domingo, 22 de enero de 2017

CAPITULO 61

Durante las semanas siguientes Lali se reunió en secreto con los jesuitas, que 
estaban todavía en la corte aguardando a que la Armada Española entrara en aguas 
inglesas. Se movían por la corte como espectros sombríos, tolerados por la reina en 
un esfuerzo para mantener la paz entre Inglaterra y los poderosos países católicos del 
sur. En el Flandes español se observaba con ojo belicoso al Duque de Parma, de quien
se decía que estaba reuniendo en la costa flamenca tropas para la defensa de España.
Llegó abril, que no aportó cambios para Lali en la corte hostil de Isabel. Se la
consideraba todavía bajo sospecha. Peter estaba muy atareado con los
preparativos para la batalla naval que se aproximaba y durante el mes de mayo se
trasladaba frecuentemente a Plymouth para consultar con Sir Francis Drake de parte
de la reina. Isabel se estaba tomando con mucha calma sus preparativos para una
invasión española. Si hubiera forzado las cosas enviando a su flota al mar para
destruir la armada antes de que partiera de Lisboa, la batalla habría terminado antes
de empezar.
Durante las largas ausencias de Peter en el mes de mayo, Lali fue cogiendo
cada vez más confianza con los jesuitas. Ya que eran las únicas personas en la corte
que apreciaban su compañía, se encontraba a gusto con ellos. Como había crecido en
un convento, le parecía muy natural buscar la compañía de sacerdotes.
Peter continuaba, para disgusto de Lali, tratándola con frío desdén cuando
aparecía por allí el tiempo suficiente para, aunque sólo fuera, fijarse en ella. Aunque
no quería creer que Peter fuera a casarse con Lady Martina, tampoco podía estar
segura. No daba nada por definitivo en lo que concernía a Peter. Si estaba
disponible, la acompañaba a la mesa del comedor por la noche, pero con bastante
frecuencia ella prefería que le llevaran la comida a su habitación. Cuando trataba de
hacer amistad con algunas de las damas de la corte sus intentos se veían de
inmediato desairados. Sólo los hombres le ofrecían una apariencia de amistad, pero
ella ya sabía hacia dónde podía conducir eso. En alguna ocasión el puro aburrimiento
la sacaba de sus habitaciones, y hasta una vez se atrevió a aventurarse por las calles
de Londres. Peter la regañó a conciencia por su insensata escapada. No se
quedaría en la corte, ni en Inglaterra tampoco, si hubiera para ella un modo seguro
de irse sola a España.
Cualquier cercanía que ella y Peter hubieran podido compartir tiempo atrás
llegó a ser casi inexistente ahora que Peter estaba más hondamente enredado en la
intriga política. Rara vez dormía él en su dormitorio, y cuando lo hacía llegaba tan
tarde y estaba tan agotado que caía dormido de inmediato.
Lali se preocupaba excesivamente por él. Sabía que se proponía embarcarse
con la flota inglesa cuando se encontraran con la armada, y temía que pudiera perder
la vida en la batalla. Pero él rehusaba hablar de ello, como si al contarle los planes de
Inglaterra a una mujer española traicionara de algún modo a su patria. La razón de la
lejanía de Peter no era difícil de entender para Lali. El todavía la deseaba, pero
era evidente que su miedo a que concibiera un hijo suyo congelaba su ardor lo
suficiente.
El mes de junio elevó las tensiones de la corte hasta un punto crítico.
Abundaban los rumores. Se susurraba que la armada ya había zarpado. Algunos
decían que los barcos transportaban cien mil soldados pertrechados para invadir
Inglaterra. Sólo Lali sabía que eran los jesuitas quienes habían difundido esos
rumores. Y entonces, un día soleado de junio, Peter apareció en su cámara a media
tarde. Lali se sobresaltó mucho cuando él irrumpió en la habitación en un estado de
gran agitación.
—Peter , ¿qué ocurre? ¿Han avistado a la Armada Española?.
—Eso quizá lo sepas tú mejor que yo.
Lali retrocedió como si la hubieran abofeteado.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Te has estado juntando con espías a mis espaldas?
Lali se irguió indignada.
—¡Desde luego que no!
—Se me ha hecho ver que estás pasando mucho tiempo con esos curas
españoles que fueron enviados aquí a espiar para el rey Felipe. Si no es por la buena
disposición de Isabel nunca se les hubiera admitido en nuestra tierra. —Sus ojos se
contrajeron en gesto acusador—. ¿Te has vuelto una espía, Lali?
—¡No he hecho nada de eso! ¿Es tan raro que yo prefiera la compañía de los
míos? Esos ingleses de sangre fría me detestan. Por lo menos los frailes hablan
conmigo, no como tú, que parece que te has olvidado de que existo. Estaba
intentando lo mejor que he podido mantenerme apartada de la reina y de sus
acompañantes, ya que según parece tanto les disgusto.
Peter frunció el ceño pero no dijo nada. Aunque ella no lo supiera, él la había
defendido una y otra vez ante la reina Isabel, que seguía oponiéndose enérgicamente
a que uno de sus cortesanos favoritos estuviera casado con una española. Lady Martina
se había apresurado a sumar su propio rechazo al de la reina. Se aferraba tercamente
a la esperanza de que muy pronto iba a ser la esposa de un héroe nacional.
Los pasados meses habían sido tan difíciles para Peter como para Lali. A
Peter le hubiera gustado complacer a Isabel en lo tocante a su matrimonio, pero
sus emociones no se dejaban forzar. Su corazón estaba dividido entre el deber para
con su reina y la creciente ternura de sus sentimientos hacia su esposa. Su cabeza
sabía que la sangre española de Lali sería siempre una barrera entre ellos, pero su
corazón le decía que había llegado el momento de olvidar el pasado y dar descanso
al recuerdo de su familia. El odio tenía su propia forma de retorcer y endurecer el
corazón de los hombres, y él había llevado esa carga demasiado lejos. La venganza
era una amante muy egoísta.
—Peter, ¿por qué me miras de esa forma?
Peter le dirigió una media sonrisa. Se le acababa de olvidar lo que quería
decirle. Mirar a Lali le hacía olvidar hasta su propio nombre.
—Eres hermosa. El pelo te está creciendo, te llega casi a los hombros. Corto me
gustaba mucho.
—Puedo volver a cortármelo.
—Por encima de mi cadáver. —Se acercó más a ella, y aún más, hasta que sintió
la bocanada de su suave aliento cruzarle la mejilla—. Las cosas no están siendo
fáciles para ti, ¿verdad, amor mío? A la reina Isabel no le gusta que la contraríen, y
cuando eso ocurre el disgusto se puede convertir en crueldad. Igual sería mejor
volver a mandarte al campo, lejos de la corte y de todo este barullo.
—¿Por qué has desobedecido a la reina, Peter? Y no pienses siquiera en
mandarme al campo, porque volveré. A tus criados les gusto aún menos que a tus
amigos de la corte. Quizá —dijo pensativa, con pena— fuera mejor que yo regresase
a España.
—Claro que lo sería, amor mío, pero ¿desde cuándo he hecho yo lo que es
mejor? Dejar que te fueras sería como perder mi brazo derecho. Ni lo entiendo ni me
hace ninguna gracia, pero es la verdad.
Peter había pasado los últimos diez años ejercitándose en odiar a los
españoles, y en unos pocos y cortos meses Lali le había enseñado que en la vida hay
algo más valioso que la venganza. Le había provocado alegría abrasadora, angustia
feroz, dulce arrebato... y mucho calor. Sintió que el muro que había levantado
alrededor de su corazón se derrumbaba.
Su boca atacó la de ella, cálida y exigente, mientras su lengua exploraba su
dulzura. Gimió y agarró sus posaderas, tirando de ella hasta la arista cada vez más
endurecida de su deseo. No podía ni empezar a entender por qué se había negado a
sí mismo todas estas semanas, cuando habría dado su alma por tener en sus brazos el
cuerpo desnudo de Lali y hacerle el amor como su propio cuerpo le exigía. Durante
meses había tratado de acatar los deseos de la reina en vez de escuchar a su propio
corazón. Había permitido que su ansia de venganza destruyera la única cosa
importante de su vida. Se le ocurrió a Peter que podía vivir muy a gusto sin la
reina, pero dudaba seriamente que fuera capaz de vivir sin Lali.
Lali sintió la rápida y sensible subida de ese calor que se le enroscaba en las
entrañas, tenso y crudo y tan brillante como el sol al amanecer. Las palabras de
Peter habían sido un bálsamo para su devastado ánimo. Ella le importaba, eso lo
sintió en lo hondo de su alma, pero él interponía entre ellos su ánimo de venganza
como un muro que ella no podía derribar por muy fuerte que golpeara en él.
—Dulce Lali —gimió Peter apretándose contra su boca—. Puede que no
seas una hechicera, pero estás condenadamente cerca de serlo. Lo que me haces a mí
es pura brujería.
—Lo que tú me haces a mí es pura magia —respondió Lali sin aliento—. Y
pensar que yo quería ser monja... Si nunca te hubiera conocido me habría perdido la
alegría de estar contigo. Ay, Peter te am...

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