sábado, 4 de junio de 2016

CAPITULO 39

¿No puedes entrar aunque solo sea un momento? — insistió la pequeña.
Él meneó la cabeza, sus ojos verdes extrañamente nublados, mientras sacaba la mano por la ventanilla para revolverle el cabello.
—Nada me gustaría más que pasar la tarde con una Jovencita tan encantadora, pero de verdad que tengo que irme.
Alegra lo aceptó. Lali sintió un extraño temblor serpenteando por su espina dorsal mientras observaba a Peter.
Seguramente se estaría preguntando si su propia hija habría sido como Alegra si hubiera tenido la oportunidad de vivir. Luego los ojos de Peter se posaron sobre ella.
Y Lali dejó de pensar en niños, o en el asesino que andaba suelto. Le devolvió la mirada,
y los temblores que la recorrieron de pronto eran ardientes como brasas. Sexo.
Solo sexo.
Si estuvieran solos...
Si él estuviera desnudo...
Oh, Dios.
Le hizo un gesto de despedida, tomó a Alegra de la mano y se encaminó ligera hacia la casa.

El teléfono sonó a las cinco.
Peter alargó el brazo para contestar mientras se fijaba en el reloj. Era VICO.
—Hemos encontrado un torso.
Peter se frotó la barbilla.
—¿Dónde estás?
— En las afueras, al lado de Krome.
—Estaré ahí en cuanto pueda.
—Es posible que tengamos algo. Una pista.
— Un tatuaje justo debajo del ombligo. Una rosa con espinas. El forense que lo ha examinado dice que parece reciente.
—¿Una rosa... con espinas?
—Había rosas frescas en la casa de María García, la segunda desaparecida. Y el cadáver por identificar en el depósito...
— Tiene una rosa tatuada encima de la nalga izquierda —dijo Peter, citando el informe forense que había leído mientras estaba en Washington —. Iré lo más deprisa que pueda.
Colgó y saltó de la cama.
El asesino había revelado algo de sí mismo al dejar sus tarjetas de visita. Rosas...
Con espinas.
Rocio se aferró a las sábanas y apretó los dientes, mirando al techo. — Háblame, nena, háblame.
Que hablase.
Los hombres siempre querían que las mujeres hablasen.
Pero ella no tenía nada que decir en aquel momento. No es que Nico no fuese un amante decente, que lo era. O podía serlo. Pero últimamente el sexo se le antojaba como todo lo demás en su vida.., todo giraba alrededor de Nico. Rocio no estaba de humor para discutir o plantear una conversación seria. Ni sabía aún cómo expresar lo que tenía que decir. Y si no exponía sus pensamientos correctamente, él la ignoraría por completo, como solían hacer siempre los varones, diciéndose que se estaba comportando como una arpía con síndrome premenstrual~ y que él era el pobre y sufrido trabajador.
—Rocio... —él jadeó su nombre.
Sus constantes ausencias, cenas de trabajo e interminables horas en la oficina habían acrecentado en Rocio el temor de que se estuviera acostando con otra. Cuando ella exteriorizaba un simple atisbo de ese miedo, Nico se mostraba furioso, dolido e impaciente. Naturalmente, Rocio se hallaba en mejor situación que otras jóvenes esposas con niños pequeños que dudaban de sus esposos; ella tenía un padre rico al que acudir.
No, no era el dinero lo que la empujaba a seguir en casa en silencio, con su marido. Era la inseguridad, la confusión, el no saber. ¿Había alguna otra cosa, alguna otra persona, esperandola ahí fuera? ¿O amaba a su marido?
Estaba hecha un lío.
Nico llegó por fin al clímax. Se derrumbó sobre ella pesadamente. Luego se retiró.
Le revolvió el cabello.
Permanecieron tumbados en silencio.
Unos minutos más tarde, empezó a acariciarla. Ella apretó los dientes de nuevo, pero luego, para su sorpresa, empezó a excitarse. Se acercó a él. Se besaron. Él le recorrió el cuerpo con las manos, subiendo y bajando. Ella se apretó contra él, frotándose contra su cuerpo. Restregó la nariz por la gruesa mata de pelo que circundaba su ombligo.
—Vamos, hazlo, nena, hazlo —jadeó.
Fue como si le derramasen encima un jarro de agua fría.
Rocio se quedó quieta un momento, con la cabeza inclinada sobre su vientre, el labio inferior apresado entre los dientes. Sabía lo que él deseaba, por supuesto. Y podía haber descendido por la superficie de su cuerpo para poseerlo con la boca, como él quería. Salvo que no le apetecía.
No le apetecía tener que excitarlo. Deseaba ser seducida, que la dejaran sin aliento.
Se incorporó bruscamente. Su marido abrió los ojos, mirándola con sorpresa.
—Lo único que puedo hacer ahora es la papilla —dijo Rocio con irritación—. Los niños se despertarán enseguida.
Oyó cómo Nico se cepillaba los dientes mientras ella se daba una ducha. Cuando salió, entró él, sin mirarla.
Nico se duchó. Ella se cepilló los dientes y se dio crema facial hidratante.
Él salió de la ducha y se secó con una toalla. Rocio lo contempló en el espejo. Nico tenía el pelo rubio ceniza, impecablemente cortado. Se mantenía en buena forma. Tenía los ojos verde-azulados, era alto, fuerte y atractivo. Ella lo deseaba; no lo deseaba. Lo amaba; lo odiaba.
Se preguntó si padecería algún extraño trastorno mental.
Él se colocó la toalla alrededor de la cintura.
— Cuando no quieras hacerlo, Rocio, solo tienes que decirlo.
—Sí quería...
—Era como estar haciendo el amor con tabla.
Aquello dolió.
—Lo siento.
—Solo tenías que haber dicho algo.
— Intentaba ser una buena esposa.
—Ya, claro. Pues vaya una manera de intentarlo.
—La próxima vez jode tú solo —dijo Rocio quedamente.
— Seguro que me divertiría más — aseguró Nico.

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