Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.
Alargo la
mano y lo apago. Me desperezo en la cama y mi mente se despierta
rápidamente. Miro a mi derecha y veo que PETER no
está. Mi mente vuelve a ser
consciente de lo ocurrido y me siento en la cama
cuando oigo una voz:
—Buenos
días.
Miro hacia
la puerta y allí está él, vestido. Miro su ropa y me sorprendo al ver
que el traje que lleva y la camisa no son los que
traía el día anterior. Él se da cuenta
y responde:
—Tomás me lo
ha traído hace una hora.
—¿Qué tal tu
cabeza? ¿Se fue el dolor? —pregunto.
—Sí, LALI.
Gracias por preguntar.
Le respondo
con una triste sonrisa. Me levanto de la cama sin ser consciente del
horrible espectáculo que ofrezco, despeluchada,
legañosa y con mi pijama del
Demonio de Tasmania. Paso por su lado y, al hacerlo,
me pongo de puntillas y le
doy un beso en la mejilla mientras murmuro un aún
soñoliento «buenos días».
Voy a la
cocina dispuesta a darle la medicación a Curro, cuando veo todas sus
cosas sobre la encimera. Me paro en seco y siento a
PETER detrás de mí. No me deja
pensar. Me coge por la cintura y me da la vuelta.
—¡A la
ducha! —me ordena.
Cuando salgo
de ella y entro en la habitación para vestirme, PETER no está allí. Así
que me apresuro a sacar un sujetador y unas bragas
de mi cajón y me los pongo.
Después abro el armario y me visto. En cuanto estoy
vestida y presentable, salgo al
salón y lo veo leyendo un periódico.
—Tienes
café recién hecho —dice mientras me mira—. Desayuna.
Veo que
dobla el periódico, se levanta, se acerca a mí y me besa en la cabeza.
—Hoy me
acompañarás a Guadalajara. Tengo que visitar las oficinas de allí. No
te preocupes por nada. En la oficina ya están
avisados.
Le digo que
sí con la cabeza, sin ganas de hablar ni de protestar. Me tomo el café
y, cuando dejo la taza en el fregadero, siento que
PETER se acerca de nuevo por
detrás, aunque esta vez no me toca.
—¿Estás
mejor? —me pregunta.
Muevo mi
cabeza en señal afirmativa, sin mirarlo. Tengo ganas de llorar de
nuevo pero respiro y lo evito. Estoy segura de que
Curro se enfadará si sigo
comportándome como una blandengue. Con la mejor de
mis sonrisas me doy la
vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los
ojos.
—Cuando
quieras, podemos marcharnos.
Él asiente.
No me toca.
No se
acerca a mí más de lo estrictamente necesario. Bajamos al portal y allí está
Tomás esperándonos con el coche. Nos montamos y
comienza el viaje. Durante la
hora que dura el trayecto, PETER y yo miramos varios
papeles. Yo soy la encargada
de llevar al día las delegaciones de la empresa
Müller, de modo que conozco casi
en primera persona a todos los jefes. PETER me
explica que quiere saber de primera
mano absolutamente todo de cada delegación:
productividad, cantidad de gente
que trabaja en las fábricas y rendimiento de las
mismas. Eso me pone nerviosa.
Con el paro que hay ahora, tengo miedo de que
empiece a despedir a gente sin ton
ni son. Pero en seguida me aclara que ése no es su
propósito, sino lo contrario:
intentar que sus productos sean más competitivos y
abrir el campo de expansión.
A las diez
y media llegamos a Guadalajara. No me extraño cuando me doy
cuenta de que Enrique Matías no se sorprende de
verme allí. Nos saluda con
afabilidad y entramos todos juntos en su despacho.
Durante tres horas, PETER y él
hablan de productividad, de carencias de la empresa
y de un sinfín de cosas más.
Yo, sentada en un discreto segundo plano, tomo nota
de todo y a la una y media,
cuando salimos de allí, me voy feliz de ver que se
han entendido.
Recibo un
mensaje de BENJAMIN. Le respondo que estoy bien, pero maldigo en
mi interior. Recibir sus mensajes y estar con PETER
me hace sentir mal. Pero ¿por
qué? Yo no tengo nada serio con ninguno de los dos.
De regreso
a Madrid, PETER me propone parar y comer en algún pueblo. Me
muestro encantada y le digo que me parece bien.
Tomás para en Azuqueca de
Henares y degustamos un delicioso cordero. Durante
la comida, él recibe varios
mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no
contesta. A las cuatro proseguimos el
viaje y cuando llegamos al hotel Villa Magna me
pongo tensa. PETER lo nota y me
coge la mano.
—Tranquila.
Sólo quiero cambiarme de ropa para pasar la tarde contigo. ¿Tienes
algún plan?
Mi mente
piensa con celeridad y, finalmente, le digo que sí, que tengo un plan.
Pero no le doy tiempo a que pueda presuponer nada.
—Tengo algo
que hacer a las seis y media de la tarde —le informo—. Si no tienes
nada mejor, quizá te gustaría acompañarme. Así puedo
enseñarte mi segundo
trabajo.
Eso lo
sorprende.
—¿Tienes un
segundo trabajo?
Asiento
divertida.
—Sí, se
puede llamar así, aunque este año es el último. Pero no pienso decirte de
qué se trata si no me acompañas.
Lo veo
sonreír mientras baja del coche. Yo lo sigo.
Llegamos al
ascensor del hotel Villa Magna y el ascensorista nos saluda y nos
lleva directamente hasta el ático. En cuanto
entramos en su espaciosa y bonita
habitación, PETER deja su maletín con el portátil
sobre la mesa y se mete en la
habitación que no utilizamos el día que estuve allí jugando.
Suena su móvil. Un
mensaje. No puedo evitar mirar la pantalla iluminada
y leo el nombre de «PAU».
¿Quién será? Dos segundos después, vuelve a sonar y
en la pantalla leo «Marta».
Vaya, sí que está solicitado.
Estoy
inquieta. La última vez que estuve allí ocurrió algo que todavía me
avergüenza. Paseo mis manos por el bonito sofá color
café y miro el jardín japonés,
mientras intento que mi respiración no se acelere.
Si PETER sale desnudo de la
habitación y me invita a jugar con él, no sé si voy
a ser capaz de decirle que no.
—Cuando
quieras nos podemos marchar —oigo una voz tras de mí.
Sorprendida, me vuelvo y lo veo vestido con unos vaqueros y una camiseta
granate. Está guapísimo. Elegante, como siempre. Y
lo mejor, está cumpliendo a
rajatabla lo que me ha prometido de no tocarme. Sin
embargo, siento que una
extraña decepción crece en mí al no verme arrastrada
al mar de lujuria donde me
suele llevar.
¿Me estaré
volviendo loca?
Diez minutos
después, nos encontramos en el coche de Tomás en dirección a mi
casa.
Cuando entro
en ella echo de menos la presencia de Curro. PETER se da cuenta y
me besa en la cabeza.
—Vamos, son
las seis. Date prisa o llegarás tarde.
Eso me
reactiva.
Entro en mi
habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de deporte y
una camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta
alta y salgo rápidamente de allí.
Sin necesidad de mirarlo, sé que me está observando.
La temperatura de mi piel
sube cuando estoy cerca de él. Cojo la cámara de
fotos y una mochila pequeña.
—Vamos —le
digo.
Guío a Tomás
entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos llegamos hasta la
puerta de un colegio. PETER, sorprendido, baja del
coche y mira a su alrededor. No
parece haber nadie. Yo sonrío. Lo cojo de la mano
con decisión y tiro de él.
Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara
crece. Me hace gracia verlo así.
Me gusta verlo desconcertado y tomo nota de ello.
Segundos
después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un bullicio
tremendo nos engulle. En seguida, docenas de niñas
de edades comprendidas
entre los siete y los doce años corren hacia mí
gritando.
—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!
PETER me
mira, estupefacto.
—¿Entrenadora?
Yo sonrío y
me encojo de hombros.
—Soy la
entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina —respondo
antes de que las pequeñas lleguen hasta donde
estamos nosotros.
PETER abre
la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no puedo hablar con él.
Las pequeñas han llegado hasta mí y se cuelgan de
mis brazos y mis piernas.
Bromeo con ellas hasta que sus madres me las quitan
de encima.
—¿Quién es
ese tiarrón? —oigo que me dice mi hermana.
—Un amigo.
—¡Vaya,
cuchufleta, vaya amigo! —murmura y yo sonrío.
Las mamás de
las pequeñas se revolucionan ante la presencia de PETER. Es normal.
PETER desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar
a todo el mundo, mi hermana
no para de pedirme que le presente a PETER y al
final claudico. ¡Anda que no se pone
pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me acerco
hasta donde él se encuentra
sentado.
—CANDE, te
presento a PETER. —Él se levanta para saludarla—. PETER, ella es mi
hermana y el monito que está sentado en mi pie
derecho es mi sobrina Luz. —Se
dan dos besos.
—¿Por qué
eres tan alto? —pregunta mi sobrina.
PETER la
mira y responde:
—Porque
comí mucho cuando era pequeño.
Mi hermana
y yo sonreímos.
—¿Por qué
hablas tan raro? —vuelve a preguntar Luz—. ¿Te pasa algo en la
boca?
Yo voy a
responder, pero entonces él se agacha hacia mi sobrina.
—Es que soy
alemán y, aunque sé hablar español, no puedo disimular mi acento.
La pequeña
me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros esperando su
respuesta sin poder detenerla.
—Vaya
paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para casita.
Mi hermana
se lleva a la niña, avergonzada, y PETER se acerca a mí.
—No se
puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan clarita
como tú a la hora de decir las cosas.
Ambos
reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no es un
entrenamiento, es la fiesta de verano que las mamás
han montado para acabar el
curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo
a las niñas para despedirme y
me hago cientos de fotos con ellas. PETER se
mantiene sentado en las gradas en un
segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del
espectáculo.
Las niñas
me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón de fútbol
hecho de chuches de colores. Aplaudo tanto como
ellas, ¡me encantan las chuches!
Mi sobrina me mira y me señala a su amiga Alicia.
Han hecho las paces y yo
levanto el pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña!
Pasados unos minutos y después
de besar a todas las mamás y a mis pequeñas
futbolistas, todas abandonan el
gimnasio. Mi hermana y mi sobrina entre ellas.
Feliz por
la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia PETER y lleno dos
vasos de plástico con un poco de Coca-Cola algo
calentorra mientras me acerco a
él.
—¿Sorprendido? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.
PETER lo
acepta y le da un trago.
—Sí. Eres sorprendente.
—Vale, vale,
no sigas, que me lo voy a creer.
Ambos nos
reímos y nos miramos.
Ninguno dice
nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo fuerzas y digo
con sinceridad:
—PETER, mi
vida es lo que ves: normalidad.
—Lo sé... lo
sé y eso me preocupa.
—¿Te
preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?
Su mirada me
traspasa.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque mi
vida no es precisamente normal.
Mi cara debe
de ser un poema. No lo entiendo, pero antes de que le pida
explicaciones, él continúa hablando:
—LALI, tu
vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para mí
quedaron obsoletas hace años. Muchos años. —Me toca
con su mano el óvalo de la
cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero no te
quiero engañar. Lo que me
atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte,
meterme entre tus piernas y ver
tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de
mis juegos no van a
gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo de sexo.
Simplemente sexo.
Su mirada se
oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a seguir
jugando.
—Soy una
mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para tu empresa.
Tengo un padre, una hermana y una sobrina a los que
adoro y, hasta ayer, un gato
que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de fútbol de
un equipo de niñas y no
cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace
feliz. Tengo amigos y amigas
con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de
ir al cine o de salir a cenar.
Ahora te preguntarás por qué te cuento todo esto,
¿verdad? —PETER mueve la cabeza
afirmativamente—. No soy despampanante, no me gusta
vestir provocativa y ni
siquiera lo intento. Mis relaciones con los hombres
han sido normales, nada del
otro mundo. Ya sabes, chica conoce chico, se gustan
y se acuestan. Pero nunca
nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en
pocos días has sacado. Nunca
pensé que el morbo me pudiera volver loca. Nunca
pensé que yo pudiera estar
haciendo lo que estoy haciendo contigo. Me impones y
me sometes de tal manera
que no puedo decir que no. Y no puedo decir que no
porque mi cuerpo y toda yo
quiere hacer lo que tú quieras. Odio que me den
órdenes, y más aún en el plano
sexual. Pero a ti, inexplicablemente, te lo permito.
En la vida me hubiera
imaginado que yo permitiría que un desconocido como tú
eres para mí, que no
sabe casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de
mi vida, me exigiera sexo con
sólo mirarme y yo se lo permitiría. Todavía me
cuesta comprender lo que ocurrió
el otro día en la habitación de tu hotel y...
—LALI...
—No, déjame
terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo que ocurrió
el otro día en tu habitación, me guste o no
reconocerlo, me encantó. Reconozco que
cuando vi las imágenes me enfadé. Pero cuando he
vuelto a pensar en ello, en
aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el
domingo utilicé el vibrador
pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al
imaginar lo que ocurrió con
aquella mujer en tu habitación. —PETER sonríe—. Pero
no me van las mujeres. No...
no me van y, si quieres volver a jugar conmigo en ese
plano, te exijo que antes me
consultes. Como te he dicho al principio de esta
conversación, no soy una
especialista en sexo, pero lo vivido contigo me
gusta, me pone, me incita y estoy
dispuesta a repetir.
—¿Incluso
sin compromiso por mi parte?
Deseo decir
que no, que lo quiero sólo para mí. Pero eso significaría perderlo y
eso sí que no lo quiero.
—Incluso
sin eso.
PETER mueve
su cabeza, comprensivo.
—Y, por
favor... te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime algo porque
me voy a morir de la vergüenza por la cantidad de
cosas locas que te acabo de
decir.
—Me estás
excitando, pequeña —murmura.
Saco de mi
mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.
—Pues ni te
imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.
PETER me
devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.
—Tu nombre
completo es MARIANA ESPOSITO. Tienes veinticinco años, un
padre, una hermana y una sobrina. Por lo que he
visto no tienes novio, pero sí
hombres que te desean. Sé dónde vives y dónde
trabajas. Tus teléfonos. Sé que
conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y
que no te da vergüenza
hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres
entrenadora de fútbol. Te gustan
las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches
y el fútbol y, si te pones nerviosa,
te salen ronchas en el cuello y te puede dar ¡el
nervio! —Sonrío—. Por la manera en
que tratabas a tu mascota sé que amas a los animales
y que eres amiga de tus
amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en exceso,
y eso me saca de mis casillas,
pero también eres la mujer más sexy y desconcertante
con la que me he encontrado
en la vida y reconozco que eso me gusta. De momento,
eso es lo que sé de ti y me
vale. ¡Ah! Y a partir de ahora prometo consultar
contigo todo lo referente al sexo y
nuestros juegos. Y ahora que me has liberado de mi
promesa, te besaré y te tocaré.
—¡Bien!
—afirmo levantando los brazos.
—Y una vez
solucionado ese tema necesito que aceptes la proposición que te hice
para conocerte mejor y para que me acompañes durante
el tiempo que esté en
España —añade—. Esta semana viajaremos a Barcelona.
Tengo dos importantes
reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana
lo dedicaremos, si tú quieres, al
sexo. ¿Te parece?
—Tu nombre
es JUAN PEDRO LANZANI —respondo, sin importarme su frialdad—.
Eres alemán y tu padre...
Pero él
tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.
—Como favor
personal, te pediría que nunca menciones a mi padre. Ahora
puedes continuar.
Esa orden
me deja cortada, pero sigo:
—Eres un
mandón patológico y no sé nada más de ti, excepto que te gusta el
morbo y jugar con el sexo. Aun así, me gustaría
conocerte un poco más.
Siento su
mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha interna por
abrirse a mí o continuar como estamos. Entonces se
levanta y tira de mí. Me besa y
yo le correspondo. ¡Dios, cuánto lo echaba de menos!
Pocos segundos después,
separa su boca de la mía.
—Mi madre
es española, por eso hablo tan bien el español. Duermo poco desde
hace años. Tengo treinta y un años. No estoy casado
ni comprometido. De
momento, poco más te puedo decir.
Emocionada
por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz como si me
hubiera tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:
—Señor
LANZANI, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.
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