miércoles, 22 de julio de 2015

CAPITULO 20



   El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa.
La actitud de NATALIE hacia mí no parece haber cambiado. Está cortante y más
distante, algo que con PETER no sucede. Me molesta cómo intenta que no me preste
atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento. PETER, en sus funciones
de jefe, me busca continuamente y eso a NATALIE la saca de sus casillas. Las
reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias.
   PETER y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefe y secretaria y por la
noche jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como algo innato y cada vez que
estamos solos me vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su manera de
tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo con el vibrador
que él me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la lujuria que me hace
sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de intercambio de parejas y vivir
lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y, cuando me penetra,
fantasea con que otro hombre me posea mientras él mira, cosa que me vuelve loca.
   El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el
camino, PETER habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día se tuerce y
termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe de la delegación. No
tiene preparado nada de lo que necesita y PETER se lo toma muy mal. Intento mediar
para que el ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y PETER, mi jefe, me pide
de malos modos que me calle.
   En el viaje de vuelta, el humor de PETER es siniestro. NATALIE me mira con gesto
de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel, PETER le pide a
NATALIE que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo hace y, cuando
cierra la puerta, PETER me mira con un gesto que me hace trizas.
   —Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.
   Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero
pedir disculpas, pero me interrumpe:
   —Al final va a tener razón NATALIE. Tu presencia no es necesaria.
   El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me
encoleriza.
   —A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.
   —Pero quizá a mí no —gruñe.
   Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. PETER lo mira y
corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el momento, murmuro:
   —Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?
   Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.
   —Buenas noches, LALI. Hasta mañana.
   Lo miro, sorprendida. ¿Me está echando?
   Con la dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo. NATALIE espera
a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a ella o la arrastraré de
los pelos. Me voy directa a mi habitación.
   A la mañana siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las siete y veinte
protesto. Quiero dormir más.
   Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha. Necesito el
frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.
   Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. PETER y yo pronto tendremos
el fin de semana para estar juntos. ¡Bien!
   Cuando regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla color hueso que
huele de maravilla, miro mi mesilla.
   —¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.
   Me río divertida.
   Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador con forma de pintalabios que
utilicé anoche para relajarme. El regalito de PETER. Lo cojo entre mis manos y suspiro
mientras recuerdo la explosión de placer que sentí cuando jugaba con él.
   Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo y finalmente
lo meto en mi bolso. Ya no se me olvida. El maquinote y yo, juntos hasta la muerte.
Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y pienso que tengo que pedirle a
PETER las que me quitó o me quedaré sin suministros. Mi enfado ha desaparecido.
Estoy segura de que el de él también y que tendremos un maravilloso día por
delante.
  Miro el armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa abierta. Hoy
quiero estar sexy para que desee regresar pronto al hotel.
  A las ocho, alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos segundos después,
una camarera muy amable deja un bonito carrito con el desayuno y se marcha.
  Cuando levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de bollos que tengo
ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de naranja. ¡Hummm,
qué rico! Me preparo un café y disfruto con un minipepito. Luego una napolitana y
cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer la tentación. Demasiados
bollos.
  El móvil suena. He recibido un mensaje. PETER. «8.30 en recepción».
  ¡Qué explícito!
  Ni un simple «Buenos días, pequeña», «PETER» o como quiera.
  Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verlo de nuevo, cojo mi maletín. Meto
el portátil y los documentos del día anterior y lo cierro. Hoy vamos a otra
delegación de Asturias y sólo espero que el día se dé mejor que el anterior.
  Al llegar a recepción veo a PETER apoyado en una mesa. Está impresionante con su
traje gris claro y su camisa blanca. Veo que aún tiene su bonito pelo algo mojado
por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado ducharme con él.
  Dos mujeres que pasan por su lado se vuelven para mirarlo. Normal. Es un
bombón de tío. Cuando pasan por mi lado observo sus caras y cómo cuchichean.
Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino hacia él subida a mis tacones y
repaso su ancha espalda mientras lo veo leer con concentración el periódico.
Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:
  —¡Buenos días!
  PETER no me mira.
  —Buenos días, señorita ESPOSITO.
  Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?
  No esperaba que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan novio. Pero
hombre, algo más de cordialidad tras una noche separados, pues sí.
  Su indiferencia me desconcierta.
  ¿Por qué no me mira?
   Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo a su lado a la
espera de que decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj. Las ocho y media.
Miro la entrada del hotel y veo la limusina esperando. ¿Por qué no nos vamos? PETER
omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con la mandíbula tensa. ¿Todavía
está enfadado? Quiero preguntarle, pero no quiero ser yo la que dé el primer paso.
   No me muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis
movimientos para comenzar con sus agrias palabras.
   La gente, el noventa por cierto ejecutivos como nosotros, pasa por nuestro lado.
Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí. PETER es un
maniático con la puntualidad. Las nueve menos veinte. Sigue tan pancho, sin
importarle que yo esté allí plantada junto a él como un pasmarote, cuando oigo
unos tacones acelerados. NATALIE, con un traje chaqueta y falda blanca, se acerca a
nosotros.
   No me mira. Sólo tiene ojos para PETER, al que se dirige en alemán:
   —Disculpa el retraso, PETER. Un problema con mi ropa.
   Observo que él sonríe.
   La mira.
   La repasa de arriba abajo con su azulada mirada.
   —No te preocupes, NATALIE. El retraso ha merecido la pena. ¿Has dormido
bien?
   Ella sonríe.
   —Sí —responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.
   ¿«Algo he dormido»?
   ¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a entender
esos idiotas?
   Ella sonríe como un loro tras una noche de botellón y le toca la cintura. Esa
familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me dan a entender
muchas cosas.
   Respiro con dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido entre esos dos y
quiero gritar y patalear. De pronto, PETER le planta la mano en la espalda a  NATALIE
y, tocándole fugazmente la cintura, dice:
   —Vamos, el chófer nos espera.
   Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado, mientras pasa de
mí.
  Los observo y me quedo petrificada.
  No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento nunca había
sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón que hay en la
mesa y plantárselo en toda la cabeza a él.
  El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que toda la recepción lo
puede oír. Aquello me humilla, me fastidia y él ni se inmuta.
  ¡Imbécil!
  El enfado de PETER continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso no lo voy a
consentir. PETER no me conoce y a mí nadie me chulea.
  Comienzo a caminar tras ellos.
  Si ese idiota alemán se cree que voy a montar un numerito, lo lleva claro.
Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el chófer abre la puerta. Entra
NATALIE, entra él y, cuando voy a entrar yo, PETER me hace un gesto con la mano.
  —Señorita ESPOSITO, siéntese en la cabina delantera con el chófer, por favor.
  ¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar delante
de NATALIE.
  Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:
  —Como usted ordene, señor LANZANI.
  Con mi máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya cabreo
monumental que tengo! Durante unos segundos, los oigo hablar y reír detrás de mí
hasta que un ruido metálico suena en mi oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un
cristal opaco divide la parte de atrás de la delantera.
  Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.
  Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí.
Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos cuando oigo que el
chófer me pregunta:
  —¿Quiere escuchar música, señorita?
  Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y
escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi lamento y siento
unas terribles ganas de llorar.
  Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me
trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje. Incluso tarareo.
  Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda
velocidad. ¿Qué harán atrás aquellos dos? ¿Por qué PETER me ha pedido que me
siente delante? ¿Por qué sigue enfadado conmigo? Cuando el coche se detiene, me
bajo sin necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que se lo haga a ellos. A
los señoritingos.
   Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de esa delegación
y entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del decente. El chófer
abre la puerta y salen PETER y NATALIE. No los miro. Sólo miro al frente con mis
gafas de sol puestas.
PETER saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su junta directiva. Les
presenta a NATALIE y luego me presenta a mí. Con profesionalidad, estrecho las
manos de todos ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero esta vez, en vez
de ir detrás de PETER y NATALIE, me retraso para saludar a Santiago. Nos damos dos
besos y entramos charlando.
   Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. Lo acepto
gustosa. Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la distancia con PETER
y la charla con Santiago me comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de reojo
que PETER se gira. Es sólo un instante, pero sé que me ha mirado. Me ha buscado.
   Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su
niña. Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez minutos después, todos
pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, PETER preside
la mesa. NATALIE se sienta a su derecha y yo intento colocarme en un segundo
plano. No quiero ni mirarlo. No me apetece.
   —Señorita ESPOSITO —oigo que me llama mi jefe.
   Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con profesionalidad.
   Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil
emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.
   —Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.
   Lo mato... lo mato y lo mato.
   No quiero mirarlo ni que me mire.
   Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde él
me indica. Al otro lado de la mesa, frente a él.
   La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo miro ni creo que
él tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo recibir alguno de sus
correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es hora
de comer. El jefe de la delegación ha reservado mesa en un hotel cercano para
comer y Santiago me propone ir en su coche. Acepto.
  Sin mirar a mi particular Iceman que está junto a NATALIE, paso junto a él
cuando oigo que me llama. Le pido a Santiago que me dé un segundo y me acerco
a mi jefe.
  —¿Adónde va, señorita ESPOSITO?
  —Al restaurante, señor LANZANI.
  PETER mira a Santiago.
  —Puede venir en la limusina con nosotros.
  Bien. Ahora, el cabreado es él.
  ¡Que le den!
  NATALIE nos mira. No nos entiende. Hablamos en español, cosa que creo que la
mosquea.
  —Gracias, señor LANZANI, pero si no le importa, iré con Santiago.
  —Me importa —responde.
  No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.
  —Peor para usted, señor.
  Me doy la vuelta y me marcho.
  ¡Olé, la furia española!
  España 1–Alemania 0.
  Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia que una secretaria pueda hacer.
Y aún mayor tratándose de PETER. Pero lo necesitaba. Necesitaba hacerlo sentir como
me siento yo.
  Sin importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro, camino hacia
Santiago y lo agarro del brazo con familiaridad. Nos montamos en su Opel Corsa y
nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo a calcular el paro que me va
a quedar. De ésta me despiden fijo.
  Cuando llego al establecimiento, corro con Santiago a tomarme varias Coca-
Colas.
  ¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.
  Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a PETER seguido de
NATALIE y los jefazos. Mira hacia donde estoy y puedo percibir su enfado. Los
directivos entran en el comedor y rápidamente toman posiciones. PETER hace
ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus acompañantes y me hace una
señal con la mano. Santiago y yo lo vemos y no me puedo negar a ir.
  Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me acerco a él.
  —Dígame, señor LANZANI. ¿Qué quiere?
  PETER baja la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:
  —¿Qué estás haciendo, LALI?
  Sorprendida, porque vuelvo a ser «JLALI» respondo:
  —Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.
  Mi contestación y mi chulería lo desesperan. Lo sé y eso me gusta.
  —¿Por qué estás           haciéndome      enfadar   todo  el  rato?    —inquiere,
desconcertándome.
  ¡Tendrá poca vergüenza...!
  —¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara...
  Su mirada es tensa. Dura y desafiante.
  Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.
  —Pasad al comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a comer.
  Cuando Santiago y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra punta de la
mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra vez, no me apetece
escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La comida está exquisita y
continúo mi charla con mi amigo.
  En un par de ocasiones miro hacia mi jefe y veo que sonríe a NATALIE. Mi cabreo
vuelve a crecer. Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos, ardo. Me caliento. Su
mirada de Iceman consigue que todas mis terminaciones nerviosas se muevan al
mismo tiempo y toda yo me incendie.
  A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto, vuelvo en el coche
de Santiago. La reunión se reemprende y acaba cerca de las siete de la tarde. ¡Estoy
agotada!

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