jueves, 16 de julio de 2015

CAPITULO 2



Al día siguiente, cuando llego a la oficina, todos parecen felices. Me cruzo con
Miguel y no puedo evitar sonreír. Él y la jefa. Si ellos supieran que los vi... Pero,
como no quiero pensar en ello, me dirijo hacia mi mesa y mientras enciendo mi
ordenador veo que se acerca hasta mí.
—Buenos días, LALI.
—Buenos días.
Miguel, además de ser mi compañero, es un tipo muy simpático. Desde el
primer día que llegué a la oficina ha sido un encanto conmigo y nos llevamos muy
bien. Casi todas en el curro babean por él, pero, no sé por qué, en mí no surte el
mismo efecto. ¿Será que no me gustan los bomboncitos sonrientes? Pero, claro,
ahora, sabiendo lo que sé y habiéndole visto su aparatito en acción, no puedo
evitar mirarlo de otra forma mientras intento no gritar: «¡Torero!».
—¿Recuerdas que esta tarde hay reunión general?
—Ajá.
Como es de esperar, sonríe, me agarra del brazo y dice...
—Venga, vamos a tomarnos un café. Sé que te mueres por un cafetito y una
tostada de la cafetería.
Sonrío yo también. Cómo me conoce el puñetero... Además de simpático y
guapo, al tío no se le escapa una. Ése, junto a su perpetua sonrisa, es el gran
atractivo de Miguel. No olvida detalle. De ahí que se lleve a las churris de calle.
Cuando llegamos a la cafetería de la novena planta, vamos a la barra, pedimos
nuestra consumición y nos dirigimos a nuestra mesa. Digo nuestra mesa porque
siempre nos sentamos allí. Se nos unen Paco y Raúl. Una parejita gay con la que me
llevo muy bien. Como siempre hacen, me besuquean el cuello y me hacen reír. Los
cuatro comenzamos a hablar e inconscientemente recuerdo lo que vi la noche
anterior en el parking. ¡Miguel y la jefa! Vaya polvazo más morboso que se
marcaron ante mi cara. ¡Vaya con mi compañero, es un portento el chico!
—¿Qué te pasa? Te noto distraída —pregunta Miguel.
Eso me reactiva. Lo miro y le respondo, intentando olvidar las imágenes que por
mi mente pululan:
—Estoy en Babia, lo sé. Mi gato cada día está más apagadito y...
—Qué pena, el Currito —murmura Paco y Raúl me hace un gesto comprensivo.
—Vaya, lo siento, preciosa —responde Miguel, mientras me coge la mano.
Durante un rato hablamos de mi gato y eso me pone aún más triste. Adoro a
Curro e, inevitablemente, cada día que pasa, cada hora, cada minuto, su vida se
acorta un poco más. Es algo que aprendí a asumir desde que el veterinario me lo
dijo, pero aun así me cuesta. Me cuesta mucho.
De pronto, mi jefa llega, rodeada por varios hombres, como siempre. ¡Es una
comehombres! Miguel la mira y sonríe. Yo me callo. Mi jefa es una mujer muy
atractiva. Vamos, una cincuentona potente, una morena de rompe y rasga, soltera
pero no entera, y a la que se le han atribuido varios líos en la empresa. Se cuida
como nadie y no falta ni un solo día al gimnasio. O sea, que le gusta... gustar.
—LALI —me interrumpe Miguel—. ¿Te queda mucho?
Vuelvo en mí y dejo de mirar a mi jefa para mirar mi desayuno. Doy un trago al
café y contesto:
—¡Acabado!
Los cuatro nos levantamos y salimos de la cafetería. Debemos comenzar a
trabajar.
Una hora después, tras hacer las fotocopias pertinentes y acabar el recurso, me
dirijo al despacho de mi jefa. Llamo con los nudillos y entro.
—Aquí tiene el contrato finalizado para la delegación de Albacete.
—Gracias —responde escuetamente mientras lo ojea.
Como de costumbre, me quedo parada ante ella a la espera de sus órdenes. El
pelo de mi jefa me encanta, tan ondulado, tan cuidado. Nada que ver con mi pelo
moreno y liso que suelo recoger en un moño sobre mi cabeza. Suena el teléfono y
antes de que me mire lo cojo.
—Despacho de la señora MARIA DEL CERRO. Le atiende su secretaria, la señorita
ESPOSITO, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Buenos días, señorita ESPOSITO —responde una voz profunda de hombre con
cierto tonillo guiri—. Soy PETER LANZANI. Querría hablar con su jefa.
Al reconocer aquel nombre, reacciono rápidamente.
—Un momento, señor Lanzani.
Mi jefa, al escuchar aquel apellido, suelta los papeles que hasta ese momento
sujetaba y, tras arrancarme literalmente el teléfono de las manos, dice con una
encantadora sonrisa en los labios:
—PETER... ¡qué alegría saber de ti! —Tras un pequeño silencio, continúa—: Por
supuesto, por supuesto. ¡Ah! Pero ¿ya has llegado a Madrid?... —Entonces suelta
una risotada más falsa que un euro con la cara de Popeye y susurra—: Por
supuesto, PETER. A las dos te espero en recepción para comer.
Y tras decir esto, cuelga y me mira.
—Pídeme cita para la peluquería para dentro de media hora. Después, reserva
para dos en el restaurante de Gemma.
Dicho y hecho. Cinco minutos más tarde sale de la oficina escopeteada y regresa
hora y media después con su pelo más lustroso y bonito y con el maquillaje
retocado. A las dos menos cuarto veo que Miguel toca con los nudillos en su puerta
y entra. ¡Vaya tela! No quiero ni pensar lo que estarán haciendo. Pasados cinco
los dos y mi
jefa se me acerca.
—LALI, ya te puedes ir a comer. Y recuerda: estaré con el señor LANZANI. Si
a las cinco no he vuelto y necesitas cualquier cosa, llámame al móvil.
Cuando la bruja mala y Miguel se van respiro por fin aliviada. Me suelto el pelo
y me quito las gafas. Después recojo mis cosas y me dirijo hacia el ascensor. Mi
oficina está en la planta diecisiete y el ascensor se para en varias plantas para ir
recogiendo a otros trabajadores, así que siempre suele tardar en llegar a la planta
baja. De pronto, entre la planta seis y la cinco, el ascensor da un trompicón y se
detiene del todo. Saltan las luces de emergencia y Manuela, la de paquetería, se
pone a chillar.
—¡Ay, virgencita! ¿Qué ocurre?
—Tranquila —respondo—. Se habrá ido la luz y seguro que pronto vuelve.
—¿Y cuánto va a tardar?
—Pues no lo sé, Manuela. Pero si te pones nerviosa, vas a pasar un ratito malo y
se te hará eterno. Así que respira y verás cómo la luz vuelve en un pispás.
Pero veinte minutos después, la luz sigue brillando por su ausencia y Manuela,
junto a varias chicas de contabilidad, entra en pánico. Percibo que tengo que hacer
algo.
Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar encerrada en un ascensor. Me agobia
mucho y comienzo a sudar. Si entro en pánico, será peor, de modo que decido
buscar soluciones. Lo primero, me recojo el pelo en la nuca y lo sujeto con un
bolígrafo. Después le paso mi botellita de agua a Manuela para que beba e intento
bromear con las chicas de contabilidad mientras reparto chicles con sabor a fresa.
Pero mi calor va en aumento, así que finalmente saco un abanico de mi bolso y
comienzo a abanicarme. ¡Qué calor!
En ese momento, uno de los hombres que se mantenían en un segundo plano
apoyado en el ascensor se acerca a mí y me agarra por el codo.
—¿Te encuentras bien?
Sin mirarlo y sin dejar de abanicarme, le contesto:
—¡Uf! ¿Te miento o te digo la verdad?
—Prefiero la verdad.
Divertida, me vuelvo hacia él y, de repente, mi nariz choca contra una americana
gris. Huele muy bien. Perfume caro.
Pero ¿qué hace tan cerca de mí?
Inmediatamente doy un paso hacia atrás y lo miro para ver de quién se trata.
Desde luego, es alto, le llego a la altura del nudo de la corbata. También es castaño,
tirando a rubio, joven y con ojos claros. No me suena de nada y, al ver que me mira
a la espera de una contestación, cuchicheo para que sólo él me pueda oír.
—Entre tú y yo, los ascensores nunca me han gustado y como no se abran las
puertas en breve, me va a entrar el nervio y...
—¿El nervio?
—Aja...
—¿Qué es «entrar el nervio»?
—Eso, en mi idioma, es perder la compostura y volverse loca —le respondo, sin
parar de abanicarme—. Créeme. No querrías verme en esa situación. Incluso, como
me descuide, me pongo a echar espumarajos por la boca y la cabeza me da vueltas
como a la niña de El exorcista. ¡Vamos, todo un numerito! —Mis nervios aumentan
y le pregunto, en un intento por calmarme—: ¿Quieres un chicle de fresa?
—Gracias —responde y coge uno.
Pero lo gracioso es que lo abre y me lo mete en la boca a mí. Lo acepto
soprendida y, sin saber por qué, abro otro chicle y hago la operación a la inversa.
Él, divertido, también lo acepta.
Miro a Manuela y compañía. Siguen histéricas, sudorosas y descoloridas. De
modo que, dispuesta a que mi histerismo no aumente, intento entablar
conversación con el desconocido.
—¿Eres nuevo en la empresa?
—No.
El ascensor se mueve y todas se ponen a chillar. Yo no voy a ser menos. Me
agarro al brazo del hombre en cuestión y le retuerzo la manga. Cuando soy
consciente, lo suelto en seguida.
—Perdón... perdón —me disculpo.
—Tranquila, no pasa nada.
Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila encerrada en un
ascensor? De repente noto un picor en mi cuello. Abro mi bolso y saco un espejito
del neceser. Me miro en él y empiezo a maldecir.
—¡Mierda, mierda! ¡Me estoy llenando de ronchones!
Veo que el hombre me mira sorprendido. Yo me retiro el pelo del cuello y se lo
enseño.
—Cuando me pongo nerviosa me salen ronchones en la piel, ¿lo ves?
Él asiente y yo me rasco.
—No —dice, sujetándome la mano—. Si haces eso, empeorarás.
Y ni corto ni perezoso se agacha y me sopla en el cuello. ¡Oh, Dios! ¡Qué bien
huele y qué gustito da sentir ese airecito! Dos segundos más tarde, me doy cuenta
de que hago el ridículo al soltar un gemidito.
¿Qué estoy haciendo?
Me tapo el cuello e intento desviar el tema.
—Tengo dos horas para comer y, como sigamos aquí, ¡hoy no como!
—Supongo que tu superior entenderá la situación y te permitirá llegar un poco
más tarde.
Eso me hace sonreír. Éste no conoce a mi jefa.
—Creo que supones mucho. —Llena de curiosidad, le digo—: Por tu acento
eres...
—Alemán.
No me extraña. Mi empresa es alemana y teutones como aquél pululan todos los
días por allí. Pero, sin poder evitarlo, lo miro con una sonrisita maliciosa.
—¡Suerte en la Eurocopa!
Entonces él, con gesto serio, se encoge de hombros.
—No me interesa el fútbol.
—¡¿No?!
—No.
Sorprendida de que a un tío, a un alemán, no le guste el fútbol, me hincho
orgullosa al pensar en nuestra selección y susurro para mí:
—Pues no sabes lo que te pierdes.
Sin inmutarse, él parece leerme la mente y se acerca de nuevo a mi oreja,
poniéndome la carne de gallina.
—De todas formas, ganemos o perdamos aceptaremos el resultado —me
susurra.
Dicho esto, da un paso atrás y regresa a su sitio.
¿Le habrá molestado mi comentario?
Yo lo imito y me doy la vuelta para no tener que verlo. Miro el reloj; las tres
menos cuarto. ¡Mierda! Ya he perdido tres cuartos de hora de mi comida y ya no
me da tiempo a llegar al Vips. Con las ganas que tenía de comerme un Vips Club...
¡En fin! Pararé en el bar de Almudena y me comeré un bocata. No tengo tiempo
para más.
De pronto, las luces se encienden, el ascensor reanuda su marcha y todos en su
interior aplaudimos.
¡Yo la primera!
Movida por la curiosidad, vuelvo a mirar al desconocido que se ha preocupado
por mí y veo que él sigue observándome. Vaya, con luz es más alto y más ¡sexy!
Cuando el ascensor llega a la planta cero y las puertas se abren, Manuela y las de
contabilidad salen de su interior como caballos desbocados entre chillidos e
histerismos. Cómo me alegro de no ser así. La verdad es que soy un poco chicazo.
Mi padre me crió así. Sin embargo, cuando salgo, me quedo parada al ver a mi jefa.
—¡PETER, por el amor de Dios! —oigo que dice—. Cuando he bajado para
encontrarme contigo e irnos a comer y he recibido tu Whatsapp diciéndome que
estabas encerrado en el ascensor ¡creí morir! ¡Qué angustia! ¿Estás bien?
—Perfectamente —responde la voz del hombre que ha hablado conmigo sólo
unos momentos antes.
De pronto, mi cabeza rebobina. PETER. Comida. Jefa. ¿PETER LANZANI el jefazo,
es a quien le he dicho que soy como la niña de El exorcista y le he metido un chicle
de fresa en la boca? Me pongo como un tomate y me niego a mirarlo a la cara.
¡Dios! ¡Qué ridícula soy!
Deseo escapar de allí cuanto antes, pero entonces siento que alguien me agarra
del codo.
—Gracias por el chicle... ¿señorita?
—LALI —responde mi jefa—. Ella es mi secretaria.
El ahora identificado como señor PETER LANZANI asiente y, sin importarle la
cara de mi jefa, porque no la mira a ella si no a mí dice:
—Entonces es la señorita LALI ESPOSITO, ¿verdad?
—Sí —respondo como si fuera boba. ¡Como una lela total!
Mi jefa se cansa de no sentirse la protagonista del momento y lo agarra
posesivamente del brazo, tirando de él.
—¿Qué tal si nos vamos a comer, PETER? ¡Es tardísimo!
Como si me hubieran plantado en el vestíbulo de la empresa, yo levanto mi
cabeza y sonrío. Instantes después, aquel impresionante hombre de ojos claros se
aleja, aunque, antes de salir por la puerta, se vuelve y me mira. Cuando por fin
desaparece suspiro y pienso: «¿Por qué no me habré estado calladita en el
ascensor?».

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