¿Qué me pongo?
Al final,
me calzo unos vaqueros y una camiseta negra de los Guns’n’Roses que
me regaló mi amiga Ana. Me sujeto el pelo en una
coleta alta y a la una suena el
telefonillo. ¡Qué puntual! Convencida de que es él,
no contesto. Que vuelva a
llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío.
Descuelgo el telefonillo y pregunto
distraída:
—¿Sí?
—Baja. Te
espero.
¡Olé! Ni
buenos días, ni nada.
¡Don Mandón
ha regresado!
Tras besar
a Curro en la cabeza, salgo de mi casa deseosa de que mi aspecto con
vaqueros no le guste nada de nada y decida no salir
conmigo. Pero me quedo a
cuadros cuando llego a la calle y lo veo vestido con
unos vaqueros y una camiseta
negra junto a un impresionante Ferrari rojo que me
deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi
padre!
La sonrisa
vuelve a mi boca. ¡Me encanta!
—¿Es tuyo?
—pregunto, acercándome hasta él.
Se encoge
de hombros y no contesta.
Asumo que
es alquilado y me enamoro a primera vista de aquella impresionante
máquina. Lo acaricio con mimo mientras siento que él
me mira.
—¿Me dejas
conducirlo? —le pregunto.
—No.
—Venga,
vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas aguafiestas y déjame. Mi padre
tiene un taller y te aseguro que sé hacerlo.
PETER me
mira. Yo lo miro también.
Él resopla
y yo sonrío. Finalmente niega con la cabeza.
—Enséñame
Madrid y, si te portas bien, quizá luego te permita conducirlo. —
Eso me emociona y prosigue—: Yo conduciré y tú me
dirás dónde ir. Así que,
¿dónde vamos?
Me quedo
pensando un rato, pero en seguida le contesto:
—¿Qué te
parece si vamos a lo más guiri de Madrid? Plaza Mayor, Puerta del
Sol, Palacio Real, ¿lo conoces?
No
responde, así que le doy unas indicaciones y nos sumergimos en el tráfico.
Mientras él conduce, disfruto del hecho de ir en un
Ferrari. ¡Qué pasada! Subo la
música de la radio. Me encanta esa canción de
Juanes. Él la baja. Vuelvo a subirla.
Él vuelve a bajarla.
—Vamos a
ver, ¡que no escucho la canción! —protesto.
—¿Estás
sorda?
—No... no
estoy sorda, pero un poquito de vidilla a la música dentro de un
coche no viene mal.
—¿Y también
tienes que cantar?
Esa
pregunta me pilla tan de sorpresa que respondo:
—¿Qué pasa?
¿que tú no cantas nunca?
—No.
—¿Por qué?
Tuerce el
gesto mientras lo piensa... lo piensa... y lo piensa.
—Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.
Sorprendida
por aquello, lo miro y añado:
—Pues la
música es algo maravilloso en la vida. Mi madre siempre decía que la
música amansa las fieras y que las letras de muchas
canciones pueden ser tan
significativas para el ser humano que incluso nos
pueden ayudar a aclarar muchos
sentimientos.
—Hablas de
tu madre en pasado. ¿Por qué?
—Murió de
cáncer hace unos años.
PETER toca
mi mano.
—Lo siento,
LALI —murmura.
Le hago un
gesto de comprensión con la cabeza, y, sin querer dejar de hablar de
mi madre, añado:
—A ella le
encantaba cantar y a mí me pasa igual.
—¿Y no te
da vergüenza cantar delante de mí?
—No, ¿por
qué? —respondo, encogiéndome de hombros.
—No lo sé, LALI,
quizá por pudor.
—¡Qué va!
Soy una loca de la música y me paso el día canturreando. Por cierto,
te lo recomiendo.
Vuelvo a
subir la música y, demostrándole la poca vergüenza que tengo, muevo
los hombros y canturreo:
Tengo la
camisa negra, porque negra tengo el alma.
Yo por ti
perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.
Cama cama
caman baby, te digo con disimulo.
Que tengo
la camisa negra y debajo tengo el difunto.
Finalmente,
veo que la comisura de sus labios se curva. Eso me proporciona
seguridad y continúo canturreando, canción tras
canción. Al llegar al centro de
Madrid, metemos el coche en un parking subterráneo y
lo miro con tristeza
mientras nos alejamos de él. LALI se da cuenta de
ello y se acerca a mi oído.
—Recuerda.
Si eres buena, te dejaré conducirlo —susurra.
Mi gesto
cambia y un aleteo de felicidad me cubre por completo cuando lo oigo
reír. ¡Vaya! ¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita.
Algo que no utiliza mucho, pero
que las pocas veces que lo hace me encanta. Tras
salir del parking, me coge de la
mano con seguridad. Eso me sorprende y, como me
agrada, no la retiro.
Caminamos por la calle del Carmen y desembocamos en
la Puerta del Sol. Subimos
por la calle Mayor y llegamos hasta la plaza Mayor.
Veo que le maravilla todo lo
que ve mientras continuamos nuestro camino hacia el
Palacio Real. Cuando
llegamos está cerrado y, como las tripas nos
comienzan a rugir, le propongo comer
en un restaurante italiano de unos amigos míos.
Cuando
llegamos al restaurante, mis amigos nos saludan encantados.
Rápidamente nos acomodan en una mesita algo alejada
del resto y, tras pedir los
platos, nos traen algo de beber.
—¿Es buena
la comida de aquí?
—La mejor.
Giovanni y Pepa cocinan muy bien. Y te aseguro que todos los
productos vienen directamente desde Milán.
Diez
minutos después, lo comprueba él mismo al degustar una mozzarella de
búfala con tomate que sabe a gloria.
—Muy rico.
Pincha un
nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo acepto.
—¿Lo ves?
—trago—. Te lo dije...
Asiente.
Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer. Vuelvo a aceptarlo y entro en su
juego. Pincho yo y le ofrezco a él. Ambos comemos de
la mano del otro sin
importarnos lo que piensen a nuestro alrededor.
Acabada la mozzarella, se limpia
la boca con la servilleta y me mira.
—Tengo que
hacerte una proposición —me dice.
—Mmmm...
Conociéndote, seguro que será indecente.
Sonríe ante
mi comentario. Me toca la punta de la nariz con su dedo y dice:
—Voy a
estar en España durante un tiempo y después regresaré a Alemania. Me
imagino que sabrás que mi padre murió hace tres
semanas... Me quiero encargar
de visitar todas las delegaciones que mi empresa
tiene en España. Necesito saber la
situación de las mismas, ya que quiero ampliar el
negocio a otros países. Hasta el
momento era mi padre quien se ocupaba de todo y...
bueno... ahora el mando lo
llevo yo.
—Siento lo
de tu padre. Recuerdo haber oído...
—Escucha, LALI
—me interrumpe. No me deja profundizar en su vida—. Tengo
varias reuniones en distintas ciudades españolas y
me gustaría que me
acompañaras. Sabes hablar y escribir perfectamente
en alemán y necesito que, tras
las reuniones, envíes varios documentos a mi sede en
Alemania. El jueves tengo
que estar en Barcelona y...
—No puedo.
Tengo mucho trabajo y...
—Por tu
trabajo no te preocupes. El jefe soy yo.
—¿Me estás
pidiendo que deje todo y te acompañe en tus viajes? —le pregunto,
boquiabierta.
—Sí.
—¿Y por qué
no se lo pides a Miguel? Él era el secretario de tu padre.
—Te prefiero
a ti. —Y al ver mi gesto añade—: Vendrías en calidad de secretaria.
Tus vacaciones se aplazarían hasta que regresáramos
y después podrías cogerlas.
Y, por supuesto, tus honorarios por este viaje serán
los que tú marques.
—¡Ufff...!
No me tientes con mis honorarios o me aprovecharé de ti.
Apoya los
codos sobre la mesa. Junta las manos. Deja caer la barbilla sobre ellas
y murmura:
—Aprovéchate
de mí.
El labio me
tiembla.
No quiero
entender lo que él me está proponiendo. O al menos no quiero
entenderlo como yo lo estoy entendiendo. Pero como
soy incapaz de callar hasta
debajo del agua, le pregunto:
—¿Me vas a
pagar por estar conmigo?
Al decir
aquello me mira fijamente y responde:
—Te voy a
pagar por tu trabajo, LALI. ¿Por quién me has tomado?
Nerviosa, el
estómago se me cierra y vuelvo a preguntar. Esta vez en un susurro,
para que nadie nos oiga:
—¿Y mi
trabajo cuál se supone que será?
Sin
inmutarse, clava sus impresionantes ojos en mí y aclara:
—Te lo acabo
de explicar, pequeña. Serás mi secretaria. La persona que se ocupe
de enviar a las oficinas centrales de Alemania todo
lo que hablemos en esas
reuniones.
Mi mente
comienza a dar vueltas pero, antes de que pueda decir nada más, me
coge de la mano.
—No te voy a
negar que me atraes. Me excita sorprenderte y más aún oírte
gemir. Pero créeme que lo que te estoy proponiendo
es totalmente decente.
Eso me
excita y me hace reír. De pronto, me siento como Demi Moore en la
película Una proposición indecente.
—En los
hoteles, ¿habitaciones separadas? —pregunto.
—Por
supuesto. Ambos tendremos nuestro propio espacio. Tienes para pensarlo
hasta el martes. Ese día necesito una respuesta o me
buscaré a otra secretaria.
En ese
momento llega Giovanni con una impresionante pizza cuatro estaciones y
la coloca en el centro. Después se va. El olor a
especias me abre el estómago y
sonrío. Él me imita y a partir de ese momento no
volvemos a mencionar la
conversación. Se lo agradezco. Tengo que pensarlo.
Así que nos limitamos a
disfrutar
de una estupenda comida.
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