Una hora
después, los dos tumbados sobre la cama, degustamos las fresas. Para
mi sorpresa, junto a las fresas y el champán, que ya
ha sido reemplazado por otra
botella llena, hay un cuenco de suave chocolate
caliente. Mojar la fresa en ese
chocolate y meterlo en la boca me hace gesticular
una y otra vez.
¡Vaya
maravilla!
Mis caras
divierten a PETER, que no para de sonreír. Lo noto tranquilo y distendido
y me tranquiliza ver que disfruta del momento. Le
encanta encargarse de limpiar
con su boca las motitas de fresa y chocolate que
quedan en mis labios y se lo
agradezco. Ese contacto suave se asemeja a un dulce
beso. Algo que PETER nunca me
ha dado. Sus besos son siempre salvajes y posesivos.
Un ruido
llama mi atención. Su portátil está encendido y le indica que acaba de
recibir un mensaje.
—¿Siempre lo
tienes encendido? —pregunto.
Eric mira el
portátil y asiente.
—Sí.
Siempre. Necesito estar al corriente de los temas de la empresa en todo
momento.
Se levanta,
mira el correo y, en cuanto lo hace, regresa a la cama junto a mí. Yo
me meto una nueva fresa en la boca. Están de muerte.
—Por lo que
veo, te encanta el chocolate.
—Sí. ¿A ti
no?
Se encoge de
hombros y no responde. Yo vuelvo al ataque.
—¿No te
gusta lo dulce?
—Si es como
tú, sí.
Ambos
reímos.
—¿En tu casa
no tienes cosas dulces? —insisto.
—No.
—¿Por qué?
—Porque el
dulce no me vuelve loco.
—¿Vives solo
en Alemania?
No responde.
Pero por su
gesto me doy cuenta de que no le ha gustado la pregunta.
Quiero saber
de él, si tiene perro o gato, cualquier cosa, pero no me deja
conocerlo. Es comenzar a hablar de él y se cierra
por completo. Inquieta, miro a mi
alrededor y mis ojos se encuentran con la cámara de
vídeo.
—¿Sigue
grabando?
—Sí.
—¿Se puede
saber qué estamos haciendo ahora que sea interesante de grabar?
—Verte comer
las fresas con chocolate, ¿te parece poco?
Ambos nos
reímos de nuevo.
—¿Se puede
ver lo que ha grabado antes?
PETER asiente.
—Sí. Sólo
hay que enchufar la cámara al televisor.
Nunca me he
grabado mientras practico sexo y verme me provoca una cierta
curiosidad.
—¿Te apetece
que lo veamos? —propongo.
PETER da un
trago a su copa y levanta una ceja.
—¿Quieres?
—Sí.
Eric se
levanta con decisión.
Saca un
cable de su maletín, lo enchufa a la cámara y a la tele y, con un pequeño
mando a distancia entre las manos, dice sentándose
en la cama para sujetarme
contra él:
—¿Preparada?
—Claro.
Pulsa el
botón e instantes después me veo en la pantalla de la televisión. Eso me
hace gracia. Mi voz suena extraña, incluso la de él.
Mojo otra fresa en el chocolate y
observo las imágenes. Eric me hace tocar los
pañuelos y nos reímos. Después me
sonrojo al ver la siguiente imagen. PETER en el
suelo y yo con mi sexo sobre su boca
totalmente extasiada.
—¡Dios, qué
vergüenza!
PETER
sonríe. Me besa en el cuello.
—¿Por qué,
preciosa? ¿Acaso no disfrutaste el momento?
—Sí...
claro que sí. Es sólo que...
Pero no puedo
continuar.
Las
imágenes siguientes de Eric atándome al cabecero de la cama me dejan sin
palabras. Lo veo taparme los ojos con el otro
pañuelo y, después, cómo baja por mi
cuerpo entreteniéndose en mis pezones y mi ombligo.
Eso me estimula de nuevo.
PETER sigue bajando parándose en mi sexo. Se deleita
y yo veo cómo me entrego.
Prosigue su bajada y, regándome de dulces besos,
llega hasta mis tobillos.
Extasiada
por las imágenes, sonrío.
No puedo
dejar de mirar la televisión cuando veo en la pantalla que él se
levanta. Yo sigo tumbada en la cama, atada y con los
ojos vendados, y él se dirige
hacia el equipo de música y sube el volumen.
Instantes después, la puerta de la
habitación se abre. Pestañeo.
Entra una
mujer rubia de pelo corto y se dirige directamente hacia la cama
donde yo sigo maniatada. Casi no respiro.
Eric la
sigue. La mujer está vestida con una especie de camisón negro. PETER le
chupa un pezón y ésta le entrega algo metálico que
lleva en las manos. Después,
coge los guantes que hay sobre la cama y se los
pone.
—¿Qué...?
—intento balbucear. Me falta el aire.
PETER no me
deja hablar.
Pone un
dedo en mis labios y me obliga a mirar la televisión.
Totalmente
bloqueada, observo cómo la mujer, tras ponerse los guantes, se sube
a la cama mientras PETER nos observa de pie. La
mujer me abre las piernas y posa su
boca sobre mi vagina. Estoy a punto de explotar de
indignación.
¿Qué me
está haciendo?
No puedo
hablar. Sólo puedo mirar cómo me retuerzo en la cama y gimo
mientras aquella desconocida juega con mi cuerpo y
yo se lo permito. Una y otra
vez abro mis piernas y arqueo mi espalda invitándola
a proseguir y ella lo hace.
PETER disfruta.
Instantes
después, él le entrega lo que lleva en las manos y veo que lo que sentí
como duro, frío y suave dentro de mí era un
consolador metálico. La mujer se lo
mete en la boca. Lo chupa y después me lo mete en la
vagina. Yo jadeo. Me gusta y
ella lo vuelve a meter y a sacar con delicadeza
mientras su dedo enguantado pasea
por el agujero de mi ano.
Pasado un
rato, PETER le pide el consolador sin decir una palabra y ella se lo
entrega. PETER le señala de nuevo mi vagina mientras
se toca su duro pene. Ella
obedece y vuelve a plantar primero sus manos y
después su ardiente boca sobre
mí. Yo estoy enloquecida. Abro mis piernas y me
elevo en su busca mientras ella,
con sus manos enguantadas, me agarra de los muslos y
me devora con auténtica
devoción.
Instantes
después, PETER le toca el hombro. Ella se levanta. Se quita los guantes y
los deja de nuevo sobre la cama. PETER la besa en la
boca y, antes de que se marche,
dice:
—Me encanta
cómo sabes.
Sigo en
estado de shock por lo que veo, mientras observo cómo PETER se mete
entre mis piernas y, tras cruzar unas palabras
conmigo, se pone un preservativo y
me besa. Me hace abrir las piernas y veo cómo me
penetra y yo me arqueo. Me
hace suya sin parar y yo grito de placer.
Cuando no
puedo mirar más, lo observo con la respiración entrecortada. Estoy
furiosa, excitada, enfadada y con ganas de matarlo.
No sé qué pensar. No sé qué
decir hasta que pregunto:
—¿Por qué
has permitido eso?
—¿El qué,LALI?
Me levanto
de la cama.
—¡Una
mujer! —grito—. Una desconocida... ella... ella...
—Dijiste
que estabas dispuesta a todo menos a sado, ¿lo recuerdas?
A cada
instante me siento más desconcertada. Lo miro y gruño.
—Pero...
pero a todo entre tú y yo... no entre...
—A todo,
excepto a sado. Es... a todo, pequeña.
—Yo nunca te
dije que quería tener sexo con una mujer.
PETER me
mira, se recuesta en la cama y responde en actitud chulesca:
—Lo sé...
—¿Entonces?
—Yo nunca
dije que no quisiera que tuvieras sexo con una mujer. Es más. Ha
sido algo placentero y que espero repetir. Sólo
hemos jugado un poco, pequeña.
No sé por qué te pones así —insiste.
—¿Jugar? ¿A
eso lo llamas tú jugar? Para mí, jugar es hacerlo entre tú y yo
aunque sea con aparatitos de esos que te gustan
pero... ¿Has dicho repetir?
—Sí.
—Pues será
con otra, chato, porque conmigo ¡lo llevas claro! ¡Dios! La has besado
a ella y luego a mí. ¡Qué asco!
PETER no se
mueve. Su actitud ha cambiado y la seriedad ha vuelto a él.
—LALI... mis
juegos son así. Creí imaginar que ya lo sabías. Las veces que hemos
salido juntos te he dejado ver qué es lo que a mí me
gusta. En la oficina, cuando
vimos a tu jefa y a tu compañero te di la primera
pista. En el Moroccio, la noche
que te invité a cenar, te di la segunda. En tu casa,
cuando te enseñé a utilizar los
vibradores te di la tercera. Te considero una mujer
inteligente y...
—Pero... eso
es depravado. El sexo es un juego entre dos. Y lo que tú haces...
—Lo que yo
hago es sexo. Y mi manera de ver el sexo no es depravada —dice
levantando la voz—. Por supuesto que es un juego
entre dos. Siempre lo he tenido
claro y por eso te pregunté si estabas dispuesta a
todo. ¿Acaso no te lo pregunté?
Me mira a la
espera de una respuesta. Contesto que sí con la cabeza.
—Tú dijiste
que sí. Recuérdalo. El sexo convencional me aburre, ¿a ti no? —No
respondo. No me da la gana—. El sexo es un juego, LALI.
Un juego que admite
morbo, sensaciones y todo lo que quieras incluir. Me
gusta darte placer. Tu placer
es mi deleite y cuando te veo atizada de deseo me
vuelvo loco. Y escucharte decir
que lo que hago es depravado me enfada. Me molesta
mucho. Tus
convencionalismos de niña y tu falta de buen sexo es
lo que hace que...
—¿Mi falta
de buen sexo? —grito exacerbada mientras me quito el albornoz—.
Para tu información, el sexo que he tenido todos
estos años ha sido ¡magnífico! Los
hombres con los que he estado me han hecho disfrutar
tanto o más que tú.
—Permíteme
que lo dude —ríe con frialdad.
—¡Serás
creído!
Aprieto los
puños deseosa de soltarle un guantazo.
—Vamos a
ver, LALI. No dudo que tus experiencias con otros hombres no hayan
sido satisfactorias. Sólo digo que nunca serán como
las vividas conmigo. Pero
¡joder! Si hasta cuando has dicho «¡Fóllame!» te has
puesto roja.
—Decir eso
es vulgar. Grotesco.
—No,
pequeña. No es nada de eso. Simplemente habló el morbo por ti. El morbo
hace que los humanos nos comportemos como seres
desinhibidos en ciertas
ocasiones. El morbo es lo que hace que quieras ver
cómo otra mujer y otro hombre
devoran el cuerpo de tu mujer mientras miras o
participas. Tú, en la ducha, te has
dejado llevar por el morbo. Has dicho lo que
querías. Has pedido que te follara
porque lo que deseabas era eso.
—No quiero
escucharte.
—Te guste o
no, eres como la gran mayoría de la humanidad. El problema es que
esa humanidad se divide entre los que no nos
resignamos a los convencionalismos
y gozamos del sexo con normalidad y sin tabú, y los
que ven el sexo como un
pecado. Para muchos la palabra «sexo» es ¡tabú!
¡Peligro! Para mí la palabra «sexo»
es ¡diversión! ¡Gozo! ¡Excitación! Y lo que más me
joroba de tus palabras es que sé
que lo vivido te ha gustado. Has disfrutado con el
vibrador, con la mujer que ha
estado entre tus piernas, incluso con haber dicho la
palabra «follar». Tu problema
es que lo niegas. Te mientes a ti misma.
Exacerbada
e indignada, no le contesto. Tiene razón, pero no pienso admitirlo.
Antes muerta.
Sin
mirarlo, me pongo las bragas y el sujetador. Quiero desaparecer de allí. De
aquella suite. De aquel hotel y de la vida de él. PETER
me observa, sin moverse, desde
la cama como un dios todopoderoso. Busco mis
vaqueros y mi camiseta y, cuando
estoy totalmente vestida, me quedo parada en el
centro de la habitación.
—Nada de lo
vivido se puede cambiar. Pero a partir de este momento, usted
vuelve a ser el señor LANZANI y yo la señorita ESPOSITO.
Por favor, quiero
recuperar mi vida normal y para ello usted debe
desaparecer de mi entorno.
Dicho esto,
me doy la vuelta y me voy.
Necesito
esfumarme de allí y olvidar lo ocurrido.
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