sábado, 18 de julio de 2015

CAPITULO 7

Desnuda y con su duro cuerpo sobre el mío, intento recuperar el control de mi
respiración. Lo ocurrido ha sido ¡fantástico! Le acaricio la cabeza, que reposa sobre
mi cuerpo, con mimo y aspiro su perfume. Es varonil y me gusta. Noto su boca
sobre mi pecho y eso también me gusta. No quiero moverme. No quiero que él se
mueva. Quiero disfrutar de ese momento un segundo más. Pero entonces, él rueda
hacia el lado derecho de la cama y me mira.
  —¿Todo bien, LALI?
  Digo que sí con la cabeza. Él sonríe.
  Instantes después veo que se levanta y se marcha de la habitación. Oigo la
ducha. Deseo ducharme con él pero no me ha invitado. Me siento en la cama
sudorosa y veo en mi reloj digital que son las siete y media.
  ¿Cuánto tiempo hemos estado jugando?
  Minutos después aparece desnudo y mojado. ¡Apetecible! Me sorprendo al
darme cuenta de que coge los calzoncillos y se los pone.
  —Anoche perdisteis el partido de fútbol contra Italia. ¡Lo siento! Os mandaron a
casita.
 PETER me mira y añade:
  —Sabemos perder, te lo dije. Otra vez será.
  Sigue vistiéndose sin inmutarse por lo que le acabo de decir.
  —¿Qué haces? —le pregunto.
  —Vestirme.
  —¿Por qué?
  —Tengo un compromiso —responde escuetamente.
  ¿Un compromiso? ¿Se va y me deja así?
  Irritada por su falta de tacto, tras lo que ha ocurrido entre nosotros, me pongo la
camiseta y las bragas.
  —¿Vas a repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz de morderme la lengua.
  Eso lo sorprende.
  ¡Ay, Dios! Pero ¿qué he dicho?
  Sin mover un solo músculo de su cara se acerca a mí, vestido únicamente con los
calzoncillos.
  —Sabía que eras curiosa, pero no tanto como para leer las tarjetas que no son
para ti —me dice, escrutándome con su mirada.
  Eso me avergüenza. Acabo de dejar constancia de que soy una fisgona. Pero sigo
mostrándome incapaz de contener mi lengua.
  —Lo que tú pienses me da igual —le digo.
  —No debería darte igual, pequeña. Soy tu jefe.
  Con un descaro increíble, lo miro, me encojo de hombros y respondo:
  —Pues me lo da, seas mi jefe o no.
  Me levanto de la cama y camino hacia la cocina.
  Quiero agua, ¡agua! No champán con olor a fresas. Cuando me vuelvo está
detrás de mí.
  —¿Qué haces que no te vistes y te vas? —le pregunto sin inmutarme y
levantando una ceja.
  No responde. Sólo me mira, desafiante, con los ojos entornados.
  Furiosa lo empujo y salgo de la cocina.
  Camino de vuelta a mi habitación y siento que viene detrás de mí.
  —Vístete y vete de mi casa —le grito, volviéndome hacia él—. ¡Fuera!
  —LA... —oigo que me dice en voz baja.
  —¡Ni LA, ni leches! Quiero que te vayas de mi casa. Pero, vamos a ver: ¿para
qué has venido?
  Me mira con un gesto que me impulsa a partirle la cara. Me contengo. Es mi jefe.
  —Vine a lo que tú ya sabes.
  —¡¿Sexo?!
  —Sí. Quedé en que te enseñaría a utilizar el vibrador.
  Dice eso y se queda tan pancho. ¡Flipante!
  —Pero ¿es que me crees tan tonta como para no saber cómo se utiliza? —vuelvo
a gritarle, presa de los nervios.
  —No, LALI —comenta con aire distraído, mientras me sonríe—. Simplemente
quería ser el primero en hacerlo.
  —¿El primero?
  —Sí, el primero. Porque estoy convencido de que a partir de hoy lo utilizarás
muchas veces, mientras piensas en mí.
  Esa seguridad chulesca me mata y, torciendo el gesto, replico, dispuesta a todo:
  —Pero ¡serás creído! ¡Presumido! ¡Vanidoso y pretencioso! ¿Tú quién te crees
que eres? ¿El ombligo del mundo y el hombre más irresistible de la Tierra?
  Con una tranquilidad que me desconcierta, responde mientras se pone el
pantalón:
  —No, LALI. No me creo nada de eso. Pero he sido el primero que ha jugado con
un vibrador en tu cuerpo. Eso, te guste o no, nunca lo podrás obviar. Y aunque en
un futuro juegues sola o con otros hombres, siempre... sabrás que yo fui el
primero.
  Escucharlo decir aquello me excita.
  Me calienta.
  ¿Qué me pasa con ese hombre?
  Pero no estoy dispuesta a caer en su influjo.
  —Vale, habrás sido el primero. Pero la vida es muy larga y te aseguro que no
serás el único. El sexo es algo estupendo en esta vida y siempre lo he disfrutado
con quien he querido, cuando he querido y como he querido. Y tiene razón, señor
LANZANI. Le tengo que dar las gracias por algo. Gracias por no regalarme unas
insulsas rosas y regalarme un vibrador que estoy segura que me resultará de gran
ayuda cuando esté practicando sexo con otros hombres. Gracias por alegrar mi
vida sexual.
  Lo oigo resoplar. Bien. Lo estoy cabreando.
  —Un consejo —me replica, contra todo pronóstico—. Lleva el otro vibrador que
te he regalado siempre en el bolso. Tiene forma de barra de labios y reúne toda la
discreción para que nadie, excepto tú, sepa lo que es. Estoy seguro de que te será
de gran utilidad y que encontrarás sitios discretos para utilizarlo sola o en
compañía.
   Eso me descoloca. Esperaba que me mandara a freír espárragos, no aquello.
   Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía mal hablada que hay en mí,
cuando me coge por la cintura y me atrae hacia él. Lo miro y, por un momento, me
siento tentada a subir la rodilla y darle donde más le duele. Pero no. No puedo
hacer eso. Es el señor LANZANI y me gusta mucho. Entonces, me coge de la
barbilla y me hace mirarlo a los ojos. Y antes de que pueda hacer o decir nada, saca
su lengua y me la pasa por el labio superior. Después me succiona el inferior y
cuando siento la dureza de su pene contra mí, murmura:
   —¿Quieres que te folle?
   Quiero decirle que no.
   Quiero que se vaya de mi casa.
   ¡Lo odio por cómo me utiliza!
   Pero mi cuerpo no responde. Se niega a hacerme caso. Sólo puedo seguir
mirándolo mientras un deseo inmenso crece con fuerza en mi interior y yo ya no
me reconozco. ¿Qué me pasa?
   —LALI, responde —exige.
   Convencida de que sólo puedo contestar que sí, asiento y él, sin miramientos, me
da la vuelta entre sus brazos. Me hace caminar ante él hasta el aparador de mi
habitación. Me planta las manos en él y me inclina hacia adelante. Después me
arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No puedo moverme mientras siento que
saca la cartera de su pantalón y, de su interior, un preservativo. Se quita el
pantalón y los calzoncillos con una mano, mientras con la otra me masajea las
nalgas. Cierro los ojos, mientras imagino que se pone el preservativo. No sé qué
estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced, dispuesta a que haga lo que quiera
conmigo.
   —Separa las piernas —susurra en mi oído.
   Mis piernas tienen vida propia y hacen lo que él pide mientras me acaricia el
trasero con una mano y con la otra se enreda mi pelo para tenerme bien sujeta.
   —Sí, pequeña, así.
   Y, sin más, con una fuerte embestida me penetra y oigo un ahogado gemido en
mi cuello. Eso me aviva. Luego, me da un azotito exigente. ¡Me gusta!
  Me agarro al aparador y siento que las piernas me flojean. Él debe notar mi
debilidad porque me agarra por la cintura con las dos manos de modo posesivo y
comienza a bombear su erecto pene con una intensidad increíble dentro y fuera de
mí. Una y otra vez. Una y otra vez.
  En aquella posición y sin tacones, me siento pequeña ante él, es más, me siento
como una muñeca a la que mueven en busca de placer. De pronto, las embestidas
paran de ritmo y su mano abandona mi cadera y baja hasta mi vagina. Mete los
dedos en mi hendidura y me busca el clítoris. Eso me hace jadear.
  —Otro día —me dice—, te follaré mientras te masturbo con lo que te he
regalado.
  Le digo que sí. Quiero que lo haga.
  Quiero que lo haga ya. No quiero que se vaya. Quiero... quiero...
  Sus embestidas se hacen cada segundo más lentas y yo me muevo nerviosa,
incitándolo a que suba el ritmo. Él lo sabe. Lo intuye y pregunta cerca de mi oreja
con su voz ronca.
  —¿Más?
  —Sí... sí... Quiero más.
  Una nueva embestida hasta el fondo. Jadeo por el placer.
  —¿Qué más quieres? —añade, mientras aprieta los dientes.
  —Más.
  Grito de placer ante su nueva penetración.
  —Sé clara, pequeña. Estás húmeda y caliente. ¿Qué quieres?
  Mi mente funciona a una velocidad desbordante. Sé lo que quiero, así que, sin
importarme lo que piense de mí, suplico:
  —Quiero que me penetres fuerte. Quiero que...
  Un grito escapa de mi boca al sentir cómo mis palabras lo avivan. Lo siento
jadear. Lo vuelven loco. Sus embestidas fuertes y profundas comienzan de nuevo y
yo me arqueo dispuesta a más y más, hasta que llega el clímax. Segundos después,
él explota también y suelta un gemido de placer mientras me ensarta por última
vez. Agotada y satisfecha, me agarro con fuerza al mueble. Lo siento apoyado en
mi espalda y eso me reconforta.
  Al cabo de un rato me incorporo y suspiro mientras me doy aire. Tengo calor. En
esa ocasión soy yo la que se marcha directa a la ducha, donde disfruto en soledad
de cómo el agua resbala por mi cuerpo.
   Me demoro más de lo normal. Sólo espero que él no esté cuando salga. Sin
embargo, cuando lo hago lo veo apaciblemente sentado en la cama con la copa de
champán en la mano.
   Mi gesto es un poema. Me doy cuenta de que mi ceño está fruncido y mi boca,
tensa.
   Lo miro. Me mira y, cuando veo que él va a decir algo, levanto la mano para
interrumpirlo:
   —Estoy cabreada. Y cuando estoy cabreada mejor que no hables. Por lo tanto, si
no quieres que saque la Cruella de Vil que llevo dentro, coge tus cosas y márchate
de mi casa.
   Me toma de la mano.
   —¡Suéltame!
   —No. —Tira de mí hasta dejarme entre sus piernas—. ¿Quieres que me quede
contigo?
   —No.
   —¿Estás segura?
   —Sí.
   —¿Vas a responder continuamente con monosílabos?
   Lo carbonizo con la mirada.
   Frunzo mis ojos y siseo con ganas de arrancarle aquella sonrisita de cabroncete
de la boca:
   —¿Qué parte de «Estoy cabreada» no has entendido?
   Me suelta. Da un trago a su copa y, tras saborearla, susurra:
   —¡Ah! Las españolas y vuestro maldito carácter. ¿Por qué seréis así?
   Le voy a... Le voy a dar un guantazo.
   Juro que como diga alguna perlita más le estampo la botella de etiqueta rosa en
la cabeza, aunque sea mi jefe.
   —De acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita. Pero regresaré mañana a la una.
Te invito a comer y, a cambio, tú me enseñarás algo de Madrid, ¿te parece?
   Con un gesto serio que incluso el mismísimo Robert De Niro sería incapaz de
poner, lo miró y gruño:
   —No. No me parece. Que te enseñe Madrid otra española. Yo tengo cosas más
importantes que hacer que estar contigo de turismo.
   Y vuelve a hacerlo. Se acerca a mí, pone sus labios frente a mi boca, saca su
lengua, recorre mi labio superior y añade:
   —Mañana pasaré a buscarte a la una. No se hable más.
   Abro la boca estupefacta y resoplo. Él sonríe.
   Quiero mandarlo a que le den por donde amargan los pepinos, pero no puedo.
El hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente, mientras tira de mí en dirección
a la puerta dice:
   —Que pases una buena noche, LALI. Y si me echas de menos, ya tienes con qué
jugar.
   Poco después se va de mi casa y yo me quedo como una imbécil mirando la

puerta.

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