domingo, 4 de diciembre de 2016

CAPITULO 24


Temía que el pirata llegara a aquel lugar privado de su interior que ella
consideraba sacrosanto. Un lugar que nadie había tocado antes. Ya se había hecho
una idea de lo que era el deseo, el ardor. Si permitía que PETER la condujera al
paraíso, estaría condenada para siempre. El sólo la quería para deshonrarla, a ella y a 
su familia. El odio que sentía por su gente exigía que la violara y la devolviera
cubierta de vergüenza. Ella no le importaba, eso LALI lo sabía. La venganza era la
fuerza motriz de su vida, controlaba todos los aspectos de su existencia.
—No te voy a hacer daño, LALI —dijo PETER, tirando de ella hacia sus
brazos—. No tengo nada contra ti aparte de tu nacionalidad. En su momento cobraré
tu rescate y te devolveré a tu padre.
—Después de haberme deshonrado —dijo LALI con amargura.
Él se levantó y le dio la mano a LALI para que hiciera lo mismo.
—Ven, que no quiero que la primera vez lo hagas en el suelo, por muy mullida
y apetecible que esté la arena. Quiero que sea algo memorable, algo que puedas
recordar con placer cuando vuelvas junto a tu prometido.
LALI soltó una risa áspera.
—Don MARIANO ya no me querrá cuando me hayáis deshonrado.
—Entonces podrás volverte al convento como tú querías. Te habré hecho un
favor.
—No me admitirán.
Aquello dejó perplejo a PETER. Debería haber comprendido que la rígida
mentalidad española era capaz de castigar a una mujer por el pecado que un hombre
cometiese contra ella. Pero tampoco iba a dejar que eso le desviara de su camino.
Necesitaba que don Eduardo sufriera, que alguien le hiciera tragarse su orgullo, aun
si para conseguirlo PETER tenía que utilizar a su hija. La deshonra no sería sólo
para LALI, sino también para su padre.
Llegaron a la casa muy pronto, demasiado pronto. LALI se rezagó un poco,
pero PETER la cogió en brazos y la llevó escaleras arriba hasta su dormitorio. La
dejó de pie en el suelo, le echó a la puerta la llave y se la guardó en el bolsillo. Luego
se volvió hacia LALI, con el rostro desencajado de deseo.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo deseando que llegara este momento?
LALI se había quedado sin voz. Vio la mirada voraz de aquellos ojos, sintió
cómo el calor se desplegaba en él, envolviéndola, y supo que no habría argumento
que pudiera apartar a aquel hombre del camino que había emprendido. Estaba
perdida.
Dio un paso hacia atrás, y luego otro. El siguió acercándose implacablemente.
Tendió las manos para cogerla. Ella se quedó helada. La rodeó con sus brazos. Ella se
derritió. El fuego de la piel de él le encendió la sangre, fundiéndole hasta los huesos.
Él la besaba. A ella no se le ocurría ninguna plegaria capaz de contener el tórrido
calor que se le estaba forjando dentro. El maestro de la sensualidad y el pecado había
logrado por fin abrirse paso hasta ese lugar de su interior que venía negando su
sexualidad.
—Santo cielo, LALI, qué dulce, pero qué dulce eres. No me cansaría nunca de
besarte. Pero hay más, muchas más cosas que quiero hacerte, o que hagamos.
Déjame, monjita, déjame.
Ella respiró entrecortadamente mientras PETER la apretaba contra su cuerpo.
Apoyando las manos en los hombros de Lucía, la sondeó profundamente con los
ojos.
—No sabes el tiempo que llevo deseando arrancar esa maldita ropa de luto de
tu hermoso cuerpo.
El vestido se fue abriendo por delante a medida que él, tironeando, iba soltando
los botones. Ella trató de sujetarle, pero él le apartó las manos. Entonces, le deslizó el
vestido hombros abajo hasta las caderas, donde quedó un instante detenido antes de
caer al suelo a sus pies. Siguieron las enaguas. Cuando se vio allí de pie en corpiño y
pololos, LALI recuperó por fin la voz.
—PETER, os lo ruego por última vez, no hagáis esto. Dios os va a castigar. Le
pertenezco.
—A quien perteneces es a ese malnacido de MARTINEZ. A él sí que le darías lo
que yo te estoy pidiendo. Pero a partir de ahora me perteneces a mí.
PETER frunció el ceño. ¿De dónde diantres le había salido aquello? No tenía el
menor deseo de poseer ninguna mujer, y menos aún una bruja española.
—No quiero pertenecer a nadie más que a Dios.
—Te voy a demostrar que te equivocas.
Entonces la besó, y los labios de ambos se deshacían en fuego y de ansia. Los
dedos de él se afanaban abiertamente en despojarla del corpiño. Lo aflojó y de un
tirón se lo quitó. Ella soltó un gemido y se rindió a su beso, hambrienta de su tacto
embriagador. Sin desprenderse de su boca, PETER le rasgó en dos los pololos y se
los arrancó del cuerpo. Luego la alzó del montón de ropa en mitad del cual estaba y
la llevó en brazos a la cama. La depositó con suavidad, liberando por fin su boca.
LALI dejó escapar un grito.
PETER se puso de pie y se quedó contemplándola, contemplando su belleza y
la perfección de su cuerpo. Tenía los pechos del tamaño de sus manos, llenos pero
firmes, con grandes pezones que habrían puesto a prueba la cordura de cualquier
hombre. Era pequeña de estatura, pero tenía todas las curvas necesarias. Sus caderas
partían cautivadoras de una cintura increíblemente fina. Tenía los muslos esbeltos y
flexibles, y las pantorrillas y los tobillos más torneados que había visto en su vida.
Cuando por fin se permitió mirar al lugar en el que deseaba estar por encima de
ningún otro, estuvo a punto de perder el control de sí mismo, cosa que nunca le
había pasado. El oscuro triángulo de pelo rizado en la conjunción de sus muslos
ocultaba un tesoro mayor de lo que hubiera podido imaginar.
Poco a poco PETER empezó a desnudarse. LALI estaba estremecida de pura
turbación. Jamás había imaginado lo excitante que podía resultar mostrarse desnuda
a un hombre. Ni que ella misma pudiera llegar a estar en la situación de mirar el
cuerpo desnudo de un hombre. Quería apartar la mirada de él, pero no podía. Algo
perverso en su interior la empujaba a continuar mirando hasta saciarse.
Cuando PETER empezó a quitarse los pantalones, LALI no pudo seguir
soportando el torbellino de tensión que se le estaba desencadenando por dentro, y
bajó los ojos.
PETER la cogió por la barbilla y le hizo levantar la cara.
—¿Tienes miedo de mirarme, LALI? —preguntó—. No apartes la vista. Quiero
gustarte tanto como tú me gustas a mí. Tu cuerpo es la perfección misma,
exactamente como me lo imaginaba.
Dejó caer los pantalones y LALI, de la impresión, soltó un respingo. Era la
primera vez en su vida que veía a un hombre excitado desnudo. Le pareció
imponente. Le pareció temible. Le pareció demasiado grande.
—¿Tú sabes lo que te voy a hacer, querida? —El apelativo cariñoso sorprendió a
LALI. Negó con la cabeza—. ¿Es que nadie te ha explicado lo que te iba a ocurrir en
el lecho de bodas? —Ella volvió a negar con la cabeza—. ¡Jesús! Bueno, pues tú
relájate, que te lo iré explicando sobre la marcha.
Se tumbó junto a ella y le acarició y le besó los pechos. Le lamió los pezones, y
ella se agitó convulsivamente.
—Los hombres tenemos muchas formas de hacer que una mujer se excite —dijo
PETER con tono lírico—. Esta es sólo una de ellas. Antes de que acabe la noche
exploraremos otras posibilidades.
En los ojos de LALI había un destello de incredulidad.
—¿Y para qué quiere un hombre que una mujer se excite? Creí que sólo os
interesaba vuestro propio placer.
PETER soltó una risita.
—A algunos hombres, puede que sí; pero a mí no. La mitad del placer consiste
en llevar a una mujer poco a poco hasta el clímax.
Esas palabras la dejaron confusa, le hicieron darse cuenta de lo lejos que estaba
de su propio elemento. También se dio cuenta de que tenía que hacer un último
esfuerzo para detener a aquel Diablo que quería llevarla a la perdición.
—Yo no quiero eso. Ese clímax del que habláis. Eso es pecado. Dejadme
marchar y yo me encargaré de que mi padre os pague el doble del rescate que pidáis
por mí.
—Es demasiado tarde, LALI. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, el clímax.
Cuando lo alcanzas, es como una pequeña muerte. Así lo llaman los franceses. Lo
que se siente es difícil de explicar, será mejor que lo experimentes por ti misma para
entenderlo.
Inclinó la cabeza sobre sus pechos, y esta vez, en lugar de limitarse a lamerle y
besarle los pezones, se metió uno de ellos en la boca y chupó de él, mientras le
acariciaba el otro con el pulgar y el índice. LALI gritó, arqueándose contra él.
Aquello no podía estar pasándole a ella. Ella lo único que había deseado siempre era
ser monja. ¿Cómo podía permitir que un pirata arrogante la sedujera? La respuesta
era turbadora hasta el extremo: de pronto, nada le importaba excepto aquel hombre y
los pecaminosos sentimientos que despertaba en ella. Y el clímax... quería
experimentarlo en los brazos de PETER LANZANI. El pirata.
La perdición de las mujeres.

1 comentario:

  1. Wuu ahora si q viene lo bueno q pasara!! Hazme caso plis hace maraton

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