Después de
un maravilloso sábado juntos, el domingo de madrugada me
despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos
extraños ruidos en el baño. Me
levanto y me sorprendo al ver a Eric vomitando. Al
verme aparecer, me pide
enfadado que salga y que espere fuera. Le hago caso
y cuando sale, con gesto
dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.
—¿Qué te
ocurre?
—Algo me
debió de sentar mal anoche.
—¿Quieres
una manzanilla para que te asiente el estómago?
PETER, con
los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:
—Por favor...
apaga la luz y vete a dormir.
—Pero...
—LALI
—susurra, enfadado.
—Pero qué
gruñón eres, ¡por Dios! —insisto.
—Vale... soy
un gruñón. Ahora, por favor, haz lo que te pido.
Sin decir
nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero darle muchas
vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está
mal, lo que menos le apetece es
tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo
y me despierto sobre las
diez. Nada más abrir los ojos, veo a Eric a mi lado.
Sonríe y su apariencia es buena.
—Buenos
días.
—Buenos
días... ¿estás mejor?
—Perfecto.
Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar y dice—:
Mira lo que he preparado para ti.
A mis pies
hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una flor de papel.
Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Él me besa y
murmura:
—Déjame un
hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?
—Sí.
A las doce,
tras hacer el amor, lo veo tan bien, tan repuesto, que le propongo
enseñarle el popular Rastro de Madrid. Lo arrastro
hasta el metro, un lugar en el
que Eric nunca ha estado.
—En algo
soy la primera —le murmuro, haciéndolo reír—. La primerita que te
ha llevado al metro de Madrid.
Cuando nos
bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa es
mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda
índole lo sorprende.
Se empeña
en comprarme unos pendientes de plata que he estado mirando en
un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es
carísimo. Para su gusto, una
baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro
puesto le compro una camiseta de
Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid... tú». Le
hago quitarse su camisa en
medio del rastro y le insto a que se ponga la
camiseta que yo le he comprado.
Accede y está guapísimo con ella puesta.
Nos hacemos
unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor tesoro.
Encantada,
paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al llegar
frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere
comprar dos para llevárselas a
Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace
elegir y yo elijo dos de color
lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es
para mí. Eso me emociona.
Cada uno tendrá una en su hogar y, siempre que las
miremos, nos acordaremos del
otro.
Tras
aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que PETER se niega en
redondo a seguir. La gente me da sin querer en el
brazo y no quiere que nadie me
haga daño. Lo horroriza que vuelva a sentir dolor.
Al final, por no escucharlo,
accedo a marcharnos y cogemos un taxi. Lo llevo a
comer al Retiro.
Le propongo
un par de restaurantes, pero él prefiere algo más íntimo.
Al final,
compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el mullido césped
a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas
lamparitas.
—Son
preciosas, ¡me encantan!
—Sí. Son
muy bonitas.
PETER
sonríe.
—¿Llevas
pintalabios en el bolso?
Al escuchar
aquello lo miro y achino los ojos.
—¿A qué
clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos en un parque
y no quiero acabar en el calabozo por escándalo
público.
La
carcajada que suelta me reaviva el alma y él responde a mi risa dándome un
impulsivo beso en la punta de la nariz.
—No me
refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un simple pintalabios,
¿llevas?
Abro mi
bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo enseño.
—Píntate
los labios —me pide.
Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.
—¿Para qué
es?
—Hazlo.
—No.
Primero quiero saber para qué es.
Se encoge
de hombros y suspira.
—Quiero que
tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a tu nombre.
—¡Vaya! ¡Me
encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en la mía.
—¿Quieres
que me pinte los labios?
—Sí
—respondo divertida.
—¡Ni
hablar!
—Venga,
hombre —protesto—. Yo también quiero tus labios en mi lámpara
junto a tu nombre.
Durante
unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final los dos nos
pintamos los labios y los plantamos en las lámparas.
Nos limpiamos el carmín con
un pañuelo de papel y PETER me entrega un bolígrafo.
Bajo mis labios pongo:
«LALI», y él bajo los suyos: «PETER».
—Ahora es
más bonita —indica, divertido—. Tus labios revalorizan la lámpara y
siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.
Eso me
entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja de mí. Ya lo
añoro y todavía no se ha ido.
Cuando
acabo el bocata, me tumbo en el césped y él me imita.
—Volverás,
¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.
Como
siempre, lo piensa antes de contestar.
—Claro que
sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.
Respiro
aliviada.
—¿Qué es
eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje? —sigo
preguntando.
No responde.
Sólo me mira.
—Es una
mujer —gruño—, ¿verdad?
—No.
—¿Entonces?
—Tengo
obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.
Su
contestación es tan cortante que decido callar.
¡Me estoy
pasando!
Miro la
copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se mueven. Eso me
relaja. PETER pone su cabeza en mi campo de visión y
me besa.
—LALI...
—comienza a decir, mientras se separa de mí.
—Tranquilo.
Me he pasado. Soy una preguntona.
—LALI...
—Que sí...
que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.
—LALI,
escúchame, por favor.
Su tono de
voz hace que lo mire.
—Prométeme
que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de que yo
irrumpiera en ella.
Voy a
contestar, pero él me pone la mano en la boca para continuar:
—Necesito
que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás bien.
Incluso que volverás a quedar con el tipo ese con el
que te metiste en los baños de
aquel bar y con ese tal BENJAMIN, de Jerez. Quiero
que lo que ha pasado entre
nosotros quede como algo que ocurrió y nada más. No
quiero que le des
importancia y...
—Vamos a
ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué viene
ahora esto?
—Viene a
colación de lo que hablamos en tu casa.
Al recordar
la conversación, me enfurezco.
Me voy a
levantar del suelo, pero él se sienta a horcajadas sobre mí, me sujeta los
brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.
—Necesito
que me prometas lo que te he pedido.
—Pero, PETER,
yo...
—¡Prométemelo!
No entiendo
qué pasa.
No entiendo
por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la determinación
en sus ojos me hace decirle:
—Vale, te lo
prometo.
Su gesto se
relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo retiro la cara.
—¿Me acaba
de hacer la cobra, señorita ESPOSITO?
—Sí.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque no quiero besarte.
Divertido,
curva sus labios.
—¿En este
momento para ti soy un gilipollas?
—Pues sí. En
toda su extensión, señor LANZANI.
PETER me
suelta y se tumba a mi lado. Los dos miramos las copas de los árboles y
no hablamos. Minutos después siento que me coge de
la mano. La aprieta y yo la
acepto.
Una hora
después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida del Retiro
que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En
silencio, cogidos de la mano,
caminamos por el parque hasta llegar al coche.
Tomás, al vernos, nos abre la puerta
y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada
pensativa de PETER. Quiero saber
qué piensa. Pero no quiero preguntar. Y cuando
llegamos a mi casa, saca mi
lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un
suave beso en los labios, mientras
me retira el pelo de la cara.
—Siempre que
la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.
Asiento. No
puedo hablar. Esto es una despedida.
Si hablo,
lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío, él cierra la
puerta y se va.
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