martes, 7 de junio de 2016

CAPITULO 48


— ¿Agente Lanzani? — dijo, corriendo hacia ellos. Parecía muy preocupado—. Sé que su trabajo es importante, pero si puede esperar solo unos minutos... Estamos listos para las próximas tomas y la luz empieza a declinar.
—El agente ya ha terminado —dijo Lali.
—No, no he terminado —repuso Peter mirándola con dureza. Se puso las gafas—. Pero puedo esperar —añadió educadamente.
Cuando la sesión terminó por fin, Peter seguía esperando, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ya se había puesto el sol, pero aún llevaba las malditas gafas oscuras. Lali fue a cambiarse. Minutos después, mientras el grupo se marchaba, no puedo evitar la sensación de que estaba siendo observada...
Rocio se sentía exhausta, física y anímicamente. Las flores de Nico le habían encantado, pero eran un pobre sustituto de su persona. Después de las flores...
Había recibido una llamada de teléfono. Nico tenía que ausentarse de la ciudad unos días. Lo lamentaba. Pero la compensaría más tarde. La amaba.
Sí, sí, sí.
Anna se había quedado en su casa, indispuesta. Rocio tuvo que pechar. con los niños el día entero. Los amaba, pero no había contado con tener que criarlos ella sola.
A las ocho, todos se habían acostado por fin. Rocio entró en su cuarto, desnudándose mientras caminaba. Normalmente solía ser cuidadosa, y Peter le había advertido encarecidamente que tuviera cuidado, pero estaba cansada. Así que olvidó echar las cortinas y las persianas de todas las ventanas de la casa.
Dejó los vaqueros, la camiseta y el sujetador en el suelo del dormitorio y abrió el grifo de la ducha. Después, tras cubrirse el cabello con un gorro de baño, esperó a que el agua se caldease. Se colocó debajo del chorro, notando cómo la tensión se desvanecía. Dios, qué bien sentaba. Estar así, bajo el agua caliente, era estupendo. Pero entonces...
Le pareció oír algo. Como si las puertas de cristal que conectaban el dormitorio con el patio y la piscina se abrieran.
Pese a la calidez del agua, se quedó petrificaY esperó, escuchando...
Había sido un día muy largo para Cande, espectacular en muchos aspectos, excitante, aterrador.
A veces se sorprendía a sí misma con su capacidad para compadecerse de las víctimas de asesinatos violentos, pero, aun así, se volcaba en la investigación forense con energía y pasión.
Tras el hallazgo del torso, ahora era posible analizar los contenidos del estómago y la policía podría saber dónde había tomado Holly Tyler su última comida. A partir de ahí, peinarían los hoteles y moteles de la zona y, con suerte y con un poco de ayuda divina, quizá se descubriese el lugar donde habían asesinado a Holly, así como a testigos que pudiesen haberla visto a ella o al asesino.
Cande se sentia muy satisfecha cuando llegó a casa esa noche.
Consultó el reloj, encantada al darse cuenta de que de un momento a otro llegaría
su nuevo amante. Sentía una suerte de vertiginosa excitación que no había sentido desde sus tiempos en el instituto. Era todo tan excitante, tan maravilloso...
Y él la amaba, además.
Quince minutos.
Empujó la puerta, despojándose ya de la ropa que había llevado en el depósito durante todo el día. Quince minutos no eran mucho tiempo.
Dejó los zapatos y la bata de laboratorio en el salón, luego se quitó la falda y las braguitas mientras atravesaba el pasillo. Para cuando llegó al dormitorio, ya casi se había desabotonado la blusa blanca y se buscaba el cierre del sujetador. Dejando el reguero de ropa tras de sí, se metió en la ducha y abrió el grifo.
Alargó la mano en busca del jabón desodorante, y luego se acordó del gel aromático que le habían regalado en Navidad. Salió de la ducha, goteando, se agachó ante el armarito situado bajo el lavabo y sacó el gel. Se lo aplicó con ahínco...
dos veces en los lugares más íntimos.
¿Qué iba a ponerse cuando saliera?
Nada, decidió. Solamente sus pendientes de oro, su colgante de zafiros y su brazalete para el tobillo. Con eso bastaría.
Pero, mientras lo decidía, se estremeció, segura de haber oído un súbito chasquido lejano. Pensó en ello brevemente.
¡Oh, mierda! ¿Había cerrado la puerta de la calle?
Asesino observó a la mujer que amaba.
Naturalmente, su verdadero nombre no era «Asesino», y amaba a todas las mujeres. Pero aquella era especial.
Se hacía llamar Asesino porque le gustaba. Porque era un nombre duro, contundente y masculino.
Y porque, naturalmente, era un asesino. Ingenioso, inteligente. Los demás, en cambio, eran todos unos idiotas.
La observó.., fascinado.
Vio cómo se movía con ágil y resuelta elegancia. Cómo las prendas de ropa iban cayendo de su figura perfecta. Tenía unos senos preciosos, turgentes, firmes, impecables. Su pelo resplandecía sobre sus hombros desnudos.
Ella se dio la vuelta, y él tembló, pensando en tocarla. Tenía un trasero estupendo. Y era distinta. Él ya sabía que era distinta. En primer lugar, ella lo conocía. Lo conocía bien, no simplemente de vista. No se trataba de una conquista bien orquestada, pero casual, como las demás. Esta vez podía funcionar. Ella podría amarlo. Amarlo de verdad. Podría ser fragante aroma y dulce suavidad.., sin espinas.
Y él quizá no tuviera que...
Matarla.
Ella se movió de nuevo. Pronto quedaría fuera de su radio de visión. Cuán placentero era mirarla, observarla, sin que ella supiera que la estaba viendo. Soñando con saborearla. Ella no sabía cuán buen amante iba a ser. Quizá alguna vez tendría que hacerle daño. Así sabría lo magnífico que era el placer después del dolor...
Se sobresaltó de pronto, preso de una sensación de incomodidad, como si él mismo estuviese siendo observado. Miró en torno rápidamente, ceñudo. Nadie, nadie, nadie podía verlo, salvo quiza...
La otra. La que realmente deseaba. ¡ Algún día, Dios, sí, algún día! Se sintió
súbitamente mareado. ¡Ella miraba y miraba y miraba, pero no podía verlo!, se dijo exultante.
¡Él sí la veía!
Mientras que a ella los árboles no le dejaban ver el bosque. Qué ciegos estaban todos. Sintió ganas de reir al recordar un viejo adagio bíblico.
¡No hay mayor ciego que el que no quiere ver!
Aun asi...
Ella podía resultar peligrosa. Y si se acercaba demasiado, silo amenazaba...
Procedería lentamente con ella. Porque todo debía ser igual que había sido hacía tanto tiempo. La adoraría, aunque la despreciase. Ella era la amenaza. Y él dejaría que viese todo lo que pensaba hacer con ella.
Por el momento, siguió observando desde las sombras y aguardó pacientemente a que las nubes cubriesen la luna antes de hacer otro movimiento.

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