sábado, 28 de enero de 2017

CAOITULO 73


Cádiz, España
Octubre de 1588
—Voy a bajar contigo a tierra, Peter , por mucho que protestes. Ya sé que
crees que tienes la pierna curada, pero todavía no has recuperado tu capacidad de 
movimiento. Me necesitas para que recoja tus cachitos cuando te caigas.
Peter le lanzó a Nico una mirada desesperada.
—Por todos los demonios, Nico, si no es por esta cojera, tengo la pierna todo lo
curada que puedo llegar a tenerla. No necesito ningún enfermero.
—Di lo que te dé la gana, que voy a ir contigo igualmente. No hablo español tan
bien como tú, pero te dejaré hablar a ti. Si Lali no está en su casa con su padre,
puede que tengamos que viajar hasta el convento. Y tú no te has subido a un caballo
desde que te hiciste lo de la pierna.
—El barco...
—No hay apenas peligro. Hemos izado la bandera española, y Martinez tiene
capacidad para controlar a la tripulación si llega el caso. Tenemos suficientes
hombres que hablan español para evitar despertar sospechas si se meten por medio
las autoridades portuarias. Además, a raíz de la fallida expedición contra Inglaterra,
España está sumida en tal caos que nadie se va a fijar en si hay un barco más en el
puerto.
—Muy bien —dijo Peter, impaciente por desembarcar. Aquella peste de
heridas suyas ya le habían hecho retrasarse demasiado—. Vamos.
Lali miraba taciturna por el ventanuco de su minúscula celda. Los días se
estaban volviendo algo más fríos, pero entre los vetustos muros de piedra siempre
hacía fresco y un poco de humedad. Se arrebujó en el chal que llevaba por los
hombros. El pensamiento se le desviaba hacia sus prohibidos recuerdos de Peter.
Había rezado larga e intensamente para extinguir las persistentes ascuas de su
pasión por él, pero sus ruegos habían tenido un resultado más bien escaso. El bebé
que albergaba junto al corazón era un recordatorio constante del amor que sentía por
el padre de ese hijo. No había previsto que ese amor intenso le aportaría esa pequeña
vida que iba a depender en todo de ella.
En los tres meses que llevaba en el convento, su embarazo se había hecho notar
de la manera más básica. Con la ayuda de Euge, había agrandado casi todos sus
vestidos. La Reverenda Madre se había quedado de piedra cuando le contó que
estaba embarazada, pero lo había aceptado de buen grado, como Lali estaba segura
de que haría. Y, como ella había previsto, su padre no fue a visitarla ni preguntó
cómo se encontraba, aunque continuó contribuyendo a su manutención.
Sus hermanos sí que habían ido a verla, al poco de regresar a España con los
restos de la armada destrozada. Su inexplicable derrota a manos de los ingleses había
sido todo un golpe para su moral, y le contaron a Lali que se iban a embarcar de
inmediato hacia el Nuevo Mundo, donde, según habían oído, había oro hasta debajo
de las piedras. Cuando le describieron lo que habían sufrido y los vientos adversos
que soplaron para su infortunada expedición, Lali pensó que tenían suerte de haber
podido volver a su tierra con vida.
Después de esa visita, Lali languidecía en un aburrimiento agradecido,
dedicando sus días a rezar, aunque ni los rezos conseguían curar el dolor de su
corazón. Entonces se hizo amiga de una mujer a quien su padre había desterrado al
convento.
Euge había nacido en el seno de una familia rica y poderosa. Nada más
nacer la habían prometido en matrimonio con un hombre de su misma posición
social, y se habría casado con él al cumplir los dieciocho si no hubiera cometido el
imperdonable error de enamorarse de Antonio, el hijo de un vaquero. En una
búsqueda desesperada de la felicidad, se habían escapado juntos, con la intención de
encontrar un cura que los casara en algún pueblito donde nadie los conociera.
Pero su padre y el hombre al que estaba prometida los habían seguido. Antonio
había muerto al volcar su carruaje durante la persecución. Por suerte o por desgracia,
Euge sólo sufrió algunas magulladuras. Como Antonio y ella habían pasado una
noche juntos, fue rechazada por su prometido, y su padre le dio una paliza y la
mandó al convento. Euge, como Lali, no era ni monja ni novicia. Pero al
contrario que Lali, que estaba allí por propia voluntad, Euge se sentía prisionera
entre los muros del convento, del que no podía salir sin el permiso de su padre. Lali
por su parte sabía que nunca iba a volver a enamorarse, y por eso prefería quedarse
con las hermanas religiosas.
Unos golpes en la puerta despertaron a Lali de su ensoñación. Casi
inmediatamente la puerta se abrió, y apareció en el umbral una joven delgada de
pelo negro y brillante, ojos oscuros y un cutis tan transparente como la porcelana
fina. Lali saludó a Euge con una sonrisa, y con un gesto la invitó a pasar dentro.
—¿Necesitas algo antes de que me retire? —le preguntó Euge con
preocupación. Tenía miedo de que Lali no estuviese comiendo lo suficiente para
alimentarse a sí misma y al hijo que llevaba dentro.
—Nada, muchas gracias —respondió Lali—, a menos que te apetezca
quedarte un rato aquí conmigo.
Euge la miró con ojos nostálgicos.
—Echas de menos al padre de tu niño. —Era una afirmación, no una pregunta.
—Tengo que aprender a vivir sin Peter —dijo Lali con voz desgarrada. Con
todo el tiempo que había pasado, y todavía le resultaba doloroso hablar del hombre
al que amaba—. Si yo le importara habría venido a buscarme. Ya lo había hecho otras
veces, corriendo mayores riesgos aún —sacudió la cabeza con tristeza—. No,
Euge; Peter ya debe de estar casado con Lady Martina. Eso es lo que su reina
quería que hiciera.
Euge tomó la mano de Lali entre las suyas y se la apretó.
—Cuando haya nacido el niño podrás marcharte de aquí y encontrar un nuevo
amor, mientras que yo lo más probable es que me muera de vieja sin haber podido
poner un pie fuera de estos muros.
—Si decido marcharme te llevaré conmigo —le prometió Lali.
Euge suspiró desanimada.
—Me temo que eso es imposible, pero tu amistad lo es todo para mí. Es lo único
que me ayuda a mantener la cordura. Por lo menos, tú tendrás un niño que te
recuerde tu amor, mientras que yo... —Se encogió expresivamente de hombros—.
Me tengo que ir. Le he prometido a la hermana María hacer la masa del pan para
mañana.
—Buenas noches, Euge, ve con Dios.
—Lo de sobornar al criado de don Eduardo ha sido una jugada magistral,
Peter —dijo Nico mientras iban dejando atrás Cádiz—. Eres un hombre perseguido
y han puesto precio a tu cabeza. Si le hubieras revelado tu identidad a don Eduardo,
seguro que te habría denunciado a las autoridades.
Después de averiguar que Lali estaba viviendo en el convento, habían pasado
la noche en una posada a las afueras de Cádiz y se habían puesto en camino al día
siguiente al despuntar el alba. Peter conducía una calesa de alquiler. Para su
disgusto, su pierna era aún incapaz de soportar la prueba de montar un caballo. Nico
iba sentado en la calesa a su lado, y detrás llevaba atado un caballo que le llevaría de
vuelta al Vengador cuando Lali ocupase su sitio en el coche junto a Peter
—Por eso he preferido hablar antes con los criados. La mayor parte de la gente
haría cualquier cosa por cierta cantidad de dinero. Lo único que quiero es encontrar a
Lali, convencerla de que me importa y largarnos de este endemoniado país lo antes
posible.
Peter pensó que era una tarea inmensa, pero no lo dijo. Lali y él llevaban
tanto tiempo separados que lo más probable era que ella creyera que la había
olvidado. Iba a tener que hacer uso de todos sus recursos si quería convencerla de
que era la única mujer a la que había querido jamás.
Peter suspiró de cansancio mientras colocaba una tela limpia por encima de
la última artesa de masa. Para cuando amaneciera estaría lista para meterla en el
horno. Una de sus tareas preferidas era ayudar en la cocina. Mantenerse ocupada la
ayudaba a olvidar el aburrimiento de aquellos días siempre iguales. La hermana
María ya se había retirado, y ella se dispuso a hacer lo propio. Los pasillos estaban
oscuros y solitarios. Las hermanas se levantaban temprano, y solían recogerse
inmediatamente después de las oraciones vespertinas. Euge estaba deseando
tumbarse en su propio camastro, porque sólo en sueños era capaz de olvidarse del
joven que había muerto por su causa.
Euge había sentido por Antonio un amor sincero, pero eran los dos
demasiado jóvenes. Nunca podría olvidar su encantadora sonrisa y la suavidad de su
carácter. Ser la causa de su muerte le había resultado muy traumático. El convento le
pareció al principio un cielo abierto, pero enseguida se había convertido en una
cárcel. Ella era joven, sentía el anhelo de vivir fuera del confinamiento de aquellos
muros. Rezaba diligentemente por que su padre cediera por fin un día y viniera a
buscarla, poniendo fin a su aislamiento. Era su única posibilidad de salir del
convento antes de que la muerte viniera a liberarla.
De camino hacia su celda, los pasos de Euge resonaban nítidamente por el
corredor silencioso. Se llevó un susto tremendo cuando oyó ruidos en la entrada. A
aquellas horas de la noche era raro que llegaran visitantes, y más aún que los dejaran
entrar. Quienquiera que estuviera llamando a la puerta, lo hacía con mucha
insistencia. Como no parase pronto, iba a despertar de mala manera a la Reverenda
Madre y a todas las hermanas. Y Euge no quería que eso ocurriera.
Con la única preocupación de mantener la paz entre los muros del convento,
Euge abrió de un tirón el pesado portón de roble y corrió hacia la entrada. La
noche estaba fresca, y se estremeció. De pronto se dio cuenta de que no estaba
temblando de frío, sino de expectación. Nunca había sentido nada parecido, y se
acercó con un sentimiento de predestinación. ¿O era miedo lo que sentía? Era un
sentimiento que no lograba definir.
La puerta trancada era de roble macizo. En el centro tenía un ventanuco que se
abría desde dentro y permitía a la hermana portera echar una mirada a los visitantes.
A Euge le temblaban las manos cuando abrió la mirilla y escrutó la oscuridad del
exterior. A la luz de la luna llena vislumbró entre sombras al alto caballero que había
al otro lado de la puerta.
—¿Qué queréis? Es tarde, todo el mundo está en la cama. No se permiten visitas
después de que anochezca.
En español fluido, Peter respondió:
—Es imprescindible que vea a mi esposa.
—¿Vuestra esposa? Estáis en un error. No hay nadie aquí que... —A Euge le
fallaron las palabras. La única mujer casada que había en aquel momento en el
convento era Lali. ¿Sería posible que aquel hombre fuera su marido? ¿Que el
apuesto caballero que pedía entrar fuera el pirata al que llamaban el Diablo? Madre
del amor hermoso, no era de extrañar que Lali se hubiera enamorado de él.
—Sé que Lali está aquí. Lali Lanzani, mi mujer. Quizá la conozcáis por Lali Esposito.

1 comentario:

  1. Oh myy al fin! Que se lleven tmb a euge y ya veo q ella queda con nico :)
    Quiero mas cap

    ResponderEliminar