—Llegáis demasiado tarde —la informó Lady Martina —. Partió hace más de una
hora.
Dando un grito de consternación, Lali dio media vuelta y salió corriendo.
Cuando llegó a la puerta principal interrogó a un lacayo que estaba allí apostado. Sus
peores temores se confirmaron cuando el lacayo le dijo que Peter se había
marchado hacía algún tiempo. Era inútil seguirle, porque, de acuerdo con Nico Riera, el Vengador sólo esperaba para izar velas a que Peter pusiera el pie a
bordo.
No le quedaba a Lli más que rezar. Si Dios era clemente, Peter volvería
sano y salvo. Ella tenía que tener fe en que así fuera, porque nunca iba a poder
saberlo con certeza. Peter y ella no tenían ningún porvenir juntos. Lady Martina sí que
podía darle lo que ella no podía: un heredero cuya sangre inglesa fuera tan pura
como la de Martina. Por más que el hijo que Lali llevaba dentro no fuera lo que
Peter deseaba, ella pensaba cuidar con esmero ese pedazo de él, que seguramente
era el único que iba a tener en lo que le quedara de vida.
Al día siguiente, cinco sacerdotes jesuitas fueron vistos abandonando
Whitehall. La reina estuvo contenta de librarse de ellos. La verdad es que respiraba
con más desahogo sabiendo que se habían marchado. Si no se hubieran ido por su
propia voluntad habría tenido que pedirles cortésmente que abandonaran el país.
Cuando pasaron en fila por los pasillos de Whitehall, salieron por la puerta y
subieron al coche que los esperaba y los llevaría a Dover, los cinco llevaban las
capuchas bien caladas sobre la frente.
Lali vaciló antes de entrar en el coche, a punto de cambiar de idea. Dejar a
Peter era la cosa más difícil que jamás se había visto obligada a hacer, y quizás la
más noble. Sus motivos eran puros, sólo buscaba lo mejor para Peter y el hijo de
ambos. No podía soportar la idea de criar a su hijo en un ambiente hostil. Rezó
porque hubiera podido juntar suficientes recuerdos de Peter como para que le
durasen toda un vida. La idea aterradora de que no fuera así le trajo un momento de
pánico, y se quedó paralizada. Una vez que abandonara Londres su relación con
Peter quedaría irrevocablemente cortada. No habría vuelta atrás.
—Apresúrate, hija mía —la apremió el padre Pedro—. El barco no va a esperar
siempre.
Lali vaciló. Aquel paso final era tan doloroso que se había quedado
paralizada, incapaz de razonar, incapaz de seguir adelante. La decisión le fue
arrebatada cuando el padre Juan y el padre Bernardino, que esperaban dentro del
coche, la agarraron de los brazos y de un tirón la metieron dentro. El padre Pedro
entró rápido tras ella y cerró de golpe la portezuela. El coche dejó atrás Whitehall en
un repique de cascos y ruedas.
—Tu sitio no está entre estos herejes —dijo el padre Pedro cuando Lucía
empezaba a protestar—. Tu padre se sentirá agradecido por tenerte a salvo en casa.
Puede que lo bastante agradecido como para hacer un donativo a nuestra orden.
Demasiado aturdida para replicar, Lali miró por la ventanilla con nostalgia,
recordando con cuánta ternura le había hecho Peter el amor el día en que se fue.
Todo había parecido maravilloso por un momento, hasta que él puso de manifiesto
su desprecio por ella al verter su semilla en las sábanas. Aquella acción tan simple
había terminado con su relación tan eficazmente como si él la hubiera cortado con su
espada. Peter había dejado más que claro que odiaría al hijo que tuvieran.
Suspirando con resignación, dirigió sus sombríos pensamientos hacia el futuro, por
muy lúgubre que pudiera ser sin Peter Lanzani en su vida.
Peter llegó a Plymoufh con las órdenes de la reina y las entregó a los
almirantes. Dos días después, tras una racha de mal tiempo, brotó del nordeste un
viento bueno y fresco. Los almirantes detuvieron la carga de provisiones y mandaron
que saliera la flota para, en un salto rápido, interceptar a la armada. El Vengador se
unió a los noventa y pico buques armados, grandes y chicos, que componían la
aguerrida y valerosa flota inglesa.
Cinco días después estaban de vuelta en la rada de Plymouth. Cuando se
hallaban en medio del Golfo de Vizcaya, el viento se había puesto a rolar
obstinadamente al sur, y se vieron forzados a regresar. Durante toda la semana
siguiente la flota tuvo dificultades con la misma clase de tiempo adverso que había
afligido a la Armada española. Algunos de los buques mercantes se habían forzado
en exceso y tenían vías de agua, y otros necesitaban reparar los palos y el cordaje. Y
como en la mayoría de los barcos que llevan mucho tiempo en alta mar, había
muchos enfermos. Durante aquella pausa los capitanes hicieron lo que era posible
hacer en el poco tiempo que tenían, reabasteciendo sus barcos con agua, pertrechos,
municiones y víveres.
Peter se consumía de impaciencia. Se estaba viendo que los retrasos
resultaban desastrosos para hombres y barcos. Peter quería derrotar a la Armada
Española lo más rápidamente posible, correr a casa con Lali y decirle que la amaba.
Ni siquiera la desaprobación de la reina podía convencerle de renunciar a Lali. Ni
por todas las Lady Martina de Inglaterra.
Justo cuando empezaba a circular el rumor de que la Armada Española había
desistido de la expedición por aquel año, el Cierva de oro, uno de los buques
destinados a patrullar por el Canal, arribó para informar de que un numeroso grupo
de barcos españoles había sido avistado cerca de las islas Scilfy, con las velas
recogidas, aguardando al parecer a que llegara el resto de la flota. Se envió
inmediatamente noticia de ello a la reina, y finalmente, el 19 de julio, se dio la orden
de que el ejército principal se reuniera en Tilburi y el segundo ejército se dirigiera a
Saint James con el propósito de salvaguardar la integridad de la reina.
Aquella noche a las diez la flota de asalto inglesa zarpó de Plymouth. Al día
siguiente el viento refrescó del suroeste, y la flota, incluido el Vengador, empezó a
orzar rumbo a alta mar para impedir que el enemigo la atrapase en la costa a
sotavento.
La armada invasora, algo dispersa pero aún apresurándose, ciñó hacia poniente
para conseguir espacio para maniobrar. Peter se mantuvo al timón del Vengador,
siguiendo por el catalejo el avance de la armada.
—¡Dios mío, Nico, míralos! —dijo, alcanzándole el catalejo a su contramaestre.
—Nunca he visto nada como esto.
Manteniendo su rumbo Canal arriba, la armada de más de ciento treinta navíos
tomó forma a la vista. Delante navegaba la fuerza principal de combate, en línea
frontal; tras ella los barcos más pequeños y menos defendibles; y en cada uno de los
flancos y un poco por detrás avanzaba un escuadrón de combate más reducido.
—No puedo creer que la armada haya sobrevivido intacta, visto el tiempo
inclemente con que se han tropezado estas últimas semanas —comentó Peter,
asombrado.
—¿En qué lugar piensas que recalarán?
—Es difícil decirlo. El último mensaje de Drake decía que debíamos dejar que
los españoles lleguen hasta su destino. Y entonces les daremos con todo lo que
tengamos.
Durante siete impresionantes días el ejército flotante avanzó a paso lento hacia
su meta imaginaria, continuamente hostigado por la flota de Drake pero sin ser
definitivamente detenido por sus ágiles enemigos. Dos días más tarde, el 23 de julio,
en la altura de la Isla de Wight, se desató la acción. La armada invasora se dirigió a la
costa opuesta, fondeando en Calais en espera de establecer contacto con el Duque de
Parma y su prometido ejército. Aquello resultó ser su perdición. La flota inglesa
atacó, dispersándolos a lo largo de muchas millas por la costa. La de aquel día
resultó ser la batalla decisiva de la campaña.
El Vengador estaba en medio de la refriega, haciendo frente por su cuenta a la
poderosa armada. Había sufrido daños menores y había perdido a algunos buenos
ingleses, pero en general había salido virtualmente ileso. Ni Peter ni Riera
habían resultado heridos.
Cuando la armada española intentó escapar a puerto amigo, sólo encontró costa
hostil. No les quedaba otra opción que volver derrotados. Resultaba evidente que
regresar por el camino del Canal estaba fuera de lo posible, porque la flota inglesa
habría podido ensartar uno por uno a los maltrechos navíos. En una iniciativa
desesperada los almirantes tomaron la única ruta que les quedaba abierta, hacia el
norte, rodeando Escocia e Irlanda. Menos de la mitad de los barcos de la armada
española, y quizá un tercio de los hombres, lograron regresar a casa. Y muchos de los
supervivientes murieron más tarde de las heridas o por enfermedad, después de
haberlo soportado todo y no haber logrado nada.
hora.
Dando un grito de consternación, Lali dio media vuelta y salió corriendo.
Cuando llegó a la puerta principal interrogó a un lacayo que estaba allí apostado. Sus
peores temores se confirmaron cuando el lacayo le dijo que Peter se había
marchado hacía algún tiempo. Era inútil seguirle, porque, de acuerdo con Nico Riera, el Vengador sólo esperaba para izar velas a que Peter pusiera el pie a
bordo.
No le quedaba a Lli más que rezar. Si Dios era clemente, Peter volvería
sano y salvo. Ella tenía que tener fe en que así fuera, porque nunca iba a poder
saberlo con certeza. Peter y ella no tenían ningún porvenir juntos. Lady Martina sí que
podía darle lo que ella no podía: un heredero cuya sangre inglesa fuera tan pura
como la de Martina. Por más que el hijo que Lali llevaba dentro no fuera lo que
Peter deseaba, ella pensaba cuidar con esmero ese pedazo de él, que seguramente
era el único que iba a tener en lo que le quedara de vida.
Al día siguiente, cinco sacerdotes jesuitas fueron vistos abandonando
Whitehall. La reina estuvo contenta de librarse de ellos. La verdad es que respiraba
con más desahogo sabiendo que se habían marchado. Si no se hubieran ido por su
propia voluntad habría tenido que pedirles cortésmente que abandonaran el país.
Cuando pasaron en fila por los pasillos de Whitehall, salieron por la puerta y
subieron al coche que los esperaba y los llevaría a Dover, los cinco llevaban las
capuchas bien caladas sobre la frente.
Lali vaciló antes de entrar en el coche, a punto de cambiar de idea. Dejar a
Peter era la cosa más difícil que jamás se había visto obligada a hacer, y quizás la
más noble. Sus motivos eran puros, sólo buscaba lo mejor para Peter y el hijo de
ambos. No podía soportar la idea de criar a su hijo en un ambiente hostil. Rezó
porque hubiera podido juntar suficientes recuerdos de Peter como para que le
durasen toda un vida. La idea aterradora de que no fuera así le trajo un momento de
pánico, y se quedó paralizada. Una vez que abandonara Londres su relación con
Peter quedaría irrevocablemente cortada. No habría vuelta atrás.
—Apresúrate, hija mía —la apremió el padre Pedro—. El barco no va a esperar
siempre.
Lali vaciló. Aquel paso final era tan doloroso que se había quedado
paralizada, incapaz de razonar, incapaz de seguir adelante. La decisión le fue
arrebatada cuando el padre Juan y el padre Bernardino, que esperaban dentro del
coche, la agarraron de los brazos y de un tirón la metieron dentro. El padre Pedro
entró rápido tras ella y cerró de golpe la portezuela. El coche dejó atrás Whitehall en
un repique de cascos y ruedas.
—Tu sitio no está entre estos herejes —dijo el padre Pedro cuando Lucía
empezaba a protestar—. Tu padre se sentirá agradecido por tenerte a salvo en casa.
Puede que lo bastante agradecido como para hacer un donativo a nuestra orden.
Demasiado aturdida para replicar, Lali miró por la ventanilla con nostalgia,
recordando con cuánta ternura le había hecho Peter el amor el día en que se fue.
Todo había parecido maravilloso por un momento, hasta que él puso de manifiesto
su desprecio por ella al verter su semilla en las sábanas. Aquella acción tan simple
había terminado con su relación tan eficazmente como si él la hubiera cortado con su
espada. Peter había dejado más que claro que odiaría al hijo que tuvieran.
Suspirando con resignación, dirigió sus sombríos pensamientos hacia el futuro, por
muy lúgubre que pudiera ser sin Peter Lanzani en su vida.
Peter llegó a Plymoufh con las órdenes de la reina y las entregó a los
almirantes. Dos días después, tras una racha de mal tiempo, brotó del nordeste un
viento bueno y fresco. Los almirantes detuvieron la carga de provisiones y mandaron
que saliera la flota para, en un salto rápido, interceptar a la armada. El Vengador se
unió a los noventa y pico buques armados, grandes y chicos, que componían la
aguerrida y valerosa flota inglesa.
Cinco días después estaban de vuelta en la rada de Plymouth. Cuando se
hallaban en medio del Golfo de Vizcaya, el viento se había puesto a rolar
obstinadamente al sur, y se vieron forzados a regresar. Durante toda la semana
siguiente la flota tuvo dificultades con la misma clase de tiempo adverso que había
afligido a la Armada española. Algunos de los buques mercantes se habían forzado
en exceso y tenían vías de agua, y otros necesitaban reparar los palos y el cordaje. Y
como en la mayoría de los barcos que llevan mucho tiempo en alta mar, había
muchos enfermos. Durante aquella pausa los capitanes hicieron lo que era posible
hacer en el poco tiempo que tenían, reabasteciendo sus barcos con agua, pertrechos,
municiones y víveres.
Peter se consumía de impaciencia. Se estaba viendo que los retrasos
resultaban desastrosos para hombres y barcos. Peter quería derrotar a la Armada
Española lo más rápidamente posible, correr a casa con Lali y decirle que la amaba.
Ni siquiera la desaprobación de la reina podía convencerle de renunciar a Lali. Ni
por todas las Lady Martina de Inglaterra.
Justo cuando empezaba a circular el rumor de que la Armada Española había
desistido de la expedición por aquel año, el Cierva de oro, uno de los buques
destinados a patrullar por el Canal, arribó para informar de que un numeroso grupo
de barcos españoles había sido avistado cerca de las islas Scilfy, con las velas
recogidas, aguardando al parecer a que llegara el resto de la flota. Se envió
inmediatamente noticia de ello a la reina, y finalmente, el 19 de julio, se dio la orden
de que el ejército principal se reuniera en Tilburi y el segundo ejército se dirigiera a
Saint James con el propósito de salvaguardar la integridad de la reina.
Aquella noche a las diez la flota de asalto inglesa zarpó de Plymouth. Al día
siguiente el viento refrescó del suroeste, y la flota, incluido el Vengador, empezó a
orzar rumbo a alta mar para impedir que el enemigo la atrapase en la costa a
sotavento.
La armada invasora, algo dispersa pero aún apresurándose, ciñó hacia poniente
para conseguir espacio para maniobrar. Peter se mantuvo al timón del Vengador,
siguiendo por el catalejo el avance de la armada.
—¡Dios mío, Nico, míralos! —dijo, alcanzándole el catalejo a su contramaestre.
—Nunca he visto nada como esto.
Manteniendo su rumbo Canal arriba, la armada de más de ciento treinta navíos
tomó forma a la vista. Delante navegaba la fuerza principal de combate, en línea
frontal; tras ella los barcos más pequeños y menos defendibles; y en cada uno de los
flancos y un poco por detrás avanzaba un escuadrón de combate más reducido.
—No puedo creer que la armada haya sobrevivido intacta, visto el tiempo
inclemente con que se han tropezado estas últimas semanas —comentó Peter,
asombrado.
—¿En qué lugar piensas que recalarán?
—Es difícil decirlo. El último mensaje de Drake decía que debíamos dejar que
los españoles lleguen hasta su destino. Y entonces les daremos con todo lo que
tengamos.
Durante siete impresionantes días el ejército flotante avanzó a paso lento hacia
su meta imaginaria, continuamente hostigado por la flota de Drake pero sin ser
definitivamente detenido por sus ágiles enemigos. Dos días más tarde, el 23 de julio,
en la altura de la Isla de Wight, se desató la acción. La armada invasora se dirigió a la
costa opuesta, fondeando en Calais en espera de establecer contacto con el Duque de
Parma y su prometido ejército. Aquello resultó ser su perdición. La flota inglesa
atacó, dispersándolos a lo largo de muchas millas por la costa. La de aquel día
resultó ser la batalla decisiva de la campaña.
El Vengador estaba en medio de la refriega, haciendo frente por su cuenta a la
poderosa armada. Había sufrido daños menores y había perdido a algunos buenos
ingleses, pero en general había salido virtualmente ileso. Ni Peter ni Riera
habían resultado heridos.
Cuando la armada española intentó escapar a puerto amigo, sólo encontró costa
hostil. No les quedaba otra opción que volver derrotados. Resultaba evidente que
regresar por el camino del Canal estaba fuera de lo posible, porque la flota inglesa
habría podido ensartar uno por uno a los maltrechos navíos. En una iniciativa
desesperada los almirantes tomaron la única ruta que les quedaba abierta, hacia el
norte, rodeando Escocia e Irlanda. Menos de la mitad de los barcos de la armada
española, y quizá un tercio de los hombres, lograron regresar a casa. Y muchos de los
supervivientes murieron más tarde de las heridas o por enfermedad, después de
haberlo soportado todo y no haber logrado nada.
Bien por peter q salieron ilesos,cuando regrese vera q lali no esta mas
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