jueves, 16 de julio de 2015

CAPITULO 3



A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, la primera persona que me
encuentro al entrar en la cafetería es el señor LANZANI. Noto que levanta la
vista y me mira, pero yo me hago la sueca. No me apetece saludarlo.
Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que los jefazos cuanto más lejos,
mejor. Lagarto, lagarto... Pero la verdad es que este hombre me pone nerviosa.
Desde su posición y escondido tras el periódico, intuyo que me está observando,
que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zas! Tengo razón. Me bebo
rápidamente el café y me voy. Tengo que trabajar.
Durante el día vuelvo a coincidir con él en varios sitios. Pero cuando toma
posesión del antiguo despacho de su padre, que está frente al mío y conectado por
el archivo al de mi jefa, ¡me quiero morir! En ningún momento se dirige a mí, pero
puedo sentir su mirada vaya por donde vaya. Intento esconderme tras la pantalla
del ordenador, pero es imposible. Él siempre encuentra la manera de cruzar su
mirada con la mía.
Cuando salgo de la oficina, me voy directa al gimnasio. Una clase de spinning y
un rato en el jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés acumulado y llego a
mi casa como una malva, lista para dormir.
Los siguientes días, más de lo mismo. El señor LANZANI, ese guapo jefazo con
el que he comenzado a soñar y al que toda la oficina venera y lame el culo, aparece
por todos los lados por donde me muevo, y eso hace que me ponga nerviosa.
Es serio, borde y apenas sonríe. Pero noto que me busca con la mirada y eso me
desconcierta.
Los días van pasando y, finalmente, una mañana cruzo un par de sonrisitas con
él. Pero ¿qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la puerta de su despacho y su
ángulo de visión es aún mejor. Me tiene totalmente controlada. ¡Qué agobio por
Dios!
Por si fuera poco, cada día que coincido con él en la cafetería me observa... me
observa... y me observa. Aunque, cuando me ve aparecer con Miguel o los chicos,
se va rápidamente. ¡Qué descanso!
Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que la tiquismiquis de mi jefa me ha
pedido. Como siempre, parece no recordar que Miguel, aunque sea el secretario
del señor LANZANI, es quien debe ocuparse del cincuenta por ciento del
papeleo que gestionamos.
A la hora de comer aparece el objeto de mis sueños húmedos en el despacho y,
tras clavar su insistente mirada sobre mí, entra en el despacho de mi jefa sin llamar
para salir dos segundos después los dos juntos e irse a comer.
Cuando me quedo sola, me siento por fin aliviada. No sé qué me pasa con ese
hombre, pero su presencia me acalora y me hace hervir la sangre. Tras recoger un
poco mi mesa decido hacer lo mismo que ellos y me voy a comer. Pero es tal el
agobio de papeles que sé que me espera que, en vez de utilizar mis dos horitas
para ello, salgo sólo una hora y regreso en seguida.
Al llegar, meto mi bolso en mi cajonera, cojo mi iPod y me pongo mis
auriculares. Si algo me gusta en esta vida es la música. Mi madre nos enseñó a mi
padre, a mi hermana y a mí que la música es lo único que amansa a las fieras y
reduce los males. Ése, entre otros muchos, es uno de sus legados y quizá por eso
adoro la música y me paso el día tarareando canciones. Nada más encender el iPod
comienzo a cantar mientras me lío con el papeleo. ¡Mi vida se reduce al papeleo!
Entro en el despacho de la tiquismiquis de mi jefa cargada con carpetas y abro
una especie de vestidor que utilizamos como archivo. Ese vestidor comunica con el
despacho del señor LANZANI, pero, como sé que no está, me relajo y comienzo a
archivar mientras canturreo:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
a pesar del dolor, eres tú quien me inspira.
No somos perfectos, somos polos opuestos.
Te amo con fuerza, te odio a momentos.
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
te regalaré el Sol siempre que me lo pidas.
No somos perfectos, sólo polos opuestos.
Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría
¿Qué no daría...?
—Señorita ESPOSITO, canta usted fatal.
Esa voz. Ese acento.
La carpeta que tengo en las manos se me cae al suelo por el susto. Me agacho a
cogerla y, ¡zas!, coscorrón que me meto con él. Con el señor LANZANI. ¡Con la
angustia instalada en mi cara por la cantidad de meteduras de pata que estoy
cometiendo con ese super mega jefazo alemán...! Lo miro y me quito los
auriculares.
—Lo siento, señor LANZANI —murmuro.
—No pasa nada. —Toca mi frente y pregunta con familiaridad—. ¿Tú estás bien?
Como un muñequito de esos que hay en las partes traseras de algunos coches,
asiento con la cabeza. Otra vez me ha vuelto a preguntar si estoy bien ¡Qué mono!
Sin poder evitarlo, mis ojos y todo mi ser le hacen un escaneo en profundidad: alto,
pelo castaño con mechas rubias, treinta y pocos años, fibroso, ojos azules, voz
profunda y sensual... Vamos, un pibonazo en toda regla.
—Siento haberte asustado —añade—. No era mi intención.
Vuelvo a mover mi cabeza como un muñeco. ¡Seré boba! Me levanto del suelo
con la carpeta en mis manos y pregunto:
—¿Ha venido con usted la señora DEL CERRO?
—Sí.
Sorprendida, porque no la he oído entrar en su despacho, comienzo a intentar
salir del archivo, cuando el alemán me agarra del brazo.
—¿Qué cantabas?
Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que estoy a punto de soltarle: «¿Y a ti
qué te importa?». Pero, afortunadamente, contengo mi impulsividad.
—Una canción.
Sonríe. ¡Dios! ¡Qué sonrisa!
—Lo sé... La letra me gustó. ¿Qué canción es?
—Blanco y negro de Malú, señor.
Pero parece que mis palabras le hacen gracia. ¿Se estará riendo de mí?
—¿Ahora que sabes quién soy me llamas señor?
—Disculpe, señor LANZANI —aclaro con profesionalidad—. En el ascensor no
lo reconocí. Pero ahora que ya sé quién es, creo que debo tratarlo como se merece.
Él da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás. ¿Qué hace?
Él vuelve a dar otro paso y yo, al intentar hacer lo mismo, me pego contra el
archivador. No tengo salida. El señor LANZANI, ese tío sexy al que hace unos
días metí un chicle de fresa en la boca, está casi encima de mí y se está agachando
para ponerse a mi altura.
—Me gustabas más cuando no sabías quién era —murmura.
—Señor, yo...
—PETER. Mi nombre es PETER.
Confundida y atacada de los nervios por el morbo que ese gigante me está
provocando, trago el nudo de emociones que me cosquillea por todo el cuerpo.
—Lo siento, señor. Pero no creo que esto sea correcto.
Y, sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo que me sujeta el moño y mi lacio y
oscuro pelo cae alrededor de mis hombros. Yo lo miro. Él me mira también. Y a
nuestras miradas le sigue un más que significativo silencio en el que los dos
respiramos con irregularidad.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me pregunta, rompiendo el silencio.
—No, señor —respondo al punto del colapso.
—Entonces, ¿dónde has dejado a la chica chispeante del ascensor?
Cuando voy a responder, oigo las voces de mi jefa y Miguel que entran en el
despacho. LANZANI pega su cuerpo al mío y me ordena callar. Sin saber muy
bien por qué, le hago caso.
—¿Dónde está LALI? —oigo que pregunta mi jefa.
—Casi con seguridad, te diría que en la cafetería. Habrá ido a por una Coca-
Cola. Tardará en regresar —responde Miguel, y cierra la puerta del despacho de
mi jefa.
—¿Seguro?
—Seguro —insiste Miguel—. Vamos, ven aquí y déjame ver qué llevas hoy bajo
la falda.
¡Dios! Esto no puede estar pasando.
El señor LANZANI no debería ver lo que creo que esos dos están a punto de
hacer. Pienso. Pienso cómo entretenerlo o despistarlo, pero no se me ocurre nada.
Aquel hombre está casi encima de mí, sin quitarme ojo.
—Tranquila, señorita ESPOSITO. Dejémoslos que se diviertan —me susurra.
¡Me quiero morir!
¡¡Qué vergüenza!!
Instantes después no se oye nada a excepción del sonido de las bocas y las
lenguas de esos dos al chocar. Asustada ante aquel incómodo silencio, miro por la
abertura de la puerta del archivo y me tapo la boca al ver a mi jefa sentada sobre su
mesa y a Miguel manoseándola. Mi respiración se agita y LANZANI sonríe
desde su altura. Me pasa la mano por la cintura y me acerca más a él.
—¿Excitada? —me pregunta.
Lo miro y no hablo. No pienso contestar esa pregunta. Estoy avergonzada por lo
que estamos presenciando los dos juntos. Pero sus ojos inquisidores se clavan en
mí y él acerca todavía más su boca a la mía.
—¿Te excita más el fútbol que esto? —insiste.
¡Oh, Dios! Me excita él. Él, él y él.
¿Cómo no excitarme con un hombre como ése encima de mí y ante una situación
semejante? ¡A la porra el fútbol! Al final, vuelvo a asentir como un muñequito. No
tengo vergüenza.
LANZANI, al verme tan alterada, también mueve su cabeza. Mira por la
rendija y me arrastra hasta quedar ambos delante del hueco de la puerta. Lo que
veo me deja sin habla. Mi jefa se encuentra abierta de piernas sobre la mesa,
mientras Miguel pasea su boca con avidez por la entrepierna de ella. Cierro los
ojos. No quiero ver aquello. ¡Qué vergüenza! Instantes después, el alemán, que
continúa agarrándome con fuerza, vuelve a empujarme contra el archivador y
pregunta cerca de mi oreja:
—¿Te asusta lo que ves?
—No... —Él sonríe y yo añado entre cuchicheos—: Pero no me parece bien que
los estemos mirando, señor LANZANI. Creo que...
—Mirarlos no nos hará daño y, además, es excitante.
—Es mi jefa.
Hace un gesto afirmativo y, mientras pasea su boca por mi oreja, susurra:
—Daría todo lo que tengo porque fueras tú quien esté sobre la mesa. Pasearía mi
boca por tus muslos, para después meter mi lengua en tu interior y hacerte mía.
Boquiabierta.
Pasmada.
Alucinada.
Pero ¿qué me ha dicho ese hombre?
Impresionada y altamente excitada, voy a contestarle una fresca cuando, de
repente, todo mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se deshace. Lo que ese
hombre acaba de decir me altera y no lo puedo disimular, por mucho que sea una
grosería por su parte. Entonces, el recorrido de sus labios se detiene frente a mi
boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda lengua, la pasa por mi labio superior,
después por el inferior y, finalmente, me da un leve y dulce mordisquito en el
labio.
No me muevo. ¡No puedo ni respirar!
Al ver que mi respiración se agita, vuelve a sacar su lengua e, inconscientemente,
abro la boca. Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Seguro de lo que está haciendo,
mete su lengua en el interior de mi boca y, con una pericia que me deja sin sentido,
comienza a moverla hasta hacerme perder el sentido.
Olvidándome de todo, respondo a sus exigencias y en seguida siento que soy yo
la que se aprieta contra su recio pecho en busca de algo más. Me dejo llevar por mi
deseo. Durante unos segundos, nos besamos apasionadamente en el más absoluto
de los silencios mientras escuchamos los placenteros gemidos de mi jefa. Mi cuerpo
tiembla al contacto con su cuerpo. Siento cómo sus manos me aprietan el trasero y
deseo gritar... pero ¡de gusto! Instantes después, saca su lengua de mi boca y, sin
apartar sus azules ojos de mí, pregunta:
—¿Cenas conmigo?
Vuelvo a mover la cabeza, pero esta vez para negarme. No pienso cenar con él.
Es el jefazo, el dueño de la empresa. Pero mi respuesta parece no agradarle y
afirma:
—Sí. Cenas conmigo.
—No.
—¿Te gusta llevarme la contraria?
—No, señor.
—¿Entonces?
—Yo no ceno con jefes.
—Conmigo sí.
Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a mi boca es arrebatador. Si antes
hubo llamaradas, ahora es puro fuego. Ardor... Calor... Y cuando consigue que
toda yo me convierta en gelatina entre sus manos, vuelve a sacar su lengua de mi
boca y amaga una sonrisa. ¡Me encantan esos amagos!
Sin habla y perturbada, lo miro. ¿Qué narices estoy haciendo?
Sin moverse un milímetro de su posición, saca una Blackberry negra y comienza
a teclear en ella. Minutos después oigo que llaman a la puerta de mi jefa, mientras
él me pide silencio. Miguel y ella se recomponen rápidamente y no puedo evitar
sorprenderme de su capacidad de reacción. Segundos después, Miguel abre.
—Disculpe, señora DEL CERRO —dice un desconocido—. El señor LANZANI
quiere tomar un café con usted. La espera en la cafetería de la planta nueve.
A través de la puerta entreabierta y aún con el alemán encima, veo cómo Miguel
se marcha y mi jefa saca un neceser de uno de los cajones de su mesa. Se repasa los
labios rápidamente y, tras colocarse el pelo y la ropa, sale del despacho. En ese
momento, siento que la presión que ejerce ese hombre sobre mí se relaja y me
suelta.
—Escuche, señor LANZANI...
Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un dedo en la boca. Me siento tentada
de morderlo, pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del archivo, me mira y me
dice:
—De acuerdo. No nos tutearemos. —Camina hacia la puerta y añade con una
seguridad aplastante—: La paso a recoger por su casa a las nueve. Póngase guapa,
señorita ESPOSITO.
Y yo, me quedo mirando la puerta como una tonta.
Pero ¿de qué va este tío?
Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la oficina me oiría. Acalorada y
frenética salgo del archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena mi móvil. Un
mensaje. Lo abro y me quedo a cuadros cuando leo: «Soy el jefe y sé dónde vive.
No se le ocurra no estar preparada a las nueve en punto».

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