Desnuda y con su duro cuerpo sobre el mío, intento
recuperar el control de mi
respiración. Lo ocurrido ha sido ¡fantástico! Le
acaricio la cabeza, que reposa sobre
mi cuerpo, con mimo y aspiro su perfume. Es varonil
y me gusta. Noto su boca
sobre mi pecho y eso también me gusta. No quiero
moverme. No quiero que él se
mueva. Quiero disfrutar de ese momento un segundo
más. Pero entonces, él rueda
hacia el lado derecho de la cama y me mira.
—¿Todo bien,
LALI?
Digo que sí
con la cabeza. Él sonríe.
Instantes
después veo que se levanta y se marcha de la habitación. Oigo la
ducha. Deseo ducharme con él pero no me ha invitado.
Me siento en la cama
sudorosa y veo en mi reloj digital que son las siete
y media.
¿Cuánto
tiempo hemos estado jugando?
Minutos
después aparece desnudo y mojado. ¡Apetecible! Me sorprendo al
darme cuenta de que coge los calzoncillos y se los
pone.
—Anoche
perdisteis el partido de fútbol contra Italia. ¡Lo siento! Os mandaron a
casita.
PETER me mira
y añade:
—Sabemos
perder, te lo dije. Otra vez será.
Sigue
vistiéndose sin inmutarse por lo que le acabo de decir.
—¿Qué haces?
—le pregunto.
—Vestirme.
—¿Por qué?
—Tengo un
compromiso —responde escuetamente.
¿Un
compromiso? ¿Se va y me deja así?
Irritada por
su falta de tacto, tras lo que ha ocurrido entre nosotros, me pongo la
camiseta y las bragas.
—¿Vas a
repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz de morderme la lengua.
Eso lo
sorprende.
¡Ay, Dios!
Pero ¿qué he dicho?
Sin mover un
solo músculo de su cara se acerca a mí, vestido únicamente con los
calzoncillos.
—Sabía que
eras curiosa, pero no tanto como para leer las tarjetas que no son
para ti —me dice, escrutándome con su mirada.
Eso me
avergüenza. Acabo de dejar constancia de que soy una fisgona. Pero sigo
mostrándome incapaz de contener mi lengua.
—Lo que tú
pienses me da igual —le digo.
—No debería
darte igual, pequeña. Soy tu jefe.
Con un
descaro increíble, lo miro, me encojo de hombros y respondo:
—Pues me lo
da, seas mi jefe o no.
Me levanto
de la cama y camino hacia la cocina.
Quiero agua,
¡agua! No champán con olor a fresas. Cuando me vuelvo está
detrás de mí.
—¿Qué haces
que no te vistes y te vas? —le pregunto sin inmutarme y
levantando una ceja.
No responde.
Sólo me mira, desafiante, con los ojos entornados.
Furiosa lo
empujo y salgo de la cocina.
Camino de
vuelta a mi habitación y siento que viene detrás de mí.
—Vístete y
vete de mi casa —le grito, volviéndome hacia él—. ¡Fuera!
—LA... —oigo
que me dice en voz baja.
—¡Ni LA, ni
leches! Quiero que te vayas de mi casa. Pero, vamos a ver: ¿para
qué has venido?
Me mira con
un gesto que me impulsa a partirle la cara. Me contengo. Es mi jefe.
—Vine a lo
que tú ya sabes.
—¡¿Sexo?!
—Sí. Quedé
en que te enseñaría a utilizar el vibrador.
Dice eso y
se queda tan pancho. ¡Flipante!
—Pero ¿es
que me crees tan tonta como para no saber cómo se utiliza? —vuelvo
a gritarle, presa de los nervios.
—No, LALI
—comenta con aire distraído, mientras me sonríe—. Simplemente
quería ser el primero en hacerlo.
—¿El
primero?
—Sí, el primero.
Porque estoy convencido de que a partir de hoy lo utilizarás
muchas veces, mientras piensas en mí.
Esa
seguridad chulesca me mata y, torciendo el gesto, replico, dispuesta a todo:
—Pero ¡serás
creído! ¡Presumido! ¡Vanidoso y pretencioso! ¿Tú quién te crees
que eres? ¿El ombligo del mundo y el hombre más
irresistible de la Tierra?
Con una
tranquilidad que me desconcierta, responde mientras se pone el
pantalón:
—No, LALI.
No me creo nada de eso. Pero he sido el primero que ha jugado con
un vibrador en tu cuerpo. Eso, te guste o no, nunca
lo podrás obviar. Y aunque en
un futuro juegues sola o con otros hombres,
siempre... sabrás que yo fui el
primero.
Escucharlo
decir aquello me excita.
Me calienta.
¿Qué me pasa
con ese hombre?
Pero no
estoy dispuesta a caer en su influjo.
—Vale,
habrás sido el primero. Pero la vida es muy larga y te aseguro que no
serás el único. El sexo es algo estupendo en esta
vida y siempre lo he disfrutado
con quien he querido, cuando he querido y como he
querido. Y tiene razón, señor
LANZANI. Le tengo que dar las gracias por algo.
Gracias por no regalarme unas
insulsas rosas y regalarme un vibrador que estoy
segura que me resultará de gran
ayuda cuando esté practicando sexo con otros
hombres. Gracias por alegrar mi
vida sexual.
Lo oigo
resoplar. Bien. Lo estoy cabreando.
—Un consejo
—me replica, contra todo pronóstico—. Lleva el otro vibrador que
te he regalado siempre en el bolso. Tiene forma de
barra de labios y reúne toda la
discreción para que nadie, excepto tú, sepa lo que
es. Estoy seguro de que te será
de gran utilidad y que encontrarás sitios discretos
para utilizarlo sola o en
compañía.
Eso me
descoloca. Esperaba que me mandara a freír espárragos, no aquello.
Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía mal hablada que hay en mí,
cuando me coge por la cintura y me atrae hacia él.
Lo miro y, por un momento, me
siento tentada a subir la rodilla y darle donde más
le duele. Pero no. No puedo
hacer eso. Es el señor LANZANI y me gusta mucho.
Entonces, me coge de la
barbilla y me hace mirarlo a los ojos. Y antes de
que pueda hacer o decir nada, saca
su lengua y me la pasa por el labio superior.
Después me succiona el inferior y
cuando siento la dureza de su pene contra mí,
murmura:
—¿Quieres
que te folle?
Quiero
decirle que no.
Quiero que
se vaya de mi casa.
¡Lo odio
por cómo me utiliza!
Pero mi
cuerpo no responde. Se niega a hacerme caso. Sólo puedo seguir
mirándolo mientras un deseo inmenso crece con fuerza
en mi interior y yo ya no
me reconozco. ¿Qué me pasa?
—LALI,
responde —exige.
Convencida
de que sólo puedo contestar que sí, asiento y él, sin miramientos, me
da la vuelta entre sus brazos. Me hace caminar ante
él hasta el aparador de mi
habitación. Me planta las manos en él y me inclina
hacia adelante. Después me
arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No puedo
moverme mientras siento que
saca la cartera de su pantalón y, de su interior, un
preservativo. Se quita el
pantalón y los calzoncillos con una mano, mientras
con la otra me masajea las
nalgas. Cierro los ojos, mientras imagino que se
pone el preservativo. No sé qué
estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced,
dispuesta a que haga lo que quiera
conmigo.
—Separa las
piernas —susurra en mi oído.
Mis piernas
tienen vida propia y hacen lo que él pide mientras me acaricia el
trasero con una mano y con la otra se enreda mi pelo
para tenerme bien sujeta.
—Sí,
pequeña, así.
Y, sin más,
con una fuerte embestida me penetra y oigo un ahogado gemido en
mi cuello. Eso me aviva. Luego, me da un azotito
exigente. ¡Me gusta!
Me agarro al
aparador y siento que las piernas me flojean. Él debe notar mi
debilidad porque me agarra por la cintura con las
dos manos de modo posesivo y
comienza a bombear su erecto pene con una intensidad
increíble dentro y fuera de
mí. Una y otra vez. Una y otra vez.
En aquella
posición y sin tacones, me siento pequeña ante él, es más, me siento
como una muñeca a la que mueven en busca de placer.
De pronto, las embestidas
paran de ritmo y su mano abandona mi cadera y baja
hasta mi vagina. Mete los
dedos en mi hendidura y me busca el clítoris. Eso me
hace jadear.
—Otro día
—me dice—, te follaré mientras te masturbo con lo que te he
regalado.
Le digo que
sí. Quiero que lo haga.
Quiero que
lo haga ya. No quiero que se vaya. Quiero... quiero...
Sus
embestidas se hacen cada segundo más lentas y yo me muevo nerviosa,
incitándolo a que suba el ritmo. Él lo sabe. Lo
intuye y pregunta cerca de mi oreja
con su voz ronca.
—¿Más?
—Sí... sí...
Quiero más.
Una nueva embestida hasta el fondo. Jadeo por
el placer.
—¿Qué más
quieres? —añade, mientras aprieta los dientes.
—Más.
Grito de
placer ante su nueva penetración.
—Sé clara,
pequeña. Estás húmeda y caliente. ¿Qué quieres?
Mi mente
funciona a una velocidad desbordante. Sé lo que quiero, así que, sin
importarme lo que piense de mí, suplico:
—Quiero que
me penetres fuerte. Quiero que...
Un grito
escapa de mi boca al sentir cómo mis palabras lo avivan. Lo siento
jadear. Lo vuelven loco. Sus embestidas fuertes y
profundas comienzan de nuevo y
yo me arqueo dispuesta a más y más, hasta que llega
el clímax. Segundos después,
él explota también y suelta un gemido de placer
mientras me ensarta por última
vez. Agotada y satisfecha, me agarro con fuerza al
mueble. Lo siento apoyado en
mi espalda y eso me reconforta.
Al cabo de
un rato me incorporo y suspiro mientras me doy aire. Tengo calor. En
esa ocasión soy yo la que se marcha directa a la
ducha, donde disfruto en soledad
de cómo el agua resbala por mi cuerpo.
Me demoro
más de lo normal. Sólo espero que él no esté cuando salga. Sin
embargo, cuando lo hago lo veo apaciblemente sentado
en la cama con la copa de
champán en la mano.
Mi gesto es
un poema. Me doy cuenta de que mi ceño está fruncido y mi boca,
tensa.
Lo miro. Me
mira y, cuando veo que él va a decir algo, levanto la mano para
interrumpirlo:
—Estoy
cabreada. Y cuando estoy cabreada mejor que no hables. Por lo tanto, si
no quieres que saque la Cruella de Vil que llevo
dentro, coge tus cosas y márchate
de mi casa.
Me toma de
la mano.
—¡Suéltame!
—No. —Tira
de mí hasta dejarme entre sus piernas—. ¿Quieres que me quede
contigo?
—No.
—¿Estás
segura?
—Sí.
—¿Vas a
responder continuamente con monosílabos?
Lo
carbonizo con la mirada.
Frunzo mis
ojos y siseo con ganas de arrancarle aquella sonrisita de cabroncete
de la boca:
—¿Qué parte
de «Estoy cabreada» no has entendido?
Me suelta.
Da un trago a su copa y, tras saborearla, susurra:
—¡Ah! Las
españolas y vuestro maldito carácter. ¿Por qué seréis así?
Le voy a...
Le voy a dar un guantazo.
Juro que
como diga alguna perlita más le estampo la botella de etiqueta rosa en
la cabeza, aunque sea mi jefe.
—De
acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita. Pero regresaré mañana a la una.
Te invito a comer y, a cambio, tú me enseñarás algo
de Madrid, ¿te parece?
Con un
gesto serio que incluso el mismísimo Robert De Niro sería incapaz de
poner, lo miró y gruño:
—No. No me
parece. Que te enseñe Madrid otra española. Yo tengo cosas más
importantes que hacer que estar contigo de turismo.
Y vuelve a
hacerlo. Se acerca a mí, pone sus labios frente a mi boca, saca su
lengua, recorre mi labio superior y añade:
—Mañana
pasaré a buscarte a la una. No se hable más.
Abro la boca estupefacta y resoplo. Él
sonríe.
Quiero
mandarlo a que le den por donde amargan los pepinos, pero no puedo.
El hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente,
mientras tira de mí en dirección
a la puerta dice:
—Que pases
una buena noche, LALI. Y si me echas de menos, ya tienes con qué
jugar.
Poco
después se va de mi casa y yo me quedo como una imbécil mirando la
puerta.
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