Una
tormenta toma el cielo de Múnich y decidimos poner fin al día de compras.
Cuando a las seis de la tarde Marta me deja en la casa, PETER no está. Simona
me indica que ha ido a la oficina, pero que no tardará en llegar. Rápidamente
subo las compras a la habitación y las escondo en el fondo del armario. No
quiero que las vea. Pero antes de cambiarme miro por la ventana. Diluvia y
recuerdo haber visto junto a los cubos de basura al perro abandonado.
Sin
pensarlo dos veces, voy a la habitación de invitados y cojo una manta. Ya
compraré otra. Bajo a la cocina, cojo un poco de estofado de la nevera, lo
pongo en un recipiente de plástico, lo caliento en el microondas y salgo de la
casa. Camino con gusto entre los árboles hasta llegar a la verja; la abro y me
acerco a los cubos de basura.
—Susto...
—Le he bautizado con ese nombre—. Susto, ¿estás ahí?
La
cabeza de un delgado galgo color canela y blanco aparece tras el cubo. Tiembla.
Está asustado y, por su aspecto, debe de tener hambre y mucho..., mucho frío.
El animal, receloso, no se acerca, y dejo el estofado en el suelo mientras lo
animo a comer.
—Vamos,
Susto, come. Está rico.
Pero
el perro se esconde y, antes de que yo le pueda tocar, huye despavorido. Eso me
entristece. Pobrecito. Qué miedo tiene a los humanos. Pero sé que va a volver.
Ya son muchas las veces que lo he visto junto a los contenedores de basura, y
dispuesta a hacer algo por él, con unas maderas y unas cajas, levanto una
especie de improvisada caseta en un lateral. En el centro de la caja meto la
manta que llevo y el estofado, y me voy. Espero que regrese y coma.
Ya
en la casa, subo de nuevo a mi habitación, me cambio de ropa y regreso al salón
con la caja del árbol de Navidad. Flyn está jugando con la PlayStation. Me
siento a su lado y dejo la enorme y colorida caja ante mis piernas. Seguro que
eso llamará su atención.
Durante
más de veinte minutos lo observo jugar sin decir una sola palabra, mientras la
puñetera música atronadora del videojuego me destroza los tímpanos. Al final,
claudico y pregunto a voz en grito:
—¿Te
apetece poner el árbol de Navidad conmigo?
Flyn
me mira ¡por fin! Para la música. ¡Oh..., qué gusto! Después observa la caja.
—¿El
árbol está ahí metido? —pregunta, sorprendido.
—Sí.
Es desmontable, ¿qué te parece? —contesto, abriendo la tapa y sacando un trozo.
Su
cara es un poema.
—No
me gusta —afirma rápidamente.
Sonrío,
o le doy un pescozón. Decido sonreír.
—He
pensado en crear nuestro propio árbol de Navidad. Y para ser originales y tener
algo que nadie tiene, lo decoraremos con deseos que leeremos cuando quitemos el
árbol. Cada uno de nosotros escribirá cinco deseos. ¿Qué te parece?
Flyn
pestañea. He logrado atraer su atención, y enseñándole un cuaderno, un par de
bolígrafos y cinta de colores, añado:
—Montamos
el árbol y luego en pequeños papelitos escribimos deseos. Los enrollamos y los
atamos con la cinta de colores. ¿A que es una buena idea?
El
pequeño mira el cuaderno. Después, me mira fijamente con sus ojazos oscuros y
sisea:
—Es
una idea horrible. Además, los árboles de Navidad son verdes, no rojos.
Las
carnes se me encogen. ¡Qué poca imaginación! Si ese pequeño enano dice eso,
¿qué dirá su tío? Vuelve al juego y la música atruena de nuevo. Pero dispuesta
a poner el árbol y disfrutar de ello, me levanto y con seguridad grito para que
me oiga:
—Lo
voy a poner aquí, junto a la ventana —digo mientras observo que sigue
diluviando y espero que Susto haya regresado y esté comiendo en la
caseta—. ¿Qué te parece?
No
contesta. No me mira. Así pues, decido ponerme manos a la obra.
Pero
la música chirriante me mata y opto por mitigarla como mejor puedo. Enciendo el
iPod que llevo en el bolsillo de mi vaquero, me pongo los auriculares y,
segundos después, tarareo:
Euphoria
An everlasting piece of art
A beating love within my heart.
We’re going up-up-up-up-up-up-up
Encantada
con mi musiquita, me siento en el suelo, saco el árbol, lo desparramo a mi
alrededor y miro las instrucciones. Soy la reina del bricolaje, por lo que en
diez minutos ya está montado. Es una chulada. Rojo..., rojo brillante. Miro a
Flyn. Él sigue jugando ante el televisor.
Cojo
el bolígrafo y el cuaderno y comienzo a escribir pequeños deseos. Una vez que
tengo varios, arranco las hojas y las corto con cuidado. Hago dibujitos
navideños a su alrededor. Con algo me tengo que entretener. Cuando estoy
satisfecha enrollo mis deseos y los ato con la cinta dorada. Así estoy durante
más de una hora, hasta que de pronto veo unos pies a mi lado, levanto la cabeza
y me encuentro con el cejo fruncido de mi Iceman.
¡Vaya
tela!
Rápidamente
me levanto y me quito los auriculares.
—¿Qué
es eso? —dice mientras señala el árbol rojo.
Voy
a responder cuando el enano de ojos achinados se acerca a su tío y, con el
mismo gesto serio de él, responde:
—Según
ella, un árbol de Navidad. Según yo, una caca.
—Que
a ti te parezca una ¡caca! mi precioso árbol no significa que se lo tenga que
parecer a él —contesto con cierta acritud. Después miro a PETER y añado—:
Vale..., quizá no pegue con tu salón, pero lo he visto y no me he podido
resistir. ¿A que es bonito?
—¿Por
qué no me has llamado para consultármelo? —suelta mi alemán favorito.
—¿Para
consultarlo? —repito, sorprendida.
—Sí.
La compra del árbol.
¡Flipante!
¿Lo
mando a la mierda, o lo insulto?
Al
final, decido respirar antes de decir lo que pienso, pero, molesta, siseo:
—No
he creído que tuviera que llamarte para comprar un árbol de Navidad.
PETER
me mira..., me mira y se da cuenta de que me estoy enfadando, y para intentar
aplacarme me coge la mano.
—Mira,
LALI, la Navidad no es mi época preferida del año. No me gustan los árboles ni
los ornamentos que en estas fechas todo el mundo se empeña en poner. Pero si
querías un árbol, yo podía haber encargado un bonito abeto.
Los
tres volvemos a mirar mi colorido árbol rojo y, antes de que PETER vuelva a
decir algo, replico:
—Pues
siento que no te guste el período navideño, pero a mí me encanta. Y por cierto,
no me gusta que se talen abetos por el simple hecho de que sea Navidad. Son
seres vivos que tardan muchos años en crecer para morir porque a los humanos
nos gusta decorar nuestro salón con un abeto en Navidad. —Tío y sobrino se
miran, y yo prosigo—: Sé que luego algunos de esos árboles son replantados.
¡Vale!, pero la mayoría de ellos terminan en el cubo de la basura, secos. ¡Me
niego! Prefiero un árbol artificial, que lo uso y cuando no lo necesito lo
guardo para el año siguiente. Al menos sé que mientras está guardado ni se
muere ni se seca.
La
comisura de los labios de PETER se arquea. Mi defensa de los abetos le hace
gracia.
—¿De
verdad que no te parece precioso y original tener este árbol? —pregunto
aprovechando el momento.
Con
su habitual sinceridad, levanta las cejas y responde:
—No.
—Es
horrible —cuchichea Flyn.
Pero
no me rindo. Obvio la respuesta del niño y, mimosa, miró a mi chicarrón.
—¿Ni
siquiera te gusta si te digo que es nuestro árbol de los deseos?
—¿Árbol
de los deseos? —pregunta PETER.
Yo
asiento, y Flyn contesta mientras toca uno de los deseos que yo ya he colgado
en el árbol:
—Ella
quiere que escribamos cinco deseos, los colguemos y después de las Navidades
los leamos para que se cumplan. Pero yo no quiero hacerlo. Ésas son cosas de
chicas.
—Faltaría
más que tú quisieras —susurro demasiado alto.
PETER
me reprocha mi comentario con la mirada y, el pequeño, dispuesto a hacerse
notar, grita:
—Además,
los árboles de Navidad son verdes y se decoran con bolas. No son rojos ni se
adornan con tontos deseos.
—Pues
a mí me gusta rojo y decorarlo con deseos, mira por dónde —insisto.
PETER
y Flyn se miran. En sus ojos veo que se comunican. ¡Malditos! Pero consciente
de que quiero mi árbol ¡rojo! y lo mucho que voy a tener que bregar con estos
dos gruñones, intento ser positiva.
—Venga,
chicos, ¡es Navidad!, y una Navidad sin árbol ¡no es Navidad!
PETER
me mira. Yo lo miro y le pongo morritos. Al final, sonríe.
¡Punto
para España!
Flyn,
mosqueado, se va a alejar cuando PETER lo agarra del brazo y dice, señalándole
el cuaderno:
—Escribe
cinco deseos, como LALI te ha pedido.
—No
quiero.
—Flyn...
—¡Jolines,
tío! No quiero.
PETER
se agacha. Su cara queda frente a la del pequeño.
—Por
favor, me haría mucha ilusión que lo hicieras. Esta Navidad es especial para
todos y sería un buen comienzo con LALI en casa, ¿vale?
—Odio
que ella me tenga que cuidar y mandar cosas.
—Flyn...
—insiste PETER con dureza.
La
batalla de miradas entre ambos es latente, pero al final la gana mi Iceman. El
pequeño, furioso, coge el cuaderno, rasga una hoja y agarra uno de los bolis.
Cuando se va a marchar, le digo:
—Flyn,
toma la cinta verde para que los ates.
Sin
mirarme, coge la cinta y se encamina hacia la mesita que hay frente a la tele,
donde veo que comienza a escribir. Con disimulo me acerco a PETER y, poniéndome
de puntillas, cuchicheo:
—Gracias.
Mi
alemán me mira. Sonríe y me besa.
¡Punto
para Alemania!
Durante
un rato hablamos sobre el árbol y tengo que reír ante los comentarios que él
hace. Es tan clásico para ciertas cosas que es imposible no reír. Segundos después,
Flyn llega hasta nosotros, cuelga en el árbol los deseos que ha escrito y, sin
mirarnos, regresa al sillón. Coge el mando de la Play, y la música chirriante
comienza a sonar. PETER, que no me quita ojo, recoge el cuaderno del suelo y el
bolígrafo, y pregunta cerca de mi oído:
—¿Puedo
pedir cualquier deseo?
Sé
por dónde va.
Sé
lo que quiere decir y, melosa, murmuro acercándome más a él:
—Sí,
señor LANZANI, pero recuerde que pasadas las Navidades los leeremos todos
juntos.
PETER
me observa durante unos instantes, y yo sólo pienso sexo..., sexo..., sexo.
¡Dios mío! Mirarlo me excita tanto que me estoy convirtiendo en una ¡esclava
del sexo! Al final, mi morboso novio asiente, se aleja unos metros y sonríe.
¡Guau!
Cómo me pone cuando me mira así. Esa mezcla de deseo, perdonavidas y mala leche
¡me encanta! Soy así de masoca.
Durante
un rato, le veo escribir apoyado en la mesita del comedor. Deseo saber sus
deseos, pero no me acerco. Debo aguantar hasta el día que he señalado para
leerlos. Cuando acaba, los dobla y le doy la cinta plateada para que los ate.
Tras colgarlos él mismo en el árbol, me mira con picardía y, acercándose a mí,
mete algo dentro del bolsillo delantero de mi sudadera. Después, me besa en la
punta de la nariz y apunta:
—No
veo el momento de cumplir este deseo.
Divertida,
sonrío. Calor.. .¡Dios, qué calor! Y poniéndome de puntillas le doy un beso en
la boca mientras mi corazón va a tropecientos por hora. Tras un cómplice
azotito en mi trasero que me hace saber lo mucho que me desea, PETER se sienta
junto a su sobrino. Yo aprovecho, saco la pequeña caja que ha metido en mi
bolsillo junto a un papel y leo:
—Mi
deseo es tenerte desnuda esta noche en mi cama para usar tu regalo.
Sonrío.
¡SEXO!
Con
curiosidad, abro la cajita y observo algo metálico con una piedra verde. ¡Qué
mono! ¿Para qué será? Y mi cara de sorpresa es para verla cuando leo que en el
papel pone: «Joya anal Rosebud».
¡Vaya...,
no sabía que hubiera joyas para el culo!
Me
entra la risa.
Alegre,
camino hacia la ventana mientras el calor toma mi cara, y continúo leyendo:
«Joya anal de acero quirúrgico con cristal de Swarovski. Ideal para decorar el
ano y estimular la zona anal».
¡Qué
fuerteeeeee!
Observo,
acalorada, que PETER me mira. Veo la guasa en sus gestos. Con comicidad levanto
el pulgar en señal de que me ha gustado, y ambos nos reímos. Esta noche ¡será
genial!
Tras
la cena, propongo jugar una partida al Monopoly de la Wii. Tirada a
tirada nos vamos animando. Al final, dejamos que Flyn gane y se va pletórico a
dormir. Cuando nos quedamos solos en el salón, PETER me mira. Su mirada lo dice
todo. Impaciencia. Lo beso y murmuro en su oído:
—Te
quiero en cinco minutos en la habitación.
—Tardaré
dos —contesta con autoridad.
—¡Mejor!
Dicho
esto, salgo del salón. Corro escaleras arriba, entro en nuestra habitación,
quito el nórdico, me desnudo, dejo la joya anal junto al lubricante sobre la
almohada y me tiro sobre la cama a esperarlo. No hay tiempo para más.
La
puerta se abre, y mi corazón late con fuerza. Excitación. PETER entra, cierra
la puerta, y sus ojos ya están sobre mí. Camina hacia la cama y lo observo
mientras se quita la camiseta gris por la cabeza.
—Tu
deseo está esperándote donde lo querías.
—Perfecto
—responde con voz ronca.
Como
un lobo hambriento, me mira. Veo que echa un vistazo a la joya anal y sonríe.
El deseo me consume. Tira la camiseta al suelo y se pone a los pies de la cama.
—Flexiona
las piernas y ábrelas.
¡Dios...,
Dios...!, ¡qué calor!
Hago
lo que me pide y siento que comienzo a respirar ya con dificultad. PETER se
sube a la cama y lleva su boca hasta la cara interna de mis muslos. Los besa.
Los besa con delicadeza, y yo siento que me deshago. Él, con su habitual
erotismo, continúa su reguero de besos sobre mí. Ahora sube. Me besa la cadera,
luego el ombligo, después uno de mis pechos, y cuando su boca está sobre la mía
y me mira a los ojos, susurra con voz cargada de morbo y erotismo:
—Pídeme
lo que quieras.
¡Oh,
Dios!
¡Oh,
Dios mío!
Mi
respiración se acelera. Mi vagina se contrae y mi estómago se derrite.
PETER,
mi PETER, saca su lengua. Me chupa el labio superior, después el inferior, y
antes de besarme me da su típico mordisquito en el labio que me hace abrir la
boca para facilitarle su posesión. Adoro sus besos. Adoro su exigencia. Adoro
cómo me toca. Le adoro a él.
Una
vez que finaliza su beso, me mira a la espera de que le pida algo y, consciente
de
lo que deseo, musito:
—Devórame.
Su
reguero de besos ahora baja por mi cuerpo. Cuando me besa el monte de Venus,
pasa con sensualidad su dedo por mi tatuaje.
—Ábrete
con tus dedos para mí. Cierra los ojos y fantasea. Ofrécete como cuando hemos
estado con otra gente.
«¡Ofrécete!
¡Otra gente!»
¡Dios,
qué morbo!
Sus
palabras me provocan un calentamiento tremendo y mis manos vuelan a mi vagina.
Agarro los pliegues de mi sexo, los abro y me expongo totalmente a él, deseosa
de que me devore mientras mi mente imagina que no sólo estamos él y yo en esta
habitación. Sin demora, su lengua toca mi clítoris, ¡oh, sí!, ¡sí!, y yo me
consumo ante él.
El
fuego abrasador de mis fantasías y la excitación que PETER me provoca me dejan
sin fuerzas. Desnuda y tumbada en la cama, sus ávidos lametazos me vuelven loca
mientras sus manos suben por mi trasero. Mi morboso hombre me coge por las
caderas para tener más accesibilidad a mi interior.
—Ofrécete,
LALI.
Avivada,
activada, provocada y alterada por lo que imagino y lo que me dice, acerco mi
húmeda vagina a su boca. Sin ningún pudor, me aprieto sobre ella y me ofrezco
gustosa, deseosa de disfrutar y de que me disfrute. Su boca rápidamente me
chupa, sus dientes se lanzan a mi clítoris, y yo jadeo y busco más y más.
La
piel me arde mientras un loco y salvaje placer toma mi cuerpo. Me retuerzo en
su boca a cada toque de su lengua y le exijo más.
Mi
clítoris húmedo e hinchado está a punto de explotar. Eso lo provoca. Lo sé.
Pero cuando levanta la cabeza y me mira con los labios húmedos de mis fluidos,
me incorporo como una bala y le beso. Su sabor es mi sabor. Mi sabor es su
sabor.
—Fóllame
—le exijo.
PETER
sonríe, me muerde la barbilla y vuelve a dominarme. Me tumba con rudeza, y esa
vez mi cuerpo cae por el lateral de la cama mientras me abre de nuevo las
piernas, me da un azotito y continúa su asolador ataque. Noto algo húmedo en el
orificio de mi ano que rápidamente identifico como el lubricante. PETER con su
dedo me dilata e instantes después noto que introduce mi regalo. La joya anal.
—Precioso
—le escucho decir mientras me besa las cachetas del culo.
Desde
mi posición, no puedo verle la cara. Pero su respiración y su ronca voz me
indican que le gusta lo que ve y lo que hace. Durante varios minutos, las
paredes de mi ano se contraen. ¡Qué delicia! Después, mete primero un dedo en
mi vagina y luego dos.
—Mírame,
LALI.
Con
la cabeza colgando por el lateral, vuelvo mis ojos hacia él, que murmura con la
voz rota por el momento:
—La
joya es bonita, pero tu trasero es espectacular.
Eso
me hace sonreír.
—Prefiero
la carne al acero quirúrgico.
—¿Ah,
sí?
Asiento.
—¿Prefieres
que otra persona y yo tomemos tu cuerpo?
Al
asentir de nuevo, sus dedos se hunden más en mí. ¡Locura! Arrebatado por la
excitación, insiste:
—¿Seguro,
pequeña?
—Sí
—jadeo.
Sus
dedos entran y salen de mí una y otra vez, mientras con la otra mano aprieta la
joya anal y yo me vuelvo loca. Tras soltar un gemido, abro los ojos, y
PETER me está mirando.
—Pronto
seremos dos quienes te follaremos, pequeña... primero uno, luego el otro, y
después los dos. Te aprisionaré entre mis brazos y abriré tus muslos. Dejaré
que otro te folle mientras yo te miro, y sólo permitiré que te corras para mí,
¿entendido?
—Sí...,
sí... —vuelvo a jadear, extasiada con lo que dice.
PETER
sonríe, y yo tengo un espasmo de placer. Mi vagina se contrae y sus dedos lo
notan. Con rapidez, cambia su pene por los dedos, y yo ahogo un grito al notar
su impresionante erección entrar en mí.
¡Oh,
Dios, cómo me gusta!
Con
manos expertas, me agarra por la cintura y me levanta. Me sienta sobre él en la
cama y murmura cerca de mi boca mientras me aprieta contra él:
—Seremos
tres la próxima vez.
Entre
jadeos, asiento.
—Sí...,
sí..., sí.
PETER
me besa. Su pasión me vuelve loca cuando jadea.
—Muévete,
pequeña.
Mis
caderas le hacen caso a un ritmo profundo y lento. Creo que voy a explotar. La
fricción del juguete anal es tremenda. Nos miramos a los ojos mientras me clavo
una y otra vez en él.
—Bésame
—le pido.
Mi
Iceman me satisface, y yo acreciento mi ritmo volviéndole loco. Una y otra vez,
entro y salgo de él hasta que se para. Con un movimiento, me posa sobre la
cama, me hace dar la vuelta y me pone a cuatro patas.
—¿Qué
haces? —pregunto.
PETER
no contesta, mete su duro y erecto pene en la vagina, y tras un par de
empellones que me hacen jadear, susurra en mi oído:
—Quiero
tu precioso culito, cariño. ¿Puedo?
Calor...
Mucho calor. Excitada en extremo, le enseño el anillo de mi mano.
—Soy
toda tuya.
Saca
con cuidado la joya anal y unta más lubricante. Estoy impaciente y deseosa de
sexo. Quiero más. Necesito más. PETER, al ver mi impaciencia, mientras unta el
lubricante en su pene, me muerde las costillas. Nervios. Mis sentimientos son
contradictorios. No he vuelvo a practicar sexo anal desde el último día en que
lo hice con él y con aquella mujer. Pero PETER sabe lo que hace y, poco a poco,
introduce su pene en mí. Me dilato. Mi mente se vuelve loca, y el morbo puede
conmigo cuando pido al notar cómo me empala:
—Fuerte...,
fuerte, PETER.
Pero
él no me hace caso. No quiere dañarme. Va poco a poco, y cuando está totalmente
dentro de mí, se agacha sobre mi espalda y, abrazándome con amor, susurra en mi
oído:
—¡Dios,
pequeña, qué apretada estás!
Me
acomodo a la nueva situación, dichosa del placer que siento, mientras él entra
y sale de mí y yo jadeo. Ardo. Me quemo. Me entrego al gustoso placer del sexo
anal y lo disfruto. Me siento perversa. Practicar sexo caliente con PETER me
vuelve perversa. Loca.
Desinhibida.
Estoy a cuatro patas ante él, con el culo en pompa, desesperada porque me
folle, porque me haga suya una y otra vez.
—PETER...,
me gusta —aseguro mientras clavo mi trasero en su cuerpo, deseosa de más
profundidad.
Durante
varios minutos nuestro juego continúa. Él me penetra, me agarra por la cintura,
y yo me muestro receptiva. Un..., dos..., tres... ¡Ardor! Cuatro..., cinco...,
seis... ¡Placer! Siete..., ocho..., nueve... ¡Necesidad! Diez..., once...,
doce... ¡PETER!
Pero
mi Iceman ya no puede contenerse más y su lado salvaje le hace penetrarme con
más profundidad, mientras mi cara cae sobre la cama. Un grito ahogado con el
colchón sale de mi boca, y mi alemán sabe que mi placer ha culminado. Entonces,
clava sus dedos en mis caderas y se lanza hacia mi dilatado trasero a un ataque
infernal.
¡Oh,
sí! ¡Oh, sí!
—Más...,
más, PETER... —suplico, estimulada.
El
placer que esto le ocasiona y el deseo que ve en mí lo vuelven loco y, cuando
no puede más, un gutural gemido sale de su boca y cae contra mi cuerpo.
Así
estamos unos segundos. Unidos, calientes y excitados. El sexo entre nosotros es
electrizante y nos gusta. Instantes después, PETER sale de mi trasero y nos
dejamos caer en la cama felices, cansados y sudorosos.
—¡Dios,
pequeña!, me vas a matar de placer.
Su
comentario me hace reír. Me abrazo a él, y él me abraza. Sin hablar, nuestro
abrazo lo dice todo, mientras en el exterior llueve con fuerza. De pronto, se
oye un trueno, y PETER se mueve.
—Vamos
a lavarnos y a vestirnos, pequeña.
—¿Vestirnos?
—Ponernos
algo de ropa. Un pijama, o algo así.
—¿Por
qué? —pregunto, deseosa de seguir jugando con él.
Pero
PETER parece tener prisa.
—Vamos,
coge tu ropa interior de la mesilla —me exige.
Pienso
en protestar, pero opto por hacerle caso. Cojo mi ropa interior y un pijama.
Pero no me quiero vestir. ¡Vaya cortada de rollo!
PETER,
al ver mi ceño fruncido, me besa animadamente mientras coge la joya anal y
guarda el lubricante en la mesilla. Después, se levanta, y justo cuando me coge
en brazos, la puerta de la habitación se abre de par en par. Flyn, con cara de
sueño y su pijama de rayas, nos mira boquiabierto. Me tapo con mi ropa como
puedo y gruño:
—Pero
¿tú no sabes llamar a la puerta?
El
niño, por una vez, no sabe qué responder.
—Flyn,
ahora volvemos —dice PETER.
Sin
más, entramos en el baño. Una vez dentro lo miro en espera de una explicación
por esa aparición y murmura cerca de mi boca:
—Desde
pequeño le asustan los truenos, pero no le digas que te lo he dicho. —Me besa y
cuando se separa prosigue—: Sabía que iba a venir a la cama cuando he oído el
trueno. Siempre lo hace.
Ahora
quien lo besa soy yo. ¡Dios, cómo me gusta su sabor! Y cuando abandono con
pereza su boca, pregunto:
—¿Siempre
va a tu cama?
—Siempre
—asegura, divertido.
Su
gesto me hace sonreír. ¡Qué lindo que es mi alemán!
Un
nuevo trueno nos hace regresar a la realidad, y PETER me posa en el suelo. Deja
la joya anal sobre la encimera del baño y se lava. Después, se seca, se pone
los calzoncillos y dice antes de salir:
—No
tardes, pequeña.
Cuando
me quedo sola, cojo la joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla.
Pienso en Susto. Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle.
Luego, me aseo, y una vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y,
mientras peino mi alocado pelo, sonrío.
¡Vaya
tela tiene la historia donde me estoy metiendo!
Pero
segundos después, recuerdo que cuando yo era pequeña me pasaba igual que a
Flyn. Me daban miedo los truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar
que demonios feos y de uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los
niños. Fueron muchas noches durmiendo en la cama con mis padres, aunque al
final mi madre, con paciencia y alguna ayuda extra, consiguió quitarme ese
miedo.
Al
salir del baño, PETER está tumbado en la cama charlando con Flyn. El pequeño,
al verme, me sigue con la mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya
anal. Después, cuando me meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tío:
—¿Ella
tiene que dormir con nosotros?
PETER
hace un gesto afirmativo, y yo murmuro, tapándome con el edredón:
—¡Oh,
sí! Me dan miedo las tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿os gustan
los perros?
—No
—contestan los dos al unísono.
Voy
a decir algo cuando Flyn puntualiza:
—Son
sucios, muerden, huelen mal y tienen pulgas.
Boquiabierta
por lo que ha dicho, respondo:
—Estás
equivocado, Flyn. Los perros no suelen morder y, por supuesto, no huelen mal ni
tienen pulgas si están cuidados.
—Nunca
hemos tenido animales en casa —explica PETER.
—Pues
muy mal —cuchicheo, y veo que sonríe—. Tener animales en casa te da otra
perspectiva de la vida, en especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a
vosotros dos os vendría muy bien una mascota.
—Ni
hablar —se niega PETER.
—Me
mordió el perro de Leo y me dolió —dice el niño.
—¿Te
mordió un perro?
El
crío asiente, se levanta la manga del pijama y me enseña una marca en el brazo.
Archivo esa información en mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los
animales. He de quitárselo.
—No
todos los perros muerden, Flyn —le indico con cariño.
—No
quiero un perro —insiste.
Sin
decir más, me tumbo de lado para mirar a PETER a los ojos. Flyn está en medio y
rápidamente me da la espalda. ¡Faltaría más! PETER me pide disculpas con la
mirada, y yo le guiño un ojo. Minutos después, mi chico apaga la luz y, aun en
la oscuridad, sé que sonríe y me mira. Lo sé.
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