sábado, 18 de julio de 2015

CAPITULO 9

   ¿Qué me pongo?
   Al final, me calzo unos vaqueros y una camiseta negra de los Guns’n’Roses que
me regaló mi amiga Ana. Me sujeto el pelo en una coleta alta y a la una suena el
telefonillo. ¡Qué puntual! Convencida de que es él, no contesto. Que vuelva a
llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío. Descuelgo el telefonillo y pregunto
distraída:
   —¿Sí?
   —Baja. Te espero.
   ¡Olé! Ni buenos días, ni nada.
   ¡Don Mandón ha regresado!
   Tras besar a Curro en la cabeza, salgo de mi casa deseosa de que mi aspecto con
vaqueros no le guste nada de nada y decida no salir conmigo. Pero me quedo a
cuadros cuando llego a la calle y lo veo vestido con unos vaqueros y una camiseta
negra junto a un impresionante Ferrari rojo que me deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi
padre!
   La sonrisa vuelve a mi boca. ¡Me encanta!
   —¿Es tuyo? —pregunto, acercándome hasta él.
   Se encoge de hombros y no contesta.
   Asumo que es alquilado y me enamoro a primera vista de aquella impresionante
máquina. Lo acaricio con mimo mientras siento que él me mira.
   —¿Me dejas conducirlo? —le pregunto.
   —No.
   —Venga, vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas aguafiestas y déjame. Mi padre
tiene un taller y te aseguro que sé hacerlo.
   PETER me mira. Yo lo miro también.
   Él resopla y yo sonrío. Finalmente niega con la cabeza.
   —Enséñame Madrid y, si te portas bien, quizá luego te permita conducirlo. —
Eso me emociona y prosigue—: Yo conduciré y tú me dirás dónde ir. Así que,
¿dónde vamos?
   Me quedo pensando un rato, pero en seguida le contesto:
   —¿Qué te parece si vamos a lo más guiri de Madrid? Plaza Mayor, Puerta del
Sol, Palacio Real, ¿lo conoces?
   No responde, así que le doy unas indicaciones y nos sumergimos en el tráfico.
Mientras él conduce, disfruto del hecho de ir en un Ferrari. ¡Qué pasada! Subo la
música de la radio. Me encanta esa canción de Juanes. Él la baja. Vuelvo a subirla.
Él vuelve a bajarla.
   —Vamos a ver, ¡que no escucho la canción! —protesto.
   —¿Estás sorda?
   —No... no estoy sorda, pero un poquito de vidilla a la música dentro de un
coche no viene mal.
   —¿Y también tienes que cantar?
   Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que respondo:
   —¿Qué pasa? ¿que tú no cantas nunca?
   —No.
   —¿Por qué?
   Tuerce el gesto mientras lo piensa... lo piensa... y lo piensa.
   —Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.
   Sorprendida por aquello, lo miro y añado:
   —Pues la música es algo maravilloso en la vida. Mi madre siempre decía que la
música amansa las fieras y que las letras de muchas canciones pueden ser tan
significativas para el ser humano que incluso nos pueden ayudar a aclarar muchos
sentimientos.
   —Hablas de tu madre en pasado. ¿Por qué?
   —Murió de cáncer hace unos años.
   PETER toca mi mano.
   —Lo siento, LALI —murmura.
   Le hago un gesto de comprensión con la cabeza, y, sin querer dejar de hablar de
mi madre, añado:
   —A ella le encantaba cantar y a mí me pasa igual.
   —¿Y no te da vergüenza cantar delante de mí?
   —No, ¿por qué? —respondo, encogiéndome de hombros.
   —No lo sé, LALI, quizá por pudor.
   —¡Qué va! Soy una loca de la música y me paso el día canturreando. Por cierto,
te lo recomiendo.
   Vuelvo a subir la música y, demostrándole la poca vergüenza que tengo, muevo
los hombros y canturreo:
   Tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma.
   Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.
   Cama cama caman baby, te digo con disimulo.
   Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto.
   Finalmente, veo que la comisura de sus labios se curva. Eso me proporciona
seguridad y continúo canturreando, canción tras canción. Al llegar al centro de
Madrid, metemos el coche en un parking subterráneo y lo miro con tristeza
mientras nos alejamos de él. LALI se da cuenta de ello y se acerca a mi oído.
   —Recuerda. Si eres buena, te dejaré conducirlo —susurra.
   Mi gesto cambia y un aleteo de felicidad me cubre por completo cuando lo oigo
reír. ¡Vaya! ¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita. Algo que no utiliza mucho, pero
que las pocas veces que lo hace me encanta. Tras salir del parking, me coge de la
mano con seguridad. Eso me sorprende y, como me agrada, no la retiro.
Caminamos por la calle del Carmen y desembocamos en la Puerta del Sol. Subimos
por la calle Mayor y llegamos hasta la plaza Mayor. Veo que le maravilla todo lo
que ve mientras continuamos nuestro camino hacia el Palacio Real. Cuando
llegamos está cerrado y, como las tripas nos comienzan a rugir, le propongo comer
en un restaurante italiano de unos amigos míos.
   Cuando llegamos al restaurante, mis amigos nos saludan encantados.
Rápidamente nos acomodan en una mesita algo alejada del resto y, tras pedir los
platos, nos traen algo de beber.
   —¿Es buena la comida de aquí?
   —La mejor. Giovanni y Pepa cocinan muy bien. Y te aseguro que todos los
productos vienen directamente desde Milán.
   Diez minutos después, lo comprueba él mismo al degustar una mozzarella de
búfala con tomate que sabe a gloria.
   —Muy rico.
   Pincha un nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo acepto.
   —¿Lo ves? —trago—. Te lo dije...
   Asiente. Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer. Vuelvo a aceptarlo y entro en su
juego. Pincho yo y le ofrezco a él. Ambos comemos de la mano del otro sin
importarnos lo que piensen a nuestro alrededor. Acabada la mozzarella, se limpia
la boca con la servilleta y me mira.
   —Tengo que hacerte una proposición —me dice.
   —Mmmm... Conociéndote, seguro que será indecente.
   Sonríe ante mi comentario. Me toca la punta de la nariz con su dedo y dice:
   —Voy a estar en España durante un tiempo y después regresaré a Alemania. Me
imagino que sabrás que mi padre murió hace tres semanas... Me quiero encargar
de visitar todas las delegaciones que mi empresa tiene en España. Necesito saber la
situación de las mismas, ya que quiero ampliar el negocio a otros países. Hasta el
momento era mi padre quien se ocupaba de todo y... bueno... ahora el mando lo
llevo yo.
   —Siento lo de tu padre. Recuerdo haber oído...
   —Escucha, LALI —me interrumpe. No me deja profundizar en su vida—. Tengo
varias reuniones en distintas ciudades españolas y me gustaría que me
acompañaras. Sabes hablar y escribir perfectamente en alemán y necesito que, tras
las reuniones, envíes varios documentos a mi sede en Alemania. El jueves tengo
que estar en Barcelona y...
   —No puedo. Tengo mucho trabajo y...
   —Por tu trabajo no te preocupes. El jefe soy yo.
   —¿Me estás pidiendo que deje todo y te acompañe en tus viajes? —le pregunto,
boquiabierta.
  —Sí.
  —¿Y por qué no se lo pides a Miguel? Él era el secretario de tu padre.
  —Te prefiero a ti. —Y al ver mi gesto añade—: Vendrías en calidad de secretaria.
Tus vacaciones se aplazarían hasta que regresáramos y después podrías cogerlas.
Y, por supuesto, tus honorarios por este viaje serán los que tú marques.
  —¡Ufff...! No me tientes con mis honorarios o me aprovecharé de ti.
  Apoya los codos sobre la mesa. Junta las manos. Deja caer la barbilla sobre ellas
y murmura:
  —Aprovéchate de mí.
  El labio me tiembla.
  No quiero entender lo que él me está proponiendo. O al menos no quiero
entenderlo como yo lo estoy entendiendo. Pero como soy incapaz de callar hasta
debajo del agua, le pregunto:
  —¿Me vas a pagar por estar conmigo?
  Al decir aquello me mira fijamente y responde:
  —Te voy a pagar por tu trabajo, LALI. ¿Por quién me has tomado?
  Nerviosa, el estómago se me cierra y vuelvo a preguntar. Esta vez en un susurro,
para que nadie nos oiga:
  —¿Y mi trabajo cuál se supone que será?
  Sin inmutarse, clava sus impresionantes ojos en mí y aclara:
  —Te lo acabo de explicar, pequeña. Serás mi secretaria. La persona que se ocupe
de enviar a las oficinas centrales de Alemania todo lo que hablemos en esas
reuniones.
  Mi mente comienza a dar vueltas pero, antes de que pueda decir nada más, me
coge de la mano.
  —No te voy a negar que me atraes. Me excita sorprenderte y más aún oírte
gemir. Pero créeme que lo que te estoy proponiendo es totalmente decente.
  Eso me excita y me hace reír. De pronto, me siento como Demi Moore en la
película Una proposición indecente.
  —En los hoteles, ¿habitaciones separadas? —pregunto.
  —Por supuesto. Ambos tendremos nuestro propio espacio. Tienes para pensarlo
hasta el martes. Ese día necesito una respuesta o me buscaré a otra secretaria.
  En ese momento llega Giovanni con una impresionante pizza cuatro estaciones y
la coloca en el centro. Después se va. El olor a especias me abre el estómago y
sonrío. Él me imita y a partir de ese momento no volvemos a mencionar la
conversación. Se lo agradezco. Tengo que pensarlo. Así que nos limitamos a
disfrutar de una estupenda comida.

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