A Lali su habitación le resultó muy agradable. Era luminosa y bien ventilada y
había sido amueblada por una mano delicada y femenina, dándole a Lali la
impresión de que ya había pertenecido antes a una mujer. Había una puertecita que
daba a un vestidor que aún no había explorado. Las ventanas miraban a un jardín de
rosas que, en verano, debía de ponerse espectacular, con mil colores floreciendo. Más
allá quedaba el huerto, cuyas majestuosas ramas le daban un aire de tesoro frutal. Un
fuego que le crepitó alegremente en el corazón hizo a Lali sentirse muy agradecida.
Aquel clima inhóspito hacía que se le congelasen los huesos. Nunca iba a lograr
acostumbrarse al mal tiempo que hacía en Inglaterra, reflexionó apesadumbrada.
Lali todavía estaba contemplando aquellas llamas danzarinas cuando Daisy
entró en la habitación sin siquiera preocuparse de llamar a la puerta.
—El capitán Lanzani ha dicho que voy a ser vuestra doncella. —Miró el pelo y la
vestimenta de Lali con desagrado—. Si vuestros baúles han llegado, los voy
desempaquetando y os elijo algo apropiado para que os pongáis esta noche. Pero
dudo que se pueda hacer algo con esos pelos. ¿Se lleva así en España? Como buena
española, sois toda renegrida, y tenéis un acento atroz. No me puedo creer que el
capitán Lanzani se haya casado con alguien como vos.
Lali se armó de todo su orgullo. No se avergonzaba de ser española.
—Pues sí, soy española. Nací en Cádiz. Y en cuanto a mis baúles, no tengo
ninguno. No tengo más que lo que ves. Si quieres hacer algo, puedes coger este
vestido que llevo puesto y hacer que quede presentable hasta que me puedan hacer
otros. De mi pelo ya me ocupo yo, que estoy acostumbrada a arreglármelo sola.
En lugar de ayudar a Lali en su aseo, Daisy se quedó de pie con los brazos
cruzados observándola con desprecio.
—Los criados apuestan todos a que sois la puta del capitán, y no su esposa.
Todo el mundo en la casa, o en Inglaterra entera, mejor dicho, sabe lo mucho que
desprecia a los españoles.
Lali saltó hacia atrás como si la hubiese golpeado.
—¡Cómo te atreves! Sal de aquí y no vuelvas más.
Daisy hizo un amago de reverencia ante Lali y se largó. No se arrepentía de
sus palabras. No hacía otra cosa que repetir el rumor que circulaba de forma
generalizada entre los criados. Lo que pasaba era que ella era la única con el descaro
suficiente para enfrentarse a la española en su papel de señora de la casa del amo. Se
apresuró a bajar las escaleras y se dio de bruces contra Peter, que justo acababa de
entrar en casa. Él la rodeó con los brazos para evitar que ambos se cayeran.
—Daisy, tienes que tener más cuidado —la previno Peter mientras la
ayudaba a recuperar el equilibrio.
Aunque estaba distraído, se dio cuenta de que ella tenía las mejillas ruborizadas
y los ojos brillantes.
—¿Ha pasado algo? No habrá sido con la señora, ¿verdad?
Como si fuese una actriz consumada, Daisy empezó a temblar y apretó las
manos con angustia fingida.
—Me temo que he hecho enfadar a la señora. Me ha despedido y me ha dicho
que no vuelva. —Con todo el descaro del mundo, se apretó contra Peter y logró
que le saliera una lágrima del ojo—. He hecho todo lo que he podido para
complacerla, Capitán. —Levantó la mirada y se puso a pestañear con aquella cortina
de largas pestañas doradas.
Daisy sabía que era muy guapa y que tenía una figura atractiva, y les sacaba
todo el partido posible a sus encantos para flirtear abiertamente con Peter.
Peter frunció el ceño preguntándose qué demonios habría hecho Lali para
disgustar a la joven sirvienta. Daisy temblaba como una hoja entre sus brazos y
parecía verdaderamente angustiada. Él le dio unas torpes palmadas en la espalda.
—No te preocupes, Daisy, yo hablaré con la señora. Mientras tanto, encárgate
de indicarle a la modista cuando llegue a qué habitación tiene que ir. Mi esposa
necesita con urgencia ropa adecuada, y cuanto antes comience la modista, mejor.
—Me encargaré de ello, Capitán —dijo Daisy luciendo el bonito hoyuelo que
tenía en la mejilla—. Si hay algo más que pueda hacer por vos, lo que sea —enfatizó,
haciéndole ojitos abiertamente—, hacédmelo saber. Será un placer estar a vuestra
disposición para lo que podáis desear.
Al principio Peter no había captado las segundas intenciones de Daisy,
porque estaba demasiado disgustado por lo mal que estaba cayendo Lali entre sus
criados. Pero cuando le quedó claro que se le estaba insinuando, se la quedó mirando
sorprendido. Daisy vio cómo se le encendía a Peter el semblante y bajó la vista con
timidez. Entonces, hizo una reverencia y salió corriendo a contarle al resto de la casa
cómo había sido su encuentro con la esposa del señor, si es que de verdad era su
esposa.
Peter se quedó mirando el vaivén de las caderas de Daisy mientras ésta se
alejaba, riéndose divertido. ¿Cómo se le habría pasado por la cabeza a aquella chica
que podía interesarle, cuando él tenía a alguien como Lali?
La modista llegó a su hora, y antes de irse prometió que el primero de los
vestidos de Lali lo tendría listo al día siguiente. Lali estaba muy agradecida de
que la mujer hubiera traído muchas muestras de terciopelo y de lana, porque los días
de invierno prometían ser los más fríos que ella hubiera conocido en toda su vida.
Eligió el terciopelo rojo intenso, la lana azul oscura y otros dos trajes de telas
igualmente sólidas y calentitas. Peter, de antemano, ya le había indicado a la
modista que incluyera los camisones oportunos, algunas capas forradas de piel y
otras capas más ligeras. También tenía el encargo de incluir guantes y enaguas de
varios colores.
Si aquella modista parlanchina tenía algún sentimiento negativo hacia la esposa
española del capitán Lanzani, fue lo bastante prudente como para no exteriorizarlo. Los
negocios en la pequeña aldea de Haslemere no eran nada del otro mundo, y el
mecenazgo de Peter era muy apreciado por allí. Aun así, Lali no pudo evitar
darse cuenta del extraño modo en que la señora Cromley y la joven que la ayudaba la
miraban cuando creían que Lali no las veía.
Cuando la señora Cromley y su pequeña y tímida ayudante se marcharon,
Lali cepilló y sacudió su traje y lo tendió sobre la cama, listo para lucirlo en la cena.
Por un instante deseó haber podido ponerse algo elegante, hasta que recordó que no
hacía tanto tiempo había estado bien satisfecha con su hábito gris y su toca blanca,
que le tapaba todo menos la cara. Peter la había transformado en tantos aspectos
que no era capaz ni de enumerarlos siquiera. Aunque, según su punto de vista, no
todos los cambios habían sido para mejor.
Al poco, los criados aparecieron con una bañera, y Lali se dio un baño con
toda la calma del mundo. Después se vistió y se pasó un cepillo por los rizos
trasquilados. Daisy no volvió, lo cual dejó a Lali bastante indiferente. No necesitaba
a aquellos criados engreídos de Peter que criticaban su forma de hablar y la
comparaban con las mujeres inglesas. Cuando el reloj del vestíbulo dio las ocho,
Lali empezó a bajar por las escaleras. Estuvo a punto de parársele el corazón
cuando vio a Peter esperándola en el rellano de abajo.
Le pareció que estaba escandalosamente guapo, de un modo muy masculino,
con aquellas facciones tan duras y descaradas bronceadas por el sol y el viento y
aquel cuerpo tan ágil y musculoso, tonificado por la actividad física. Iba vestido de
manera informal, con unas calzas, unos bombachos y un chaleco. Si se hubiera
puesto sus mejores galas, la habría dejado a ella en ridículo con su vestido todo
desgastado. Cuando llegó al último escalón, él le tendió el brazo.
—Había pensado que lo mejor sería una cena informal en la biblioteca con unas
bandejas delante del fuego —dijo Peter —. El comedor es una sala muy grande que
intimida un poco. Pueden cenar allí cincuenta personas fácilmente.
Lali lo miró a través de una cortinilla de pestañas de azabache.
—Gracias Peter , agradezco tu consideración. En España no somos tan
formales como vosotros, los ingleses. En casa de mi padre, cuando hacía bueno,
cenábamos a menudo en la terraza o en el patio.
Entraron en la biblioteca, una sala acogedora iluminada por un fuego
crepitante. Las paredes estaban forradas de estanterías de libros, todas llenas de
volúmenes encuadernados en cuero. Inspiró para apreciar el olor del cuero y de los
muebles encerados, y decidió que por más elegantes que pudieran ser las demás
habitaciones, aquélla iba a ser siempre su preferida. Peter la condujo hasta una de
las butacas tapizadas que estaban colocadas una al lado de la otra y la ayudó a
sentarse. Luego, acercó dos mesitas y se acomodó en la butaca que había junto a ella.
Como si hubieran estado esperando justo ese momento, los criados entraron y
sirvieron la cena. Lo que les sirvieron era la típica comida insípida inglesa, de la que
Lali comió más bien poco, haciéndola bajar con un vino exquisito. Peter picoteó
apenas de su comida pero bebió copiosamente, sin apartar la mirada de los ojos
entornados de Lali. Lali, con descaro, lo miró a los ojos, y encontró en ellos una
mirada silenciosa llena de rabia, pena y deseo.
—Daisy me ha dicho que la has echado —empezó a decir Peter una vez que
la cena había sido recogida y los criados se habían retirado—. ¿Te ha disgustado de
alguna manera? ¿Quieres que te elija a otra doncella? Tal vez debería despedirla.
Lo último que quería Lali era darles a los criados un motivo más para que la
odiasen.
—Es que yo estaba tensa y cansada. Por mí, no hace falta que la despidas.
Peter asintió, comprensivo.
—Eso fue justo lo que pensé. Como ya te he dicho antes, debes aprender a
llevarte bien con los criados. Si no te respetan, vas a conseguir que hagan muy poco.
Todos vienen de buenas familias inglesas y son de confianza. No siempre voy a estar
yo aquí para hacer de colchón entre la servidumbre y tú. Si surgen problemas,
tendrás que arreglártelas tú sola.
La idea de quedarse sola le producía a Lali en las tripas un sentimiento de
caída libre.
—Peter, tal vez deberías mandarme de vuelta a España. Yo no soy de aquí.
Tú no me quieres y tu gente me odia. ¿Por qué insistes en semejante tortura para
ambos?
El azul de los ojos de Peter se cristalizó en dos diamantes.
—Estamos casados, ¿o es que ya se te ha olvidado? No voy a permitir que te
marches, Lali; olvídate.
—Pues no lo comprendo. —Ella estaba profundamente confundida.
—Ni yo —replicó Peter, observando sin mucho afán el bailoteo de las llamas.
Su franqueza la sorprendió—. Brujería pura —dijo como para sí—. Pero, a pesar de
todo —continuó, ya más claramente—, eres mía, y vas a seguir siendo mía. ¿De
verdad piensas que tu padre quiere que vuelvas después de haber abandonado a tu
prometido? —se rió con amargura—. Yo no lo creo. Por lo menos, aquí puedo tenerte
a salvo y saber que no te va a faltar nada.
Excepto tu amor, pensó Lali en silencio. No eres capaz de darme tu amor, y eso es lo
único que quiero de ti.
Lali se levantó de pronto con la intención de marcharse, pero Peter la sujetó
del brazo y la obligó a quedarse sentada.
—¿Me das tu palabra de que vas a tratar de llevarte bien con los criados?
Lali asintió. Peter, satisfecho, la soltó. Tocarla era una auténtica tortura. Se
sentía arrastrado a caer en la telaraña de su seducción, y sus anteriores experiencias
con LLali le habían demostrado que no era lo suficientemente fuerte como para
resistir el poder arrebatador que ella ejercía sobre sus sentidos. Acordarse de que
Lali era española y evocar su odio por todos aquellos que llevaran sangre española
no le servía para acallar el anhelo imperioso que sentía de su sensual esposa. Lo que
más hubiera deseado era ser capaz de dejarla marchar y olvidarse de ella.
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