domingo, 13 de noviembre de 2016

CAPITULO 2

A bordo del Santa Cruz
Apuntalando los pies en la cubierta escorada,LALI se inclinó hacia el viento, con remolinos de aire prendiéndosele de la cabellera de ébano y centelleando en sus luminosos ojos oscuros. Sus mejillas eran rosas encendidas en la aceitunada palidez del rostro, como encantadora consecuencia del viento racheado. Llevaba horas allí, en equilibrio sobre la cubierta, contemplando taciturna el mar revuelto y deseando volverse al convento, donde la vida era tranquila y sin complicaciones.
—Por favor, vuelva a la cabina, LALI. Como cojas un resfriado don MARIANO se va a disgustar con vos, y conmigo también por permitírselo.
LALI le lanzó a doña Carlota una mirada de desesperación. Su dama de compañía le caía bastante bien, pero la encontraba demasiado estricta para lo joven que aún era. No mucho mayor que LALI, doña Carlota era una viuda a quien don CARLOS había contratado como compañera de viaje de LALI. También la acompañaba el sacerdote, el padre Sebastián, que se ocuparía de sus necesidades espirituales durante el viaje.
—No tengo frío, Carlota. Este viento es de lo más tonificante.
—A mí me pone del revés —dijo Carlota. Su cara había adquirido un anormal matiz verde que daba fe de los mareos que llevaba sufriendo desde que se embarcaron en el puerto de Cádiz—. Tenía la esperanza de que el mareo se me pasara al cabo de unas semanas en el mar, pero no hago más que empeorar.
—Vuelve a la cabina, Carlota; yo estoy bien. Estoy segura de que el padre Sebastián te hará compañía.
—Sí, LALI, eso es lo que voy a hacer. Que me lea un poco la Biblia. Tiene una voz muy relajante.
LALI contempló cómo se tambaleaba aquella mujer por el camino de vuelta hacia el amplio camarote de popa que compartían. Tenía que admitir que Carlota era una acompañante piadosa y recatada, pero resultaba aburrida. Y en cuanto al padre Sebastián, el bueno del cura, era un severo amante de la disciplina enviado para garantizar que LALI llegaba a manos de su prometido tan pura como el día en que salió del convento. Todos los días el cura reservaba cierto tiempo para la oración y la instrucción religiosa, y eso a LALI le gustaba. Tenía la esperanza de que una vez que el cura se diera cuenta de lo devota que era, la ayudaría a evitar aquel matrimonio en el que su padre estaba tan empeñado.
Contemplando taciturna el lejano horizonte,LALI creyó ver una vela. Entornó los ojos hacia el resplandor del mar y lo escrutó otra vez: la vio desaparecer por debajo del horizonte. Como no volvió a aparecer, se imaginó que había sido un espejismo y volvió la vista hacia otra parte.

A bordo del Vengador
—Lo estoy viendo, capitán. Es un galeón con todas las de la ley. Lleva la línea de flotación muy baja. Debe de estar hasta arriba de botín.
El capitán PETER enfocó con el catalejo el galeón español, que alcanzaba a verse apenas. Lo había divisado el día anterior, y desde entonces lo iban siguiendo, manteniendo sólo la distancia necesaria para evitar que los detectaran.
—Tiene razón, señor RIERA, es de los grandes. Probablemente lleva veinte cañones o más.
—Podemos tomarlo, capitán. El Vengador no tiene rival. Nuestros hombres son luchadores curtidos y están impacientes por darles otro meneo a esos miserables españoles. ¿Dispongo a los hombres para la batalla?
PETER esbozó una sonrisa vengativa.
—Tiene razón, señor RIERA. De la orden. Preparen el barco para la batalla y distribuyan las armas. Que los artilleros estén en sus puestos. Ya es hora de que el Diablo se gane otro premio.
—Sí, mi capitán. Vamos a enseñarles a esos malnacidos españoles de lo que es capaz el Vengador.

A bordo del Santa Cruz
En su camarote a bordo del Santa Cruz, LALI estaba arrodillada junto al padre Sebastián, recitando fervientes plegarias, mientras el fuego cruzado de los cañones explotaba alrededor de ellos con un estruendo ensordecedor. El capitán Ortega había avistado el barco pirata inglés al alba. A lo largo del día se había ido acortando la distancia entre ellos, hasta que estuvieron a tiro de cañón. Navegando tan pesadamente, el Santa Cruz no era rival para el Vengador, más veloz y más ligero. Cuando empezó la contienda, LALI sólo alcanzó a pensar en la terrible escabechina que iba a hacer con ellos aquel barco pirata.
Al primer indicio de peligro, el padre Sebastián se había arrodillado a rezar, exhortando a LALI y a Carlota a que hicieran lo propio. Pero parecía que Dios hacía oídos sordos a sus súplicas, porque en la cubierta la intensidad de la batalla no disminuía. Al cabo de un sinfín de rezos, LALI ya no pudo soportarlo más: necesitaba enterarse de lo que estaba pasando. Se levantó temblorosa y se acercó a la puerta. Abrió una rendija y miró hacia fuera. Alcanzó a ver al capitán Ortega en el puente, en mitad de lo que quedaba de su barco, y salió a cubierta, decidida a averiguar qué posibilidades tenían de escapar de los piratas.
—¡LALI! ¿Adonde vas? —en la voz de Carlota sonó una nota aguda de pánico.
—A hablar con el capitán. No puedo quedarme aquí sin hacer nada, sin saber lo que va a ser de nosotros.
—Cómo que sin hacer nada, niña —la reprendió el padre Sebastián—. Estamos rezando para que ocurra un milagro.
—Vuelvo enseguida —dijo LALI, sin dejarse convencer por las palabras del sacerdote y cerrando con fuerza la portezuela del camarote a su espalda. En varios puntos de la cubierta inclinada se alzaban llamas y hollín, y el bramido de los cañones amenazaba con ensordecerla mientras sorteaba cadáveres y escombros para llegar junto al capitán.
De pronto, una bala de cañón del Vengador cruzó silbando la cubierta y fue a estrellarse contra la alacena contigua al camarote en el que el padre Sebastián y Carlota seguían de rodillas rezando. La explosión que siguió lanzó a LALI volando a la otra punta de la cubierta. Se levantó del suelo, gritó con auténtica alarma y corrió hacia el camarote destrozado. La portezuela pendía ladeada de sus goznes rotos y tuvo que forzarla para abrirla; fue echando a un lado maderos todavía humeantes y cascotes hasta que encontró a sus dos compañeros de viaje en mitad de aquella ruina.
—¡Capitán, ayudadme! —gritó, mientras trataba de hallar un atisbo de vida en el cuerpo inerte de Carlota.
Pero el capitán Ortega tenía sus propios problemas. El Vengador se estaba acercando muy rápido, y su propio barco se estaba hundiendo. Vio cómo los piratas aparejaban ganchos y pasarelas para el abordaje y supo que su tripulación, sus pasajeros y él mismo se enfrentaban a una muerte segura.
Para horror de LALI, nadie podía hacer ya nada por Carlota. LALI dirigió su atención al cura. Todavía respiraba, aunque a duras penas. Su pecho subía y bajaba con tan poca regularidad que LALI comprendió que su muerte era inminente.
El padre Sebastián abrió los ojos y vio a LALI inclinada sobre él. Era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, pero estaba en paz consigo mismo: había dedicado su existencia entera a prepararse para el encuentro con Dios. Sus últimos instantes los dedicó a temer por el destino de LALI. Su padre la había confiado a su cuidado, y él ya había rezado lo suficiente para transmitirle algunos consejos importantes antes de que la muerte viniera a buscarle.

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