A las siete
y media de la mañana del lunes estoy en pie. Curro está tranquilo. Le
doy su medicación y desayuno. Luego me meto en la
ducha. Diez minutos después
salgo, me visto y me maquillo.
A las ocho
y media entro en la oficina. En el ascensor coincido con Miguel y nos
felicitamos por haber ganado la Eurocopa. Estamos
emocionados. Bromeamos
sobre nuestro fin de semana y, como siempre,
terminamos a carcajadas. Subimos a
la cafetería y allí gritamos con otros compañeros:
«¡No hay dos sin tres!».
Finalmente,
nos sentamos a una mesa a desayunar con nuestro café. Diez
minutos después, la magdalena se me cae de las manos
al ver a PETER entrar con mi
jefa y dos jefes más.
Está
impresionante con su traje oscuro y su camisa clara. Por su gesto serio habla
de trabajo pero, cuando llegan a la barra y piden
los cafés, me ve. Yo sigo
hablando, disfrutando de la compañía de mis
compañeros, aunque con el rabillo
del ojo veo que ellos se sientan en una mesa alejada
de la nuestra. PETER se sienta en
la silla que queda frente a mí. Me mira y entonces
yo también lo miro. Nuestros
ojos se encuentran durante una fracción de segundo
y, como era de esperar, mi
cuerpo reacciona.
—Vaya. Ya
han llegado los jefes —dice Miguel—. Por cierto, me han dicho que el
otro día te quedaste con el nuevo jefazo atrapada en
el ascensor.
—Sí. Con él
y con algunas personas más —respondo con desgana. Pero
dispuesta a saber más del jefazo, le pregunto—: Oye,
tú que eras el secretario de su
padre, ¿de qué murió?
Miguel mira
con curiosidad hacia la mesa del fondo.
—La verdad
es que era un hombre extraño y poco hablador. Murió de un ataque
al corazón. —Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por
lo que veo el nuevo jefazo le
gusta a nuestra jefa. Sólo hay que ver cómo se ríe y
se toca el pelo.
Sin poder
evitarlo, miro hacia su mesa y, de nuevo, mis ojos se cruzan con la
mirada fría y gélida de PETER.
—¿El señor LANZANI
tenía más hijos?
—Sí. Pero
sólo Iceman vive.
—¡¿Iceman?!
Miguel se
ríe y, acercándose, cuchichea:
—PETER
LANZANI es ¡Iceman! El hombre de hielo. ¿No has visto la cara de mala
leche continua que tiene? —Eso me hace reír y Miguel
añade—: Por lo que me ha
dicho la jefa, es duro de pelar. Peor que su padre.
No me
sorprende lo que me comenta. Se dice que la cara es el espejo del alma y
la cara de PETER es de tormento continuo. Pero el
nombrecito me hace gracia. Aun
así, replico:
—¿Por qué
dices que él es el único hijo que vive?
—Tenía una
hermana, pero murió hace un par de años.
—¿Qué le
pasó?
—No sé, LALI...
El señor LANZANI nunca habló de ello.
Sólo sé que murió
porque un día me dijo que se tenía que marchar a
Alemania al entierro de su hija.
Saber eso me
apena. Dos muertes en tan poco espacio de tiempo tiene que ser
muy doloroso.
—El señor LANZANI
estaba separado de su mujer —continúa
Miguel—.
Iceman y él no tenían buena relación; por eso él
nunca venía por España.
Saber
aquellos datos de él me inquieta. Quiero saber más, así que pregunto:
—¿Y por qué
no tenían buena relación?
—No lo sé,
preciosa —responde Miguel mientras pone un mechón de pelo tras
mi oreja—. El señor LANZANI era bastante hermético
con su vida privada. Por
cierto, ¿cuándo vas a querer tomar una copa conmigo?
Escuchar
aquello me hace sonreír. Apoyo los codos sobre la mesa y, al dejar caer
mi cara en mis manos, respondo, mirándolo:
—Creo que
nunca. No me gusta mezclar el trabajo con el placer.
Mi
contestación cargada de una ironía que él no entiende me hace gracia. Miguel
se acerca un poco más a mí y murmura:
—Cuando
hablas de placer, ¿a qué clase de placer te refieres?
Sin moverme
un ápice respondo:
—Vamos a
ver, guaperas. Eres el caramelito que todas las de la oficina se quieren
comer y yo soy una mujer muy celosa y no comparto.
Por lo tanto... búscate a otra
porque conmigo lo llevas crudo.
—Mmmm... ¡Me
gusta lo difícil!
Eso me hace
soltar una carcajada y Miguel me sigue. De pronto, veo que PETER se
levanta y sale de la cafetería y respiro. No tenerlo
cerca es un alivio para mí. Diez
minutos después, mi compañero y yo regresamos a
nuestros puestos.
Cuando llego
a mi mesa veo que la puerta del despacho del jefazo está abierta.
Maldigo. No quiero verlo. Me siento y de pronto el
móvil pita y leo: «¿Ligando en
horas de trabajo?».
Eso me
incomoda, pero termino por sonreír.
En el fondo,
el humor de PETER me hace gracia. No pienso responder aunque,
como siempre que me pongo nerviosa, me rasco el
cuello. Mi móvil vuelve a pitar
y leo: «No te rasques o el sarpullido irá a peor».
Me observa.
Miro hacia el despacho y lo veo sentado en la que fue la mesa de su
padre. Se siente poderoso. Me está provocando, pero
no pienso caer en su juego.
Achino los ojos enfadada. Con la mirada, le digo de
todo menos bonito y,
sorprendentemente, curva sus labios mientras aguanta
una sonrisa.
De pronto
aparece mi jefa y dice, interponiéndose en nuestro campo de visión:
—LALI, si
alguien me llama, pásame la llamada al despacho del señor
LANZANI.
Sin abrir la
boca, asiento. Mi jefa, contoneando sus caderas, entra en el despacho
De PETER y cierra la puerta. Comienzo a trabajar y,
a media mañana, la puerta del
despacho se abre. Veo salir a mi jefa con una
carpeta en las manos.
—LALI —me
dice—. Me voy a ausentar de la oficina una hora. Si el señor
LANZANI necesita lo que sea, soluciónaselo. —Luego
se vuelve hacia Miguel y
añade—: Acompáñame.
Mi compañero
sonríe y yo también. ¡Vaya dos!
¡Ay!, si
ellos supieran lo que yo sé...
Cuando
desaparecen del despacho, el teléfono interno suena. Maldigo al saber
que es él. Al final lo cojo.
—Señorita ESPOSITO,
¿puede pasar a mi despacho, por favor?
Estoy
tentada de decir que no. Pero eso no sería profesional y yo, ante todo, soy
una profesional.
—En
seguida, señor LANZANI.
Me levanto,
entro en el despacho y pregunto:
—¿Qué
desea, señor LANZANI?
Veo que
apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.
—Cierre la
puerta, por favor —responde, mirándome.
Resoplo y
siento que mi piel comienza a arder. Mi maldito cuello me va a delatar
y eso me incomoda. Pero le hago caso y cierro la
puerta.
—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.
—Gracias,
señor.
El silencio
entre nosotros se hace insoportable.
—¿Lo
pasaste bien anoche? —añade.
No
respondo.
—¿Quién era
el tipo al que besaste y con el que estuviste diecisiete minutos en el
baño de hombres? —me pregunta.
Boquiabierta, me lo quedo mirando.
—Te he
preguntado —insiste—. ¿Quién es?
Colérica
por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo en la mano y
clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo,
mientras contengo mis
impulsos asesinos:
—Eso no le
incumbe, señor LANZANI.
Increíble.
¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.
—¿Qué hay
entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.
¡Hasta aquí
hemos llegado! Pestañeo y respondo:
—Mire,
señor LANZANI, no quiero ser desagradable pero nada de lo que me
pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no
quiere nada más, volveré a mi
puesto de trabajo.
Enfadada y
sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y cierro la
puerta con ímpetu. ¿Quién se ha creído ése que es?
Nada más sentarme en mi silla,
el teléfono interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo
cojo.
—Señorita ESPOSITO,
venga a mi despacho. ¡Ya!
Su voz
suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el teléfono y,
enfadada, entro de nuevo dispuesta a mandarlo a la
mierda.
—Tráigame
un café, solo.
Salgo del
despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo pongo encima de
la mesa.
—No tomo
azúcar. Tráigame sacarina.
Repito el
camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando regreso con
la puñetera sacarina, se la entrego.
—Eche medio
sobrecito en el café y remuévalo.
¿Cómo? ¿Que
le remueva el puñetero café?
Aquel trato
me indigna. No para de mirarme y la superioridad que muestra en
su gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, el
alemán! Deseo tirarle el café a la
cara, deseo mandarlo a freír espárragos, pero al
final hago lo que me pide sin
rechistar. Cuando termino, dejo el café frente a él
y me doy la vuelta para salir del
despacho.
—No salga
del despacho, señorita ESPOSITO.
Oigo que se
levanta. Me doy la vuelta para mirarlo.
Su ceño
está fruncido. El mío también. Está enfadado. Yo también.
Rodea la
mesa. Se sienta ante ella con los brazos cruzados y las piernas abiertas.
Su actitud es intimidatoria. Nuestra distancia se ha
acortado. Eso me pone
nerviosa.
—LALI...
—Para usted
soy la señorita ESPOSITO, si no le importa.
Me mira con
su típica cara de mala leche y siento que el aire se puede cortar con
un cuchillo. ¡Menuda tensión!
—Señorita ESPOSITO,
acérquese.
—No.
—Acérquese.
—¿Qué
quiere? —exijo.
Sin cambiar
su duro gesto, murmura entre dientes:
—Acérquese,
por favor.
Resoplo
para que vea mi estado de ánimo y doy un paso adelante.
Su dura
mirada exige que me acerque más pero no me dejo amedrentar.
—Señor LANZANI,
no me voy a acercar más. Despídame si eso le hace seguir
sintiéndose el Rey del Universo. Pero no pienso
acercarme más a usted. Y, como se
pase un pelo, lo denuncio por acoso.
Se incorpora
de la mesa. Da dos pasos hacia mí y yo doy un paso hacia atrás. Lo
oigo resoplar. Me coge del brazo, tira de mí y abre
las puertas del archivo. Me mete
y, una vez en la intimidad que nos da ese lugar, me
coge con sus manos la cabeza,
me acerca a él y me besa con posesión.
Esta vez no
se detiene a rozar su lengua contra mi labio superior. No me pide
permiso. Sólo me atrae hacia él y me besa. Me empuja
contra los archivos y,
cuando siente que mi cuerpo no puede retroceder,
abandona mis labios.
—Apenas he
podido dormir pensando en ti y en lo que hacías con el tipo de
anoche.
Obnubilada
por lo que dice, respondo con un hilo de voz:
—No hice
nada.
PETER
aprieta sus caderas contra mí y siento su erección.
—Te agarraba
por la cintura. Paseaba su mirada por tu cuerpo. Dejaste que te
besara y entraste con él al baño de hombres. ¿Cómo
puedes decir que no hiciste
nada?
Enloquecida
por lo que me está haciendo sentir con sus palabras y con su
cercanía respondo:
—Con mi vida
y con mi cuerpo hago lo que quiero, señor LANZANI.
Le doy un
tremendo empujón y lo separo de mí.
—Yo no soy
una muñequita de esas a las que supongo que está acostumbrado a
dar órdenes. No vuelva a tocarme o...
—¿¡O!?
—pregunta con voz ronca.
—O soy capaz
de cualquier cosa —contesto.
Su mandíbula
está tensa y, acercándose de nuevo a mí, susurra:
—LALI, me
deseas tanto como yo a ti. No lo niegues —no respondo. No puedo. Su
cercanía me provoca mil sensaciones.
Mis ojos
chispean. No sé si es indignación, morbo o qué. El caso es que chispean
mientras aquel gigante con su cara de mala leche se
cierne sobre mí.
—No estoy
dispuesta a...
—¿Al sado?
Eso ya lo sé, pequeña.
Su respuesta
me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder. Su mirada me
bloquea.
—¿Te está
entrando el nervio?
Vuelve a
desconcertarme, ¿cómo puede recordar aquello que le expliqué en el
ascensor? Me toco el cuello. Voy a soltarle alguna
de mis frescas, cuando veo que
hace una mueca.
—No te
rasques, LALI.
Sin darme
tiempo a moverme, se agacha y me sopla en el cuello. Cierro los ojos.
Mi indignación baja de intensidad. Él se ha
propuesto que sea así y lo ha
conseguido.
—Siento
haberte puesto nerviosa —musita de repente en mi oído—. Perdóname,
pequeña.
Su poder es
inmenso y ya me tiene donde quiere. ¡Soy una blanda!
Me besa.
Esta vez con desesperación. Me sabotea y yo me dejo.
El hilo de
mis pensamientos se bloquea y sólo pienso en besarlo y dejar que me
bese.
¿Qué me
ocurre?
Quiero
reprimirme, pero no puedo. Nunca he sido un juguete para ningún
hombre, pero él consigue controlarme. Lo deseo tanto
como necesito el aire para
respirar y eso me asusta. Me quema la vagina, la
piel y siento que mis bragas se
humedecen y que lo único que deseo es que me desnude
y me posea.
Clavo mis
ojos en él. Su cara seria y de perdonavidas me encanta. Me vuelve
loca. Es tan sexy y devastador que soy incapaz de
negarme a nada de lo que me
exija. Por primera vez en mi vida me siento así y
creo que no puedo hacer nada por
evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su mano se mete
con rapidez dentro de mis
bragas.
—Estás
húmeda para mí —me susurra.
¿Qué va a
hacer? ¿Me va a desnudar en el archivo?
Pero no. Mete
más la mano y siento que uno de sus dedos se introduce en mi
interior y, segundos después, otro más. Me agarra
por el pelo, tira de él y subo la
cabeza. Me besa de nuevo con impaciencia, mientras
me hace abrir las piernas con
su pierna y sus dedos entran y salen una y otra vez
de mí. Con su boca sobre la
mía, reprimo mis gemidos y sé que el clímax está
cerca.
—Córrete
para mí, LALI.
Mi cuerpo
vuelve a reaccionar a sus palabras.
El placer
que me está dando me hace querer más. El brillo sensual de su mirada
me vuelve loca y me hace desear que me desnude, me
tire en el suelo y sea su pene
el que juegue en mi interior. Me muerdo el labio. Si
no lo hago, gritaré y toda la
oficina vendrá para ver qué pasa.
—Vamos, LALI,
déjate llevar.
Tenso la
espalda y arqueo mis piernas mientras me dejo avasallar con gusto por
él. Quiero sus dedos más dentro de mí y, cuando creo
que voy a explotar, lo beso
para ahogar de nuevo mi gemido en su boca, mientras
siento que mis músculos se
contraen una y otra vez sobre sus caricias y percibo
aún más la humedad en mi
entrepierna. Poco a poco él se detiene y, cuando
saca sus dedos de mi interior,
quiero protestar. Él se da cuenta. Vuelve a tomar mi
cabeza entre sus manos.
—Me debes
un orgasmo, pequeña —murmura.
No puedo
responder.
Sólo puedo
abrir la boca y entrelazar su lengua con la mía. Disfruto de su sabor
excitante y peligroso, olvidándome de nuevo de todo
lo que hay a nuestro
alrededor y de mi enfado. No quiero pensar que me
utiliza como a un juguete. No
quiero pensar que es mi jefe. Simplemente no quiero
pensar.
Dos minutos
después y con las respiraciones más acompasadas, deja de
presionarme contra los archivadores y yo vuelvo a
tomar el control sobre mi
cuerpo. Maldigo.
¿Qué he
vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan idiota cada vez que lo veo?
Él parece
darse cuenta de lo que pienso y me dedica una de sus habituales
miradas gélidas.
—¿Has
vuelto a pensar en mi proposición? —me pregunta.
Intento
mirarlo. Me enfrento a Iceman y siento que pierdo toda compostura.
—Ayer ya te
respondí y te dije que no aceptaba.
Aprieta los
labios y yo resoplo.
Lo miro
sorprendida.
—¿Por qué
eres tan cabezona? —añade—. Lo que te propongo te reportaría unos
beneficios monetarios.
—¿Sólo
monetarios?
PETER deja
de sonreír ante mi pregunta.
—Todo
depende de lo que quieras. Tú decides, LALI. De momento necesito una
secretaria. El sexo surgirá, si tiene que surgir.
—¿Y si me
niego a que vuelva a surgir? —replico, intentando creerme mi propia
mentira.
PETER me
mira. Baja sus manos hasta mi pantalón y lo abrocha.
—Aceptaré
tu negativa —añade con tranquilidad—. Otra accederá.
¡Será
imbécil, creído y chulo...!
Y entonces
sale del archivador y me deja sola. Durante unos segundos cierro los
ojos y me regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan
facilona cuando estoy con él?
Finalmente, me coloco la camisa y el pelo y lo sigo.
Él ya está sentado ante su mesa
y mira con el ceño fruncido la pantalla del
ordenador. Me dirijo con calma hacia la
puerta, dispuesta a salir.
—Te dije
que te daba hasta el martes para la respuesta y así será —me dice antes
de que abandone su despacho—. Ahora puedes regresar
a tu puesto de trabajo. Si
vuelvo a necesitarte... te llamaré.
Me pongo
roja como un tomate.
Salgo del
despacho. Cierro la puerta, me apoyo en ella y miro a mi alrededor
durante unos segundos. Todos fuera de mi despacho
están trabajando. Parece que
nadie se ha dado cuenta de lo que acaba de suceder.
Cojo mi bolso y me voy al
baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina empapada y
eso me incomoda.
Veinte
minutos después vuelvo a mi mesa y veo que Miguel y mi jefa han
regresado. PETER y yo no volvemos a hablar ni a
mirarnos. A las dos, la puerta del
despacho se abre y salen juntos. No me mira. Sólo mi
jefa vuelve la cara hacia mí.
—Nos vamos
a comer, LALI —me informa.
Asiento y
respiro aliviada. Veo a Miguel recoger sus cosas cuando mi teléfono
suena. Es mi hermana.
—LALI...
tienes que venir a casa. ¡Ya!
Al escuchar
aquello cierro los ojos y me siento. Las piernas me tiemblan. No hace
falta que siga hablando. Sé lo que pasa.
Cuando
cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y me trago las lágrimas. No quiero
llorar en la oficina. Soy una tía dura y los
numeritos no van conmigo. Busco a
Miguel y lo encuentro hablando con Eva. Parece que
están ligando. Me acerco a él
y le informo de que me ha surgido un problema
urgente y que aquella tarde no
regresaré a trabajar. Él asiente sin prestarme mucha
atención y regreso a mi mesa.
Vuelvo a sentarme. Bebo agua de la botellita y,
finalmente, recojo mis cosas.
Las manos me
tiemblan y las mejillas me arden. Necesito llorar. Hago un
esfuerzo por apagar mi ordenador, contengo mi pena y
voy hacia el ascensor.
Cuando salgo de él, corro hacia el parking y
entonces me permito llorar. Antes no.
Cuando llego
a casa mi hermana está con los ojos encharcados por las lágrimas.
Curro respira con mucha dificultad y, sin perder un
segundo, llamo a mi
veterinario. El veterinario, que me conoce desde
hace años, me indica que me
espera en la clínica.
A las cuatro
y media de la tarde, tras una inyección que el veterinario le pone
para facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja
para siempre, con el corazón
destrozado y con la sensación de una pérdida
irreparable. Me agacho sobre la mesa
donde su cuerpo sin vida descansa. Lo beso, acaricio
su peluda cabeza por última
vez y cientos de lágrimas me nublan por completo la
vista.
—Adiós,
cariño —murmuro.
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