Cuando suena mi despertador, quiero morir.
Estoy
cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel bar. Las
palabras de PETER, su mirada y cómo aquellos hombres
me deseaban me impedían
dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada
saqué el vibrador de la maleta y,
tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego
interno.
Como el día
anterior, NATALIE, PETER y yo salimos
del hotel y el chófer nos llevó
hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me
he puesto pantalones. No
quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior.
Nada más verme, PETER ha paseado
su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho
«Buenos días», por su tono
intuyo que ya no está enfadado.
Durante
horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la de PETER se
encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda
ningún correo, ni interrumpe la
reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en
mi trabajo.
A las siete,
cuando llegamos al hotel, me despido de él y de NATALIE y subo a mi
habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a
mi puerta. Abro y no me
sorprendo cuando veo a PETER. Su mirada es decidida.
Entra y cierra la puerta, se
quita la chaqueta y la tira al suelo, se deshace el
nudo de la corbata y después me
coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio
con el morbo instalado en su
mirada.
—Dios,
pequeña... Te deseo.
No hace
falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga y perfecta.
Cuando me
despierto a las seis de la mañana, PETER no está. Se ha ido de mi cama,
pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de
sexo vuelvo a dormirme.
Sobre las
diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta. Rápidamente lo
cojo y leo un mensaje de PETER: «Despierta».
Salto de la cama
y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos ninguna
reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con él.
Cuando salgo de la ducha
vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi
puerta. Abro y me encuentro a un
magnífico PETER vestido con unos vaqueros de
cinturilla baja y una camisa blanca
abierta. Su aspecto es tentador y salvaje.
Terriblemente apetecible.
¡Vaya, qué
bueno está!
—Buenos
días, pequeña.
—¡Buenas!
Lo miro,
como si fuera una colegiala.
—¿Te apetece
pasar el día conmigo? —me comenta.
Su pregunta
me sorprende. Por una vez, no está dando nada por hecho.
—Por
supuesto que sí.
—¡Genial! Te
voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el bañador.
Sonrío
afirmativamente y él entra en la suite.
—Ve a
vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz ronca.
Divertida
por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando entro, oigo una
canción en la radio que me encanta y canto mientras
me visto:
Muero por
tus besos, por tu ingrata sonrisa.
Por tus
bellas caricias, eres tú mi alegría.
Pido que no
me falles, que nunca te me vayas
Y que nunca
te olvides, que soy yo quien te ama.
Que soy yo
quien te espera, que soy yo quien te llora,
Que soy yo
quien te anhela los minutos y horas...
Me muero por
besarte, dormirme en tu boca
Me muero por
decirte que el mundo se equivoca...
Cuando me
doy la vuelta, PETER está apoyado en el quicio de la puerta,
observándome.
—¿Qué
cantas?
—¿No conoces
esta canción?
—No. ¿Quién
canta?
Termino de
abrocharme el vaquero y añado:
—Un grupo
llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me muero.
PETER se
acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar sonreír, intuyo sus
intenciones. Me coge de la cintura.
—La canción
dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?
Asiento como
una boba. Pero qué tonta me pongo con él...
—Pues eso
mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.
Me coge
entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios con tal
ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga
devorándome. La canción
continúa sonando, mientras me besa... me besa... me
besa. Pero de pronto se
detiene, me suelta y me da un azote divertido en el
trasero.
—Termina de
vestirte o no respondo de mí.
Me río y
entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en una coleta alta.
Cuando salgo, PETER está apoyado en la cristalera
mirando hacia el exterior. Su perfil
es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer,
sonríe.
—¿Cómo lo
haces para estar cada día más guapa?
Encantada
por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Él se acerca a mí, me agarra
del cuello y me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa
de mí y me mira a los ojos.
—Salgamos de
aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña —murmura.
Entre risas
llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme ni a acercarse
a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al
vernos, se acerca a nosotros y
le entrega a PETER unas llaves. Cuando se aleja miro
el llavero, movida por la
curiosidad.
—¿Lotus?
PETER
asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado un
maravilloso deportivo naranja.
—¡Dios, un
Lotus Elise 1600!
PETER se
sorprende.
—Señorita
ESPOSITO, ¿además de entender de fútbol también entiende de coches?
—Mi padre
tiene un taller de reparaciones de coches en Jerez —respondo,
coqueta.
—¿Te gusta
el coche?
—Pero ¿cómo
no me va a gustar? ¡Es un Lotus!
—Me dejarás
conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a él, a pesar de
que lo estoy deseando.
Sin sonreír
PETER me mira... me mira... me mira y al final tira las llaves al aire y yo
las cojo.
—Todo tuyo,
pequeña.
Deseo
tirarme a su cuello y besarlo, pero me contengo. Al fondo veo a NATALIE
mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza,
aunque sé que ella está
sacando sus propias conclusiones. ¡Que le den! Su
cara lo dice todo y presiento que
está muy... muy cabreada.
PETER y yo
salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y
lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de
Prince suena y yo muevo los
hombros, encantada. PETER me mira y pone los ojos en
blanco. Divertida, sonrío por
su gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo
mis gafas de sol.
—Agárrate,
nene.
El día se
presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante junto a un
hombre más impresionante todavía. Cuando salimos de
Barcelona en dirección a
Tarragona me desvío por una carreterita. PETER no
mira.
—No sé si
sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.
—No. No lo
sabía.
Siento la
adrenalina a tope mientras conduzco.
—Te voy a
llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a
flipar!
Con su
seriedad habitual, PETER me mira y dice:
—LALI...
este camino no es para este coche.
—Tú
tranquilo.
—Vamos a
pinchar, LALI.
—¡Cállate,
aguafiestas!
Mi
adrenalina se revoluciona.
Continúo el
camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se
embarra y PETER me mira. Yo canturreo y hago como
que no lo estoy viendo. Sigo mi
camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un
movimiento extraño y
presiento que hemos pinchado una rueda.
La
adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y
maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo
avisó y tendré que asentir y
callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo
el labio y lo miro con
cara de circunstancias.
—Creo que
hemos pinchado.
El gesto de
PETER se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan.
Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce
de la mañana. Sin decir
nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo
también. El portazo lo omito. El
coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el
precioso y reluciente coche que
comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La
rueda pinchada es justo la
delantera de mi lado. PETER cierra los ojos y
resopla.
—Vale, hemos
pinchado. Pero, tranquilo. Que no cunda el pánico. Si la rueda de
repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en
un santiamén.
No contesta.
Malhumorado se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el
portón trasero y veo que saca una rueda y las
herramientas necesarias para
cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí,
suelta la rueda en el suelo y me
dice con las manos ennegrecidas:
—¿Te puedes
quitar de en medio?
Sus palabras
me molestan. No sólo es su tono, es su intención.
—No
—contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en
medio.
Mi respuesta
lo sorprende.
—LALI
—gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees más.
Tiene razón.
Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero me duele
que me hable así.
—El precioso
día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus caras de
fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—.
¡Joder! Que sólo se ha
pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerado.
—¡¿Exagerado?!
—Sí,
terriblemente exagerado. Y ahora, por favor, si te quitas de en medio yo
solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible,
irreparable y tremendo error.
PETER suda.
Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una mísera botella de
agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en
su mirada.
—Muy bien,
listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a cambiarla tú
solita.
Sin más,
comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez metros del coche.
En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa.
La furia me
llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin
pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche
debajo de él y comienzo a hacer
palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar.
Sudo como una cosaca. Mis
pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi
flequillo se me pega a la cara
pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a
torcer.
Para bruta y
autosuficiente, ¡yo!
Tras un
esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un patatús, consigo
quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa,
pero la cosa ya no tiene
remedio. Cuando estoy a punto de gritar de
frustración, siento que PETER me agarra
por la cintura.
—Vale, ya me
has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice con voz
suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo
terminaré de poner la rueda.
Quiero
decirle que no. Pero tengo tanto... tanto... tanto calor que o voy bajo el
árbol o estoy segura de que me voy a desmayar.
Diez minutos
después, PETER arranca el coche, le da la vuelta y se acerca a mí
marcha atrás.
—Vamos...
monta.
Enfurruñada,
hago lo que me pide.
Estoy sucia,
furiosa y sedienta. Él está igual aunque reconozco que su humor es
mejor que el mío. Conduce con cuidado por el
puñetero camino y sale a la
autopista. Cuando ve una gasolinera grande para, me
mira y pregunta:
—¿Quieres
beber algo fresquito?
—No... —Al
ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber algo. Me
muero de sed, ¿no lo ves?
—¿Se puede
saber qué te pasa ahora?
—Me pasa que
eres un amargado. Eso es lo que me pasa.
—¡¿Cómo?!
—pregunta, sorprendido.
—Pero ¿de
verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la ropa de grasa,
el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco
sentido del humor y de la
aventura que tienes. Alemán tenías que ser.
Va a
responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra en la
gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de
coches manual y no lo pienso.
Arranco el coche, pongo el vehículo en paralelo,
meto tres euros en la maquinita y
la manguera de agua comienza a funcionar. Lo primero
que hago es mojarme las
manos y quitarme la grasa que la rueda ha dejado en
ellas y es tanto el calor que
siento que me suelto la coleta y, sin importarme
quién me mire, meto la cabeza
bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura! ¡Qué gusto!
Cuando me
he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil colores. PETER sale
de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y
una Coca-Cola y se acerca a mí,
sorprendido.
—Pero ¿qué
estás haciendo?
—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso, giro el
chorro
hacia él y lo mojo mientras me río a carcajadas.
Su cara es
un poema.
La gente
nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer.
¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad
mía me va a dar disgustos y
creo que en décimas de segundos llegará el primero.
Pero, sorprendiéndome, PETER
suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el
suelo y se acerca más hacia mí.
—Muy bien,
nena, ¡tú lo has querido!
Corre hacia
mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito, me río y
corro alrededor del coche mientras él disfruta con
lo que hace. Durante varios
minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se
va con el barro y la
suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por
nuestro lado mientras nosotros,
como dos tontos, seguimos mojándonos y riéndonos a
carcajadas.
Cuando el
agua se corta de pronto porque los tres euros se han acabado, yo estoy
empapada contra la puerta del coche. PETER suelta la
manguera y se pega a mi
cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con
auténtica pasión y me pone la
carne de gallina.
—Algo tan
inesperado como tú está dando emoción a un amargado alemán.
—¿De
verdad? —murmuro como una boba.
PETER
asiente y me besa.
—¿Dónde has
estado toda mi vida?
¡Momentazo!
Momentazo
de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty Woman.
Baby en A tres metros sobre el cielo. Nunca nadie me
ha dicho nada tan bonito en un
momento tan perfecto.
Tras un
montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos empapados
y ponemos unas toallas en los asientos de cuero del
coche. PETER vuelve a darme las
llaves del Lotus.
—Sigamos
con la aventura —murmura.
Entre
risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no me sorprendo
cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera,
PETER reclama mi mano. Se la
entrego y juntos caminamos por las calles de aquella
bonita localidad como una
pareja más.
El calor
seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso restaurante donde
comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla
es fluida o, mejor dicho, mi
charla es fluida. No paro de hablar y él sonríe.
Pocas veces lo he visto así. En ese
momento, ni él es mi jefe ni yo su secretaria.
Simplemente somos una pareja que
disfruta de un momento precioso.
Por la
tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la playa. Nada más
entrar en el agua, PETER me coge en sus brazos y
camina conmigo hacia el interior
hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua.
¡Joder, qué mala está! Dispuesta
a hacerle pagar su fechoría, meto una pierna entre
las suyas y, cuando no se lo
espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso lo
sorprende, así que intento escapar de él,
pero me coge de nuevo y me sumerge en el mar.
Pasamos un rato divertido en el agua y,
cuando salimos, nos tiramos sobre
nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en
silencio. La morriña se apodera
de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo
cuando PETER se levanta y me
propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo.
Recogemos nuestras cosas y nos
acercamos a un chiringuito.
PETER va a
pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y me suena el
teléfono. Mi hermana. Pienso si cogerlo o no, pero
al final decido que no y corto la
llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.
—Dime,
pesada.
—¿Pesada?
¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.
Sonrío. No
me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es un caso,
pero como no estoy dispuesta a estar tres horas
hablando con ella, le pregunto:
—¿Qué pasa,
CANDE?
—¿Por qué no
me llamas?
—Porque
estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo a PETER
pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.
—Hablar
contigo, cuchuuuuuuu.
—CANDE, cariño,
¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no puedo hablar.
Oigo su
resoplido.
—Vale, pero
llámame, ¿de acuerdo?
—Besossssssssss.
Corto la
comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en la cara y estoy
feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero
que acabe nunca. El móvil suena
otra vez y, convencida de que es mi hermana,
respondo:
—Pero mira
que eres pesadita, CANDE, ¿qué narices quieres?
—Hola,
guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de CANDE.
Inmediatamente me doy cuenta de que es BENJAMIN, el hijo del Bicharrón.
Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.
—¡Ostras,
BENJAMIN, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya sabes lo
pesadita que es...
Oigo cómo
sonríe.
—¿Dónde
estás? —me pregunta.
—En este
momento en Sitges, Barcelona.
—¿Y qué
haces allí?
—Trabajando.
—¿Hoy
sábado?
—Nooooooooo... hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.
—¿Con quién
estás?
Esa pregunta
me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.
—Con gente
de mi empresa —digo finalmente.
PETER se
acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una cerveza
sobre su superficie y se sienta a mi lado.
—¿Cuándo
vienes a Jerez? Ya estoy esperándote.
—Dentro de
unos días.
—¿Tanto vas
a tardar?
—Me temo
que sí.
—Joder
—maldice.
Incómoda
por cómo PETER me observa y escucha la conversación respondo:
—Tú pásalo
bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.
Fernando
resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:
—Lo pasaré
bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones sin mi
jerezana preferida me saben a poco.
Me río.
PETER me mira.
—Anda... no
seas tonto, BENJAMIN. Tú pásalo bien y cuando llegue a Jerez te doy
un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?
Tras
despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy
sedienta. Durante unos segundos, PETER mira cómo
bebo.
—¿Quién es
BENJAMIN?
Dejo el
vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.
—Un amigo
de Jerez. Quería saber cuándo voy a ir.
De pronto
me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por
qué se las doy?
—¿Un
amigo... muy amigo? —insiste.
Sonrío al
pensar en FBENJAMIN.
—Dejémoslo
en amigo.
El
maravilloso hombre que está a mi lado asiente y mira al horizonte.
—¿Qué pasa?
¿Que tú no tienes amigas?
—Sí... y
con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con BENJAMIN?
Si me
pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha puesto con su
pregunta.
—Alguna
vez. Cuando nos apetece.
—¿Disfrutas
con él?
Esa
pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.
—Sí.
—¿Tanto
como conmigo?
—Es
diferente. Tú eres tú y él es él.
PETER me
clava su mirada, me observa... me observa y me observa.
—Haces muy
bien, LALI. Disfruta de tu vida y del sexo.
Tras
aquello, no vuelve a preguntar sobre BENJAMIN. Nuestra conversación
continúa y el buen rollito entre nosotros prosigue.
A las siete
de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo PETER me da las
llaves del Lotus y yo conduzco encantada,
disfrutando del momento.
Esa noche,
cuando llegamos al hotel, PETER pide que nos suban algo de cena a mi
habitación y durante horas hacemos salvajemente el
amor.
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