, entre otras cosas.
Estoy
acojonada, pero al ver la cara de mi Iceman cuando
escucha
el corazón al galope de Medusa, se me quita todo el
miedo.
¡Me parto! La enfermera que nos atiende, tras ver los
valores,
nos dice que todo está bien y que regresemos la semana
siguiente.
Cuando
salimos del hospital, los dos estamos emocionados.
Nuestra
relación es una montaña rusa.
Se
supone que durante un embarazo las parejas se unen y se
quieren.
En nuestro caso, nos queremos y PETER me
aguanta. Soy
consciente
de que me he convertido en una víbora gorda,
llorona,
comilona y enfadica.
Simona
y Norbert no saben qué ocurre, sólo saben que nos
adoramos,
que nos queremos, pero que discutimos todos los
días.
Flyn, mi gran defensor, se pasa la mayor parte del tiempo
enfadado
con su tío y demostrándome su cariño. Y PABLO,
nuestro
gran amigo, es el encargado de poner paz entre nosotros.
Los
únicos que están ajenos a todo son Sonia, Marta y mi
familia.
Como
yo digo, ¡ojos que no ven, corazón que no siente!
Una
noche no puedo dormir. Miro el reloj. Son las 03.28 de
la
madrugada y decido levantarme. Estoy harta de dar vueltas
en
la cama y las contracciones me incomodan, no me dejan conciliar
el
sueño.
Con
sigilo, me pongo la bata y, como una ballena a punto de
explotar,
bajo la escalera.
Susto y Calamar,
al verme, acuden a saludarme. Qué
agradecidos
son los animales. Sea la hora que sea, ellos siempre
están
para regalarte un cariñito. Durante varios minutos, me
dedico
a besuquearlos y a prestarles la atención que se merecen
y,
cuando los agoto, se marchan a dormir y yo retomo mi camino
hacia
la cocina.
Una
vez allí, abro el congelador, miro los botes de helado y,
tras
decidirme por el de vainilla con nueces de Macadamia, pillo
el
bote por banda, saco una cuchara y me siento en una de las
sillas
de la cocina a saborearlo, mientras observo la oscuridad
del
exterior.
Paladeo
el helado. Está buenísimo y, de pronto, oigo:
—¿Qué
te ocurre, cariño?
La
voz me asusta y, al ver que es PETER, susurro, llevándome la
mano
al corazón:
—Joder,
qué susto me has pegado.
Él
se acerca a mí y, agachándose, insiste preocupado:
—¿Estás
bien, pequeña?
Nos
miramos y, finalmente, respondo:
—Las
puñeteras contracciones no me dejan dormir. Pero
tranquilo,
no te alarmes.
PETER
asiente y no dice nada. Es un bendito. Se sienta frente a
mí
a la mesa e intenta animarme:
—Ya
queda poco, preciosa. En tres semanas nuestro bebé
estará
con nosotros.
Asiento,
pero me acojono y no quiero pensar en ello. El parto
se
acerca y ahora es la ansiedad la que me puede.
—Te
quiero, cariño —susurra.
Yo
también le quiero y en vez de decirle nada, le ofrezco una
cucharada
de helado. La acepta y, cuando la traga, dice con
tiento:
—Escucha,
cariño, no te enfades por lo que te voy a decir,
pero
si sigues comiendo helado, cuando te pese la doctora...
—Cállate
—lo corto—. No empieces tú también.
Durante
unos segundos permanecemos callados, mientras
sigo
comiendo helado sin parar. Soy una máquina. Una vez me
acabo
el bote, me levanto, lo tiro a la basura y PETER, con semblante
sombrío
y mordiéndose la lengua para no decir lo que
piensa,
pregunta:
—¿Contenta?
Asiento.
Lo reto con la mirada y respondo:
—Contentísima.
Dicho
esto, salimos de la habitación y nos metemos en la
cama.
Ofuscados, cada uno mira para un lado, hasta que me
quedo
dormida.
Al
día siguiente, cuando me despierto es tardísimo. Las once
de
la mañana.
Cuando
me levanto, tengo una acidez que me muero y me
acuerdo
de todos los familiares de los que inventaron el helado
de
vainilla con nueces de Macadamia. Estoy pesada y me siento
como
al ralentí.
Estoy
lavándome los dientes cuando veo aparecer a PETER
vestido
con su traje oscuro. ¡Qué guapo está! Entra, me da un
beso
en la cabeza y dice:
—Vístete,
vamos a salir.
—¿No
vas hoy a la oficina?
—No.
Hoy tengo otros planes —responde.
Cuando
me visto, bajo a la cocina y sólo tomo un vaso de
leche.
La acidez y la pesadez me matan. Estamos solos. Flyn está
en
el colegio y Simona y Norbert no sé dónde están. No pregunto.
Sigo
ofuscada por la conversación de la noche anterior.
Cuando
me subo al coche ninguno habla. Tampoco ponemos
música.
PETER conduce por las calles de Múnich y se mete en un
parking.
Cuando
salimos, caminamos de la mano. El aire me despeja
y
poco a poco sonrío. Él no habla. Está imponente con su traje
oscuro
y yo orgullosa de ir de su mano. De pronto, al llegar a
una
esquina, miro sorprendida lo que hay frente a mí y digo:
—No
me digas que vamos a ir ahí.
PETER
asiente y pregunta:
—Ése
es el puente que visitaste hace meses, ¿verdad?
Ojiplática,
asiento.
Ante
mí está el puente Kabelsteg, lleno de cientos de candados
de
enamorados, y no puedo creer lo que estoy pensando.
Cruzamos
la calle y, cuando comenzamos a caminar por las
tablas
de madera del puente, PETER me abraza y murmura:
—Recuerdo
que me dijiste que te gustó pasear por aquí y que
viste
muchos candados de enamorados, ¿verdad?
Asiento...
Como hayamos ido a poner lo que creo, ¡me lo
como
a besos ahí mismo!
Él
sigue serio, pero no me engaña, tiene la comisura de los
labios
ladeada y digo:
—¿De
verdad vamos a poner un candado?
Sorprendiéndome
de nuevo, PETER saca uno rojo y azul en el
que
están grabados nuestros nombres y, enseñándomelo,
pregunta:
—¿Dónde
quieres que lo pongamos?
Me
llevo la mano a los labios. Me emociono. Me da una de
mis
contracciones. Me siento fatal. Él cambia su expresión y me
ruega:
—No...,
no..., no..., ahora no llores, cariño.
Pero
las compuertas de mis ojos se abren y comienzo a
hacerlo
desconsoladamente. La gente que pasa por nuestro lado
nos
mira y PETER me lleva hasta un banquito, donde me sienta. Se
saca
rápidamente un pañuelo del bolsillo y, secándome las lágrimas,
murmura
con cariño:
—Eh...,
pequeña, ¿por qué lloras ahora? ¿No te gusta la idea
de
poner nuestro candado?
Intento
hablar, pero sólo salen de mí balbuceos.
PETER
me abraza. Yo me aprieto a él y, cuando me tranquilizo,
susurro:
—Perdona,
PETER..., perdona.
—¿Por
qué, cariño?
—Por
lo mal que me estoy portando contigo últimamente.
Él
sonríe. Es un amor. Y, con cariño, cuchichea:
—No
es tu culpa cariño. Son las hormonas.
Eso
me vuelve a hacer llorar y, entre hipos, como una imbécil,
respondo:
—Las
hormonas y yo... yo tengo mucha culpa. Estoy tan
enfadada
últimamente por todo que...
—No
pasa nada, cielo. Estás asustada. Yo lo entiendo. He
hablado
con tu doctora y...
—¿Has
hablado con mi doctora?
PETER
asiente y responde con cautela:
—Necesitaba
hablar con alguien o me volvía loco yo también,
pequeña.
Lo hice con NICO y me dijo que a EUGE le pasó lo
mismo
estando embarazada de Glen. Pero aun así, pedí cita con
tu
ginecóloga. Me ha atendido esta mañana y me ha comentado
que,
en algunas mujeres, durante el embarazo, el deseo sexual
se
eleva más de lo normal. Me ha explicado que, para soportar la
gestación,
tu organismo vierte una gran cantidad de progesterona
y
estrógeno en tu torrente sanguíneo y la consecuencia de
ello
es la enorme necesidad que tienes de sexo.
—¿Y
tú solito has ido a preguntar eso?
PETER
sonríe y contesta:
—Sí,
yo solito.
Asiento,
asiento y asiento.
PETER
me besa. Yo lo beso.
PETER
me abraza. Yo lo abrazo.
Y
enamorada y loca por mi alemán, señalo un lado del
puente
y digo:
—Ahí
es donde quiero poner nuestro candado.
Nos
levantamos y, cogidos de la mano, caminamos hasta
donde
yo digo. Abro el candado, le doy un beso, PETER le da otro y
lo
anclamos al puente. Después, él coge mi mano y, divertidos,
tiramos
la llave al río y nos besamos.
Cuando
nos vamos del puente, pregunta:
—¿Dónde
quieres que te invite a comer?
No
tengo mucha hambre. Me noto el cuerpo algo revuelto,
pero
por no hacerle un feo, digo con una gran sonrisa:
—Me
muero por un brezn de los que hace el padre de PABLO,
mojado
en salsita.
PETER
asiente, sonríe y juntos caminamos hacia el parking.
Cuando
llegamos al restaurante, al entrar vemos a PABLO
todo
trajeado, como PETER, hablando con su padre. Al vernos,
nuestro
amigo sonríe y pregunta:
—Pero
¿qué hacéis aquí?
—Queremos
comer —respondo.
—Se
muere por comer un brezn de tu padre con salsita
—explica
PETER.
Los
tres hombres me miran y, finalmente, el padre de PABLO
dice:
—Ahora
mismo los hago para ti, preciosa. Id al salón dos.
Allí
estaréis más tranquilos.
—¿Comes
con nosotros? —le pregunta PETER a su amigo.
PABLO
asiente y, minutos más tarde, disfruto de los ricos
brezn,
mientras charlamos divertidos. Cuando terminamos de
comer,
animamos a PABLO a que se venga con nosotros de compras
a
un centro comercial. Tenemos que comprar la cuna para
Medusa.
Lo había dejado hasta el último momento hasta saber
su
sexo, pero visto lo visto ha llegado el momento de hacerlo.
Cuando
llegamos, nos metemos en una tienda enorme de
cosas
para bebés. En todo este tiempo, PETER y yo no hemos ido
de
compras ni un solo día y ahora estamos dispuestos a disfrutarlo:
nos
volvemos locos. Compramos la cuna, PABLO nos
regala
un cochecito rojo monísimo y nos quedamos todo lo
habido
y por haber. Damos nuestra dirección para que nos lo
envíen
todo a casa.
Tres
horas después, PABLO y PETER no pueden más, pero yo
deseo
seguir comprando y, al ver las pocas ganitas de ellos, les
propongo
que se vayan a tomar un café o un whisky a un bar del
centro
comercial, mientras yo voy a unas tiendas que quiero
visitar.
Encantados,
aceptan mi oferta y yo me marcho tras asegurarle
a
PETER mil veces que llevo el móvil encima.
Cuando
salgo de una tienda donde he comprado un calientabiberones
estoy
cansada y me da una nueva contracción. Ésta ha
sido
más fuerte que otras veces. Me paro, respiro y, cuando se
me
pasa, continúo mi camino.
Entro
en varias tiendas más y las contracciones se repiten.
Me
cogen los siete males, pero me vuelvo a tranquilizar cuando
se
me pasan. Saco el móvil para llamar a PETER, pero al final me lo
vuelvo
a guardar en la chaqueta.
Estamos
a 11 de junio y el parto es para el 29. Debo tranquilizarme.
Todo
está bien. No voy a alarmarlo.
Veo
que en el piso de arriba está la tienda Disney. Sin
pensarlo,
corro hacia el ascensor. No me apetece subir escaleras.
Una
chica sube conmigo. Miro sus pantalones de camuflaje. ¡Me
gustan!
Le doy al piso tres y ella al cuatro. Las puertas del
ascensor
se cierran y, de pronto, cuando está subiendo, se va la
luz
y el ascensor se para.
La
chica y yo nos miramos y fruncimos el cejo. De nuevo me
vuelve
a dar una contracción. Ésta ha sido más fuerte que las
otras
dos y tan dolorosa que suelto las bolsas que llevo en la
mano
y me agarro al pasamanos del ascensor.
La
joven, al verme, me mira y pregunta:
—¿Estás
bien?
No
puedo responder. Respiro... respiro... como me han
enseñado
en las clases preparto. Cuando el dolor cede, miro a la
joven
de pelo oscuro y corto, que me mira tras unas gafas de aviador,
y
respondo:
—Sí,
tranquila. Estoy bien.
Pero
según digo eso, noto que por mis piernas corre un
líquido.
Dios,
¡¿me estoy meando?!
Intento
contenerlo, pero esto es incontrolable. Las cataratas
del
Iguazú salen de mi cuerpo. Mis pies pronto están rodeados
de
agua, yo empapada y murmuro en español:
—Joder...,
joder... Me cago en la mar. ¡No me lo puedo creer!
—¿Eres
española? —pregunta la chica.
Yo
asiento, pero no puedo hablar.
¡Acabo
de romper aguas!
Comienzo
a tocar todos los botones. El ascensor no se mueve
y
me pongo histérica. La joven me coge de las manos tira de mí
y
dice:
—Tranquila,
no te preocupes por nada. Rápidamente te saco
de
aquí.
Aprieta
el botón de la alarma del ascensor.
Yo
comienzo a temblar y ella, agarrándome por los hombros,
dice
para distraerme:
—Me
llamo ROCIO IGARZABAL, pero puedes llamarme ROCHI.
—¿Por
qué hablas español?
—Nací
en Asturias.
—¿Asturiana
con ese nombre?
La
joven sonríe, se quita las gafas de aviador que lleva y,
mirándome
con sus ojos azuletes, aclara:
—Mi
padre es americano y mi madre de Asturias. Con eso te
lo
digo todo.
Asiento.
Pero no estoy yo para charlas y, mirándola, digo,
sacando
mi móvil de la chaqueta:
—Tengo
que llamar a mi marido. Está en el centro comercial.
Seguro
que él nos saca de aquí en seguida.
Mientras
marco el teléfono de PETER, veo que la joven sigue
apretando
el botón de auxilio y mis pies están cada vez mas
encharcados.
Un timbrazo y PETER me saluda.
—Hola,
cariño.
Controlando
las ganas de chillar por el susto que tengo, digo
mientras
me rasco el cuello:
—PETER,
no te asustes, pero...
—¿Que
no me asuste? —grita—. ¿Dónde estás? ¿Qué ocurre?
Cierro
los ojos. Me lo imagino descompuesto en ese instante.
Pobre...
pobre...
Me
viene una contracción y, apoyada como estoy en la pared
del
ascensor, me escurro hasta caer al suelo. La joven que está
conmigo,
al verme, me quita el teléfono y dice:
—Soy
ROCHI. Estoy con tu mujer en el ascensor del fondo del
centro
comercial. Se ha ido la luz y ha roto aguas. Llama a una
ambulancia
a la de ¡ya! —PETER debe de decirle algo, porque ella
contesta—:
Tranquilo... He dicho tranquilo. Estoy con ella y
todo
irá bien.
Cuando
cuelga y me devuelve el teléfono, sonríe y afirma:
—Por
la voz de tu marido, no creo que tarde en llegar.
No
lo dudo. Me lo imagino corriendo por el centro comercial
como
un loco. Menos mal que está con PABLO y no solo, aunque
compadezco
al que se atreva a llevarle la contraria en un
momento
así.
Una
nueva contracción me vuelve a encoger de dolor. Pero
¿por
qué tiene que ocurrirme esto en este momento? Me entran
las
cagalandras de la muerte y soy incapaz de respirar. ¡Me
ahogo!
Mel
me observa sin perder la calma.
Me
sorprende su aplomo cuando yo estoy que me subo por
las
paredes. Pero claro, el dolorcito puñetero lo tengo yo, no
ella.
Con
voz controlada, me obliga a mirarla y a respirar. Cuando
lo
consigue y el dolor cede, abre su móvil y, tras hablar con
alguien,
dice:
—He
pedido refuerzos. Si no nos saca tu marido, nos sacarán
mis
compañeros.
¿Comienza
a hacer calor o soy yo la que está sudando?
Me
pica el cuello. ¡Me rasco los ronchones!
—¿Cómo
te llamas?
—LALI...
LALI ESPOSITO.
La
joven, dispuesta a distraerme, pregunta:
—¿Y
de qué parte de España eres?
—Nací
en Jerez, pero mi madre era catalana, mi padre de
Jerez
y yo vivía en Madrid.
No
puedo decir más. El dolor vuelve. Me agobio. La joven
me
coge las manos y dice:
—Muy
bien, LALI..., mírame de nuevo. Vamos a respirar.
Vamos,
hazlo.
Acompañada
por esa desconocida de nombre ROCHI, comienzo
a
respirar y, cuando el dolor pasa, la miro.
—Gracias...
Sonríe.
Pasan los minutos y el ascensor no se mueve. Me
rasco.
Mi móvil suena. Supongo que es PETER, preocupado. ROCHI
contesta.
Lo tranquiliza y, cuando cuelga, dice, agarrándome
una
mano:
—Te
estás destrozando el cuello.
Oímos
golpes, pero el ascensor no va para arriba ni para
abajo.
ROCHI, al ver que contraigo la cara, me da aire con un papel
que
saca de su mochila y pregunta:
—¿Y
qué es lo que vas a tener, un niño o una niña?
—No
lo sé. Medusa no se dejaba ver.
Sonríe
y, al entender el nombre, explica:
—Yo
a mi hija, mientras estaba embarazada, la llamé Cookie.
—Ambas
sonreímos y añade—: Sea lo que sea, será precioso.
—Eso
espero.
Me
acaloro. El agobio me sofoca aún más y ella continúa
hablando:
—Yo
tengo una niña y sé lo que estás sufriendo. Sólo te
puedo
decir que todo pasa y lo olvidarás. Cuando tienes a tu
bebé
en los brazos, todo se olvida.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
—Sonríe.
—¿Cuánto
tiempo tiene tu hija?
—Quince
meses y se llama Samantha.
Se
vuelven a oír los golpes. El teléfono de ROCHI suena. Ella
habla
y, cuando cuelga, me dice:
—En
dos minutos te saco de aquí.
Y
tiene razón. Instantes después, las luces del ascensor se
encienden
y retomamos el ascenso. ROCHI le da rápidamente al
Stop,
nos volvemos a parar y aprieta el botón de la planta baja.
El
ascensor comienza a bajar y, cuando las puertas se abren, veo
cuatro
tipos como cuatro armarios, vestidos con pantalones de
camuflaje
como los de ROCHI. Ella los pregunta:
—¿Dónde
está la ambulancia?
Uno
de ellos va a responder, cuando, empujándolo, PETER se
acerca
a mí y, pálido, pregunta:
—Cariño,
¿estás bien?
Asiento,
pero es mentira, ¡estoy fatal! Mira mi cuello y, al
verlo
enrojecido, murmura:
—Tranquila...
tranquila.
PABLO,
con gesto preocupado en medio de todo ese caos, va a
acercarse,
cuando veo que ROCHI lo para y dice:
—No
la agobies ahora.
—¿Cómo
dices? —veo que pregunta él, boquiabierto.
—Necesita
aire... nene.
—Quítate
de en medio... nena —replica PABLO con voz profunda
y
las llaves de su coche en la mano.
—He
dicho que necesita aire... James Bond.
—Y
yo he dicho que te quites de en medio —sisea él,
apartándola.
La
gente se arremolina a nuestro alrededor y en ese
momento
me viene una nueva contracción. Aprieto la mano de
mi
amor y susurro:
—Ostras,
PETER...
La
joven que me ha acompañado durante aquel último rato
los
empuja a él y a PABLO y, cogiéndome la mano, dice con voz de
mando:
—Mírame,
LALI. Vamos a respirar.
Lo
hago y el dolor se pasa. Sin soltarme, les dice a los que
van
vestidos como ella:
—Hernández,
Fraser, despejadme esto.
Sin
dudarlo, ellos hacen lo que ROCHI les ha dicho. Mientras yo
observo
las dotes de mando de la chica, PETER dice, retirándome
el
flequillo de la cara:
—Dime
que estás bien, cariño.
—Estoy
fatal, PETER..., creo que Medusa quiere salir.
PABLO
se acerca a nosotros con gesto preocupado.
—Acabo
de hablar con Marta. Ya nos esperan en el hospital.
—Ay,
Dios mío... Ay, Dios mío —susurro horrorizada.
Ya
no hay marcha atrás, ¡estoy de parto!
¡Qué
dolor... qué dolorrrrrrrrrrr!
PETER
me da un beso y dice:
—Tranquila,
cariño. Tranquila. Todo va a ir bien.
El
caos se hace tangible. Todos nos observan y ROCHI pregunta:
—Pero
¿dónde está la puñetera ambulancia? —Nadie lo sabe
y
entonces ordena—: Fraser, ve a por el coche. Lo quiero en la
puerta
norte en dos minutos. —Luego mira a PETER y pregunta—:
¿A
qué hospital hay que llevarla?
—Al Frauenklinik Munchen West —responde.
La
joven se da la vuelta, mira a otro de sus compañeros y
grita:
—Hernández,
dame ruta y tiempo. Thomson, llama a Bryan
infórmale
de la situación. Dile que nos espere en una hora
donde
habíamos quedado. Yo llamaré a Neill.
PABLO,
al ver que estoy algo mejor, se agacha y pregunta con
gesto
serio:
—¿De
dónde ha salido súper woman?
Me
entra la risa. No conozco a ROCHI, pero me encanta su
poderío.
Tan pronto habla inglés, como español, como alemán.
Una
vez cierra su móvil, le dice algo a uno de sus compañeros,
luego
mira a PETER y ordena:
—Seguidme.
En doce minutos os dejo en el hospital.
—No
hace falta —responde PABLO, mirándola—. Yo los
llevaré.
—¿En
doce minutos? —pregunta ella.
Levantándose
con chulería, nuestro amigo la mira, se estira
el
traje oscuro que lleva y, tocándose el nudo de la corbata,
sisea:
—En
ocho, Cat Woman...
PETER
y yo nos miramos. Me entra la risa. Esto es un duelo de
titanes.
Entonces, la joven sonríe y sin amilanarse por la presencia
de
un tipazo como es PABLO pasea su azulada mirada por el
cuerpo
de éste con chulería y dice, mientras se pone sus gafas de
aviador:
—No
me hagas reír, James Bond. —Después nos mira a PETER
y
a mí y explica—: Tenéis tres opciones. La primera soy yo. La
segunda
es James Bond y la tercera esperar a que llegue la
ambulancia.
Vosotros decidís.
—Escojo
la primera —digo con decisión.
PABLO,
sorprendido, protesta y ella, sonriendo, dice mirando
a
PETER:
—Sígueme.
PETER
me mira y yo asiento. Sé que hay más de cuarenta
minutos
hasta el hospital, pero extrañamente creo que si ROCHI ha
dicho
que en doce llegamos, es que así será. PETER me coge en
brazos
y corre por el centro comercial. Cuando salimos, un
impresionante
Hummer negro nos espera. Nos metemos en él y,
cuando
PABLO lo va a hacer también, la joven lo para y dice:
—Tú
mejor ve en tu Aston Martin.
Sin
más, cierra la puerta y el Hummer sale a toda leche. ROCHI
nos
mira.
—Son
las 16.15, a las 16.27 estaremos allí.
El
dolor vuelve. Es intenso, pero lo puedo aguantar. PETER y
ROCHI
me hacen respirar y yo agradezco sus atenciones, mientras
noto
cómo el coche va a toda pastilla y no reduce ni una sola vez
la
velocidad.
Cuando
para, oigo al conductor que dice:
—Hemos
llegado.
PETER
choca la mano con él y con una enorme sonrisa,
murmura:
—Gracias,
amigo.
Cuando
salgo del coche, Marta nos espera en la puerta del
hospital
y, al sentarme en la silla de ruedas, le dice a una
enfermera:
—Avisa
a maternidad de que ha llegado la señora LANZANI.
—Luego
me mira—. Vamos, campeona, que cuando estés
repuesta
nos vamos a ir a celebrarlo al Guantanamera.
—Marta,
no jorobes —protesta PETER y a mí me entra la risa.
ROCHI
se acerca a mí.
—Son
las 16.27. Te he prometido que te traía en doce
minutos
y lo he cumplido. —Yo sonrío y ella añade—: Encantada
de
haberte conocido, LALI. Espero que todo salga bien.
La
agarro de la mano y, sin soltarla, digo:
—Gracias
por todo, ROCHI.
Con
una candorosa sonrisa, contesta:
—Si
mañana tengo tiempo, pasaré a conocer a Medusa,
¿vale?
—Estaremos
encantados —responde PETER, muy agradecido.
—¿Traerás
a Samantha? —pregunto.
ROCHI
sonríe y asiente. Instantes después, la joven se sube al
Hummer
y desaparece. Entramos en el hospital y me llevan directamente
al
ala de maternidad, a una bonita habitación.
Llega
mi ginecóloga y me dice que no me preocupe por el
adelanto
de Medusa. Todo va bien. Después, me mete la mano y
me
hace un daño que veo las estrellas. Me acuerdo de toda su
familia.
PETER me agarra y sufre. Cuando la mujer saca la mano de
entre
mis piernas, comenta, quitándose un guante de látex:
—Estás
de cuatro centímetros. —Y al ver mi tatuaje, dice—:
Vaya
tatuaje más sexy que llevas, LALI.
Asiento.
Me duele todo y no tengo ganas de sonreír. PETER,
preoupado,
pregunta:
—¿Todo
va bien, doctora?
Ella
lo mira y dice que sí.
—Todo
va como tiene que ir. —Luego me toca la pierna y,
dándome
una palmadita tranquilizadora, añade—: Ahora relájate
e
intenta descansar. Pasaré a verte dentro de un ratito.
Cuando
se va, miro a PETER y me tiembla la barbilla. Él, al
verlo,
rápidamente dice:
—No,
no, no, no llores, campeona.
Me
abraza y, al sentir que el dolor vuelve, protesto:
—Esto
duele una barbaridad.
Cojo
la mano de PETER y se la retuerzo con la misma intensidad
con
que siento yo que la tripa se me retuerce por dentro y,
a
pesar de que sé que le hago daño, no protesta. Aguanta más
que
yo. Cuando pasa el dolor, lo miro y murmuro:
—No
puedo, PETER... Yo no aguanto el dolor.
—Tienes
que hacerlo, cariño.
—Y
una chorra. Diles que me pongan la epidural ya. Que me
saquen
a Medusa, ¡que hagan algo!
—Tranquilízate,
LALI.
—¡No
me da la gana! —grito fuera de mí—. Si tú tuvieras
estos
dolores, yo removería cielo y tierra para que te los
quitaran.
Según
digo eso, me doy cuenta de que estoy siendo cruel.
PETER
no se lo merece. Y, agarrándolo de la mano, hago que se
acerque
y murmuro llorosa:
—Perdón...,
perdón, cariño. Nadie mejor que tú me cuida en
este
mundo.
Él
no me toma nada en cuenta y dice:
—Tranquila,
pequeña...
Pero
mi momento angelical y tranquilo dura poco. El dolor
comienza
y, retorciéndole el brazo, siseo:
—Dios...
Dios... ¡Que esto me empieza a doler otra vez!
PETER
llama a la enfermera y le pide la epidural. La mujer me
ve
histérica, pero dice que no puede ponérmela hasta que la
doctora
se lo indique. Yo me cago en todo. Absolutamente en
todo.
Eso sí, en español para que no me entiendan. El dolor
cada
vez es más intenso y no lo puedo soportar.
Soy
una mala enferma...
Soy
una mal hablada...
Soy
lo peor...
PETER
intenta distraerme con mil palabras cariñosas. Me hace
respirar
como nos han enseñado en las clases preparto, pero yo
no
puedo. El dolor me hace contraerme y ya no sé si respiro, si
chillo
o si me cago en los parientes de todos los del hospital.
Sudo...
Tiemblo...
Siento
que me viene una nueva contracción...
Agarro
la mano de PETER, que me anima de nuevo a respirar.
Respiro...,
respiro..., respiro.
De
nuevo el dolor cesa. Pero cada vez es más seguido, más
intenso
y más devastador.
—Me
cago en la marrrrrrrrrrrrrr —jadeo.
PETER
me pasa una toallita con agua fresca por la cara y dice:
—Fija
la mirada en un punto y respira, cariño.
Lo
hago y el dolor cesa.
Pero
cuando va a comenzar de nuevo y preveo que me va a
decir
por enésima vez lo de fija la mirada... lo agarro con fuerza
por
la corbata, tiro de él y, acercando su cara a la mía, siseo
fuera
de mí:
—Si
me vuelves a decir que fije la mirada en un punto, te
juro
por mi padre que te saco los ojos y los clavo en ese jodido
punto.
Él
no dice nada. Se limita a darme la mano mientras yo me
encojo
en la cama, muerta de dolor.
Dios...
Dios... ¡Cómo duele!
Seguro
que si los hombres pariesen, ya habrían inventado
tener
bebés en una probeta.
La
puerta se abre y yo miro a la doctora como la niña del
exorcista.
La mato... juro que la mato. Ella, sin inmutarse, retira
la
sábana, me mete mano de nuevo y dice, sin importarle mi
mirada
de asesina:
—Para
ser primeriza, dilatas muy rápido, LALI. —Después
mira
a la enfermera—. Está de casi seis centímetro. Que venga
Ralf
y le ponga la epidural. ¡Ya! Creo que este bebé tiene prisa
por
salir.
¡Oh,
sí..., la epidural!
Escuchar
eso es mejor que un orgasmo. Que dos... que
veinte.
Quiero
kilos y kilos de epidural. ¡Viva la epidural!
PETR
me mira y, secándome el sudor, susurra:
—Ya
está, cariño. Ya te la van a poner.
Me
retuerzo con una nueva contracción y, cuando se pasa,
murmuro:
—PETER...
—¿Qué,
pequeña?
—No
quiero volver a quedarme embarazada. ¿Me lo
prometes?
El
pobre asiente. Cualquiera me lleva la contraria en un
momento
así.
Me
seca el sudor y va a decir algo cuando la puerta se abre y
entra
un hombre que se presenta como Ralf el anestesista.
Cuando
veo la aguja que lleva, me mareo.
¿Dónde
va a meter eso?
Ralf
me pide que me siente y me eche hacia delante. Me
explica
que necesita que me esté totalmente quieta para no
dañar
la columna vertebral. Me entra el agobio, pero dispuesta a
colaborar
al cien por cien, casi ni respiro.
PETER
me ayuda. No se separa de mí y, tras notar un pequeño
pinchazo
cuando menos me lo espero, el anestesista dice:
—Ya
está. Ya tienes puesta la epidural.
Sorprendida,
lo miro. ¡Qué fuerte!
Yo
que pensaba marearme por el dolor del pinchazo, no me
he
enterado de nada. Me explica que me deja un catéter puesto
por
si la doctora necesita administrar más anestesia. Luego
recoge
sus bártulos y se va. Cuando sale por la puerta y nos
quedamos
PETER y yo en la habitación, solos, me besa y susurra:
—Eres
una campeona.
Pero
qué rico es. Qué aguante tiene conmigo y cuánto amor
me
demuestra con sus actos y sus palabras.
Diez
minutos más tarde, noto cómo los horrorosos dolores
comienzan
a bajar de intensidad hasta que desaparecen. Me
siento
la reina de Saba. Vuelvo a ser yo. Puedo hablar, sonreír y
comunicarme
con PETER sin parecer una hidra de siete cabezas.
Llamamos
a Sonia y le pedimos que pase por nuestra casa a
recoger
la bolsa con las cosas de Medusa. La mujer se ataca al
saber
que estamos en el hospital. No quiero ni imaginar cómo se
van
a poner mi padre y mi hermana.
Luego
llamo a Simona. Sé lo importante que es para ella que
yo
misma la llame y le hago prometer que se vendrá con Sonia
para
el hospital cuando ésta pase por casa para recoger la bolsa.
La
mujer no lo duda.
Después,
tras mucho meditar, llamo a mi padre. PETER cree
que
es lo más justo. Pero como ya presuponía yo, el pobre, al
enterarse
que estoy en el hospital ingresada para dar a luz, le
entran
los siete males. Se lo noto en el habla. Cuando papá se
pone
nervioso no se le entiende. No da pie con bola.
Le
pasa el teléfono a mi hermana. Otra que tal baila. Entre
chillar
y aplaudir emocionada, la loca de CANDE tiene bastante.
Al
final, le doy el teléfono a PETER, que les dice que mandará su
avión
a recogerlos a Jerez.
Cuando
colgamos, nos miramos y, con mimo, me besa en los
labios.
—El
día ha llegado, pequeña. Hoy vamos a ser papás.
Sonrío.
Estoy acojonada, pero feliz.
—Vas
a ser un padre excelente, señor LANZANI.
PETER
me vuelve a besar y pregunta:
—Entonces,
Hannah si es niña, ¿y si es un niño...?
La
puerta de la habitación se abre y entra PABLO, acalorado.
—Hombre...,
llegó James Bond —me mofo.
Él
me mira. La bromita no le hace gracia y, tras calibrar si
me
manda a la porra o no, pregunta:
—¿Cómo
estás?
—Ahora
perfecta. Me han puesto la epidural, no siento dolor
y
estoy la mar de bien.
PETER,
más tranquilo al verme a mí serena, sonríe. No dice
nada,
pero sé que ha pasado un mal rato. Mi niño, ¡cuánto lo
quiero!
PABLO y él hablan durante un ratito y me tengo que reír
cuando
oigo que PETER dice:
—Doce
minutos, colega. Hemos tardado exactamente doce
minutos.
PETER
al oírlo se asombra. Él ha tardado casi una hora. El
tráfico
estaba horroroso.
—¿Habéis
venido volando?
—Ni
idea. Yo iba pendiente de LALI y conducía otro. Eso sí, la
ROCHI
esa, ¡menudo carácter!
—Debe
de ser inaguantable —murmura PABLO.
Yo
me río.
Estoy
hablando con ellos relajada y tranquila, cuando llega
Sonia
con Flyn y Simona. Todos me besan y yo sonrío a pesar de
que
no siento las piernas. Qué fuerte, me las toco y parecen de
cartón
piedra. Mientras todos hablan, Flyn me agarra la mano y,
acercándose
a mí, cuchichea:
—¿Hoy
conoceremos a Medusa?
—Creo
que sí, cariño.
—¡Guay!
La
puerta se vuelve a abrir y entra Norbert. Al verme, sonríe
y
yo le guiño un ojo. Diez minutos después entra una enfermera
y
dice que allí hay mucha gente. PABLO, como siempre, se hace
cargo
de todo sin que nadie se lo diga y se lleva a los demás a la
cafetería.
Flyn
protesta. No quiere separarse de mí. Quiere ser el
primero
en ver a Medusa. Al final, lo convenzo y, cuando nos
quedamos
solos, PETER dice divertido:
—Flyn
va a ser un estupendo hermano.
La
puerta se abre de nuevo y entra la doctora. Me coge el
agobio
al ver que retira las sábanas. Joder, otra vez me va a
meter
mano. ¡Qué dolor! Pero esta vez con la epidural no me
duele
y, mirándome, dice:
—¡Al
paritorio! Vamos a conocer a tu bebé.
PETER
y yo nos miramos. La mujer llama a unos enfermeros y,
cuando
me sacan de la habitación, no quiero soltar a PETER pero
la
doctora dice:
—Él
se viene conmigo. Tiene que ponerse guapo para entrar
en
el quirófano.
Asiento.
Lo suelto y le tiro un beso con la mano. Por Dios,
qué
momentazo. Cuando entro en el quirófano, mi corazón va a
mil
por hora. Estoy aterrorizada. No me duele nada, pero el
hecho
de ir a conocer a Medusa me asusta. ¿Y si no le gusto
como
madre?
Me
pasan a la camilla del quirófano y los enfermeros se van.
Entran
dos mujeres con mascarillas, que me conectan a varios
monitores
y me piden que ponga los pies en los estribos. Lo
hago
y una de ellas dice:
—Vaya,
«Pídeme lo que quieras». Qué tatuaje más original.
Asiento.
Me río y digo:
—A
mi marido le encanta.
Las
tres nos reímos. En ese momento, veo que entra la doctora
con
PETER a su lado, con un pijama verde y un gorrito de lo
más
ridículo. Me vuelvo a reír.
Ella
se pone a mi lado y me explica el sistema para empujar.
Al
tener la epidural, no sentiré los dolores, por lo que tengo que
hacerlo
siempre que ella me lo pida o yo vea que en el monitor
se
enciende una luz roja y parar cuando ella me lo indique. Asiento.
Estoy
asustada, pero asiento, dispuesta a hacerlo bien.
La
doctora se pone entre mis piernas y, cuando en el monitor
que
hay a mi derecha se enciende una luz roja, me pide que
empuje.
Cojo aire como recuerdo que me han enseñado en las
clases
y empujo... empujo... empujo... y empujo.
PETER
me anima. PETER me ayuda. PETER no se separa de mí.
Vuelvo
a repetir eso tantas veces, que a pesar de no sentir
dolor,
el agotamiento comienza a hacer mella en mí. Entre
empujón
y empujón, PETER, sorprendido, me comenta que tengo
una
fuerza impresionante. Yo también flipo. Me doy cuenta de
que
empujando soy una fiera.
La
doctora sonríe y nos explica que Medusa es bastante
grande
y está encajado de tal manera que, a pesar de mi dilatación
y
mis empujones, le cuesta salir.
De
nuevo la luz del monitor se pone roja. Sigo empujando. El
tiempo
pasa y sólo empujo y empujo. Aguanto, aguanto y
aguanto
y cuando, agotada, poso mi cabeza en la camilla, la
ginecóloga
dice:
—Papá...,
no te pierdas las siguientes contracciones, que tu
bebé
ya está aquí.
Eso
me emociona y se me llenan los ojos de lágrimas, en
especial
al ver el gesto de excitación e incredulidad de PETER.
Vuelvo
a empujar y a empujar y noto que algo sale de mí. PETER
abre
los ojos descomunalmente y murmura:
—Ha
salido la cabeza, LALI..., la cabeza.
Quiero
verlo, pero claro, ¡no puedo!
Aunque,
bueno, casi que es mejor así, porque ver una cabeza
asomando
por mi vagina, como poco me puede ocasionar un
trauma.
La
doctora sonríe y me anima:
—Vamos,
LALI, un último empujón. Saldrán los hombros y
tras
eso todo el cuerpecito.
Agotada,
cansada y emocionada, cuando la luz se pone roja,
hago
lo que me piden. Empujo... empujo... empujo y empujo
hasta
notar que un peso enorme abandona mi cuerpo y la
ginecóloga
dice:
—Ya
lo tenemos aquí.
Yo
no lo veo. Sólo veo a PETER.
Sus
ojos se llenan de lágrimas y sonríe. Su mirada se dulcifica
en
ese instante y pienso que es la más bonita que le he visto
nunca.
Me emociono. Lloro de felicidad cuando, de pronto, el
llanto
de mi Medusa inunda toda la estancia y la doctora dice:
—Es
un niño. Un precioso niño.
¡Un
niño!
¡Soy
mamá de un niño!
PETER,
con la respiración agitada, sonríe y la mujer dice:
—Vamos,
papá, ven aquí y corta el cordón umbilical.
Yo
lloro. Quiero ver a mi niño. ¿Cómo será?
PETER suelta mi mano, va hasta donde está la doctora y, tras
hacer
lo que ella le pide, vuelve conmigo, baja su boca hasta la
mía
y, besándome, dice:
—Gracias,
cariño, es precioso. ¡Precioso!
Mi bebé. Mi niño. Emocionada, lo
miro,
lo toco y ambos lloramos.
—Hola,
mi bebesito. Hola, preciooooooooso, soy su
mamáááááááá.
¿Ya
estoy hablando balleno?
Nunca
imaginé que viviría un momento así...
Nunca
imaginé que sentiría lo que siento...
Nunca
imaginé que me sentiría tan completa...
peter
me besa emocionado y yo toco a mis bebes. Es perfecto,
maravilloso.
Y a pesar de los sucio que están, es
rubito como su
papá
y se parecen a él y una morenita cono su mamá.
PETER
y yo nos miramos y sonreímos. Una de las enfermeras
coge
a los bebés y se lo lleva, mientras la doctora termina de atenderme
a
mí y saca la placenta. PETER y yo seguimos a la enfermera
con
la mirada. Vemos que le hace varias pruebas a los niños, después
lo
lava y mis pequeños llora. Le pone una pulserita alrededor
de
la muñeca, lo viste y, cuando lo pesa, dice:
—Tres
kilos seiscientos gramos.
Madre
mía, ¡mi bebe ya está criado!
Con
razón decía la doctora que era grande.
Cuando
por fin ésta termina conmigo, llegan los enfermeros
con
mi cama. Me pasan a ella y me ponen a mi bebé vestidito en
los
brazos.
¡Dios
mío, es el momento más bonito de mi vida!
Lo
miro con un amor increíble. Lo observo, me enamoro de
él. Es guapísimo. Perfecto.
PETER
no parpadea y sonrío al ver que en la pulsera pone
«LANZANI
Hab.610».
¡LANZANI!
De
nuevo un rubio, guapo y grandote LANZANI ha llegado al mundo
para dar guerra. Y entonces, mirando a PETER que no
me
quita ojo, digo:
—Se
llamarán como tú, PETER LANZANI.
—¿Como
yo?
Asiento
y, con una sonrisa que sé que a PETER le llega al alma,
añado:
—Quiero
que de aquí a unos años, otro PETER LANZANI que
enamore
locamente a otra mujer y la haga tan feliz como tú me
haces
a mí.
PETER
sonríe sin parar.
Sin
que me lo diga, sé que es el día más feliz de su vida. El de
la
mía también.
Me muero de ternura con ellos
ResponderEliminarAwwwww que ternura
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