miércoles, 22 de julio de 2015

CAPITULO 16



Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.
  Alargo la mano y lo apago. Me desperezo en la cama y mi mente se despierta
rápidamente. Miro a mi derecha y veo que PETER no está. Mi mente vuelve a ser
consciente de lo ocurrido y me siento en la cama cuando oigo una voz:
  —Buenos días.
  Miro hacia la puerta y allí está él, vestido. Miro su ropa y me sorprendo al ver
que el traje que lleva y la camisa no son los que traía el día anterior. Él se da cuenta
y responde:
  —Tomás me lo ha traído hace una hora.
  —¿Qué tal tu cabeza? ¿Se fue el dolor? —pregunto.
  —Sí, LALI. Gracias por preguntar.
  Le respondo con una triste sonrisa. Me levanto de la cama sin ser consciente del
horrible espectáculo que ofrezco, despeluchada, legañosa y con mi pijama del
Demonio de Tasmania. Paso por su lado y, al hacerlo, me pongo de puntillas y le
doy un beso en la mejilla mientras murmuro un aún soñoliento «buenos días».
  Voy a la cocina dispuesta a darle la medicación a Curro, cuando veo todas sus
cosas sobre la encimera. Me paro en seco y siento a PETER detrás de mí. No me deja
pensar. Me coge por la cintura y me da la vuelta.
  —¡A la ducha! —me ordena.
  Cuando salgo de ella y entro en la habitación para vestirme, PETER no está allí. Así
que me apresuro a sacar un sujetador y unas bragas de mi cajón y me los pongo.
Después abro el armario y me visto. En cuanto estoy vestida y presentable, salgo al
salón y lo veo leyendo un periódico.
   —Tienes café recién hecho —dice mientras me mira—. Desayuna.
   Veo que dobla el periódico, se levanta, se acerca a mí y me besa en la cabeza.
   —Hoy me acompañarás a Guadalajara. Tengo que visitar las oficinas de allí. No
te preocupes por nada. En la oficina ya están avisados.
   Le digo que sí con la cabeza, sin ganas de hablar ni de protestar. Me tomo el café
y, cuando dejo la taza en el fregadero, siento que PETER se acerca de nuevo por
detrás, aunque esta vez no me toca.
   —¿Estás mejor? —me pregunta.
   Muevo mi cabeza en señal afirmativa, sin mirarlo. Tengo ganas de llorar de
nuevo pero respiro y lo evito. Estoy segura de que Curro se enfadará si sigo
comportándome como una blandengue. Con la mejor de mis sonrisas me doy la
vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los ojos.
   —Cuando quieras, podemos marcharnos.
   Él asiente. No me toca.
   No se acerca a mí más de lo estrictamente necesario. Bajamos al portal y allí está
Tomás esperándonos con el coche. Nos montamos y comienza el viaje. Durante la
hora que dura el trayecto, PETER y yo miramos varios papeles. Yo soy la encargada
de llevar al día las delegaciones de la empresa Müller, de modo que conozco casi
en primera persona a todos los jefes. PETER me explica que quiere saber de primera
mano absolutamente todo de cada delegación: productividad, cantidad de gente
que trabaja en las fábricas y rendimiento de las mismas. Eso me pone nerviosa.
Con el paro que hay ahora, tengo miedo de que empiece a despedir a gente sin ton
ni son. Pero en seguida me aclara que ése no es su propósito, sino lo contrario:
intentar que sus productos sean más competitivos y abrir el campo de expansión.
   A las diez y media llegamos a Guadalajara. No me extraño cuando me doy
cuenta de que Enrique Matías no se sorprende de verme allí. Nos saluda con
afabilidad y entramos todos juntos en su despacho. Durante tres horas, PETER y él
hablan de productividad, de carencias de la empresa y de un sinfín de cosas más.
Yo, sentada en un discreto segundo plano, tomo nota de todo y a la una y media,
cuando salimos de allí, me voy feliz de ver que se han entendido.
   Recibo un mensaje de BENJAMIN. Le respondo que estoy bien, pero maldigo en
mi interior. Recibir sus mensajes y estar con PETER me hace sentir mal. Pero ¿por
qué? Yo no tengo nada serio con ninguno de los dos.
   De regreso a Madrid, PETER me propone parar y comer en algún pueblo. Me
muestro encantada y le digo que me parece bien. Tomás para en Azuqueca de
Henares y degustamos un delicioso cordero. Durante la comida, él recibe varios
mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no contesta. A las cuatro proseguimos el
viaje y cuando llegamos al hotel Villa Magna me pongo tensa. PETER lo nota y me
coge la mano.
   —Tranquila. Sólo quiero cambiarme de ropa para pasar la tarde contigo. ¿Tienes
algún plan?
   Mi mente piensa con celeridad y, finalmente, le digo que sí, que tengo un plan.
Pero no le doy tiempo a que pueda presuponer nada.
   —Tengo algo que hacer a las seis y media de la tarde —le informo—. Si no tienes
nada mejor, quizá te gustaría acompañarme. Así puedo enseñarte mi segundo
trabajo.
   Eso lo sorprende.
   —¿Tienes un segundo trabajo?
   Asiento divertida.
   —Sí, se puede llamar así, aunque este año es el último. Pero no pienso decirte de
qué se trata si no me acompañas.
   Lo veo sonreír mientras baja del coche. Yo lo sigo.
   Llegamos al ascensor del hotel Villa Magna y el ascensorista nos saluda y nos
lleva directamente hasta el ático. En cuanto entramos en su espaciosa y bonita
habitación, PETER deja su maletín con el portátil sobre la mesa y se mete en la
habitación que no utilizamos el día que estuve allí jugando. Suena su móvil. Un
mensaje. No puedo evitar mirar la pantalla iluminada y leo el nombre de «PAU».
¿Quién será? Dos segundos después, vuelve a sonar y en la pantalla leo «Marta».
Vaya, sí que está solicitado.
   Estoy inquieta. La última vez que estuve allí ocurrió algo que todavía me
avergüenza. Paseo mis manos por el bonito sofá color café y miro el jardín japonés,
mientras intento que mi respiración no se acelere. Si PETER sale desnudo de la
habitación y me invita a jugar con él, no sé si voy a ser capaz de decirle que no.
   —Cuando quieras nos podemos marchar —oigo una voz tras de mí.
   Sorprendida, me vuelvo y lo veo vestido con unos vaqueros y una camiseta
granate. Está guapísimo. Elegante, como siempre. Y lo mejor, está cumpliendo a
rajatabla lo que me ha prometido de no tocarme. Sin embargo, siento que una
extraña decepción crece en mí al no verme arrastrada al mar de lujuria donde me
suele llevar.
   ¿Me estaré volviendo loca?
  Diez minutos después, nos encontramos en el coche de Tomás en dirección a mi
casa.
  Cuando entro en ella echo de menos la presencia de Curro. PETER se da cuenta y
me besa en la cabeza.
  —Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás tarde.
  Eso me reactiva.
  Entro en mi habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de deporte y
una camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta alta y salgo rápidamente de allí.
Sin necesidad de mirarlo, sé que me está observando. La temperatura de mi piel
sube cuando estoy cerca de él. Cojo la cámara de fotos y una mochila pequeña.
  —Vamos —le digo.
  Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos llegamos hasta la
puerta de un colegio. PETER, sorprendido, baja del coche y mira a su alrededor. No
parece haber nadie. Yo sonrío. Lo cojo de la mano con decisión y tiro de él.
Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara crece. Me hace gracia verlo así.
Me gusta verlo desconcertado y tomo nota de ello.
  Segundos después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un bullicio
tremendo nos engulle. En seguida, docenas de niñas de edades comprendidas
entre los siete y los doce años corren hacia mí gritando.
  —¡Entrenadora! ¡Entrenadora!
  PETER me mira, estupefacto.
  —¿Entrenadora?
  Yo sonrío y me encojo de hombros.
  —Soy la entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina —respondo
antes de que las pequeñas lleguen hasta donde estamos nosotros.
  PETER abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no puedo hablar con él.
Las pequeñas han llegado hasta mí y se cuelgan de mis brazos y mis piernas.
Bromeo con ellas hasta que sus madres me las quitan de encima.
  —¿Quién es ese tiarrón? —oigo que me dice mi hermana.
  —Un amigo.
  —¡Vaya, cuchufleta, vaya amigo! —murmura y yo sonrío.
  Las mamás de las pequeñas se revolucionan ante la presencia de PETER. Es normal.
PETER desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a todo el mundo, mi hermana
no para de pedirme que le presente a PETER y al final claudico. ¡Anda que no se pone
pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me acerco hasta donde él se encuentra
sentado.
   —CANDE, te presento a PETER. —Él se levanta para saludarla—. PETER, ella es mi
hermana y el monito que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina Luz. —Se
dan dos besos.
   —¿Por qué eres tan alto? —pregunta mi sobrina.
   PETER la mira y responde:
   —Porque comí mucho cuando era pequeño.
   Mi hermana y yo sonreímos.
   —¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a preguntar Luz—. ¿Te pasa algo en la
boca?
   Yo voy a responder, pero entonces él se agacha hacia mi sobrina.
   —Es que soy alemán y, aunque sé hablar español, no puedo disimular mi acento.
   La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros esperando su
respuesta sin poder detenerla.
   —Vaya paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para casita.
   Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y PETER se acerca a mí.
   —No se puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan clarita
como tú a la hora de decir las cosas.
   Ambos reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no es un
entrenamiento, es la fiesta de verano que las mamás han montado para acabar el
curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo a las niñas para despedirme y
me hago cientos de fotos con ellas. PETER se mantiene sentado en las gradas en un
segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del espectáculo.
   Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón de fútbol
hecho de chuches de colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan las chuches!
Mi sobrina me mira y me señala a su amiga Alicia. Han hecho las paces y yo
levanto el pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña! Pasados unos minutos y después
de besar a todas las mamás y a mis pequeñas futbolistas, todas abandonan el
gimnasio. Mi hermana y mi sobrina entre ellas.
   Feliz por la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia PETER y lleno dos
vasos de plástico con un poco de Coca-Cola algo calentorra mientras me acerco a
él.
  —¿Sorprendido? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.
  PETER lo acepta y le da un trago.
  —Sí. Eres sorprendente.
  —Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.
  Ambos nos reímos y nos miramos.
  Ninguno dice nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo fuerzas y digo
con sinceridad:
  —PETER, mi vida es lo que ves: normalidad.
  —Lo sé... lo sé y eso me preocupa.
  —¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?
  Su mirada me traspasa.
  —Sí.
  —¿Por qué?
  —Porque mi vida no es precisamente normal.
  Mi cara debe de ser un poema. No lo entiendo, pero antes de que le pida
explicaciones, él continúa hablando:
  —LALI, tu vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para mí
quedaron obsoletas hace años. Muchos años. —Me toca con su mano el óvalo de la
cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero no te quiero engañar. Lo que me
atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte, meterme entre tus piernas y ver
tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de mis juegos no van a
gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo de sexo. Simplemente sexo.
  Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a seguir
jugando.
  —Soy una mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para tu empresa.
Tengo un padre, una hermana y una sobrina a los que adoro y, hasta ayer, un gato
que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de fútbol de un equipo de niñas y no
cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace feliz. Tengo amigos y amigas
con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de ir al cine o de salir a cenar.
Ahora te preguntarás por qué te cuento todo esto, ¿verdad? —PETER mueve la cabeza
afirmativamente—. No soy despampanante, no me gusta vestir provocativa y ni
siquiera lo intento. Mis relaciones con los hombres han sido normales, nada del
otro mundo. Ya sabes, chica conoce chico, se gustan y se acuestan. Pero nunca
nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en pocos días has sacado. Nunca
pensé que el morbo me pudiera volver loca. Nunca pensé que yo pudiera estar
haciendo lo que estoy haciendo contigo. Me impones y me sometes de tal manera
que no puedo decir que no. Y no puedo decir que no porque mi cuerpo y toda yo
quiere hacer lo que tú quieras. Odio que me den órdenes, y más aún en el plano
sexual. Pero a ti, inexplicablemente, te lo permito. En la vida me hubiera
imaginado que yo permitiría que un desconocido como tú eres para mí, que no
sabe casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de mi vida, me exigiera sexo con
sólo mirarme y yo se lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo que ocurrió
el otro día en la habitación de tu hotel y...
   —LALI...
   —No, déjame terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo que ocurrió
el otro día en tu habitación, me guste o no reconocerlo, me encantó. Reconozco que
cuando vi las imágenes me enfadé. Pero cuando he vuelto a pensar en ello, en
aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el domingo utilicé el vibrador
pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar lo que ocurrió con
aquella mujer en tu habitación. —PETER sonríe—. Pero no me van las mujeres. No...
no me van y, si quieres volver a jugar conmigo en ese plano, te exijo que antes me
consultes. Como te he dicho al principio de esta conversación, no soy una
especialista en sexo, pero lo vivido contigo me gusta, me pone, me incita y estoy
dispuesta a repetir.
   —¿Incluso sin compromiso por mi parte?
   Deseo decir que no, que lo quiero sólo para mí. Pero eso significaría perderlo y
eso sí que no lo quiero.
   —Incluso sin eso.
   PETER mueve su cabeza, comprensivo.
   —Y, por favor... te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime algo porque
me voy a morir de la vergüenza por la cantidad de cosas locas que te acabo de
decir.
   —Me estás excitando, pequeña —murmura.
   Saco de mi mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.
   —Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.
   PETER me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.
   —Tu nombre completo es MARIANA ESPOSITO. Tienes veinticinco años, un
padre, una hermana y una sobrina. Por lo que he visto no tienes novio, pero sí
hombres que te desean. Sé dónde vives y dónde trabajas. Tus teléfonos. Sé que
conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no te da vergüenza
hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres entrenadora de fútbol. Te gustan
las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches y el fútbol y, si te pones nerviosa,
te salen ronchas en el cuello y te puede dar ¡el nervio! —Sonrío—. Por la manera en
que tratabas a tu mascota sé que amas a los animales y que eres amiga de tus
amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en exceso, y eso me saca de mis casillas,
pero también eres la mujer más sexy y desconcertante con la que me he encontrado
en la vida y reconozco que eso me gusta. De momento, eso es lo que sé de ti y me
vale. ¡Ah! Y a partir de ahora prometo consultar contigo todo lo referente al sexo y
nuestros juegos. Y ahora que me has liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.
   —¡Bien! —afirmo levantando los brazos.
   —Y una vez solucionado ese tema necesito que aceptes la proposición que te hice
para conocerte mejor y para que me acompañes durante el tiempo que esté en
España —añade—. Esta semana viajaremos a Barcelona. Tengo dos importantes
reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana lo dedicaremos, si tú quieres, al
sexo. ¿Te parece?
   —Tu nombre es JUAN PEDRO LANZANI —respondo, sin importarme su frialdad—.
Eres alemán y tu padre...
   Pero él tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.
   —Como favor personal, te pediría que nunca menciones a mi padre. Ahora
puedes continuar.
   Esa orden me deja cortada, pero sigo:
   —Eres un mandón patológico y no sé nada más de ti, excepto que te gusta el
morbo y jugar con el sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco más.
   Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha interna por
abrirse a mí o continuar como estamos. Entonces se levanta y tira de mí. Me besa y
yo le correspondo. ¡Dios, cuánto lo echaba de menos! Pocos segundos después,
separa su boca de la mía.
   —Mi madre es española, por eso hablo tan bien el español. Duermo poco desde
hace años. Tengo treinta y un años. No estoy casado ni comprometido. De
momento, poco más te puedo decir.
   Emocionada por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz como si me
hubiera tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:
   —Señor LANZANI, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.

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