—Es demasiado pronto. Quiero que me tomes en serio.
Él acaricié con los dedos un mechón suelto de su cabello.
—Vayamos a otro sitio —sugirió besándola otra vez.
Ella apenas consiguió despegarse de sus labios.
—No puedo.
—Es preciso —musité él contra su boca.
—No puedo —repitió Cande.
— Debemos estar juntos.
Ella interrumpió el beso con un suspiro.
—No puedo irme de aquí esta noche. Y lo sabes. Tendría que dar un montón de explicaciones
— Eres médica... Invéntate un caso de urgencia.
—Soy patóloga. Con los muertos no se dan casos de urgencia.
—Ah, vamos... —él tomó su mano y se acercó al pecho, luego fue
descendiendo y la oprimió sobre el bulto que se destacaba bajo
cremallera de sus pantalones vaqueros—. ¿Ve lo que te estás perdiendo?
— Sí, vaya desperdicio — asintió ella lamentándose.
Él sonrió y le besó la mejilla.
—Bien. Te echo de menos. Te quiero. Las horas que faltan para el lunes se me harán eternas.
— El lunes — convino ella suavemente.
Intercambiaron otro tórrido y húmedo beso, y él desapareció en la
oscuridad. Cande observó cómo saludaba a alguien en el porche. Se sentía
bien, genial. ¡Dios, estar enamorada era algo maravilloso!
Sufría una agonía, una agonía tremenda.
Todo estaba oscuro. Era tarde. Muy tarde. Su habitación estaba a
oscuras y extrañamente nebulosa. Se sentía muerto de cansancio, pero no
podía dormir. A causa de ella.
Todo aquello era ridículo. ¿Cómo
podía uno ver a una persona después de muchos años, y desearla tan
intensamente que era como una necesidad física, como un dolor que no
podía controlarse?
Y luego estaba la forma en que ella lo había mirado.
Furiosamente. Como si deseara matarlo.
Y después...
De otra forma. Con un extraño brillo verdes en las profundidades de sus impresionantes ojos.
Se levantó y se paseó inquieto por la habitación, como un tigre al
acecho. Solo tenía que atravesar el pasillo. Ella estaba allí. Solo
tenía que despertarla, sacarla de la cama y plantearle los hechos.
«Mira, ambos lo deseamos, hagámoslo, saquémonos la espina y sigamos
adelante con nuestras vidas...»
Abrió silenciosamente la puerta y salió al pasillo. Solo llevaba puesta una bata blanca de felpa, nada más. No importaba.
Abrió la puerta de su habitación.
Una suave lamparilla proyectaba su luminiscencia anaranjada sobre ella.
Estaba recostada sobre los almohadones, con una combinación negra de
seda, su cabello semejante a una cascada de fuego. Lo vio y no dijo
nada. Simplemente salió con elegancia de la cama, sin dejar de mirarlo, y
se situé delante de él. Se despojó de la
combinación, mostrándose
en toda su gloriosa desnudez, sus senos generosos y firmes, triángulo
púbico del mismo color rubio que cabello.
Extendió los brazos. Él
dejó que su bata cayera al suelo. Los dedos de ella se arrastraron por
su pecho. Bajando, acercándose...
El susurro de ella se estrelló contra los labio de él. La suave cascada de su cabello martirizaba su piel.
—Mira, ambos lo deseamos. Hagámoslo, saquémonos la espina y sigamos adelante con nuestras vidas...
— Sí...
Él la alzó por la cintura, la llevó a la cama, le separé las piernas y
la arrastró de nuevo hacia sí. No había tiempo para juegos. Oh, Dios.
Se...
Se despertó.
Estremeciéndose y sudando a chorros, Peter
emergió del sueño. Por un momento le costó convencerse de que lo había
imaginado todo.
Estaba sentado en el cuarto de huéspedes. Empapado.
Gimió en voz alta, apreté los dientes y se pasó los dedos por el cabello, presionándose levemente las sienes. Maldición.
Aquello no iba bien.
Peter durmió hasta tarde.
Fue a misa de diez, tras enterarse de que Lali y las chicas habían ido a la de ocho. No habían regresado.
Tomó café en un bar y recorrió las calles de Cayo Hueso, mezclándose
con los turistas. Finalmente, alrededor del mediodía, volvió a la casa.
Lali ya había salido para Miami con Alegra. Cande y Rocio se habían ido
con ella. Peter pasé la tarde pescando con Nicolas, Gas y Pablo. Fue
muy agradable. Capturaron numerosas piezas y dieron buena cuenta de
varias latas de cerveza. Una vez en la casa, frieron el pescado y luego
Peter durmió durante varias horas.
Después también él salió para Miami.
Llegó la mañana del lunes.
Y con ella...
Restos humanos.
—No sé si podré servir de mucha ayuda —le dijo Lali a VICO D
ALESSANDRO. Había ido a recogerla el lunes por la mañana, como
acordaron. Sin embargo, ella no sabía que tendría que acompañarlo al
depósito de cadáveres; siempre solía llevarla al lugar de los hechos,
nunca al depósito.
VICO miró de reojo a Lali, y ella le devolvió la
mirada. Él acababa de celebrar su treinta y siete cumpleaños, pero
seguía pareciendo un crío, con su cabello pelirrojo siempre revuelto,
sus pecas y sus cálidos ojos castaños. Aquel aspecto, sin embargo, era
engañoso. VICO podía ser implacable y duro cuando se trataba de capturar
a un asesino.
VICO empujó una puerta y ambos entraron en una
espaciosa sala. Una sala de autopsias, se dijo Lali. En el rincón más
alejado, un grupo de cuatro personas
lado, una pareja trajeada,
¿serían policías de paisano?, observaban la escena y escuchaban mientras
una voz masculina desglosaba en un micrófono los detalles del
fallecimiento.
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