A las siete y media llego a mi casa. Saludo a mi
gato Curro que acude a recibirme
acercándose muy despacio. Una vez dejo el bolso sobre
el sofá color berenjena, me
dirijo hacia la cocina, cojo unas gotas, abro la
boca de Curro y le doy su medicación.
El pobre ni se inmuta.
Tras darle
su ración de mimos, abro la nevera para tomarme una Coca-Cola.
Tengo un vicio con las Coca-Colas... ¡tremendo! Sin
pensar en nada más, miro el
montonazo de plancha que tengo esperándome en la
silla. Aunque esto de vivir
sola y ser independiente tiene sus cosas buenas,
seguro que si aún estuviera
viviendo con mi padre, esa ropa ya estaría
planchadita y colgada en el armario.
Tras
acabarme la lata me voy directa a la ducha.
Antes pongo
un CD de Guns’n’Roses. Me encanta este grupo. Y Axl, el cantante,
con esos pelos y esa cara tan de guiri, y con su
particular movimiento de caderas.
¡Me vuelve loca! Entro en el baño. Me quito la ropa
mientras tarareo Sweet Child
O ́Mine:
She ́s got a
smile that it seems to me,
Reminds me
of childhood memories
Where
everything was as fresh as the brigh blue sky.
¡Vaya, qué
marcha! ¡Qué voz tiene ese hombre! Instantes después, suspiro al
sentir cómo cae el agua caliente por mi piel. Me
hace sentir limpia. Pero, de
repente, el señor LANZANI y su manera de hablarme
aparecen en mi mente y
mis manos, resbaladizas por el jabón, bajan por mi
cuerpo. Abro las piernas y me
toco. ¡Oh, sí, LANZANI!
Pensar en su
boca, en cómo recorrió mis labios con su lengua me enciende.
Recordar sus ojos y todo él me pone a cien. ¡Calor
de nuevo! Mis manos vuelan
sobre mí y una de ellas se para en mi pecho derecho
mientras la desgarradora voz
del cantante de Guns’n’Roses continúa su canción. Me
toco el pezón derecho con el
pulgar y éste se hincha. ¡Más calor!
Cierro los
ojos y pienso que es LANZANI quien lo toca, quien lo endurece. No
lo conozco. No sé nada de él. Pero sí sé que su
cercanía me pone como una moto.
Un jadeo sale de mi boca justo en el momento en que
oigo sonar mi teléfono. Paso
de él. No quiero interrumpir este momento. Pero al
sexto pitido abro los ojos, salgo
de mi burbuja de placer, cojo la toalla y corro a mi
habitación para cogerlo.
—¿Por qué
has tardado tanto en cogerlo?
Es mi
hermana. Como siempre tan oportuna y tan preguntona.
—Estaba en
la ducha, CANDE. ¿Alguna objeción?
Su risita me
hace reír a mí también.
—¿Cómo está
Curro?
Me encojo de
hombros y suspiro.
—Igual que
ayer. Poco más puedo decir.
—Cuchufleta,
tienes que estar preparada. Recuerda lo que dijo el veterinario.
—Lo sé, lo
sé.
—¿Te ha
llamado BENJAMIN? —me pregunta tras un breve silencio.
—No.
—¿Y lo vas a
llamar tú a él?
—No.
Como mi
hermana no se contenta con lo que respondo, insiste:
—LALI, ese
chico te conviene. Tiene un trabajo estable, es guapo, amable y...
—Pues líate
tú con él.
—¡LALI!
—protesta mi hermana.
BENJAMIN es
el típico amigo de toda la vida. Ambos somos de Jerez. Mi padre y
su padre viven en esa preciosa localidad y nos
conocemos desde pequeños. En la
adolescencia comenzamos un tonteo que continuamos en
la madurez. Él vive en
Valencia y yo en Madrid. Es inspector de policía, y
nos vemos en las vacaciones de
verano e invierno cuando los dos vamos a Jerez o en
viajecitos relámpago que él
hace a Madrid con cualquier excusa para verme.
Es alto,
moreno y divertido. Con él te puedes pasar horas riendo, porque tiene
una gracia y un salero que no se pueden aguantar. El
problema es que yo no estoy
colgada por él como sé que él lo está por mí. Me
gusta. Es mi rollito de verano y
compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero nada
más. Yo no quiero nada
más, aunque mi hermana, mi padre y todos los amigos
de Jerez se empeñen en
emparejarnos una y otra vez.
—Escucha, LALI,
no seas tonta y llámalo. Dijo que iría a verte antes de ir a Jerez
y seguro que lo hace.
—¡Dios! ¡Qué
pesadita eres, CANDE!
Mi hermana
siempre me hace lo mismo: me lleva al límite y, cuando ve que voy
a salir por peteneras, cambia de conversación.
—¿Vienes a
casa a cenar?
—No. Tengo
una cita.
Oigo que
resopla.
—¿Y se puede
saber con quién? —pregunta.
—Con un
amigo —miento. Con lo puritana que es, si le digo que es con mi jefe,
seguro que le da un patatús—. Y ahora, hermanita, se
acabó de preguntar.
—Vale, tú
sabrás lo que haces. Pero sigo pensando que estás haciendo el tonto
con BENJAMIN y, al final, se va a cansar de ti. ¡Ya
lo verás!
—¡CANDE!
—Vale, vale,
Cuchu, no digo nada más. Por cierto, hoy he vuelto a recibir flores
de AGUSTIN. ¿Qué piensas?
—Joder, CANDE,
¿qué quieres que piense? —respondo molesta—. Pues que es un
detalle bonito.
—Sí. Pero él
nunca antes me había regalado dos ramos de flores en tres semanas
seguidas. Aquí ocurre algo. Pasa algo, lo sé. Lo
conozco y él no es tan detallista.
Miro el
reloj digital que hay sobre mi mesilla: las ocho y cinco minutos. Sin
embargo, dispuesta a aguantar las paranoias de mi
hermana, me llevo el teléfono al
baño, pongo el manos libres y me envuelvo el pelo en
una toalla.
—Vamos a
ver, ¿qué ocurre ahora?
Como ya
comienza a ser habitual en CANDE, me cuenta su última movida con su
marido. Llevan casados diez años y su vida dejó de
ser emocionante cuanto nació
Luz, mi sobrina. Sus continuas crisis matrimoniales
son su tema preferido de
conversación, pero a mí me agotan.
—Ya no
salimos. Ya no paseamos de la mano. Ya no me invita nunca a cenar. Y
ahora, de pronto, me regala dos ramos de flores. ¿No
crees que será porque se
siente culpable por algo?
Mi mente
quiere gritar: «¡Sí! Creo que tu marido te la está dando con queso».
Pero mi hermana es una sufridora nata, así que le
respondo rápidamente:
—Pues no.
Quizá simplemente vio las flores y se acordó de ti. ¿Dónde está el
problema?
Tras media
hora de charla con ella, finalmente consigo colgar el teléfono sin
hablarle de mi extraña cita con el señor LANZANI. Me
gustaría explicárselo,
pero mi hermana en seguida me diría: «¿Estás loca?
¿Es tu jefe?». O bien: «¿Y si es
un asesino de mujeres?». Así que mejor me callo. No
quiero pensar que ella pueda
tener razón.
A las nueve
menos veinte miro histérica mi armario.
No sé qué
ponerme.
Quiero
estar guapa como él me pidió, pero la verdad es que mi ropa es básica y
funcional. Trajes para el trabajo y vaqueros para
salir con los amigos. Al final, opto
por un vestido verde que tiene un bonito escote y se
ajusta a mis curvas y estreno
unos sugerentes zapatos de tacón. Mi último
caprichazo.
Vuelvo a
mirar el reloj, nerviosa. Las nueve menos diez.
Sin tiempo
que perder, enchufo el secador, pongo la cabeza boca abajo y me seco
la melena a toda mecha. Sorprendentemente, el
resultado me gusta. Como no soy
de maquillarme mucho, simplemente me hago la raya en
el ojo, me pongo rímel y
me pinto los labios. Odio maquillarme demasiado; eso
se lo dejo a mi jefa.
Suena el
telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las nueve en punto. Puntualidad
alemana. Lo descuelgo nerviosa y, antes de poder
decir ni mu, oigo una voz que
me dice:
—Señorita ESPOSITO,
la estoy esperando. Baje.
Tras
balbucear un tímido «Voy» cuelgo el telefonillo. Seguidamente, cojo el
bolso, le doy un beso en la cabeza a Curro y le digo
hasta luego. Dos minutos
después, al salir de mi portal, lo veo apoyado en un
impresionante BMW de color
granate. Aunque más impresionante está él con un
traje oscuro. Al verme,
LANZANI se acerca a mí y me da un casto beso en la
mejilla.
—Está usted
muy guapa —observa.
Tengo dos
opciones: sonreír y darle las gracias o callarme. Opto por la segunda.
Estoy tan nerviosa y desconcertada que, si digo
algo, vete a saber lo que me sale
por la boca.
Me abre la
puerta trasera del coche y me sorprendo al ver que tenemos chófer.
Vaya, ¡qué
lujazo!
Lo saludo.
Me saluda a su vez.
—Tomás,
tengo reserva en el Moroccio —le dice LANZANI nada más entrar en
el coche.
Una vez
dicho eso, le da a un botón y un cristal opaco se interpone entre el
conductor y nosotros.
Me mira y
yo no sé qué decir. Me sudan las manos y siento que mi corazón se
me va a salir del pecho.
—¿Está
bien?
—Sí.
—Entonces,
¿por qué está tan callada?
Lo miro y
me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—Nunca he
tenido una cita como ésta, señor LANZANI —consigo decirle—.
Por norma, cuando salgo a cenar con un hombre yo...
Sin dejarme
terminar la frase me mira con sus penetrantes ojos azules.
—¿Sale a
cenar con muchos hombres?
Aquella
pregunta me sorprende. Pero ¿este tío se cree el único espécimen macho
del mundo? Así que respiro hondo y procuro no
soltarle un borderío de los míos.
—Siempre
que me apetece —le aclaro.
Alzo mi
barbilla con altanería y, cuando creo que no voy a decir ni una palabra
más, le suelto:
—Lo que no
entiendo es qué hago aquí, en su coche, con usted y dirigiéndome a
cenar. Eso es lo que todavía no logro entender.
Él no
responde. Sólo me mira... me mira... me mira y me pone histérica con su
mirada.
—¿Va usted
a hablar o pretende estar el resto del viaje mirándome?
—Mirarla es
muy agradable, señorita ESPOSITO.
Maldigo y
resoplo. ¿En qué embolado me he metido? Pero como no puedo callar
ni debajo del agua, le pregunto:
—¿A qué se
debe esta cena?
—Me agrada
su compañía.
—¿Y a
cuento de qué viene la preguntita de si salgo con muchos hombres?
—Simple curiosidad.
—¿Curiosidad? —replico rascándome el cuello—. ¿Acaso un hombre como
usted
lleva una vida monacal?
—No,
señorita.
—Me alegra
saberlo, porque yo tampoco.
—No se
rasque el cuello, señorita ESPOSITO —me susurra, curvando sus labios—.
Los ronchones...
Cansada de
tanto formalismo y, más tras lo hablado, protesto. ¡De perdidos al
río!
—Por
favor... Llámeme LALI o LA. Dejemos los formalismos para el horario de
oficina. Vale, usted es mi jefe y yo le debo un
respeto por ello, pero me incomoda
cenar con alguien que continuamente se dirige a mí
por mi apellido.
Asiente.
Parece que mis palabras le han gustado. Sus labios me lanzan una
sonrisa y su cara se acerca a la mía.
—Me parece
perfecto, siempre y cuando usted a mí me llame PETER —susurra—.
Es incómodo y muy impersonal cenar con una mujer que
me llama por mi
apellido.
Tras dar un
nuevo resoplido, acepto y le tiendo la mano.
—De
acuerdo, PETER, encantada de conocerte.
Me coge la
mano y, sorprendentemente, deposita sobre ella un beso.
—Lo mismo
digo, LALI —añade en tono dulzón.
En ese
instante, el coche se detiene y Tomás nos abre la puerta desde el exterior.
El señor LANZANI... digo, PETER baja y me ofrece su
mano para salir. Una vez en
la calle, el chófer se monta de nuevo en el BMW y se
marcha. Entonces, PETER me
agarra de la cintura y leo un cartel que pone
«Moroccio».
Entrar en
aquel bonito e iluminado restaurante me pone de mejor humor.
Siempre he querido entrar. Además, estoy famélica;
casi no he comido al mediodía
y tengo una hambre atroz. Mientras entramos, observo
las mesas del lugar y, en
especial, los platos que sirven los camareros. Madre
mía, ¡qué pinta tiene todo! Al
ver a mi acompañante, el maître sonríe y camina
hacia nosotros.
—Acompáñenme —nos dice, tras saludarnos.
Eric me
agarra de la mano y yo me dejo hacer. Observo cómo algunas de las
mujeres lo miran, cosa que hace que me enorgullezca
de ser yo la que va de su
mano. Tras cruzar la sala en la que la gente está
cenando, llegamos a un espacio
separado por telas doradas de satén. No puedo evitar
sorprenderme, y, cuando el
maître abre una de esas cortinas y nos invita a
pasar, casi silbo.
Es una
estancia lujosa e iluminada con velas. En un lateral hay un sillón con
aspecto de cómodo y, en el centro, una redonda y
bien vestida mesa para dos. Eric
sonríe al ver mi gesto de sorpresa y observo cómo le
indica con la mirada al maître
que se retire. Se acerca a mí y, con galantería,
retira una de las sillas para que me
siente.
—¿Te gusta?
—me pregunta.
—Sí...
En cuanto
me acomodo en la silla, él rodea la mesa y toma asiento frente a mí.
—¿Nunca has
cenado aquí?
—He pasado
mil veces por la puerta pero nunca he entrado. Sólo con verlo
desde fuera intuyo que sus precios son prohibitivos
para una mileurista como yo.
Al decir
aquello, Eric arruga la nariz y extiende su mano sobre la mesa hasta
llegar a la mía. La coge y comienza a dibujar
circulitos sobre mi muñeca.
—Para ti,
pocas cosas serán prohibitivas —murmura.
Eso me hace
reír.
—Más de las
que crees.
—Lo dudo,
pequeña. Seguro que tú eres la que se pone límites.
Su mirada,
su voz ronca y su manera de llamarme «pequeña» me cautivan. Me
erizan el vello de todo mi cuerpo. Él. El señor LANZANI,
mi jefe, me fascina a
cada segundo que pasa.
Toca un
botón verde que hay en un lateral de la mesa y, al cabo de unos
segundos, aparece un camarero con una botella de
vino. Mientras le sirve a él, leo
en su etiqueta «Flor de Pingus. Rivera del Duero».
¡Dios, si no me gusta el vino! Y
me muero por una Coca-Cola fría. En cuanto el
camarero le sirve, Eric coge la copa,
la mueve, se la acerca a la nariz y le da un pequeño
sorbo.
—Excelente.
El camarero
vuelve a servirle y después da la vuelta a la mesa y me sirve a mí
también. Me rasco. Instantes después se va,
dejándonos solos.
—Prueba el
vino, LALI. Es fantástico.
Cojo la
copa, poniendo cara de circunstancias. Pero cuando voy a llevármela a la
boca, siento su mano sobre la mía.
—¿Qué
ocurre? —me pregunta.
—Nada.
LANZANI ladea
la cabeza.
—LALI, te
conozco poco, pero me estoy percatando de las ronchas que te están
apareciendo en el cuello —me suelta,
sorprendiéndome—. Tú misma me lo
confesaste. ¿Qué pasa?
Sin poder
evitarlo sonrío. Vaya con el señor LANZANI, no se le escapa una.
—¿La verdad?
—Siempre
—insiste.
—No me gusta
el vino y me muero por una Coca-Cola fresquita.
Boquiabierto
y divertido, me mira como si le hubiera dicho que «Los
Teletubbies» es mi serie favorita y que Bob Esponja
es mi novio.
—Este vino color
rubí oscuro te gustará —murmura con una voz ronca pero
dulce—. Hazlo por mí y pruébalo. Si no te agrada,
por supuesto, te pediré una
Coca-Cola.
Ni que decir
tiene que lo pruebo rápidamente.
—¿Y bien?
—pregunta sin apartar sus penetrantes ojos de mí.
—Está rico.
Mejor de lo que pensaba.
—¿Te pido la
Coca-Cola?
Sonrío y
niego con la cabeza. Instantes después, la cortina se vuelve a abrir y
aparecen dos camareros con varios platos.
—Me tomé la
libertad de decidir la cena para los dos, ¿te parece bien?
Asiento. No
me queda más remedio. Y poco después disfruto de un exquisito
cóctel de gambas, de un fino paté de berenjenas y,
posteriormente, de un delicioso
salmón a la naranja mientras charlamos. PETER LANZANI
se ha convertido de
repente en un hombre con un gran sentido del humor y
eso me encanta.
Entonces me
doy cuenta de que una luz naranja se enciende en el lateral derecho
de la estancia.
—¿Qué es
eso?
Eric, sin
necesidad de mirar, sabe a lo que me refiero.
—Algo que
quizá tras el postre te enseñe.
Eso me hace
sonreír y le doy un trago al vino, que, por cierto, cada vez me sabe
mejor.
—¿Por qué
tras el postre?
Mi pregunta
parece divertirlo. Me recorre con los ojos y se echa atrás en su silla.
—Porque
primero quiero cenar.
No pregunto
más y, cuando acabo mi salmón, los camareros entran para retirar
los platos. Segundos después, entra otro camarero y
deja ante mí una porción de
tarta de chocolate acompañada por una bola de color
rosa.
—Mmm, qué
rico —y al ver que a él no le sirven, pregunto—: ¿Tú no tomas
postre?
No me
contesta. Se limita a levantarse, coger su silla y sentarse a mi lado. Me
altero. Es tan sexy que es imposible no pensar mil y
una lujurias en ese momento.
Coge la cucharita, parte un pedazo de tarta, coge
helado y dice:
—Abre la
boca.
Pestañeo
sorprendida.
—¿Cómo?
No repite
lo dicho. Me enseña la cuchara y yo, automáticamente, abro la boca.
Me tiene extasiada. Mete la cuchara lentamente en mi
boca y yo cierro mis labios
sobre ella. Me mira. Yo me excito y sonrío
tímidamente. Nada más tragar esa
delicatessen, me dispongo a decir algo, pero él me
interrumpe:
—¿Está
rico?
Con mi
paladar aún dulzón por el chocolate y el helado de fresa, asiento. Él se
acerca.
—¿Puedo
probar?
Le digo que
sí y mi sorpresa es mayúscula cuando lo que prueba son mis labios.
Mi boca. Posa sus suculentos labios en los míos y
los saborea. Como hizo por la
mañana en el archivo, primero saca su lengua, chupa
mi labio superior, luego el
inferior, después un mordisquito y, al final, su
sensual lengua me invade y yo
cierro los ojos dispuesta a más. Cuando siento su
mano sobre mi rodilla, mi
respiración se acelera, pero no me muevo. Quiero
más. Lentamente la sube hasta
llegar a la cara interna de mis muslos y los masajea.
Su mano sube hasta mis bragas
y siento sus dedos en ellas. Pero, de repente, se
separa de mí y regresa a su
posición en la silla.
Mis mejillas
queman. Arden, del mismo modo que ardo toda yo. Aquel íntimo
contacto me ha puesto a cien. ¿Qué me pasa? Un beso
y un simple roce de su mano
han conseguido que casi tenga un orgasmo y eso me
acelera el pulso. Eric me
observa. Veo el deseo en sus ojos.
—Te
desnudaría aquí mismo —murmura.
Jadeo.
¡Dios! ¡Me va a dar algo!
Quiero más y
esta vez soy yo la que se lanza a besarlo. Él acepta mis labios pero,
cuando lo voy a agarrar del cuello, me sujeta las
manos y se separa unos
milímetros de mí.
—¿Hasta
dónde estás dispuesta a llegar? —pregunta, muy cerca de mis labios.
Esa pregunta
me descoloca por completo. ¿A qué se refiere? Pero es tal el deseo
que siento en ese momento por él y quiero ser tan
malota que respondo totalmente
hechizada:
—Hasta donde
lleguemos.
—¿Seguro?
—Bueno
—murmuro acalorada—. El sado no me va.
PETER
sonríe. Pasa las manos por debajo de mis piernas y por mi cintura y me
coloca sobre sus piernas. Voy a estallar. ¡Estoy
sobre mi jefe! Mete su nariz en mi
cuello y lo oigo aspirar mi aroma. Mi perfume. Aire
de Loewe. Cierro los ojos y
cuando los abro veo que me está mirando.
—¿Quieres
saber qué significa esa luz naranja?
Dirijo mi
mirada hacia la luz, que sigue encendida, y asiento. Eric mueve su
mano y aprieta uno de los botones que hay en el
lateral de la mesa. Las cortinas de
raso que están bajo la luz naranja se recogen y aparece
un cristal oscuro. ¿Qué es
eso? Eric me observa. Instantes después, el cristal
se aclara y veo con toda nitidez a
dos mujeres sobre una mesa practicando sexo oral.
Alucinada,
anonadada e incrédula miro el espectáculo que aquellas dos
desconocidas nos ofrecen cuando, de pronto, Eric
pulsa otro botón y los gemidos
de esas dos mujeres resuenan en nuestro reservado.
No sé qué hacer. No sé ni
siquiera dónde mirar.
—¿Estás
preparada para esto? —me pregunta.
La piel me
arde mientras siento sus fuertes dedos cosquillearme la cintura. Lo
miro, confundida.
—¿Por qué
vemos algo así?
—Me excita
mirar. ¿No te excita a ti?
No
contesto. No puedo. Estoy tan bloqueada que no sé ni siquiera si sigo
respirando.
—Todos
tenemos nuestra pequeña parte voyeur. El hecho de mirar algo
supuestamente prohibido, morboso o excitante nos
encanta, nos estimula y nos
hace querer más.
Vuelvo a
dirigir mi vista hacia el cristal mientras las respiraciones de las dos
mujeres retumban por la sala y entonces veo que Eric
aprieta otro botón y las
cortinas del lado izquierdo se recogen. Allí había
una luz verde. Segundos
después, el cristal se aclara y veo a dos hombres y
a una mujer. Ella está tumbada
sobre un diván. Un hombre la penetra y otro le
mordisquea los pechos mientras
ella, gustosa, disfruta con el momento.
—Escenas
como éstas son dignas de observar —prosigue PETER—. Los gestos de la
mujer mientras permite que disfruten de su cuerpo y
su feminidad son
enloquecedores. Observa su deleite... Mmmm...
Disfruta con lo que le están
haciendo. Se entrega gustosa a ellos, ¿no crees?
—No... lo
sé.
—Las
mujeres sois una continua fuente de morbo para mí. Sois deliciosas.
Con el
pulso a mil, cojo el vaso de vino y me lo bebo del tirón. Estoy sedienta
cuando lo oigo decirme:
—Tranquila.
No nos ven. Pero ellos han permitido que se los pueda observar. La
luz naranja permite ver y la luz verde te invita a
participar. ¿Te gustaría hacerlo?
—¿El qué?
—Participar.
—No
—balbuceo histérica.
—¿Por qué?
Mi corazón
late desbocado y consigo responder:
—Yo... Yo
no hago cosas así.
Sus cejas
se levantan y pregunta:
—¿Eres
virgen?
—¡Noooooooooooo! —respondo con demasiada efusividad—. Pero yo...
—Vale.
Entiendo. Tú practicas sexo tradicional, ¿verdad?
Como una tonta asiento y él me coge la
barbilla para que mire al trío que
continúa con su ardoroso juego.
—Ellos
también practican sexo tradicional —añade—. Sólo que a veces juegan y
experimentan algo diferente. ¿De verdad que no te
atrae?
Sin querer
retirar mis ojos de ellos, los observo e, inconscientemente, un gemido
sale de mi interior al ver el disfrute de aquella
mujer. Estoy excitada.
—No...
yo... —respondo.
—¿Te
incomoda hablar de sexo?
Lo miro
sorprendida. ¿A qué viene esa pregunta ahora?
—Tus ojos
delatan nerviosismo y tu boca deseo —insiste—. No me puedes negar
que lo que ves te excita, y mucho, ¿verdad?
No
respondo. Me niego. Y él, controlador de la situación, murmura cerca de mi
oído:
—Lo
pasarías bien. Muy bien, LALI. Yo me encargaría de proporcionarte todo el
placer que tú quisieras. Sólo tienes que pedirlo y
yo te lo daré.
Como una
boba, asiento. En la vida me hubiera imaginado algo así. No sé dónde
detener mi mirada. Estoy tan excitada que hasta me
da vergüenza admitirlo. El
lugar, el momento y el hombre que está junto a mí no
me permiten que siga
pensando.
—En estos
reservados, quien lo desea degusta una exquisita cena y algo más.
Sólo un selecto grupo de personas podemos acceder a
estas dependencias. Y, si tras
la cena deseas jugar, sólo hay que pulsar este botón
y los cristales desaparecerán.
De pronto
me pongo histérica. Muy nerviosa. Yo no deseo nada de lo que él me
está diciendo. Intento levantarme, pero Eric me
sujeta. No me deja moverme y, con
la respiración más que acelerada, susurro:
—Quiero
marcharme de aquí.
—Son sólo
las once.
—Da
igual... quiero irme.
—¿Por qué, LALI?
—Al ver que no contesto, añade—: Creo recordar que has dicho
que estabas dispuesta a todo lo que yo quisiera.
—No me
refería a eso. Yo... yo no hago esas cosas.
Sujetándome
con más fuerza, me obliga a mirarlo y, tras clavar sus claros ojos en
los míos, murmura cerca de mi boca:
—Te
sorprenderías, si lo probaras.
—PETER, yo
no...
—LALI, el
sexo es un juego muy divertido. Sólo hay que atreverse a experimentar.
Niego con
la cabeza, presa de los nervios. No quiero experimentar. Con el sexo
normal que conozco, me sobra y me basta. Tras unos
segundos que a mí me
parecen eternos, Eric aprieta los botones y los gemidos
desaparecen. Unos
instantes después, los cristales se vuelven oscuros
y las cortinas caen.
—Gracias
—consigo balbucear.
Me levanta
de su regazo y me mira con el rostro serio.
—Vamos, LALI.
Te llevaré a tu casa.
Media hora
después y tras un extraño aunque no incómodo silencio, sólo roto
por su conversación al teléfono con una mujer,
llegamos a mi calle. Se baja
conmigo del coche y me acompaña. Su actitud vuelve a
ser fría y distante. Sube
conmigo en el ascensor. Cuando llegamos a mi puerta,
quiero invitarlo a pasar,
pero me interrumpe:
—Ha sido
una cena muy agradable, señorita ESPOSITO. Gracias por su compañía.
Dicho esto,
me besa la mano y se va. Yo me quedo excitada a las once y media de
la noche y sin palabras. ¿Vuelvo a ser la señorita ESPOSITO?
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