Qué pesadita es mi jefa.
Sinceramente, al final tendré que pensar lo mismo que media empresa: que
ella y
Miguel, el guaperas de mi compañero, tienen un lío.
Pero no. No quiero ser mal
pensada y entrar en la misma ruleta en la que todas
mis compañeras han entrado.
El cuchicheo.
Desde enero
trabajo para la empresa LANZANI, una compañía de fármacos
alemanes. Soy la secretaria de la jefa de las
delegaciones y, aunque mi trabajo me
gusta, me siento explotada muy a menudo. Vamos...
que sólo le falta a mi jefa
atarme a la silla y echarme un chusco de pan para comer.
Cuando por
fin termino el montón de trabajo que mi querida jefa me ha
ordenado tener listo para el día siguiente, dejo los
informes sobre su mesa y
regreso a la mía. Cojo el bolso y me voy sin mirar
atrás. Necesito salir de la oficina
o acabaré saliendo en las noticias como la asesina
en serie de jefas que se creen el
ombligo del mundo.
Son las once
y veinte de la noche... ¡Vaya horitas!
En la calle
llueve a mares. ¡Perfecto! Chaparrón de verano. Llego hasta la puerta
y, tras echarle valor al asunto, corro hacia el
parking donde me espera mi amado
León. Entro en el garaje como una sopa y, tras darle
al botón del mando, Leoncito
pestañea sus luces dándome la bienvenida. ¡Es más
mono...!
Rápidamente
me meto en él. No soy miedosa, pero no me gustan los parkings y
menos aún si son tan solitarios como éste a estas
horas. Inconscientemente,
comienzo a recordar películas de terror en las que
la chica camina por uno de ellos
y un desalmado vestido de negro aparece y la
acuchilla hasta morir. ¡Joder, qué
mal rato!
En cuanto
estoy dentro del coche, cierro los pestillos, abro el bolso, saco un
pañuelo de papel y me seco la cara. ¡Estoy empapada!
Pero justo cuando voy a
meter las llaves en el contacto... ¡zas!, se me
caen. Maldigo a oscuras y me agacho
para buscarlas.
Toco el
suelo con la mano. A la derecha no están. A la izquierda tampoco.
Vaya... encuentro el paquete de chicles que busqué
hace días. ¡Bien! Sigo
toqueteando el suelo del coche y por fin las
encuentro. Entonces oigo unas risas
cercanas y miro a mi alrededor con cuidado para que
no me vean.
¡Oh, Dios
mío!
Entre risas
y colegueo veo acercarse a mi jefa y a Miguel. Parecen divertidos. Eso
me pone de mala leche. Yo currando hasta las once y
pico y ellos, de parranda.
¡Qué injusticia! De pronto, mi jefa y Miguel se
apoyan en la columna de al lado y se
besan.
¡Vaya
tela...!
¡No me lo
puedo creer!
Semiagachada en el interior de mi automóvil para que no me vean,
contengo la
respiración. Por favor... ¡por favor! Si se dan
cuenta de que estoy ahí, me muero de
la vergüenza. Y no. No quiero que eso ocurra. De
repente, mi jefa suelta el bolso y
sin ningún miramiento toca con decisión la
entrepierna de Miguel. ¡¡¡Le está
tocando el paquete!!!
¡Por todos
los santos! Pero ¿qué estoy viendo?
¡Dios!
Ahora es Miguel quien le mete mano a ella por debajo de la falda. Se la
sube, la empuja hacia arriba contra la columna y se
comienza a refregar contra ella.
¡¡Qué fuerte!!
¡Ay, madre!
¿Qué hago?
Quiero
marcharme. No quiero ver lo que hacen pero tampoco puedo salir de allí.
Si arranco el coche, sabrán que los he pillado. Así
que, agazapada y sin moverme,
no puedo dejar de mirar lo que hacen. Entonces,
Miguel vuelve a apoyarla en el
suelo y la obliga a dar la vuelta. La coloca sobre
el capó del coche y le baja las
bragas, primero con la boca y luego con las manos.
¡Joder, le estoy viendo el culo a
mi jefa! ¡Qué horror! Y en aquel momento escucho a
Miguel preguntarle:
—Dime, ¿qué
quieres que te haga?
Mi jefa,
como una gata en celo, murmura entregada por completo a la causa.
—Lo que
quieras... lo que tú quieras.
¡Qué
fuerte, por Dios, qué fuerte! Y yo en primera fila. Sólo me faltan las
palomitas.
Miguel
vuelve a empujarla sobre el capó. Le abre las piernas y mete la boca en el
sexo de ella. ¡Ay, madre! Pero ¿de qué estoy siendo
testigo? Mi jefa, doña
Tiquismiquis, suelta un gemido y yo me tapo los
ojos. Pero la curiosidad, el morbo
o como se llame me puede y me los destapo de nuevo.
Sin pestañear veo cómo él,
tras relamerse, se separa unos centímetros de ella y
le mete un dedo, luego dos y,
levantándose, la agarra de su pelazo oscuro y tira
de él mientras mueve sus dedos
a un ritmo que, para qué negarlo, haría suspirar a
cualquiera.
—¡Síiiiiiiiiiiiii!—escucho gemir a mi jefa.
Respiro con dificultad.
Me va a dar
algo.
¡Qué calor!
Me guste o
no, ver aquello me está poniendo frenética, y no precisamente por
estar de los nervios. Mis relaciones sexuales son
normalitas, tirando a predecibles,
así que lo cierto es que ver aquello en vivo y en
directo me está excitando.
Miguel se
baja la bragueta de su pantalón gris. Saca un más que aceptable pene
de su interior... ¡Vaya con Miguel! Y me quedo
ojiplática cuando veo que se lo
clava de una sola estacada. ¡Me muero! Pero de placer...
Vamos, justo por lo que
está jadeando mi jefa.
Mis pezones
están duros y, de pronto, me doy cuenta de que me los estoy
tocando. Pero ¿cuándo he metido mi mano por el
interior de la blusa?
Rápidamente saco mi mano de ahí, pero mis pezones y
el centro de mi deseo
protestan. ¡Ellos quieren más! Pero no. Eso no puede
ser. Yo no hago esas cosas.
Minutos después, tras varios gemidos y bamboleos,
Miguel y mi jefa se
recomponen. ¡Olé! ¡Ya han terminado! Se meten en el
coche y se marchan. Respiro
aliviada.
Cuando por
fin vuelvo a quedarme sola en el parking, me incorporo de mi
escondrijo y me siento en el asiento de mi coche.
Las manos me tiemblan. Las
rodillas también. Y noto que mi respiración está
acelerada. Exaltada por lo que
acabo de presenciar, cierro los ojos mientras me
tranquilizo y pienso cómo sería
tener sexo de ese calibre. ¡Caliente!
Diez
minutos después, arranco el coche y salgo del parking. Me voy a tomar
unas cervezas con mis amigos. Necesito refrescarme y
refrescar mi calenturienta...
mente.
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