Porque habría sido muy fácil mandarla de vuelta con su padre o enviarla a un
convento que no tuviese remilgos a la hora de admitirla en la orden. Una caldera
humeante de resentimiento le hervía a Morgan en las entrañas. Le estaba pasando
algo que no le gustaba y que no era capaz de controlar.
—Me voy por la mañana, Lucía. No sé cuándo volveré. Londres no está tan
lejos de la Residencia de los Scott. Estaré en contacto con Withers y con Forsythe, y
así ellos podrán mantenerme al corriente de si estás bien. Si necesitas cualquier cosa,
pídesela a Withers; mañana pasará a conocerte. Puedes irte de compras al pueblo, si
así lo deseas. Puedes apuntar todo lo que se te antoje a mi cuenta.
Aquellas palabras sonaron del todo frías e impersonales. ¿Acaso todos los
maridos y mujeres de Inglaterra llevaban vidas separadas? Ella apenas si sabía nada
acerca del matrimonio. ¿Es que Morgan no se daba cuenta de lo mucho que ella lo
amaba? Estaba segura de que él se sentía atraído por ella. ¿Cómo iba a hacerle el
amor con tanta ternura si no sintiera nada por ella? Él la quería; ella veía cómo él se
desesperaba por tenerla, en las ardientes profundidades de sus ojos azules y en el
calor tórrido que emanaba por todos sus poros. Y a ella le pasaba lo mismo. ¡Dios! Si
con sólo mirarlo se le hacía la boca agua.
—Te deseo buen viaje, Morgan —esas palabras frías traicionaban el
resentimiento que le hervía a ella por dentro—. ¿Estarás aquí en Navidades?
La mirada de hielo de Lucía dejó a Morgan maltrecho. Maldita sea, resistirse a
ella le costaba, toda su fuerza de voluntad.
—Vete a la cama, Lucía —farfulló, luchando por la supervivencia de su alma. Si
perdía la batalla, perdería para siempre la vida que siempre había conocido y a la
que se había acostumbrado—. No tenemos nada más que hablar. En cuanto a las
Navidades, es poco probable que venga a pasar las vacaciones.
—Eres un imbécil, Morgan Scott —siseó Lucía entre los dientes apretados—.
Evitarme no te va a servir de nada, y mentir acerca de lo que sientes es una falta de
honradez. No engañas a nadie más que a ti mismo.
Morgan cerró los ojos sufriendo el impacto de las acusaciones de Lucía con una
calma pétrea. Dios, ¿cómo podía ella saber todo eso? Cuando abrió los ojos, Lucía ya
se había marchado.
Las palabras de Lucía le tocaron la libra sensible a Morgan. ¡Maldita sea! ¿Acaso
le estaba haciendo sentirse como un imbécil a propósito? Su mirada se posó en el
coñac y los vasos que Forsythe precavidamente había colocado sobre el escritorio y
se sirvió a sí mismo una dosis generosa. Le bajó tan suavemente que se sirvió otro
tanto. Para cuando se hubo terminado la tercera copa, estaba dando traspiés y
compadeciéndose a sí mismo. ¡Maldita sea! Su vida había pegado un giro inesperado.
Él nunca había pedido tener esposa, y ahora que la tenía no sabía qué hacer con ella.
Lo que sabía era que aparecer en la corte con una esposa española a su lado era
exponerse a una catástrofe. Habría sido una tontería pensar que la reina le iba a dar
la bienvenida a Lucía sin poner inconvenientes. A Morgan le iba a costar lo suyo
explicarle a Isabel lo de Lucía. Ya debía de estar al tanto del casamiento, y estaría
esperando con impaciencia que le diera una explicación. Durante su última visita a
Londres, la reina había insinuado que estaba buscando alguna joven aristócrata
apropiada para que se casase con él. Morgan suspiró. En aquel momento tenía el
corazón demasiado malherido como para pensar en la posible reacción de Isabel ante
su repentino casamiento.
Se levantó con dificultad y se fue a buscar refugio en su cama.
Lucía se desnudó hasta quedarse en combinación y trepó a la cama. Trató de
dormir, pero tenía el corazón demasiado atormentado y la mente acuciada por
problemas insalvables y, a pesar del fuego de la chimenea, estaba tiritando de frío. La
vida en el convento era tan simple y sin complicaciones, suspiró, acordándose de
aquellos tiempos en los que había sido más feliz. ¿Por qué Dios no la había
encontrado digna de dejarla allí a vivir en paz? ¿Por qué la había mandado Él a un
mundo de peleas y confusión y la había hecho enamorarse de un hombre tan irritante
como Morgan Scott? Si Dios había querido que amase a Morgan Scott, ¿por qué no
había hecho que Morgan también se enamorara de ella? Todo le resultaba muy
confuso.
Se recostó en la cama y observó el baño de luces y sombras que había en el
techo. En algún lugar lejano, oyó un sonido de algo que se arrastraba, pero no le
prestó mucha atención. En una casa tan grande como aquélla, siempre había
actividad de algún tipo, incluso bien entrada la noche. Lali no habría sabido señalar
en qué preciso momento se dio cuenta de que no estaba sola. Se incorporó sobre un
codo y oteó la puerta. Nada. Girando el cuello, miró hacia el vestidor.
La puerta estaba entreabierta. Peter estaba de pie asomado, iluminado por
un haz de luz que venía de una lámpara que había a su espalda. Le costó darse
cuenta de que la habitación de Peter comunicaba con la suya a través del vestidor.
Detrás de él, podía verse su habitación.
El nombre de Peter salió de los labios de Lali con un suspiro tembloroso.
No le veía la cara, ya que la luz de detrás dejaba todo a oscuras menos su silueta
musculosa. Estaba en equilibrio sobre las puntas de los pies, con los músculos en
tensión y los puños apretados.
—Tú tienes razón, Lagii, soy un imbécil —balbuceó él arrastrando las palabras.
A Lali se le disparó el corazón, pero las siguientes palabras que él dijo hicieron
desvanecerse sus esperanzas—. Soy un cretino por permitir que me influyas de un
modo que no soy lo bastante fuerte para resistir. —Entró en la habitación y Lali
tragó saliva con dificultad.
Estaba desnudo. Total y gloriosamente desnudo, con la hombría erecta en toda
su magnitud.
A Lali se le secó la boca y se pasó la lengua por los labios.
—No era eso lo que yo quería decir. Te llamé imbécil porque niegas lo
inevitable. Lo que los dos queremos. ¿Es que no ves más allá de tus narices? ¿No te
das cuenta de que yo te a...? —dejó la pregunta sin acabar.
¿De qué iba a servir que supiera que ella lo amaba? Él era incapaz de ver más
allá del odio que sentía por su sangre española.
—Yo no tuve nada que ver con la muerte de tus familiares.
Peter trató dos veces de volver a su habitación, y las dos veces fracasó. Lali
y su cama lo atraían como el olor de la miel atrae a los osos, que se desesperan por el
dulce manjar a pesar del riesgo que conlleva. La recompensa prometida bien valía el
esfuerzo.
Cuando Peter se tambaleó ligeramente, Lali se dio cuenta de inmediato de
que no estaba sereno.
—¡Estás borracho!
Peter soltó una risilla.
—No demasiado.
La cama acusó el peso de él. Le dedicó a Lali una sonrisa poco firme y le
arrancó a jirones los pololos. La tela raída cedió enseguida, y los arrojó a un lado.
Abrazó a Lali dejándola sentir el extremo erguido de su deseo.
—Por lo menos esto siempre nos sale bien —declaró—. Perderme en tu dulce
cuerpo hace que me olvide de quién eres y de lo que soy yo —gruñó mientras le
restregaba la erección por el vientre y le hundía el rostro entre los pechos. ¡Dios
santo, qué bien olía!
—Yo soy una mujer, y tú eres un hombre —apuntó Lali. Su cuerpo no
necesitaba demasiada provocación para responder al tacto de Peter —. Y somos
marido y mujer. Sólo con que te dejases de...
Él interrumpió su discurso con un beso abrasador. No quería oírla. Se negaba a
atender a lo que su corazón le decía. Si les hiciera caso a Lali y a su corazón, pronto
dejaría de ser el Diablo, y aún no estaba preparado para eso. Y tal vez nunca llegase a
estarlo. Por el bien de su cordura, necesitaba recordar en todo momento que él era un
hombre que se guiaba por el odio hacia sus enemigos españoles. Tenía la intención
de seguir siendo ese hombre por mucho tiempo.
El proceso mental de Peter se vino abajo por completo cuando el deseo
desenfrenado por su esposa española se manifestó en el doloroso endurecimiento de
su entrepierna. Maldita sea. Lali hacía que se le disparara el pulso y ponía a prueba
su capacidad de dominarse. Con sólo mirarla, la deseaba con el calor de las llamas
del infierno. Debería haberla mandado de vuelta con su padre después de haberle
quitado la virginidad en lugar de habérsela quedado de forma egoísta para su propio
regocijo. O, mejor aun, debería haber echado un simple vistazo a sus ojos inocentes y
no haberla tocado en absoluto. Aunque, si la suerte estaba de su lado, aquella misma
noche se saciaría de ella y se iría a Londres con la mente despejada y el cuerpo
complacido. En la atmósfera de la corte de la reina Isabel, tan cargada de tensión
sexual, le sería fácil olvidar que tema esposa, se dijo a sí mismo.
Incapaz de esperar ni un segundo más, Peter se lanzó a separarle las piernas
a Lali, apretó las caderas y empujó con fuerza. En el instante en el que sintió el calor
resbaladizo de ella a su alrededor, se olvidó de sus oscuros pensamientos y dejó que
el placer se apoderase de él. Era un tipo de placer que sólo Lali sabía darle. Agachó
la cabeza y le chupó los pezones.
Lali jadeaba y gritaba, queriendo desesperadamente ser para Peter algo
más que un cuerpo caliente. De repente, se le desvanecieron los pensamientos. La
carrera hacia el éxtasis era demasiado arrebatadora, y explotó en un clímax violento.
Cuando él hubo obtenido todo lo que ella tenía para darle, la agarró del trasero y
empujó de forma salvaje. Su propia explosión no fue menos turbulenta que la de
Lali.
Lali volvió en sí poco a poco, sintiéndose profundamente saciada. Miró a
Peter y vio que parecía estar tan desbordado como ella.
—Peter ...
Él abrió los ojos lentamente, muy confundido, como si la estructura entera de su
vida se hubiera desmoronado y él acabara de darse cuenta de algo demasiado
preocupante como para compartirlo.
—¡Maldita sea! —Saltó de la cama y se la quedó mirando como si todo su
mundo se estuviera viniendo abajo—. ¡Tengo que marcharme de aquí! Me has
arrancado el alma del cuerpo. ¡Ya no me reconozco a mí mismo!
—Pero Peter , ¿qué te pasa?
—Me voy, Lali, me voy ahora mismo. Seguiremos en contacto por medio de
un mensajero.
Se pasó los dedos por el alborotado pelo rubio y se dio media vuelta, musitando
entre dientes algo de las esposas y de un hechizo. Se fue por donde había venido, por
el vestidor, dando portazos a su paso.
Poco después, oyó un repicar desbocado de pasos que bajaban las escaleras y se
dio cuenta de que Peter había hablado en serio. Era cierto que tenía intención de
marcharse en mitad de la noche, sin importarle los bandoleros ni los demás peligros
que pudieran acecharlo de camino a Londres. ¡Dios santo! Era como si se hubiera
asomado al infierno y estuviera huyendo para salvarse.
A la mañana siguiente, Lali durmió hasta tarde. Se había quedado despierta
durante horas con la esperanza de que Peter cambiara de parecer y volviera pero
por lo visto al final le sobrevino el sueño. El débil sol de la mañana entraba por las
ventanas cuando Daisy la despertó bruscamente de un sueño profundo.
—El capitán se ha ido —la acusó Daisy llena de reproches—. Es raro que un
recién casado abandone a su esposa tan pronto. Resulta evidente que no lo
complacéis.
La sonrisa petulante le desapareció de los labios y se le quedaron los ojos como
platos al ver los pololos rasgados de Lali tirados en el suelo a un lado de la cama.
Trató de ocultar su sorpresa mientras recogía la prenda rasgada y se la colgaba de un
brazo.
—¿No querréis que os los cosa?
Lali bufó, iracunda:
—Eres una descarada que no conoce el respeto. —Si no lograba poner a Daisy
en su sitio, ya nunca iba a poder controlar a ninguno de los criados—. Por supuesto
que quiero que me los cosas. Y quiero que me los devuelvas antes de una hora.
—Tendréis que hablar con más claridad —la provocó Daisy—, vuestro inglés
resulta difícil de entender —le dijo y salió tan campante por la puerta, meneando con
todo su garbo las caderas.
Lali estaba que echaba chispas de impotencia y de rabia. Nunca se había
sentido tan insultada. Y por herejes ingleses, nada menos. Por si fuera poco, Daisy la
hizo esperar casi dos horas antes de devolverle los pololos zafiamente remendados.
Después del desayuno, la modista llegó con el primero de sus vestidos. Cuando
Lali recibió al administrador de Peter, tenía un aspecto arrebatador con aquel
traje de terciopelo rojo intenso que le acentuaba las esbeltas curvas con grandiosa
elegancia.
Pablo Martinez no era como Lali había esperado. Era bastante joven, no mucho
mayor que Peter, que lo había contratado al poco de que volver de Londres tras
los años que pasó de cautiverio. La reina le había devuelto a Peter sus propiedades
casi de inmediato, y necesitaba a alguien que se encargase de ellas mientras él
andaba por ahí saqueando galeones españoles. Martinez era un hombre intenso,
fornido y capaz, un rubio bien parecido y de naturaleza seria. No parecía tener más
interés que los negocios cuando fue recibido por Lali en la biblioteca, que era la
única habitación aparte de su dormitorio en la que se sentía a gusto.
—Vuestro marido me dio instrucciones muy específicas antes de marcharse,
señora Lanzani —dijo Martinez con aire cohibido—. Si necesitáis cualquier cosa, debéis
acudir a mí y yo me encargaré de lo que sea.
—¿Dijo mi marido cuánto tiempo va a pasar en Londres? —Le irritaba tener
que preguntarle a un desconocido lo que debía haber sabido por boca de Peter .
—No, pero prometió que estaríamos en contacto a través de un mensajero.
Estoy seguro de que estáis al corriente. El capitán rara vez se queda en el campo
cuando está en Inglaterra. La reina es una soberana exigente que insiste en que sus
cortesanos la colmen de atenciones.
—Eso tengo entendido —dijo Lali con amargura—. ¿Hay algo más que
debiera saber?
Pablo Martinez sintió una punzada de lástima por la adorable mujer española
con la que Peter Lanzani se había casado. Estaba al tanto de los rumores que
circulaban entre los criados. Se rumoreaba que era un marido renegado pero, tras
conocer por fin a la esposa de Peter, no le costaba entender la fascinación de su
patrón por la belleza arrebatadora de Lali. Dudaba mucho que Peter se hubiera
casado con una mujer española de no haber sido lo que realmente quería. A pesar de
eso, percibió en Lali una tristeza profunda, como si estuviera a punto de venirse
abajo. Tenía un aspecto frágil y vulnerable. Algo debía ir desesperadamente mal en
su matrimonio, dedujo Martinez.
—El capitán Peter mencionó que podríais llegar a tener problemas con los
criados. A veces pueden actuar con soberbia ante los forasteros. —De repente, se
puso rojo, dándose cuenta de lo que acababa de decir—. Lo siento, señora Lanzani, no
he querido decir que... Estaré encantado de resolver las dificultades que puedan
saliros al paso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario