domingo, 13 de noviembre de 2016

CAPITULO 3

—¿Nos está abordando el enemigo? —preguntó, con los ojos ya vidriosos.
—Sí, Padre —dijo LALI con tristeza—. El capitán Ortega no tenía forma de impedirlo.
—Escúchame atentamente, niña, porque me queda poco tiempo LALI se inclinó aún más para oír las últimas palabras del padre Sebastián—. No debes dejar que los piratas te ultrajen. Escoge la muerte en lugar del deshonor. Te acabarán rescatando, pero para entonces ya habrás sido despiadadamente
violada. No tendrás ya la inocencia que don MARIANO exige de su mujer y la madre de sus hijos, y por desgracia tampoco serás ya apropiada para llevar una vida de santidad entre las religiosas del convento. Con mi último aliento te imploro que lo pienses cuidadosamente, y luego actúes según los dictados de tu conciencia.
LALI contempló al cura con espanto.
—¿Me está diciendo que me suicide, Padre?
El padre Sebastián no pudo responderle porque se deslizaba ya serenamente hacia la muerte, pero LALI supo exactamente lo que él pensaba que debía hacer.
Se irguió sobre sus pies inseguros, súbitamente consciente del acre hedor del humo y la sangre y de la feroz batalla que se estaba librando entre sus compatriotas y los piratas ingleses. El barco estaba en llamas, escorado hacia estribor y en peligro de hundirse, pero LALI se quedó en mitad de la humeante escabechina del camarote, con los dos cadáveres a sus pies, incapaz de darse muerte como el padre Sebastián le había recomendado. Si no hubiera salido del camarote cuando lo hizo, ahora estaría con ellos de camino hacia la paz eterna.
El terrible ruido de la batalla disminuyó bruscamente, y LALI oyó retumbar la voz profunda de un inglés que exigía que se rindieran. A continuación oyó un nombre que la dejó helada; un nombre que, pasando de boca en boca, le llegó con los vientos humeantes del terror y el miedo: el Diablo. Momentos más tarde la misma voz profunda ordenó registrar el barco en busca del botín, y LALI comprendió que le quedaba muy poco tiempo para decidirse entre morir y ser violada por el despiadado Diablo. Ninguna de las dos opciones resultaba apetecible. Tanteando el pequeño puñal que llevaba en la faltriquera, barajó el suicidio. Dos tajos rápidos en las muñecas y antes de que los piratas la encontraran se habría desangrado.
Sin embargo... ¿no era la muerte la vía de escape de los cobardes? Diez años habían tardado las monjas del convento en domesticar el carácter vehemente de LALI y someterla a sus decisiones, pero a ella apenas le costó diez segundos recuperar aquel orgullo obstinado y aquella terquedad que tanto desesperaban a su padre cuando era niña. Si don CARLOS la hubiese visto en ese momento, con el brillo del desafío en la mirada y aquella expresión ni dócil ni sumisa, su idea de que LALI no estaba hecha para la vida religiosa se habría confirmado.
—No me pienso dar muerte —declaró valientemente LALI—, ni tampoco me pienso entregar a esos sucios piratas.
A pesar de esas palabras audaces, no tenía armas, aparte de su pequeño puñal, con las que defenderse, así que encaminó sus pensamientos en otra dirección.
Había entrevisto su maleta tirada entre los escombros del camarote, y recordó que había metido en ella su hábito gris de monja. Había calculado estúpidamente que durante el viaje podría impresionar al padre Sebastián con su fe y convencerlo del error que sería obligarla a celebrar aquel matrimonio cuando lo que ella en realidad quería era dedicar su vida a servir a Dios. Pero el cura había restado importancia a sus protestas y se había negado de forma categórica a interceder por ella ante don CARLOS. Había recibido del padre de LALI el encargo de conducirla hasta su prometido y asegurarse de que el matrimonio se celebraba como era debido, y él era hombre de palabra.
El alboroto que se acercaba obligó a LALI a apresurarse; cerró de un empujón la portezuela desvencijada y escarbó en la maleta buscando el hábito. Lo extrajo de un tirón, se arrancó el vestido y se embutió en el hábito, atándose el rosario de madera a la cintura a modo de cinturón. Luego hizo una pelota con sus finos vestidos y la arrojó por la escotilla. En unos minutos su larga melena de ébano quedó oculta bajo la toca de hilo, completando la transformación. Le dio tiempo justo de terminar.
De pronto la puerta saltó de sus goznes rotos y en el umbral apareció un fornido pirata cubierto de sangre y de roña, que inspeccionó el estropicio con siniestra satisfacción. Descubrió a LALI y le lanzó una mirada lasciva, enseñando una hilera de dientes ennegrecidos y picados.
—Güeno, güeno, güeno, ¿qué es lo que tenemos por aquí? —traspasó el umbral, esquivando los cuerpos de Carlota y el cura, y alargó la mano hacía LALI. Ella retrocedió para zafarse, tropezando sobre los escombros. Él siguió cercándola implacablemente.
—No tengas miedo, palomita gris. El viejo Pete no a visto una mujér desde que salimos de las Bahamas. Y muchísimo menos, ademas, una tan bonita como tú.
Se echó hacia delante, agarró a LALI por la cintura y la atrajo contra el inquebrantable muro de su macizo pecho. Ella perdió el aliento, pero se recuperó enseguida para gritar a voz en cuello. Tapándole la boca con la mano, Pete la arrastró hasta la cubierta.
Apuntalándose en la escorada cubierta, PETER estaba hostigando a sus hombres para que se apresuraran antes de que se hundiera el Santa Cruz. En aquel galeón español habían encontrado más riquezas que en sus mejores sueños, y los piratas las estaban trasladando al Vengador mientras él y Louis Tomlinson empujaban a los supervivientes españoles hacia el alcázar. Cuando PETER oyó el grito se detuvo en seco y rodeó a los presos para encararse con el capitán español, alzando una ceja con genuina sorpresa.
—¿Llevan mujeres a bordo?
El capitán Ortega se mantuvo en huraño silencio. Creyendo que no entendía el inglés, PETER le repitió la pregunta en perfecto español, porque lo había aprendido en sus años de cautiverio. Como Ortega siguiera sin responder, PETER le apoyó la punta de la espada en la garganta, y no habría necesitado mucha provocación para clavársela. Ortega, con los ojos saliéndosele de las órbitas, graznó:
—La señorita ESPOSITO, hija del dueño del barco, y su acompañante.
—¿Adonde se dirigían?
—A Cuba. El novio de la señorita ESPOSITO la está esperando en La Habana.
PETER entrecerró los ojos mientras contemplaba los restos del camarote de popa, con la certeza de que era de allí de donde había venido el grito.
—Encárguese usted de esto, señor RIERA.
PETER cruzó en dos zancadas la cubierta en llamas, constatando que todos sus hombres salvo unos pocos rezagados se habían pasado ya al Vengador y le estaban esperando allí. Para cuando llegó al camarote, la inclinación de la cubierta era ya tan grande que temió que cualquier pasajero que aún estuviese a bordo quedaría atrapado en el hundimiento del barco.
Apartando a patadas lo que quedaba de la puerta,PETER barrió rápidamente con la mirada la masacre del camarote, pasando sobre los dos cadáveres para detenerse en la pareja que forcejeaba en la cubierta. Uno de sus hombres yacía encima de una mujer, y se las estaba viendo y deseando para meterla en cintura. Le sorprendió observar que el atuendo de la mujer era un discreto hábito gris de monja. A pesar de que nunca antes había tenido en especial consideración a las monjas ni a ningún otro tipo de devoto religioso, agarró al pirata del pescuezo y lo arrojó a un lado.
—Vuélvete al Vengador, Potter, a menos que quieras hundirte con este barco.
Pete Potter le echó una mirada hosca a su capitán:
—¿Y qué pasa con la mujer, Capitán? La quiero para mí; es mía!!!

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