El fin de
semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa.
La actitud de NATALIE hacia mí no parece haber
cambiado. Está cortante y más
distante, algo que con PETER no sucede. Me molesta
cómo intenta que no me preste
atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo
momento. PETER, en sus funciones
de jefe, me busca continuamente y eso a NATALIE la
saca de sus casillas. Las
reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a
Asturias.
PETER y yo
durante el día trabajamos codo con codo como jefe y secretaria y por la
noche jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como
algo innato y cada vez que
estamos solos me vuelve loca con lo que me hace
fantasear y con su manera de
tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me
masturbo con el vibrador
que él me regaló, capricho que yo le concedo
gustosa. Es tal la lujuria que me hace
sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar
de intercambio de parejas y vivir
lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a
carcajadas y, cuando me penetra,
fantasea con que otro hombre me posea mientras él
mira, cosa que me vuelve loca.
El
miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el
camino, PETER habla con una tal Marta por teléfono y
se cabrea. El día se tuerce y
termina discutiendo por la falta de profesionalidad del
jefe de la delegación. No
tiene preparado nada de lo que necesita y PETER se
lo toma muy mal. Intento mediar
para que el ambiente se relaje, pero al final salgo
escaldada y PETER, mi jefe, me pide
de malos modos que me calle.
En el viaje
de vuelta, el humor de PETER es siniestro. NATALIE me mira con gesto
de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando
llegamos al hotel, PETER le pide a
NATALIE que baje del coche y nos deje unos minutos a
solas. Ella lo hace y, cuando
cierra la puerta, PETER me mira con un gesto que me
hace trizas.
—Que sea la
última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.
Entiendo su
enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero
pedir disculpas, pero me interrumpe:
—Al final
va a tener razón NATALIE. Tu presencia no es necesaria.
El hecho de
que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me
encoleriza.
—A mí lo
que te diga esa imbécil me importa un pimiento.
—Pero quizá
a mí no —gruñe.
Se toca la
cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. PETER lo mira y
corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el
momento, murmuro:
—Tienes
mala cara, ¿te duele la cabeza?
Sin
contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.
—Buenas
noches, LALI. Hasta mañana.
Lo miro,
sorprendida. ¿Me está echando?
Con la
dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo. NATALIE espera
a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso
junto a ella o la arrastraré de
los pelos. Me voy directa a mi habitación.
A la mañana
siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las siete y veinte
protesto. Quiero dormir más.
Entre
gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha. Necesito el
frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.
Bajo el
agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. PETER y yo pronto tendremos
el fin de semana para estar juntos. ¡Bien!
Cuando
regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla color hueso que
huele de maravilla, miro mi mesilla.
—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.
Me río
divertida.
Sobre unos
pañuelos de papel, está el vibrador con forma de pintalabios que
utilicé anoche para relajarme. El regalito de PETER.
Lo cojo entre mis manos y suspiro
mientras recuerdo la explosión de placer que sentí
cuando jugaba con él.
Feliz de
buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo y finalmente
lo meto en mi bolso. Ya no se me olvida. El
maquinote y yo, juntos hasta la muerte.
Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y
pienso que tengo que pedirle a
PETER las que me quitó o me quedaré sin suministros.
Mi enfado ha desaparecido.
Estoy segura de que el de él también y que tendremos
un maravilloso día por
delante.
Miro el
armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa abierta. Hoy
quiero estar sexy para que desee regresar pronto al
hotel.
A las ocho,
alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos segundos después,
una camarera muy amable deja un bonito carrito con
el desayuno y se marcha.
Cuando
levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de bollos que tengo
ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de
zumo de naranja. ¡Hummm,
qué rico! Me preparo un café y disfruto con un
minipepito. Luego una napolitana y
cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer
la tentación. Demasiados
bollos.
El móvil
suena. He recibido un mensaje. PETER. «8.30 en recepción».
¡Qué
explícito!
Ni un simple
«Buenos días, pequeña», «PETER» o como quiera.
Pero sin
tiempo que perder y ansiosa por verlo de nuevo, cojo mi maletín. Meto
el portátil y los documentos del día anterior y lo
cierro. Hoy vamos a otra
delegación de Asturias y sólo espero que el día se
dé mejor que el anterior.
Al llegar a
recepción veo a PETER apoyado en una mesa. Está impresionante con su
traje gris claro y su camisa blanca. Veo que aún
tiene su bonito pelo algo mojado
por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado
ducharme con él.
Dos mujeres
que pasan por su lado se vuelven para mirarlo. Normal. Es un
bombón de tío. Cuando pasan por mi lado observo sus
caras y cómo cuchichean.
Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino
hacia él subida a mis tacones y
repaso su ancha espalda mientras lo veo leer con
concentración el periódico.
Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:
—¡Buenos
días!
PETER no me
mira.
—Buenos
días, señorita ESPOSITO.
Pero bueno,
¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?
No esperaba
que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan novio. Pero
hombre, algo más de cordialidad tras una noche
separados, pues sí.
Su
indiferencia me desconcierta.
¿Por qué no
me mira?
Pero no
dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo a su lado a la
espera de que decida que nos vayamos. Echo una
ojeada al reloj. Las ocho y media.
Miro la entrada del hotel y veo la limusina
esperando. ¿Por qué no nos vamos? PETER
omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con
la mandíbula tensa. ¿Todavía
está enfadado? Quiero preguntarle, pero no quiero
ser yo la que dé el primer paso.
No me
muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis
movimientos para comenzar con sus agrias palabras.
La gente,
el noventa por cierto ejecutivos como nosotros, pasa por nuestro lado.
Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún
estemos allí. PETER es un
maniático con la puntualidad. Las nueve menos
veinte. Sigue tan pancho, sin
importarle que yo esté allí plantada junto a él como
un pasmarote, cuando oigo
unos tacones acelerados. NATALIE, con un traje
chaqueta y falda blanca, se acerca a
nosotros.
No me mira.
Sólo tiene ojos para PETER, al que se dirige en alemán:
—Disculpa
el retraso, PETER. Un problema con mi ropa.
Observo que
él sonríe.
La mira.
La repasa
de arriba abajo con su azulada mirada.
—No te
preocupes, NATALIE. El retraso ha merecido la pena. ¿Has dormido
bien?
Ella
sonríe.
—Sí
—responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.
¿«Algo he
dormido»?
¿Ha dicho
«Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a entender
esos idiotas?
Ella sonríe
como un loro tras una noche de botellón y le toca la cintura. Esa
familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus
sonrisas me dan a entender
muchas cosas.
Respiro con
dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido entre esos dos y
quiero gritar y patalear. De pronto, PETER le planta
la mano en la espalda a NATALIE
y, tocándole fugazmente la cintura, dice:
—Vamos, el
chófer nos espera.
Y, sin
mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado, mientras pasa de
mí.
Los observo
y me quedo petrificada.
No sé qué
hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento nunca había
sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el
precioso jarrón que hay en la
mesa y plantárselo en toda la cabeza a él.
El corazón
me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que toda la recepción lo
puede oír. Aquello me humilla, me fastidia y él ni
se inmuta.
¡Imbécil!
El enfado de
PETER continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso no lo voy a
consentir. PETER no me conoce y a mí nadie me
chulea.
Comienzo a caminar tras ellos.
Si ese
idiota alemán se cree que voy a montar un numerito, lo lleva claro.
Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el
chófer abre la puerta. Entra
NATALIE, entra él y, cuando voy a entrar yo, PETER
me hace un gesto con la mano.
—Señorita
ESPOSITO, siéntese en la cabina delantera con el chófer, por favor.
¡Zas! Menudo
guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar delante
de NATALIE.
Pero,
sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:
—Como usted
ordene, señor LANZANI.
Con mi
máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya cabreo
monumental que tengo! Durante unos segundos, los
oigo hablar y reír detrás de mí
hasta que un ruido metálico suena en mi oreja. Con
el rabillo del ojo veo cómo un
cristal opaco divide la parte de atrás de la
delantera.
Estoy
furiosa. Colérica. Exasperada.
Ese juego no
me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí.
Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de
mis manos cuando oigo que el
chófer me pregunta:
—¿Quiere
escuchar música, señorita?
Con la
cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y
escondo la mirada. De pronto, suena la canción de
Dani Martín Mi lamento y siento
unas terribles ganas de llorar.
Los ojos me
escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me
trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción
y del viaje. Incluso tarareo.
Durante los
tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda
velocidad. ¿Qué harán atrás aquellos dos? ¿Por qué
PETER me ha pedido que me
siente delante? ¿Por qué sigue enfadado conmigo?
Cuando el coche se detiene, me
bajo sin necesidad de que el chófer me abra la
puerta. Eso que se lo haga a ellos. A
los señoritingos.
Al bajarme,
sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de esa delegación
y entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling
del bueno. Del decente. El chófer
abre la puerta y salen PETER y NATALIE. No los miro.
Sólo miro al frente con mis
gafas de sol puestas.
PETER saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la
delegación, y a su junta directiva. Les
presenta a NATALIE y luego me presenta a mí. Con
profesionalidad, estrecho las
manos de todos ellos para después seguirlos hasta
una sala. Pero esta vez, en vez
de ir detrás de PETER y NATALIE, me retraso para
saludar a Santiago. Nos damos dos
besos y entramos charlando.
Una vez
allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. Lo acepto
gustosa. Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres.
Entonces, la distancia con PETER
y la charla con Santiago me comienza a tranquilizar.
En ese momento, veo de reojo
que PETER se gira. Es sólo un instante, pero sé que
me ha mirado. Me ha buscado.
Santiago y
yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su
niña. Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez
minutos después, todos
pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones
y, como siempre, PETER preside
la mesa. NATALIE se sienta a su derecha y yo intento
colocarme en un segundo
plano. No quiero ni mirarlo. No me apetece.
—Señorita
ESPOSITO —oigo que me llama mi jefe.
Sin
dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con profesionalidad.
Su perfume
entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil
emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.
—Siéntese
al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.
Lo mato...
lo mato y lo mato.
No quiero
mirarlo ni que me mire.
Pero
dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde él
me indica. Al otro lado de la mesa, frente a él.
La reunión
comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo miro ni creo que
él tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante
mí y temo recibir alguno de sus
correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la
reunión se interrumpe. Es hora
de comer. El jefe de la delegación ha reservado mesa
en un hotel cercano para
comer y Santiago me propone ir en su coche. Acepto.
Sin mirar a
mi particular Iceman que está junto a NATALIE, paso junto a él
cuando oigo que me llama. Le pido a Santiago que me
dé un segundo y me acerco
a mi jefe.
—¿Adónde va,
señorita ESPOSITO?
—Al
restaurante, señor LANZANI.
PETER mira a
Santiago.
—Puede venir
en la limusina con nosotros.
Bien. Ahora,
el cabreado es él.
¡Que le den!
NATALIE nos
mira. No nos entiende. Hablamos en español, cosa que creo que la
mosquea.
—Gracias,
señor LANZANI, pero si no le importa, iré con Santiago.
—Me importa
—responde.
No hay nadie
a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.
—Peor para
usted, señor.
Me doy la
vuelta y me marcho.
¡Olé, la
furia española!
España
1–Alemania 0.
Sé que acabo
de cometer la mayor imprudencia que una secretaria pueda hacer.
Y aún mayor tratándose de PETER. Pero lo necesitaba.
Necesitaba hacerlo sentir como
me siento yo.
Sin
importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro, camino hacia
Santiago y lo agarro del brazo con familiaridad. Nos
montamos en su Opel Corsa y
nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo
a calcular el paro que me va
a quedar. De ésta me despiden fijo.
Cuando llego
al establecimiento, corro con Santiago a tomarme varias Coca-
Colas.
¡Oh, Dios!
Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.
Pero hasta
las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a PETER seguido de
NATALIE y los jefazos. Mira hacia donde estoy y
puedo percibir su enfado. Los
directivos entran en el comedor y rápidamente toman
posiciones. PETER hace
ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus
acompañantes y me hace una
señal con la mano. Santiago y yo lo vemos y no me
puedo negar a ir.
Doy un nuevo
trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me acerco a él.
—Dígame,
señor LANZANI. ¿Qué quiere?
PETER baja
la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:
—¿Qué estás
haciendo, LALI?
Sorprendida,
porque vuelvo a ser «JLALI» respondo:
—Tomarme una
Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.
Mi
contestación y mi chulería lo desesperan. Lo sé y eso me gusta.
—¿Por qué
estás haciéndome enfadar
todo el rato?
—inquiere,
desconcertándome.
¡Tendrá poca
vergüenza...!
—¡¿Yo?! —le
susurro—. Tendrás cara...
Su mirada es
tensa. Dura y desafiante.
Sus pupilas
se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.
—Pasad al
comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a comer.
Cuando
Santiago y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra punta de la
mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de
ella otra vez, no me apetece
escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La
comida está exquisita y
continúo mi charla con mi amigo.
En un par de
ocasiones miro hacia mi jefe y veo que sonríe a NATALIE. Mi cabreo
vuelve a crecer. Pero cuando sus ojos se cruzan con
los míos, ardo. Me caliento. Su
mirada de Iceman consigue que todas mis
terminaciones nerviosas se muevan al
mismo tiempo y toda yo me incendie.
A las cuatro
y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto, vuelvo en el coche
de Santiago. La reunión se reemprende y acaba cerca
de las siete de la tarde. ¡Estoy
agotada!
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