Un par de
horas después, NICO baja a recogernos a la playa. Está de buen
humor y, mientras nos encaminamos hacia el coche, me
dice que PETER está
descansando. Yo asiento. Me niego a preguntar nada.
Bastante rayada estoy ya con
el tema de las llamadas de aquellas mujeres como
para preguntar nada más.
Cuando llegamos al chalet me dirijo directamente
hacia la piscina. Si PETER está
descansando, no quiero molestar.
NICO y EUGE desaparecen
y me quedo sola en la piscina. Cojo mi iPod y me
pongo los auriculares. Escucho a Jessie James
tumbada en una de las hamacas y
canturreo. Media hora después, Eric aparece por la
puerta, parapetado tras unas
oscuras gafas de sol. Se para a mi lado. No lo miro.
No lo saludo. Sigo enfadada
con él. Durante más de diez minutos permanecemos en
silencio hasta que él me
quita un auricular.
—Hola,
morenita.
Con un gesto
que denota mi cabreo, le quito el auricular de la mano y me lo
pongo de nuevo. Al ver mi poca predisposición para
hablar, se sienta
cómodamente en una de las hamacas que están frente a
mí, se pone los brazos en la
cabeza y me mira. Me mira... Me mira... Me mira y,
al final, le increpo:
—Por tu
bien, deja de mirarme.
—¿O? ¿Me vas
a pegar?
Resoplo. Le
daría un bofetón con toda la mano abierta.
—Mira, PETER,
ahora la que no quiere tu cercanía soy yo. Vete a paseo.
Él sonríe y
eso me cabrea más.
Me levanto y
él hace lo mismo. Y, sin pensar en nada más, lo empujo y cae
vestido a la piscina.
—Pero LALI, ¿qué haces? —protesta.
Con
rapidez, cojo mi bolsa de la playa y corro a la habitación. Cuando entro en
ella, voy directa a la ducha, allí veo el neceser
abierto de PETER y por primera vez me
fijo en los frascos de pastillas que hay. ¿Qué es
eso? Pero antes de que pueda
acercarme para leer qué pone, lo oigo entrar en el
baño y comienza a quitarse la
ropa mojada.
—Vamos a
ver, LALI, ¿qué te pasa?
No lo miro.
Paso por su lado y respondo mosqueada:
—Nada que
te importe.
—De ti me
importa todo, pequeña.
Sentirlo
tan relajado, cuando yo estoy que echo humo, me hace mirarlo cabreada.
—PETER,
cuando estoy enfadada, es mejor que no me hables, ¿vale?
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Y por qué
no?
—Pero,
vamos a ver, ¿tú eres tonto? ¿No ves que me estás cabreando más?
—Si
quieres, le digo a EUGE que le haces una limpieza general ahora mismo. Te
conozco y sé que cuando estás cabreada te gusta
limpiar la casa.
Al escuchar
aquello, gruño. No estoy de humor. Él se acerca a mí y se agacha,
colocándose a mi altura.
—Me paso
media vida pidiéndote disculpas. Pero merece la pena por el solo
hecho de estar contigo y ver tu cara cuando me
perdonas.
Intenta
besarme y yo me muevo.
—¿Otra vez
la cobra?
Su
comentario, en especial su cara, finalmente me hacen sonreír.
—Sí, y como
no te alejes, además de la cobra, te vas a llevar un guantazo.
—¡Vaya! Me
encanta ese carácter tuyo tan español...
—Pues a mí,
tu cabezonería alemana me saca de quicio, ¡cabezón!
Acto
seguido me coge por la cintura, me tumba en la cama y me besa. La toalla
se queda por el camino y estoy desnuda. Intento
rechazar su boca, pero su fuerza
es mucho mayor que la mía y, cuando consigue meter
su lengua en ella, ya ha
podido con mi voluntad y con mi cabreo, y respondo a
sus besos con avidez.
—Así me
gusta... —me dice—. Que seas una fiera a la que, cuando yo quiero,
domestico.
Aquel
comentario tan machista me hace darle un mordisco en el hombro y él se
encoge, me mira y me muerde en el cuello.
—¡Serás
bestia...!
—Para ti
siempre, pequeña. ¡Somos como la bella y la bestia! Por supuesto, la
bella eres tú y la bestia soy yo.
Ese
comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras aceptar gustosa el beso de la
paz, me doy cuenta de que no tiene buena cara.
—¿Estás
bien, PETER?
—Sí. Pero
aquí la importante eres tú, no yo.
—No, señor LANZANI,
no. Se está usted equivocando. Aquí el que se
encontraba mal hace unas horas y no tiene buen
aspecto es usted. Si alguien se
tiene que preocupar aquí es una servidora, no usted.
PETER se
quita de encima de mí y se pone a mi lado, frente a mi cara.
—Eres
preciosa.
—No me
vengas con zalamerías, PETER... y responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver
en tu neceser varios botes de pastillas y...
—Eres la
mujer más bonita e interesante que he tenido el placer de conocer.
—¡PETER!
¿Quieres que te insulte y te dé una patada?
—Mmmmm...
me encanta la guerrera que llevas en tu interior.
Sin perder
mi sonrisa, le acaricio el pelo.
—Da igual
lo que digas. No voy a cambiar de tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas
medicinas que tienes en tu neceser?
—Nada.
—Mientes.
—¿Tú crees?
—Sí... yo
creo. Y que sepas que me estás cabreando otra vez.
Sus ojos me
miran y sé que lucha por contestar a mis preguntas. Finalmente
murmura sin mucha convicción:
—No pasa
nada. No quiero preocuparte.
—Pues me
preocupas.
Durante
unos instantes, que se me hacen eternos, piensa... piensa... piensa y
finalmente dice:
—LALI...
hay cosas que no sabes y...
—Cuéntamelas
y las sabré.
De pronto
sonríe y choca su nariz contra la mía en un gesto amoroso.
—No,
cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.
Sigo sin
entenderlo y cada vez soy más consciente de que me oculta algo.
—Escucha,
cabezón...
—No,
escucha tú... —Pero luego se arrepiente de lo que va a decir y me revuelve
el pelo—. ¡Ah... morenita!, ¿qué voy a hacer
contigo?
Deseosa de
que confíe totalmente en mí, le abro mi corazón.
—Encapricharte de mí tanto como yo lo estoy de ti. Quizá, al final, hasta
me
quieras y dejes de ocultarme tus secretitos.
Espero una
risa. Una contestación inmediata. Pero PETER cierra los ojos y con el
rostro serio responde:
—No puedo, LALI.
Si despierto las emociones, sólo sentiré dolor y te lo haré sentir
a ti.
—Pero ¿qué
tontería es ésa? —protesto.
PETER, al
ver mi gesto, intenta cambiar de conversación.
—Mañana
¿qué te apetece que hagamos?
Me siento
en la cama y me retiro el pelo de la cara.
—PETER
LANZANI, ¿qué es eso de que, si despiertas los sentimientos, los dos
sufriremos?
—La verdad.
—Mis
sentimientos ya se han despertado y ante eso nada se puede hacer. Me
gustas. Me enloqueces. Me encantas. Y no mientas, sé
que yo consigo el mismo
efecto en ti. Lo sé. Me lo dice tu cara, tus ojos
cuando me miran, tus manos cuando
me acarician y tu posesión cuando me haces el amor.
Y ahora dime de una maldita
vez qué son esas medicinas.
Su
mandíbula se contrae y, con un movimiento enérgico, se levanta de la cama.
Voy tras él. Lo sigo hasta el baño, donde se echa
agua en la cabeza, coge el neceser,
lo cierra y lo estrella contra la pared. Sin saber
qué pasa, lo miro, interrogándolo
con mis ojos.
—¿Qué
ocurre? ¿Qué he dicho para que te pongas así? ¿Esto tiene algo que ver
con las llamadas de la tal Marta y de la tal PAU?
¿Quiénes son? Porque mira, he
intentado callarme, ser prudente y no preguntar,
pero... pero ¡ya no puedo más!
PETER no me mira. Sale del baño y se para junto a la
ventana. Voy detrás de él y me
planto delante de su cara.
—No huyas de
mí. Tú y yo estamos en esta habitación y quiero que seas
totalmente sincero conmigo y me digas lo que te
pasa. Joder, PETER, no te estoy
pidiendo amor eterno. Sólo necesito saber qué te
ocurre y quiénes son esas
mujeres.
—Basta, LALI.
No quiero seguir hablando.
Me
desespero y, al ver mi cuerpo desnudo en el cristal del armario, decido
vestirme. Me pongo unas bragas, una camiseta rosa y
un corto peto vaquero.
Después me vuelvo hacia él.
—Vamos a
ver, ¿de qué es de lo que no quieres seguir hablando?
—¡He dicho
que basta! Por hoy, mi cupo de numeritos ya está lleno.
—¿Tu cupo
de numeritos? Pero ¿de qué estás hablando?
—Me
incomodan tus preguntas.
Pero yo ya
me he envalentonado y soy como un miura que entra a matar.
—¿Que te
incomodan mis preguntas? ¡Anda, mi madre...! Pues que sepas que a
mí me incomoda tu falta de respuestas. Cada día te
entiendo menos.
—No
pretendo que me entiendas.
—¿Ah, no?
—No.
Deseo
estamparle en la cabeza la lámpara que tengo al lado. Cuando contesta tan
a la defensiva, me saca de mis casillas.
—¿Sabes?
Casi te tenía olvidado, después de que desaparecieras de mi vida, pero
cuando apareciste en la puerta de casa de mi
padre...
—¿Olvidado?
—sisea cerca de mi cara—. ¿Cómo me podías tener olvidado y
tatuarte lo que te has tatuado en el cuerpo?
Tiene
razón.
La frase
que me he tatuado es nuestra, y no me veo capaz de rebatirle ese
argumento.
—De
acuerdo, me tatué esa frase por ti. Apenas te conocía cuando lo hice, pero
algo en mi interior me decía que eras alguien
importante en mi vida y quería tener
en mi cuerpo algo que fuera sólo de nosotros dos y
que durara para siempre.
—¿De
nosotros dos?
—Sí —grito
colérica.
—Me vas a
decir que cuando te acuestes con otro, vea esa frase y te la repita, ¿te
vas a acordar de mí?
—Probablemente.
—¿Probablemente?
—¡Sí! —grito
como una loca—. Probablemente me acuerde de ti y cada vez que
un hombre me diga «Pídeme lo que quieras», cuando lo
lea en mi cuerpo,
conseguiré ver tus ojos y disfrutar lo que disfruto
contigo cuando accedo a tus
caprichos y hacemos el amor.
Mis palabras
lo hieren. Su cara se contrae y da un puñetazo a la pared.
—Esto es un
error. Un error imperdonable por mi parte. Debería haber dejado
que continuaras tu vida con BENJAMIN o con el que
quisieras.
—¡PETER! ¿De
qué estás hablando?
Se mueve por
la habitación como un león enjaulado. Su rostro, pétreo.
—Recoge tus
cosas. Te vas.
—¿Me estás
echando?
—Sí.
—¡¿Cómo?!
—Quiero que
te vayas.
—¡¿Qué?!
—Llamaré un
taxi para que te lleve hasta la casa de tu padre.
Alucinada
por la contestación, grito:
—¡Y una
chorra! No llames a un taxi, que no lo necesito.
PETER deja de moverse. Me mira y siento el dolor en
sus ojos. ¿Qué le ocurre? No
lo entiendo. Tengo ganas de llorar. Las lágrimas
pugnan por salir de mis ojos pero
las contengo. Él se da cuenta y se acerca a mí.
—LALI
—Me acabas
de echar, PETER, ¡ni me toques!
—Escucha,
nena...
—No me
toques... —replico despacio.
Se detiene a
un metro de mí y se pasa las manos por el pelo, nervioso.
—No quiero
que te vayas... pero...
Ese «pero»
no me gusta. Odio esa puñetera palabra. Nunca depara nada bueno.
—Mira, mejor
me voy. Con «pero» y sin «pero», ¡Me voy!
—Cariño...
escúchame.
—¡No! No soy
tu cariño. Si fuera tu cariño no me hablarías como me has hablado
y serías sincero conmigo. Me explicarías quiénes son
Marta y PAU. Me explicarías
por qué no puedo mencionar a tu padre y, sobre todo,
me dirías qué son esas
puñeteras medicinas que guardas en tu neceser.
—LALI... por
favor. No lo hagas más difícil.
Convencida
de que quiero irme, cojo mi mochila y comienzo a meter mis cuatro
pertenencias en ella. Veo de reojo que me está
mirando. Vuelve a mostrarse
inflexible, su cara se contrae y las manos le
tiemblan. Está nervioso, pero como yo
estoy furiosa.
—Eres un
imbécil egocéntrico que sólo piensa en ti... en ti y en ti.
—LALI
—Olvídate de
mi nombre y sigue mandándote mensajes con esas mujeres.
Seguro que ellas saben más de ti que yo.
—Maldita
sea, mujer, ¿quieres dejar de gritar? —vocea.
—No. No me
da la gana. Te grito porque quiero, porque te lo mereces y porque
lo necesito. ¡Gilipollas! Al final le tendré que dar
la razón a BENJAMIN.
Está claro
que no esperaba esa frase.
—¿En qué le
tendrás que dar la razón?
—En que me
utilizarías y luego pasarías de mí.
—¿Eso te ha
dicho ese imbécil?
—Sí. Y me
acabo de dar cuenta de que dice la verdad.
La
desesperación lo hace alejarse de mí mientras despotrica como un loco.
La puerta se
abre y NICO y EUGE entran. Nuestros
gritos los han debido de
alertar. EUGE se pone a mi lado e intenta
tranquilizarme y NICO va junto a su
amigo. Pero PETER no quiere hablar, sólo blasfema en
alemán y sus gritos se
escuchan hasta en la Cochinchina. Sorprendida por
aquello, EUGE tira de mí y me
lleva hasta la cocina. Allí me da un vaso de agua y
me quita la mochila de las
manos.
—No te
preocupes, NICO lo tranquilizará.
Enfadada
con el mundo en general, bebo agua y respondo:
—Pero, EUGE,
yo no quiero que NICO lo tranquilice. Quiero ser yo la que lo
haga y, sobre todo, quiero enterarme de por qué es
tan hermético con su vida. No
puedo preguntar nada. No me contesta ninguna
pregunta. Y encima, cuando se
enfada, se larga corriendo o me echa de su lado,
como en este caso.
—¿Qué ha
ocurrido?
—No lo sé.
Estábamos bromeando, hablando y, de pronto, le he preguntado por
unos medicamentos que he visto en su neceser y por
los mensajes y las llamadas
telefónicas que recibe continuamente de PAU y Marta.
Rompo a
llorar. La tensión por fin se relaja y puedo llorar. EUGE me abraza, me
sienta junto a ella en la cocina y murmura:
—LALI...
tranquilízate. Estoy segura de que lo vuestro es una discusión de
enamorados y ya está.
—¿Enamorados? —gimoteo—. Pero ¿has oído lo que te he dicho?
—Sí. Lo he
oído muy bien. Y aunque PETER no te lo diga, te repito lo que te dije
hace unas horas en la playa. Está loco por ti. Sólo
hay que ver cómo te mira, cómo
te trata y cómo te protege. Lo conozco desde hace
más de veinte años, somos
amigos de toda la vida y créeme cuando te digo que
sé que él siente algo muy
fuerte por ti.
—¿Y por qué
lo sabes?
—Porque lo
sé, PETER. Confía en mí y, en cuanto a esas mujeres, no te preocupes.
Créeme.
En ese
instante aparece NICO por la puerta, me mira y murmura con gesto
incómodo:
—LALI... PETER
quiere que subas a la habitación.
—No. Ni
hablar. Que baje él.
Mi
contestación los desconcierta. Se miran y NICO insiste:
—Por favor,
sube, quiere hablar contigo.
—No. Que baje
él —insisto—. Pero bueno, ¿quién se ha creído el marquesito
para que yo tenga que ir detrás de él como una
idiota? No. No subo. Si quiere, que
baje él.
—LALI...
—susurra EUGE.
—Por favor
—suplico deseosa de marcharme de allí—, necesito que me llaméis a
un taxi. Por favor...
EUGE y él se
miran alarmados y NICO indica:
—LALI, PETER
ha dicho que...
Con la rabia
instalada en mi rostro, en mis venas y en todo mi ser, replico:
—Lo que diga
PETER me importa un bledo, lo mismo que yo le importo a él. Por
favor, llama un taxi. Sólo te pido eso.
—No pongas
palabras en mi boca que yo no he dicho —dice PETER, que aparece
por la puerta.
Lo miro. Me
mira y volvemos a comportarnos como dos rivales.
—EUGE, por
favor, llama a un taxi —exijo.
NICO y EUGE se
miran. No saben qué hacer. PETER, ofuscado, no se acerca a mí.
—LALI, no
quiero que te vayas. Sube conmigo a la habitación y hablaremos.
—No. Ahora
soy yo la que no quiere hablar contigo y se quiere ir. Me niego a
que me utilices más, ¡se acabó!
PETER cierra
los ojos y respira con fuerza. Mi última frase le ha dolido, pero decide
no contestar. Cuando abre los ojos no me mira.
—EUGE, por
favor, llama a un taxi.
Dicho esto,
se da la vuelta y se va. Diez minutos después, un taxi llega hasta la
puerta de la casa. PETER no ha vuelto a aparecer. Me
despido de NICO y EUGE y,
con todo el dolor de mi corazón, me voy. Necesito
alejarme de allí y de él.