A las siete
de la tarde me encuentro sentada en el sofá de la casa de mi hermana.
Mi móvil
suena. Mis amigos quieren que vaya a la Cibeles a celebrar el triunfo
de la Eurocopa. Pero no estoy para fiestas. Apago el
móvil. No quiero saber nada
de nadie. Estoy triste, muy triste. Mi gran
compañero, ese al que le contaba todas
mis penas y mis alegrías me ha abandonado.
Lloro...
lloro y lloro.
Mi hermana
me abraza pero, inexplicablemente, siento que necesito el abrazo de
cierto impertinente. ¿Por qué?
Hemos dejado
a mi sobrina en casa de una vecina. No queremos que nos vea así.
Bastante difícil ha sido explicarle que Curro se ha
ido al cielo de los gatos como
para que nos vea llorar como dos magdalenas. Llega
mi cuñado AGUSTIN y se nos une
en el duelo. Los tres lloramos. Y cuando llamo a mi
padre por teléfono para
decírselo, ya somos cuatro. ¡Qué triste es todo!
A las nueve
de la noche enciendo el móvil y recibo la llamada de BENJAMIN . Mi
hermana lo ha llamado y él se ofrece a venir a
Madrid para consolarme. Me niego
y, tras hablar con él unos pocos minutos, cuelgo y
vuelvo a apagar el móvil.
Después de cenar algo, decido regresar a mi casa.
Necesito enfrentarme a ella y a
su soledad.
Pero cuando
entro, una extraña emoción se apodera de mí. Me da la sensación de
que en cualquier momento Curro, mi Currito,
aparecerá por alguno de los rincones
y me ronroneará entre las piernas. En cuanto cierro
la puerta de la calle, me apoyo
contra ella. Mis ojos se llenan de lágrimas y me
niego a controlarlas.
Lloro, lloro
y lloro, y esta vez en soledad, que sienta mejor.
Con los ojos
hinchados y sin poder detenerme, me dirijo hasta la cocina. Observo
el cuenco de la comida de Curro y me agacho a
cogerlo. Abro la basura y tiro la
comida que hay en él. Lo meto en el fregadero y lo
lavo. Después de secarlo, lo
miro y no sé qué hacer con él. Lo dejo sobre la
encimera. Después cojo la bolsita de
pienso y las medicinas. Lo reúno todo y vuelvo a
llorar como una tonta.
Dos
segundos después oigo que la puerta de la calle se abre. Es mi hermana. Se
acerca a mí y me abraza.
—Sabía que
estarías así, cuchufleta. Vamos, por favor, deja de llorar.
Intento
decir que no puedo. Que no quiero. Que me niego a creer que Curro ya
no regresará, pero el llanto me impide hacerlo.
Media hora más tarde, la convenzo
para que se marche de mi casa. Escondo sus llaves
para que no se las lleve y no
vuelva a molestarme. Necesito estar sola.
Cuando voy
al baño para lavarme la cara, veo el arenero de Curro y de nuevo el
llanto hace acto de presencia. Me siento en el
retrete dispuesta a llorar durante
horas, cuando oigo unos golpes en la puerta.
Convencida de que es mi hermana
que se ha dado cuenta de que no lleva las llaves,
abro y aparece el señor
LANZANI con cara de pocos amigos.
¿Qué hace
ahí?
Me mira
sorprendido. Su expresión cambia por completo y, sin moverse,
pregunta:
—¿Qué te
ocurre, LALI?
No puedo
responder. Mi gesto se contrae y vuelvo a llorar.
Se queda
paralizado y entonces yo me acerco a él, a su pecho, y me abraza.
Necesito ese abrazo. Oigo que la puerta se cierra y
lloro con más pena.
No sé durante cuánto tiempo estamos así hasta
que de pronto soy consciente de
que tiene la camisa empapada de lágrimas. Finalmente
me separo de él.
—Curro, mi
gato, ha muerto —logro murmurar.
Es la
primera vez que digo aquella terrible y horrible palabra. ¡La odio!
Mi cara
vuelve a contraerse y comienzo a llorar. Esta vez siento que él tira de mí
y se sienta en el sofá. Me sienta a su lado. Intento
hablar, pero el hipo por mi
tristeza no me lo permite. Sólo consigo articular
palabras entrecortadas, mientras
mi cuerpo se contrae involuntariamente y veo que él
está totalmente
desconcertado. No sabe qué hacer. Finalmente se
levanta del sillón, coge un vaso y
lo llena de agua. Me lo trae y me obliga a beber.
Cinco minutos después me siento
algo más tranquila.
—Lo siento,
LALI. Lo siento muchísimo.
Asiento como
puedo, mientras aprieto mis labios y trago el nudo de emociones
que, de nuevo, pugna por salir de mi interior.
Abrazada a él apoyo mi cabeza sobre
su pecho y siento que mis lágrimas salen de nuevo
descontroladas. Esta vez no
tengo hipo y el simple hecho de sentir cómo su mano
me acaricia el pelo y el brazo
me reconforta.
Sobre las
doce de la noche, la pena me sigue dominando, pero ya soy capaz de
controlar mi cuerpo y mis palabras, de modo que me
incorporo para mirarlo.
—Gracias
—digo.
Siento que
se conmueve, sus ojos lo revelan. Acerca su frente a la mía y me
susurra:.
—LALI LALI... ¿Por qué no me lo dijiste? Te
hubiera acompañado y...
—No he
estado sola. Mi hermana ha estado conmigo en todo momento.
PETER mueve
su cabeza, comprensivo, y me pasa sus dedos pulgares por debajo de
los ojos para retirar unas lágrimas.
—Deberías
descansar. Estás agotada y tu mente necesita relajarse.
Asiento.
Pero entonces me doy cuenta de que su gesto se contrae.
—¿Te
encuentras bien? —le pregunto.
Sorprendido
por aquella pregunta, me mira.
—Sí. Sólo me
duele un poco la cabeza.
—Si quieres,
tengo aspirinas en el botiquín.
Veo que
sonríe. Entonces me da un beso en la cabeza.
—No te
preocupes. Se pasará.
Necesito
dormir, pero no quiero que se vaya, de modo que le sujeto la camisa
para intentar impedírselo.
—Me gustaría
que te quedaras conmigo, aunque sé que no puede ser.
—¿Por qué no
puede ser?
—No quiero
sexo —murmuro, con una aplastante sinceridad.
PETER levanta su mano y me toca el óvalo de la cara
con una ternura que, hasta el
momento, nunca había utilizado conmigo.
—Me quedaré
contigo y no intentaré nada hasta que tú me lo pidas.
Eso me
sorprende.
Se levanta y
me tiende la mano. Yo se la cojo y me lleva hasta mi habitación.
Asombrada, observo cómo se quita los zapatos. Yo
hago lo mismo. Después se
quita el pantalón. Lo imito. Deja la camisa sobre
una silla y se queda vestido sólo
con unos bóxers negros. ¡Sexy! Abre mi cama y se
mete en ella. Consecuente con lo
que le he pedido, me quito la camisa, después el
sujetador y saco de debajo de mi
almohada mi camiseta de tirantes y el culotte de
dormir. Es del Demonio de
Tasmania. Veo que sonríe y yo pongo los ojos en
blanco.
Tras ponerme
el pijama abro una pequeña cajita redonda, saco una pastillita y
me la tomo.
—¿Qué es
eso?
—Mi
anticonceptivo —aclaro.
Instantes
después me tumbo junto a él, que pasa su brazo bajo mi cuello. Me
acerca hasta él y me besa en la punta de la nariz.
—Duerme, LALI...
duerme y descansa.
Su cercanía
y su voz me relajan y, abrazados, siento que me quedo
profundamente dormida.
Massssssssss
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