domingo, 19 de julio de 2015

CAPITULO 14

   A las siete y media de la mañana del lunes estoy en pie. Curro está tranquilo. Le
doy su medicación y desayuno. Luego me meto en la ducha. Diez minutos después
salgo, me visto y me maquillo.
   A las ocho y media entro en la oficina. En el ascensor coincido con Miguel y nos
felicitamos por haber ganado la Eurocopa. Estamos emocionados. Bromeamos
sobre nuestro fin de semana y, como siempre, terminamos a carcajadas. Subimos a
la cafetería y allí gritamos con otros compañeros: «¡No hay dos sin tres!».
   Finalmente, nos sentamos a una mesa a desayunar con nuestro café. Diez
minutos después, la magdalena se me cae de las manos al ver a PETER entrar con mi
jefa y dos jefes más.
   Está impresionante con su traje oscuro y su camisa clara. Por su gesto serio habla
de trabajo pero, cuando llegan a la barra y piden los cafés, me ve. Yo sigo
hablando, disfrutando de la compañía de mis compañeros, aunque con el rabillo
del ojo veo que ellos se sientan en una mesa alejada de la nuestra. PETER se sienta en
la silla que queda frente a mí. Me mira y entonces yo también lo miro. Nuestros
ojos se encuentran durante una fracción de segundo y, como era de esperar, mi
cuerpo reacciona.
   —Vaya. Ya han llegado los jefes —dice Miguel—. Por cierto, me han dicho que el
otro día te quedaste con el nuevo jefazo atrapada en el ascensor.
   —Sí. Con él y con algunas personas más —respondo con desgana. Pero
dispuesta a saber más del jefazo, le pregunto—: Oye, tú que eras el secretario de su
padre, ¿de qué murió?
   Miguel mira con curiosidad hacia la mesa del fondo.
   —La verdad es que era un hombre extraño y poco hablador. Murió de un ataque
al corazón. —Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por lo que veo el nuevo jefazo le
gusta a nuestra jefa. Sólo hay que ver cómo se ríe y se toca el pelo.
  Sin poder evitarlo, miro hacia su mesa y, de nuevo, mis ojos se cruzan con la
mirada fría y gélida de PETER.
  —¿El señor LANZANI tenía más hijos?
  —Sí. Pero sólo Iceman vive.
  —¡¿Iceman?!
  Miguel se ríe y, acercándose, cuchichea:
  —PETER LANZANI es ¡Iceman! El hombre de hielo. ¿No has visto la cara de mala
leche continua que tiene? —Eso me hace reír y Miguel añade—: Por lo que me ha
dicho la jefa, es duro de pelar. Peor que su padre.
  No me sorprende lo que me comenta. Se dice que la cara es el espejo del alma y
la cara de PETER es de tormento continuo. Pero el nombrecito me hace gracia. Aun
así, replico:
  —¿Por qué dices que él es el único hijo que vive?
  —Tenía una hermana, pero murió hace un par de años.
  —¿Qué le pasó?
  —No sé, LALI... El señor LANZANI  nunca habló de ello. Sólo sé que murió
porque un día me dijo que se tenía que marchar a Alemania al entierro de su hija.
  Saber eso me apena. Dos muertes en tan poco espacio de tiempo tiene que ser
muy doloroso.
  —El señor LANZANI  estaba separado de su mujer —continúa Miguel—.
Iceman y él no tenían buena relación; por eso él nunca venía por España.
  Saber aquellos datos de él me inquieta. Quiero saber más, así que pregunto:
  —¿Y por qué no tenían buena relación?
  —No lo sé, preciosa —responde Miguel mientras pone un mechón de pelo tras
mi oreja—. El señor LANZANI era bastante hermético con su vida privada. Por
cierto, ¿cuándo vas a querer tomar una copa conmigo?
  Escuchar aquello me hace sonreír. Apoyo los codos sobre la mesa y, al dejar caer
mi cara en mis manos, respondo, mirándolo:
  —Creo que nunca. No me gusta mezclar el trabajo con el placer.
  Mi contestación cargada de una ironía que él no entiende me hace gracia. Miguel
se acerca un poco más a mí y murmura:
  —Cuando hablas de placer, ¿a qué clase de placer te refieres?
  Sin moverme un ápice respondo:
  —Vamos a ver, guaperas. Eres el caramelito que todas las de la oficina se quieren
comer y yo soy una mujer muy celosa y no comparto. Por lo tanto... búscate a otra
porque conmigo lo llevas crudo.
  —Mmmm... ¡Me gusta lo difícil!
  Eso me hace soltar una carcajada y Miguel me sigue. De pronto, veo que PETER se
levanta y sale de la cafetería y respiro. No tenerlo cerca es un alivio para mí. Diez
minutos después, mi compañero y yo regresamos a nuestros puestos.
  Cuando llego a mi mesa veo que la puerta del despacho del jefazo está abierta.
Maldigo. No quiero verlo. Me siento y de pronto el móvil pita y leo: «¿Ligando en
horas de trabajo?».
  Eso me incomoda, pero termino por sonreír.
  En el fondo, el humor de PETER me hace gracia. No pienso responder aunque,
como siempre que me pongo nerviosa, me rasco el cuello. Mi móvil vuelve a pitar
y leo: «No te rasques o el sarpullido irá a peor».
  Me observa. Miro hacia el despacho y lo veo sentado en la que fue la mesa de su
padre. Se siente poderoso. Me está provocando, pero no pienso caer en su juego.
Achino los ojos enfadada. Con la mirada, le digo de todo menos bonito y,
sorprendentemente, curva sus labios mientras aguanta una sonrisa.
  De pronto aparece mi jefa y dice, interponiéndose en nuestro campo de visión:
  —LALI, si alguien me llama, pásame la llamada al despacho del señor
LANZANI.
  Sin abrir la boca, asiento. Mi jefa, contoneando sus caderas, entra en el despacho
De PETER y cierra la puerta. Comienzo a trabajar y, a media mañana, la puerta del
despacho se abre. Veo salir a mi jefa con una carpeta en las manos.
  —LALI —me dice—. Me voy a ausentar de la oficina una hora. Si el señor
LANZANI necesita lo que sea, soluciónaselo. —Luego se vuelve hacia Miguel y
añade—: Acompáñame.
  Mi compañero sonríe y yo también. ¡Vaya dos!
  ¡Ay!, si ellos supieran lo que yo sé...
  Cuando desaparecen del despacho, el teléfono interno suena. Maldigo al saber
que es él. Al final lo cojo.
  —Señorita ESPOSITO, ¿puede pasar a mi despacho, por favor?
   Estoy tentada de decir que no. Pero eso no sería profesional y yo, ante todo, soy
una profesional.
   —En seguida, señor LANZANI.
   Me levanto, entro en el despacho y pregunto:
   —¿Qué desea, señor LANZANI?
   Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.
   —Cierre la puerta, por favor —responde, mirándome.
   Resoplo y siento que mi piel comienza a arder. Mi maldito cuello me va a delatar
y eso me incomoda. Pero le hago caso y cierro la puerta.
   —Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.
   —Gracias, señor.
   El silencio entre nosotros se hace insoportable.
   —¿Lo pasaste bien anoche? —añade.
   No respondo.
   —¿Quién era el tipo al que besaste y con el que estuviste diecisiete minutos en el
baño de hombres? —me pregunta.
   Boquiabierta, me lo quedo mirando.
   —Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?
   Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo en la mano y
clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras contengo mis
impulsos asesinos:
   —Eso no le incumbe, señor LANZANI.
   Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.
   —¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.
   ¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y respondo:
   —Mire, señor LANZANI, no quiero ser desagradable pero nada de lo que me
pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada más, volveré a mi
puesto de trabajo.
   Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y cierro la
puerta con ímpetu. ¿Quién se ha creído ése que es? Nada más sentarme en mi silla,
el teléfono interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo cojo.
   —Señorita ESPOSITO, venga a mi despacho. ¡Ya!
   Su voz suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el teléfono y,
enfadada, entro de nuevo dispuesta a mandarlo a la mierda.
   —Tráigame un café, solo.
   Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo pongo encima de
la mesa.
   —No tomo azúcar. Tráigame sacarina.
   Repito el camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando regreso con
la puñetera sacarina, se la entrego.
   —Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.
   ¿Cómo? ¿Que le remueva el puñetero café?
   Aquel trato me indigna. No para de mirarme y la superioridad que muestra en
su gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, el alemán! Deseo tirarle el café a la
cara, deseo mandarlo a freír espárragos, pero al final hago lo que me pide sin
rechistar. Cuando termino, dejo el café frente a él y me doy la vuelta para salir del
despacho.
   —No salga del despacho, señorita ESPOSITO.
   Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para mirarlo.
   Su ceño está fruncido. El mío también. Está enfadado. Yo también.
   Rodea la mesa. Se sienta ante ella con los brazos cruzados y las piernas abiertas.
Su actitud es intimidatoria. Nuestra distancia se ha acortado. Eso me pone
nerviosa.
   —LALI...
   —Para usted soy la señorita ESPOSITO, si no le importa.
   Me mira con su típica cara de mala leche y siento que el aire se puede cortar con
un cuchillo. ¡Menuda tensión!
   —Señorita ESPOSITO, acérquese.
   —No.
   —Acérquese.
   —¿Qué quiere? —exijo.
   Sin cambiar su duro gesto, murmura entre dientes:
   —Acérquese, por favor.
   Resoplo para que vea mi estado de ánimo y doy un paso adelante.
  Su dura mirada exige que me acerque más pero no me dejo amedrentar.
  —Señor LANZANI, no me voy a acercar más. Despídame si eso le hace seguir
sintiéndose el Rey del Universo. Pero no pienso acercarme más a usted. Y, como se
pase un pelo, lo denuncio por acoso.
  Se incorpora de la mesa. Da dos pasos hacia mí y yo doy un paso hacia atrás. Lo
oigo resoplar. Me coge del brazo, tira de mí y abre las puertas del archivo. Me mete
y, una vez en la intimidad que nos da ese lugar, me coge con sus manos la cabeza,
me acerca a él y me besa con posesión.
  Esta vez no se detiene a rozar su lengua contra mi labio superior. No me pide
permiso. Sólo me atrae hacia él y me besa. Me empuja contra los archivos y,
cuando siente que mi cuerpo no puede retroceder, abandona mis labios.
  —Apenas he podido dormir pensando en ti y en lo que hacías con el tipo de
anoche.
  Obnubilada por lo que dice, respondo con un hilo de voz:
  —No hice nada.
  PETER aprieta sus caderas contra mí y siento su erección.
  —Te agarraba por la cintura. Paseaba su mirada por tu cuerpo. Dejaste que te
besara y entraste con él al baño de hombres. ¿Cómo puedes decir que no hiciste
nada?
  Enloquecida por lo que me está haciendo sentir con sus palabras y con su
cercanía respondo:
  —Con mi vida y con mi cuerpo hago lo que quiero, señor LANZANI.
  Le doy un tremendo empujón y lo separo de mí.
  —Yo no soy una muñequita de esas a las que supongo que está acostumbrado a
dar órdenes. No vuelva a tocarme o...
  —¿¡O!? —pregunta con voz ronca.
  —O soy capaz de cualquier cosa —contesto.
  Su mandíbula está tensa y, acercándose de nuevo a mí, susurra:
  —LALI, me deseas tanto como yo a ti. No lo niegues —no respondo. No puedo. Su
cercanía me provoca mil sensaciones.
  Mis ojos chispean. No sé si es indignación, morbo o qué. El caso es que chispean
mientras aquel gigante con su cara de mala leche se cierne sobre mí.
  —No estoy dispuesta a...
  —¿Al sado? Eso ya lo sé, pequeña.
  Su respuesta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder. Su mirada me
bloquea.
  —¿Te está entrando el nervio?
  Vuelve a desconcertarme, ¿cómo puede recordar aquello que le expliqué en el
ascensor? Me toco el cuello. Voy a soltarle alguna de mis frescas, cuando veo que
hace una mueca.
  —No te rasques, LALI.
  Sin darme tiempo a moverme, se agacha y me sopla en el cuello. Cierro los ojos.
Mi indignación baja de intensidad. Él se ha propuesto que sea así y lo ha
conseguido.
  —Siento haberte puesto nerviosa —musita de repente en mi oído—. Perdóname,
pequeña.
  Su poder es inmenso y ya me tiene donde quiere. ¡Soy una blanda!
  Me besa. Esta vez con desesperación. Me sabotea y yo me dejo.
  El hilo de mis pensamientos se bloquea y sólo pienso en besarlo y dejar que me
bese.
  ¿Qué me ocurre?
  Quiero reprimirme, pero no puedo. Nunca he sido un juguete para ningún
hombre, pero él consigue controlarme. Lo deseo tanto como necesito el aire para
respirar y eso me asusta. Me quema la vagina, la piel y siento que mis bragas se
humedecen y que lo único que deseo es que me desnude y me posea.
  Clavo mis ojos en él. Su cara seria y de perdonavidas me encanta. Me vuelve
loca. Es tan sexy y devastador que soy incapaz de negarme a nada de lo que me
exija. Por primera vez en mi vida me siento así y creo que no puedo hacer nada por
evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su mano se mete con rapidez dentro de mis
bragas.
  —Estás húmeda para mí —me susurra.
  ¿Qué va a hacer? ¿Me va a desnudar en el archivo?
  Pero no. Mete más la mano y siento que uno de sus dedos se introduce en mi
interior y, segundos después, otro más. Me agarra por el pelo, tira de él y subo la
cabeza. Me besa de nuevo con impaciencia, mientras me hace abrir las piernas con
su pierna y sus dedos entran y salen una y otra vez de mí. Con su boca sobre la
mía, reprimo mis gemidos y sé que el clímax está cerca.
   —Córrete para mí, LALI.
   Mi cuerpo vuelve a reaccionar a sus palabras.
   El placer que me está dando me hace querer más. El brillo sensual de su mirada
me vuelve loca y me hace desear que me desnude, me tire en el suelo y sea su pene
el que juegue en mi interior. Me muerdo el labio. Si no lo hago, gritaré y toda la
oficina vendrá para ver qué pasa.
   —Vamos, LALI, déjate llevar.
   Tenso la espalda y arqueo mis piernas mientras me dejo avasallar con gusto por
él. Quiero sus dedos más dentro de mí y, cuando creo que voy a explotar, lo beso
para ahogar de nuevo mi gemido en su boca, mientras siento que mis músculos se
contraen una y otra vez sobre sus caricias y percibo aún más la humedad en mi
entrepierna. Poco a poco él se detiene y, cuando saca sus dedos de mi interior,
quiero protestar. Él se da cuenta. Vuelve a tomar mi cabeza entre sus manos.
   —Me debes un orgasmo, pequeña —murmura.
   No puedo responder.
   Sólo puedo abrir la boca y entrelazar su lengua con la mía. Disfruto de su sabor
excitante y peligroso, olvidándome de nuevo de todo lo que hay a nuestro
alrededor y de mi enfado. No quiero pensar que me utiliza como a un juguete. No
quiero pensar que es mi jefe. Simplemente no quiero pensar.
   Dos minutos después y con las respiraciones más acompasadas, deja de
presionarme contra los archivadores y yo vuelvo a tomar el control sobre mi
cuerpo. Maldigo.
   ¿Qué he vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan idiota cada vez que lo veo?
   Él parece darse cuenta de lo que pienso y me dedica una de sus habituales
miradas gélidas.
   —¿Has vuelto a pensar en mi proposición? —me pregunta.
   Intento mirarlo. Me enfrento a Iceman y siento que pierdo toda compostura.
   —Ayer ya te respondí y te dije que no aceptaba.
   Aprieta los labios y yo resoplo.
   Lo miro sorprendida.
   —¿Por qué eres tan cabezona? —añade—. Lo que te propongo te reportaría unos
beneficios monetarios.
   —¿Sólo monetarios?
   PETER deja de sonreír ante mi pregunta.
   —Todo depende de lo que quieras. Tú decides, LALI. De momento necesito una
secretaria. El sexo surgirá, si tiene que surgir.
   —¿Y si me niego a que vuelva a surgir? —replico, intentando creerme mi propia
mentira.
   PETER me mira. Baja sus manos hasta mi pantalón y lo abrocha.
   —Aceptaré tu negativa —añade con tranquilidad—. Otra accederá.
   ¡Será imbécil, creído y chulo...!
   Y entonces sale del archivador y me deja sola. Durante unos segundos cierro los
ojos y me regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan facilona cuando estoy con él?
Finalmente, me coloco la camisa y el pelo y lo sigo. Él ya está sentado ante su mesa
y mira con el ceño fruncido la pantalla del ordenador. Me dirijo con calma hacia la
puerta, dispuesta a salir.
   —Te dije que te daba hasta el martes para la respuesta y así será —me dice antes
de que abandone su despacho—. Ahora puedes regresar a tu puesto de trabajo. Si
vuelvo a necesitarte... te llamaré.
   Me pongo roja como un tomate.
   Salgo del despacho. Cierro la puerta, me apoyo en ella y miro a mi alrededor
durante unos segundos. Todos fuera de mi despacho están trabajando. Parece que
nadie se ha dado cuenta de lo que acaba de suceder. Cojo mi bolso y me voy al
baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina empapada y eso me incomoda.
   Veinte minutos después vuelvo a mi mesa y veo que Miguel y mi jefa han
regresado. PETER y yo no volvemos a hablar ni a mirarnos. A las dos, la puerta del
despacho se abre y salen juntos. No me mira. Sólo mi jefa vuelve la cara hacia mí.
   —Nos vamos a comer, LALI —me informa.
   Asiento y respiro aliviada. Veo a Miguel recoger sus cosas cuando mi teléfono
suena. Es mi hermana.
   —LALI... tienes que venir a casa. ¡Ya!
   Al escuchar aquello cierro los ojos y me siento. Las piernas me tiemblan. No hace
falta que siga hablando. Sé lo que pasa.
   Cuando cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y me trago las lágrimas. No quiero
llorar en la oficina. Soy una tía dura y los numeritos no van conmigo. Busco a
Miguel y lo encuentro hablando con Eva. Parece que están ligando. Me acerco a él
y le informo de que me ha surgido un problema urgente y que aquella tarde no
regresaré a trabajar. Él asiente sin prestarme mucha atención y regreso a mi mesa.
Vuelvo a sentarme. Bebo agua de la botellita y, finalmente, recojo mis cosas.
  Las manos me tiemblan y las mejillas me arden. Necesito llorar. Hago un
esfuerzo por apagar mi ordenador, contengo mi pena y voy hacia el ascensor.
Cuando salgo de él, corro hacia el parking y entonces me permito llorar. Antes no.
  Cuando llego a casa mi hermana está con los ojos encharcados por las lágrimas.
Curro respira con mucha dificultad y, sin perder un segundo, llamo a mi
veterinario. El veterinario, que me conoce desde hace años, me indica que me
espera en la clínica.
  A las cuatro y media de la tarde, tras una inyección que el veterinario le pone
para facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja para siempre, con el corazón
destrozado y con la sensación de una pérdida irreparable. Me agacho sobre la mesa
donde su cuerpo sin vida descansa. Lo beso, acaricio su peluda cabeza por última
vez y cientos de lágrimas me nublan por completo la vista.

  —Adiós, cariño —murmuro.

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