Eran ya mediados de marzo cuando Lali consiguió poner en marcha su plan.
Durante las semanas que precedieron había hecho un tiempo de perros, convirtiendo
en más que imposible su idea de hacer un viaje por aquellos caminos embarrados y
llenos de surcos. Lali había estado varias veces en el pueblo aquel invierno, pero
todavía no le había llegado el momento de viajar a Londres.
—¿Otra vez estáis pensando en ir al pueblo? —preguntó Forsythe en tono
glacial.
—Sí. Informad por favor al cochero de que quiero que me tenga a punto el
coche mañana a las diez en punto.
—¿Tenéis algún motivo en especial para querer ir al pueblo?
Lali alzó las cejas y le lanzó la mirada más condescendiente que pudo esbozar.
—¿Es que necesito un motivo?
—Desde luego que no. —Forsythe agitó nerviosamente la mano,
desesperanzado—. Daisy os acompañará como de costumbre.
—Eso no va ser necesario —dijo Lali con firmeza—. Ponedme un lacayo si os
parece que hay algún peligro.
—Señora, sencillamente no puedo dejaros salir de esta propiedad sin una
doncella que os acompañe.
Lali le dedicó una mirada fría.
—Me da lo mismo si os parece correcto o no. Ocupaos de que el coche me esté
esperando mañana a las diez en punto exactamente. —Y, volviéndose bruscamente,
salió de allí muy decidida, dejándolo con la palabra en la boca.
Ese mismo día, más tarde, cuando Pablo Martinez llegó a la casa, Lali se
resignó a librar otra batalla. Era evidente que Forsythe había recurrido a la ayuda del
administrador para disuadirla de su idea de ir al pueblo sin una acompañante.
—¿En qué puedo ayudaros, señor Martinez ? —le preguntó Lali al capataz al
encontrárselo en la biblioteca.
Martinez se aclaro la garganta, visiblemente incómodo por tener que plantear
una cuestión tan delicada.
—Forsythe me ha informado de que queréis ir al pueblo. No tengo nada que
objetar a eso, pero no podemos permitir que vayáis sola. No sería correcto.
—No necesito ninguna acompañante —insistió secamente Lali—. No me llevo
bien con ninguna de las criadas, y no me apetece pasar tiempo con ellas. —Con
cualquiera de ellas pegada a los talones, todos sus planes se irían al gárrete.
Martinez se ruborizó. Durante los largos meses que el capitán llevaba en
Londres, no había escrito ni una sola nota a su esposa. A Martinez le daba pena
aquella pobre mujer; no lograba entender a santo de qué se había casado su jefe con
aquella belleza española para luego no hacerle el menor caso. Si había que creer las
noticias que llegaban de Londres, el capitán Lanzani se lo estaba pasando en grande en
la ciudad, bailándole el agua a Lady Martina Stoessel y jugando a la vida cortesana. Él
sabía que la esposa del capitán se sentía sola, pero no podía hacer nada para
remediar esa situación.
—No tengo nada en contra de que salgáis —concilio Martinez —. ¿Queréis
alguna otra cosa?
—No me gusta salir con el monedero vacío —dijo Lali, dedicándole a Martinez
una sonrisa agradable.
—Podéis comprar a cuenta todo lo que queráis, como habéis hecho otras veces.
—¿No ha previsto mi marido alguna asignación mensual para mí?
—Sólo me dijo que os dé todo lo que pidáis.
—Pues necesito algo de dinero para llevar en el bolso.
Martinez le lanzó una mirada insegura, pero luego se encogió de hombros y se
dirigió al escritorio. Sacándose del bolsillo una llave, abrió con ella uno de los cajones
y sacó una cajita metálica. Lali, oyendo el tintineo de monedas, se acercó para
mirarla mejor. Estaba llena hasta arriba de monedas de oro y de plata. Martinez contó
unas cuantas monedas de plata y le echó a Lali una mirada inquisitiva.
—Igual también un par de monedas de oro —sugirió ella, sagaz—. Peter
querrá que tenga dinero suficiente para comprarme unas pocas bagatelas sin tener
que cargarlas en su cuenta. Por supuesto que para cualquier cosa de más importancia
haré que le pasen la factura a mi marido.
Siempre sensible a una sonrisa agradable de mujer, Martinez concedió de buena
gana, tendiéndole a Lali unas cuantas monedas de oro y otras cuantas de plata. No
tenía idea de que su jefe fuera un hombre tacaño, así que pensó que no tendría nada
en contra de establecer una cantidad mensual para su esposa. Si él hubiera sabido lo
que Lali tenía en mente, no habría actuado de forma tan ciega.
A la mañana siguiente, Lali salió de la casa exactamente a las diez en punto y
encontró el coche esperándola en la puerta.
—¿A qué hora volveréis, señora? —le preguntó Forsythe mientras la ayudaba a
meterse en el coche.
—Puede que vaya a visitar las fincas vecinas cuando termine en el pueblo. No
os alarméis si no vuelvo antes de que oscurezca. Hace un día excepcionalmente
bueno, y estoy cansada de estar encerrada en casa. Por todas partes hay señales de la
primavera, y me apetece disfrutarlas.
Lali se despidió alegremente con la mano mientras el coche se alejaba
traqueteando. Hacía varios días que no había llovido, y la mayor parte de los charcos
del camino se habían evaporado. A Lali se le esponjó el espíritu; aquel tiempo
magnífico también ayudaba. Le había llevado mucho tiempo y largas cavilaciones
decidir qué debía hacer y cómo ponerse a ello. Las semanas se habían convertido en
meses sin que le llegara carta de Peter. Lo poco que sabía de él había tenido que ir
extrayéndolo de los cotilleos de los criados. Se había enterado de que en Plymouth se
habían reunido más barcos, y de que Inglaterra se preparaba para la previsible
llegada de la Expedición Española a sus costas. Se había establecido un sistema de
balizas que debían encenderse para dar la alarma a lo largo de la costa y hacia el
interior de cada comarca en cuanto la flota española estuviera a la vista.
Se recabó toda pieza de artillería disponible para fortificar la costa sur y las
comarcas orientales. Los fosos de las ciudades se despejaron y se hicieron más
profundos, se repararon las grietas de las murallas de las villas y los muros exteriores
se reforzaron con arena en previsión de posibles descargas de artillería. A pesar de
todo ello, Lali seguía negándose a creer que estaba a punto de producirse un ataque
español. La reina católica María de Escocia, después de conspirar durante diecinueve
años para arrebatarle a su prima Isabel el trono de Inglaterra, había sido juzgada por
conspiración contra la corona, declarada culpable y ejecutada. Y ahora que ya estaba
muerta, no parecía haber motivo para una invasión.
El pueblo apareció ante sus ojos, y el coche fue aminorando la marcha para
adaptarse al flujo creciente de personas y coches. Era día de mercado, y las hordas de
granjeros se reunían en la ciudad. Aquel evento imprevisto se ajustaba perfectamente
a los planes de Lali. A una señal suya, el cochero frenó los caballos y saltó del
pescante para abrirle la portezuela.
—¿Está bien aquí, señora?
—Aquí está perfecto —respondió Lucía con una sonrisa halagadora—. Puedes
ir con el lacayo a la taberna, si os apetece. Yo tengo para varias horas.
—Le diré al lacayo que os acompañe para llevaros los paquetes, Lady Lanzani. —
El cochero tenía órdenes del señor Martinez de no perder de vista a la señora, porque
era la primera vez que se aventuraba a salir sin la compañía de una criada.
Lali torció el gesto. Ni necesitaba ni quería un guardaespaldas, pero
comprendió que era inútil contradecir a aquel leal servidor de Lanzani. Accedió
cortésmente, revisando a toda prisa su plan.
Anduvo de aquí para allá sin mucho propósito, hasta que encontró el taller de
la modista. Le pidió al lacayo que la esperara en la puerta, porque probablemente se
iba a pasar un buen rato encargando galas veraniegas, y entró en la tienda, que por
ser día de mercado estaba llena de visitantes. La señora Cromley estaba ocupada con
otra dienta y no vio entrar a Lali. Ella se escabulló hacia una puerta tapada por una
cortina y se coló por allí, encantada de encontrarse en un almacén con una puerta que
daba a un callejón. Todo estaba yendo tan rodado que apenas podía creerlo. Era casi
como si Dios estuviera mirando por ella.
Las monedas iban tintineando de un modo reconfortante en su monedero de
red mientras se abría camino entre aquellos callejones cubiertos de suciedad. Darle
esquinazo al lacayo había resultado fácil, pero encontrar un vehículo que la llevara a
Londres iba a ser más difícil. Pero, una vez más, la suerte estaba de su parte. En el
callejón se tropezó con un repartidor de vino que estaba descargando su mercancía
junto a la puerta trasera de una taberna. Oyó cómo le decía al tabernero, que había
salido a pagarle, que se volvía a Londres a cargar más vino en la bodega. Lali
esperó a que se hubieran despedido el uno del otro antes de acercarse al repartidor,
que estaba extendiendo afanosamente una lona por el fondo de la carreta.
—Me ha parecido oíros decir que os dirigís a Londres, caballero —le dijo,
mientras el tipo se subía al carro.
El repartidor la miró con curiosidad.
—Sí, moza, sí, eso he dicho. ¿Por qué lo preguntas?
—Os recompensaré bien si me lleváis con vos.
El repartidor escupió, despreciativo.
—¿Qué eres, una ramera? Yo soy un hombre casado, y fiel a mi esposa. Tengo
una hija que es mayor que tú. Más te vale buscarte a otro.
Lali se encrespó, indignada.
—Desde luego que no, señor; no soy ninguna puta. Solamente necesito una
forma de llegar a Londres, y estoy dispuesta a pagar, en dinero, por el viaje.
El repartidor escrutó a Lali con los ojos entornados, encontrando altamente
sospechoso el acento con el que hablaba el inglés.
—¿Eres extranjera? ¿No serás una espía?
—Soy española, pero podéis estar seguro de que no soy una espía. Por favor —
le suplicó Lali—, necesito desesperadamente llegar a Londres.
—¡Española! Yo no llevo españoles en mi carreta. Lo siento mucho, moza, pero
vas a tener que buscarte otra forma de llegar allí —fustigó con las riendas la grupa de
sus caballos, y la carreta dio un tirón hacia delante.
Poco dispuesta a aceptar un no por respuesta, Lali esperó a que el repartidor
estuviese entretenido tratando de abrirse paso por la estrecha calleja para trepar al
carro y arrastrarse hasta debajo de la lona antes de que el tipo alcanzara a darse
cuenta de que llevaba una pasajera. Para cuando el carro logró salir a la abarrotada
avenida, Lali estaba ya cómodamente instalada bajo la lona. Con el calor relajante
del sol y el sonido monótono de los cascos de los caballos, enseguida se quedó
dormida.
Londres
Marzo de 1588
La Cámara de Audiencias de la reina era un hervidero de hombres y mujeres
elegantemente ataviados de sedas, satenes y brocados. Tanto unos como otras iban
suntuosamente engalanados con pelucas empolvadas, anillos en todos los dedos y
escarpines con hebillas de pedrería. Pero la estrella que más brillaba en la gran sala
era la reina, que reinaba entre sus cortesanos y sus damas. Estaba flirteando
descaradamente con un cortesano en particular, un hombre alto y ancho de hombros
cuyo semblante tostado daba mudo testimonio de largas horas soportando el sol
deslumbrante y el azote del viento. Resultaba evidente que acababa de celebrarse
alguna ceremonia, porque la sala estaba llena de dignatarios y consejeros privados.
—"Sir Peter Lanzani ." Suena bastante bien, ¿no os parece, Sir Lanzani ? —decía la
reina, dándole al pirata picaros golpecitos en el hombro con su abanico.
Madurando pero sin perder la chispa, Isabel tenía debilidad por todos los
hombres apuestos de su corte. Pero si se desviaban de su camino o la contrariaban,
tenía muchas y muy diversas formas de demostrar su contrariedad, y ninguna era
placentera.
Peter le dedicó a la reina una sonrisa genuinamente cálida. Isabel le había
mostrado una gratitud ilimitada cuando él le hizo entrega de su parte del botín
español. En consideración a su lealtad, le había otorgado el título de caballero a
Peter, que ahora era Sir Peter Lanzani. Su persecución diligente e implacable de las
embarcaciones españolas estaba haciendo engordar las arcas reales.
—Vuestra Majestad es muy generosa —respondía Peter —. No merezco
tanto.
—Puede que tengáis razón. Estamos muy satisfechos con vuestra contribución a
nuestras arcas, pero aun así muy disgustados por vuestro desastroso matrimonio.
¿Habéis cambiado de opinión sobre nuestro ofrecimiento de disolver vuestro
matrimonio con esa española? Os casasteis bajo coacción, si no nos equivocamos.
Lady Martina haría mucho mejor pareja con uno de los héroes más queridos de
Inglaterra.
Peter se revolvió incómodo bajo la mirada insistente de Isabel. La reina no
estaba complacida con aquel lamentable matrimonio suyo, y no había tardado en
manifestarlo. Después de que Peter le explicara cómo le habían obligado a casarse
con una española, la reina le ordenó que solicitara la anulación del matrimonio,
insistiendo en que no era legal. Pero algún duende perverso de su interior le impedía
hacerlo. Esa resistencia de Peter estuvo a punto de hacer que la reina cambiara de
opinión y no le otorgara el título de Sir. Pero como el clamor popular estaba de parte
de Peter al final la reina le concedió esa gracia.
—Lady Martina es encantadora —admitió Peter —, sería un honor para cualquier
hombre tenerla por esposa.
En realidad, Peter consideraba a Lady Martina una cabrilla loca, muy poco ajena
a las pasiones masculinas. Aunque la reina vigilaba con celo a sus damas de
compañía, no podía pasarse con ellas todas las horas del día, y muchas veces no
estaba al corriente de su reprobable comportamiento.
Isabel le lanzó a Peter una sonrisa complacida. Le molestaba profundamente
pensar que uno de sus favoritos se había casado con una española, pero tenía la
seguridad de que con los incentivos adecuados Peter llegaría a ver las cosas como
ella.
—¿No es Lady Martina la que está sentada ahí, del otro latió de la sala? Parece que
está sola. ¿Por qué no vais con ella? Nos le hemos prometido a Sir Drake una
audiencia en privado. Este asunto de los españoles está empezando a ponerse
peliagudo. No tenemos ni idea de por dónde piensa atacar la flota española, ni de
cuándo partirá de Lisboa, si es que lo hace. Sir Drake y los almirantes quieren salir
con nuestra armada y acabar con ellos antes de que nos tengan a tiro, pero Nos no
vemos razón para precipitarse. Preferiríamos mil veces arreglar las
cosas mediante
una negociación pacífica.
—He hablado con Sir Drake —dijo Peter — y estoy de acuerdo con él.
Nuestros informes dicen que nuestra flota está mejor armada y mejor provista de lo
que ha estado en mucho tiempo. Si atacamos primero, podríamos destruir su flota
antes de que abandone Lisboa.
—Debemos ser cautos —recomendó Isabel—. Primero vamos a hablar con Sir
Drake, y luego Nos decidiremos qué rumbo conviene tomar.
—Mi barco está a vuestro servicio, Majestad —ofreció generosamente
Peter —. Sólo espero vuestras órdenes.
—Conocemos bien vuestra lealtad, Sir Lanzani quitando esa obstinación vuestra
en lo que a vuestro matrimonio se refiere. Ahora os podéis ir; Lady Martina está ansiosa
de vuestra compañía.
Peter hizo una reverencia y se apartó de la reina, pero no fue donde Lady
Martina. Salió discretamente por una antesala a los jardines que había más allá, evitando
deliberadamente a la pertinaz Lady Martina . Desde el día en que llegó a Whitehall, Lady
Martina se le había pegado cual sanguijuela sedienta de sangre. Si él buscaba la
compañía de alguna otra mujer, era para ver lo celosa que se ponía Martina. Ya había
perdido la cuenta de las veces que ella le había invitado a su cama, y una o dos de
ellas llegó a pensarse si aceptar tan descarada invitación. Dios sabía que no le
faltaban ganas. Pero, para disgusto suyo, algo que estaba más allá de su control le
impedía buscar alivio entre las piernas blancas de Martina.
Lali. Su nombre se le demoraba en los labios como un precioso recuerdo.
Lali. Lali
En sus primeras semanas en Londres Peter había estado muy ocupado, y eso
le había dejado poco tiempo para pensar en Lali. Él y Nico Riera se habían
reunido casi todos los días con la reina y su consejo privado, que escuchaban con
avidez la descripción que Nico hacía de la gran armada que había visto congregarse
en Lisboa. Y cuando Peter no estaba bailando al son que tocaba la reina, se hallaba
de consulta con notables como Sir Francis Drake y Lord Burleigh. La situación con
España se estaba poniendo impredecible, y la reina retrasaba deliberadamente el
aprovisionamiento de su flota. Sir Drake no dejaba de lamentarse de no poder estar
ya navegando hacia Lisboa para bloquearlos allí en lugar de quedarse parado con la
armada en Plymouth.
Antes de que Peter pudiera darse cuenta llegó la Navidad. Tuvo la presencia
de ánimo suficiente para enviarle un regalo a Lali. En el ajetreo de aquellas
semanas, Peter llegó a creer que había conseguido sacarse a Lali de la cabeza, y
por eso no entendía qué le estaba impidiendo anular su matrimonio. Decir que a la
reina le disgustaba aquella unión era decirlo con palabras muy suaves, aunque al
enterarse de las circunstancias se había calmado un tanto. Aun así, seguía molesta
con que Peter se resistiera a sus esfuerzos por liberarlo de aquel desafortunado
emparejamiento.
Fue entonces cuando Isabel le ofreció a Lady Martina como recompensa por sus
servicios a Inglaterra; y era un premio suculento. Lo único que Peter tenía que
hacer para recibirlo era deshacerse de su actual esposa. Peter lo estuvo
considerando, llegando hasta el extremo de hacerle la corte a Peter , pero luego
empezó a encontrar excusas para evitarla. Su pálida belleza rubia podía resultar
apetecible para otros, pero Peter se dio cuenta de que él prefería la sensualidad
morena de las mujeres de rasgos exóticos, ojos vivaces y lustrosos rizos de ébano, por
desgracia trasquilados.
Pasó diciembre y vino enero con su ronda de bailes y celebraciones, y de
aburridos musicales en los que la principal figura era alguna diva italiana que
cantaba desafinado. Peter visitó antros de perversión con amiguetes que bebían
hasta quedarse inconscientes y se despertaban en brazos de rameras. Peter podía
frecuentar los peores tugurios de Londres y beber en exceso, pero no se sentía capaz
de tontear con rameras. Apostaba sin medida, perdiendo a veces, aunque ganando
con más frecuencia, grandes cantidades de dinero. Febrero vino y se fue y marzo
trajo consigo la primavera. Las dos únicas veces que se sintió tentado de visitar una
casa de citas de alta categoría, terminó jugando a las cartas en el piso de abajo
mientras sus amigos se deleitaban con las rameras más finas y más caras de todo
Londres. Y una y otra vez maldecía su propia estupidez.
No podía negar que necesitaba una mujer. Lo que le ponía furioso era no poder
satisfacerse con cualquiera de ellas. En su afán de liberarse de la imagen de Lali,
había bailado y flirteado en todas las fiestas de la temporada londinense. Sabía que
Lali estaba bien, porque Martinez le mantenía informado del bienestar de su esposa.
Y, con todo aquello, en Londres Peter se había dado cuenta de un hecho
importante: había comprendido que Lali nunca podría encajar en aquel tipo de
vida.
Su belleza exótica y morena delataba su ascendencia española. No la aceptarían
ni sus amigos ni la reina. Si en lugar de española fuera francesa habría sido distinto,
pero no lo era. El hecho de que Lali llevara en sus venas la sangre de aquellos a
quienes él había dedicado su vida a destruir le resultaba imperdonable. Era un
defecto fatal que convertía su matrimonio en una especie de burla. Y aun así no
podía negar que los brazos le dolían de ganas de abrazarla, que estaba deseando oír
sus gemidos suaves mientras la conducía al éxtasis. Echaba insoportablemente de
menos su dulce forma de corresponderle, en la que no había maña ni fingimiento. Si
no fuera porque sabía a qué atenerse, habría pensado que estaban hechos el uno para
el otro.
Peter sacudió la cabeza para despejársela de tan perturbadores
pensamientos. Desear a Lali sólo le complicaba la vida. Isabel le estaba apremiando
a solicitar la anulación, y se imaginaba que tendría que acabar cediendo y casándose
con Lady Martina, o con alguna otra igualmente apropiada. Recordó los tiempos en que
Lali le suplicaba que la mandara de vuelta al convento. Probablemente estaría
contenta si lo hiciera ahora. No podía estar a gusto en sus circunstancias, arrinconada
entre sirvientes hostiles y desatendida. Fijaría una suma de dinero para ella y le daría
a elegir entre varios destinos. O quizá, pensó abatido, ella prefiriera volver con su
antiguo prometido. Ese era un pensamiento muy poco agradable.
Y no es eso lo que tú quieres, le recordaba una voz interior.
—En todo caso, haré lo que sea mejor para todos —dijo en voz alta.
—¿Con quién diantres hablas, Peter? ¿Qué haces aquí fuera tú solo? —La
sonrisa se desvaneció de su cara, reemplazada por un feo ceño—. No te habrás citado
aquí con alguna otra mujer, ¿verdad?
—Me ofendes, Martina —protestó Peter , galante—. Sólo buscaba un poco de aire
fresco. Ya sabes que tú eres la única mujer que me interesa. —Dios, cuánto le
fatigaban las absurdas sutilezas que imponía la sociedad. Habría preferido mil veces
poder repantingarse en la cubierta del Vengado; a estar allí regalando frases
biensonantes a los oídos de aquella mujer.
Peter sonrió y se le acerco un poco más. Su pelo rubio sin empolvar tenía reflejos
leonados y dorados a la luz menguada. Alzó la cara, con los labios separados como
una invitación, consciente de que había pocos hombres capaces de resistirse a su
belleza. Por desgracia para ella, el imponente Peter Lanzani estaba demostrando ser
uno de esos pocos. Él no era como la mayor parte de los hombres. Para Martina, el hecho
de que ya estuviera casado apenas cambiaba las cosas, porque sabía que la reina
Isabel le estaba presionando para que obtuviese la anulación o el divorcio; y qué
hombre tendría el coraje de desobedecer a una reina vengativa.
Pero Peter se hacía el difícil a propósito. Unos pocos besos y unas pocas
caricias eran lo único que había logrado arrancarle, por mucho que en más de una
ocasión intentara atraerlo a su cama. Según los rumores, le habían obligado a casarse,
así que Lady Martina no se planteaba siquiera que pudiera estar enamorado de su
esposa. Peter rara vez hablaba de la española; sin embargo, Martina no lograba
explicarse el misterioso anhelo que alguna que otra vez había descubierto en sus ojos.
Pero eso a ella tampoco le preocupaba: estaba convencidísima de que ninguna mujer
de piel oscura podía compararse ni de lejos con su propia belleza dorada.
—Conozco un sitio donde podemos estar solos, si te molesta que aquí haya
tanta gente —le dijo a Peter en un susurro gutural—. No está lejos. —Le cogió la
mano—. Ven, te lo enseñaré.
Peter no se lo pensó más que un instante. ¿Por qué demonios no iba a coger
lo que Lady Martina con tanta libertad le estaba ofreciendo? Necesitaba una diversión, y
la necesitaba ya. Necesitaba a alguien que reemplazara a Lali en sus pensamientos.
Martina era guapa, tenía buena figura, y no era ninguna virgen pacata. Por decirlo de un
modo sencillo, Peter necesitaba descargar su frustración sexual en las suaves
carnes de una mujer.
Iba casi pisándole a Martina los talones cuando ella lo condujo a un cenador
apartado, situado en la zona más lejana del jardín. Observó que estaba algo
desvencijado, señal fiable de que poca gente pasaba por aquel lugar solitario. Poca
gente entre la que podía contarse probablemente a Martina y a sus diversos amantes. Y
ahora estaba a punto de añadir a Peter a la lista de sus conquistas.
—¿No te estará echando de menos la reina? —preguntó él, entrando en el
cenador detrás de Martina. Constató sin mucho interés que en el interior había varios
bancos cubiertos con colchonetas descoloridas, y muy pocos muebles más. Los
ventanales estaban protegidos con estores de lona, que podían bajarse para asegurar
la intimidad.
—La reina ha ido a reunirse con Sir Francis Drake —dijo Martina mientras
desenrollaba los estores, sumiéndolo lodo en un mundo de sombras que invitaba a
intimar—. No me echará de menos. Tenemos muchas horas para poder divertirnos
juntos. —Y, echándole a Peter una sonrisa coqueta, se recostó sugerente en uno de
los bancos y tendió los brazos hacia él.
Peter la contempló entornando los párpados antes de acercarse a ella y
tomarla en sus brazos. Martina soltó un suspiro feliz. Todo la hacía pensar que muy
pronto iba a ser la esposa de aquel apuesto pirata que se había convertido en uno de
los héroes de Inglaterra. Se estremeció, delicada, anticipándose deseosa a la rudeza
de sus manos. Un hombre que saquea y mata por placer no puede ser un amante
suave, y ella estaba dispuesta a convertirse en su esclava. ¿No sueñan todas las
mujeres con ser violadas por un apuesto pirata?
Poco a poco Peter despojó a Martina del vestido, desnudando redondeces de un
blanco níveo. Hizo una mueca de disgusto, encontrando a Martina pálida y poco
atrayente en comparación con la belleza de piel dorada de Lali. Obligándose a
continuar, Peter le desató la enagua y el corpiño y cogió con la mano uno de sus
pechos blancos. Martina gimió y le agarró la cabeza, empujándosela hacia sus pechos.
Peter correspondió metiéndose el pezón en la boca y pasándole la lengua
alrededor.
Estuvo a punto de dar una arcada. La piel de mar apestaba a perfume del
fuerte. Dulzón, empalagoso y oprimente, muy poco seductor para su gusto. O quizá
era la mujer en sí la que no le atraía. ¿Volvería algún día a atraerle alguna, después
de Lali? Él lo intentaba. Dios sabía que trataba de quitarse de la cabeza a Lali.
Pero hasta cuando le estaba acariciando y chupando los pechos a Peter , permanecía
indiferente a sus gemidos y sus voluptuosos contoneos. Se sentía distante de lo que
estaba haciendo, como si lo estuviera contemplando desde fuera.
—Oh, Peter , por favor, ven dentro de mí —jadeó Martina abriéndose de piernas
y tendiéndose hacia él. Pero cuando sus dedos ansiosos se cerraron en torno a él, se
sobresaltó y lo miró completamente confundida—. No estás a punto. ¿Qué puedo
hacer para ayudarte?
Peter se echó hacia atrás, asqueado. No había nada que Martina pudiera hacer
para ponerlo a punto para ella. Cómo iba él a forzarse a hacer algo que su cuerpo no
deseaba. Aquello nunca le había ocurrido hasta entonces, y no le gustó. ¿Qué tipo de
hechizo le había echado la bruja española? Siempre se había sentido orgulloso de su
buena disposición para el sexo. Su capacidad sexual nunca le había suscitado la
menor duda, y con frecuencia había alcanzado y proporcionado satisfacción varias
veces en una noche. Pero tampoco habría sido justo echarle a Lady Martina la culpa de
aquella carencia suya; probablemente le habría ocurrido lo mismo con cualquier
mujer que no fuera Lali.
—Esto es un error —dijo Peter, tratando de desprenderse de las garras de
Martina .
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