Los
días pasan y me sumerjo en el trabajo. Trabajar junto a Miguel es una delicia.
Más que a una secretaria me trata como a una compañera. Por las tardes necesito
salir de casa. Doy paseos y en ocasiones me agobia ver a tanta gente. Echo en
falta esos paseos en la nieve por la urbanización solitaria llena de árboles de
Múnich.
Uno
de aquellos días mi jefe, a la hora de la comida, me dice:
—Te
invito a comer. Quiero enseñarte algo que estoy seguro que te va a encantar.
Nos
montamos en su coche y aparcamos por el centro de Madrid. Agarrada de su brazo
camino por la calle mientras vamos charlando cuando veo que entramos en un burger
algo costroso. Divertida, lo miro y digo:
—Serás
rata.
—¿Por
qué? —pregunta divertido.
—¿De
verdad que me vas a invitar a comer una hamburguesa?
Miguel
asiente, me mira con una extraña sonrisa, y dice:
—Claro.
Siempre te han gustado, ¿no?
Me
encojo de hombros y finalmente musito:
—Pues
también tienes razón. Pero hoy, como invitas tú, la quiero doble de queso y
doble de patatas.
Asiente
y nos ponemos en la cola. Estamos charlando, y cuando nos toca pedir, me quedo
sin palabras al ver a la persona que nos va a tomar el pedido.
Ante
mí está mi ex jefa. Aquella idiota de pelo lustroso que me hacía la vida
imposible en Müller. Ahora es la encargada de aquel burger. Mi cara de
asombro es tal que ella, molesta, dice:
—Si
no saben lo que van a pedir, por favor, dejen pasar al siguiente cliente.
Tras
reponerme de la impresión, Miguel y yo hacemos nuestro pedido, y cuando nos
marchamos con las bandejas a la mesa, entre risas, él comenta:
—Anda,
tira la hamburguesa y vayamos a comer otra cosa. Esa tía es tan mala que es
capaz de habernos escupido o echado matarratas en la comida.
Horrorizada
ante tal posibilidad le hago caso y entre risas salimos de ese lugar. La vida
en ocasiones es justa y a ella la vida le está dando una buena lección.
Mis
días se estructuran en trabajo, paseos y noches pensando en PETER. No he vuelto
a saber nada más de él. Ya ha pasado un mes desde mi regreso a España y cada
día me siento más lejos de él, aunque cuando me masturbo con el vibrador que él
me regaló le siento a mi lado.
Vuelvo
a salir con los amigos de siempre y disfruto de los bocatas de calamares de la
plaza Mayor con ellos. Pero cuando nos vamos de juerga, me descontrolo. Bebo
más de
la
cuenta y sé que lo hago para olvidar. Lo necesito.
De
momento, ningún hombre llama mi atención. Ninguno me pone. Y cuando alguno lo
intenta, directamente lo corto. Yo elijo, y no estoy en el mercado de la carne.
Un
domingo por la mañana, tras una buena juerga la noche anterior, suena la puerta
de mi casa. Me levanto. El timbre vuelve a sonar. Mi hermana no es, o ella
misma habría abierto la puerta. Cuando miro por la mirilla tengo que pestañear
al ver quién es. Abro la puerta y murmuro:
—¡¿PABLO?!
El
hombre me mira y soltando una carcajada dice:
—¡Madre
mía, LALI, menuda juerga te debiste de pegar anoche!
Abro
los brazos, él da un paso adelante y nos fundimos en un sano y cariñoso abrazo.
Pasados unos segundos musita:
—Venga,
date una ducha. Necesitas ser persona.
Corro
al baño, y cuando me miro en el espejo, hasta yo misma me asusto. Soy como la
bruja Lola pero en moreno. El agua me reactiva la vida y la circulación de la
sangre. Cuando acabo y regreso al salón vestida con mis clásicos vaqueros, una
camisa y una coleta alta, dice:
—Preciosa.
Así estás mil veces más tentadora.
Ambos
nos reímos. Le invito a sentarse en mi sofá y mirándolo pregunto:
—¿Qué
haces aquí?
PABLO
me retira un pelo de la cara, lo pone tras la oreja y responde:
—No,
preciosa. La pregunta es: ¿qué haces tú aquí?
No
lo entiendo. Pestañeo.
—Debes
regresar a Múnich.
—¡¿Cómo?!
—Lo
que oyes. PETER te necesita y te necesita ¡ya!
Me
acomodo en el sillón. Me muevo y aclaro.
—No
se me ha perdido nada en Múnich, PABLO. Tú mismo viste que entre él y yo, tras
lo que pasó esa noche, nada funcionaba. Viste que...
—Lo
que vi es que me besaste para enfurecerlo. Eso es lo que vi.
—¡Joder,
PABLO! No me lo recuerdes.
—¿Tan
terrible fue? —se mofa. Y cuando voy a responder, suelta una carcajada y pregunta—:
Pero bueno, cielo, ¿cómo se te ocurrió hacer eso?
Cada
vez más descolocada frunzo el ceño y murmuro:
—Te
besé porque PETER necesitaba un último toque para echarme de su vida. Me lo
acababa de decir segundos antes y yo sólo le facilite el momento. Cuando tú
llegaste, lo siento, pero te vi y tuve que hacerlo. Te besé para que él diera
el último paso y me echara.
—Pero
¿él te dijo que te marcharas?
Lo
pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—Sí.
—No
—corrige él—. Tú eras la que gritaba que te marchabas, y él al final fue quien
te dijo que si te querías marchar que te marcharas. Pero fuiste tú, querida
LALI.
—No...,
pero...
—Exacto.
¡No! Él no fue.
La
sangre se me agolpa. No quiero hablar de eso y, antes de que PABLO diga nada
más, me levanto del sofá.
—Mira,
chato, si has venido aquí para volverme loca hablando del gilipollas de tu
amigo,
sal ahora mismo por esa puerta, ¿entendido?
PABLO
sonríe y cuchichea:
—¡Guau!...,
tiene razón PETER, ¡qué carácter!
Cierro
los ojos. Resoplo. Me rasco el cuello y él dice:
—No
te rasques, mujer, que no es bueno para tus ronchones.
Lo
miro y él pone los ojos en blanco.
—Sí,
preciosa. PETER me tiene loco. No para de hablar de ti y ya no lo soporto más.
Conozco tus ronchones. Tus enfados. Sé que adoras las trufas. Los chicles de
fresa. Por favor, ¡ya no puedo más!
Eso
me hace aletear el corazón, pero sin querer creer nada, musito:
—Él
me dijo que iba a retomar sus juegos. Me lo dijo antes de marcharme.
—¿Te
dijo eso?
—Sí.
PABLO
sonríe y murmura:
—Pues
que yo sepa, preciosa, no le he visto en ninguna fiestecita. Es más, he llegado
a pensar que se va a meter a monje.
Eso
me hace callar, y mirándome, aclara:
—Ese
tonto y cabezón amigo mío te iba a pedir, la noche en la que tú te pusiste
hecha una furia, que te casaras con él.
—¡¿Qué?!
—Pero
vamos a ver, LALI —insiste PABLO—, ¿por qué te crees que llegaba yo con una
botellita de champán en las manos? Lo que pasa es que o se explica muy mal, o
tú no le quisiste escuchar.
Pestañeo.
Muevo la cabeza. ¿Boda?
¿PETER
me iba a pedir que me casara con él?
Definitivamente,
está loco, ¡loco! Y cuando voy a decir algo, Björn prosigue:
—Cuando
ocurrió lo de PAULA y se enteró de todo lo demás se enfadó muchísimo. Su madre
y su hermana tuvieron una buena bronca con él. Le aclararon que todo lo ocurrido
no era culpa tuya ni de nadie. En todo caso era culpa suya por ser como es. Él
no se enfadó contigo, cariño, se enfadó consigo mismo. No podía entender que
fuera tan obtuso como para que todos le tuvierais que mentir y ocultar cosas.
—Pestañeo, casi no respiro, y PABLO
prosigue—: Cuando vino a mi casa y me lo contó, yo le dije lo que
siempre le he dicho. Su manera de decir las cosas, tan tajante, hace que la
gente se intimide y no cuente nada. Le ha costado entenderlo, pero lo ha
entendido. Durante días lo pensó, por eso no te hablaba, y cuando se dio cuenta
de ello quiso remediarlo pero todo se fue a la mierda. Tú me besaste. Él se
bloqueó, y tú te marchaste.
PABLO
me mira, y yo, todavía patidifusa, lo miro a su vez. Chasquea los dedos delante
de mí y pregunta:
—¿Sigues
aquí?
Asiento
y continúa:
—El
caso, preciosa, es que él ha dicho que tú te marchaste y tú has de regresar. Es
tan orgulloso que a pesar de saber que lo hizo mal, es incapaz de pedirte que
regreses aunque se esté muriendo. Por lo tanto, cielo, si le quieres, da tú el
paso. Te lo agradeceremos todos los que vivimos a su alrededor.
Lo
pienso, lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—No
voy a hacerlo, PABLO.
Éste
resopla, se levanta y pregunta:
—Pero
¿cómo podéis ser tan cabezones los dos?
—Con
práctica —respondo al recordar esa contestación que PETER una vez me dio.
—Os
queréis. Os echáis de menos. ¿Por qué no lo solucionáis? La primera vez os
separasteis porque él te echó. En esta segunda ocasión es porque tú te has ido.
Uno de los dos ha de ceder esta tercera vez, ¿no?
Me
levanto y, aturdida por lo que he oído, digo:
—Necesito
salir de aquí. Vamos, te invito a tomar algo.
Esa
noche PABLO y yo salimos por Madrid. Hablamos y hablamos. En ningún momento
intenta propasarse conmigo y se comporta como un auténtico caballero y mejor
amigo de PETER. Tras dejarme en mi casa a las nueve se marcha. Debe coger un
vuelo que lo lleve a Múnich.
Al
día siguiente en la oficina estoy escribiendo un e-mail cuando el hombre
que me tiene enloquecida pasa por delante de mí como un huracán y, sin pararse,
dice, dando un golpe en mi mesa:
—Señorita
ESPOSITO, pase a mi despacho.
El
corazón se me sube a la garganta. ¿PETER allí?
No
me puedo levantar.
Las
piernas me tiemblan.
Hiperventilo.
Tres
minutos después el teléfono suena. Una llamada interna. Lo cojo.
—Señorita
ESPOSITO, la estoy esperando —insiste PETER.
Como
puedo me levanto. Llevo sin verlo demasiados días y de pronto está allí, a
menos de cinco metros de mí y requiere mi presencia. Me pica el cuello. Cierro
los ojos, tomo aire y entro en el despacho. El impacto al verlo me deja sin
aliento. Se ha dejado crecer la barba.
—Cierra
la puerta.
Su
tono de voz es bajo e intimidador. Hago lo que me pide y lo miro.
Me
mira, me mira y me mira, y de pronto dice:
—¿Qué
hacías anoche con PABLO por Madrid?
Pestañeo.
Tanto tiempo sin vernos, ¿y me pregunta eso? ¡Será...!
Cuando
consigo despegar unos dientes de otros, respondo:
—Señor,
yo...
—PETER...,
soy PETER, LALI, déjate de llamarme «señor».
Está
furioso, tremendamente furioso, y su mala leche comienza a hacerme reaccionar.
Su mirada es fría, pero ahora que sé lo que PABLO me ha contado, juego con una
baza a mi favor y respondo:
—Mira,
no voy a mentirte. ¡Se acabaron las mentiras! PABLO es un amigo, ¿por qué no voy
a salir con él por Madrid o por donde me dé la gana?
Mi
respuesta no lo satisface y pregunta entre dientes:
—¿En
Múnich has salido alguna vez con él sin yo saberlo?
Abro
la boca, sorprendida, y cuchicheo mientras muevo la cabeza:
—¡Serás
gilipollas...!
PETER
pone los ojos en blanco, mueve la cabeza también y sisea:
—No
comiences, LALI.
—Perdona.
Pero no comiences tú —digo, dando un golpe con la mano en la mesa—. Pero ¿qué
tonterías me estás preguntando? PABLO es el mejor amigo que puedes tener y tú
me preguntas tonterías. Mira, chato, ¿sabes lo que te digo? Lo veré siempre que
me dé la
gana.
—¿Juegas
con él, PETER?
Otra
pregunta sorpresa. Al final, le doy. ¿Cómo puede pensar eso? Y malhumorada, se
me ocurre responder con chulería:
—Simplemente
hago lo que tú haces. Ni más. Ni menos.
Silencio.
Tensión. De nuevo, Alemania contra España. Al final asiente y tras mirarme de
arriba abajo sisea:
—De
acuerdo.
Nos
miramos. Nos retamos. Estoy por gritarle que él me ha ocultado lo de mi
hermana, pero al final y sin saber por qué voy y digo:
—El
próximo fin de semana voy a Múnich.
PETER
se levanta de la silla y, apoyándose en la mesa con los ojos fuera de sus
órbitas, pregunta:
—¿Vas
a ir a la fiesta de PABLO?
No
sé de qué fiesta habla. PABLO no me ha dicho nada ni conoce mi viaje. Yo he
quedado con Marta en Múnich, para ver a Flyn y a todos los que quiero, pero
apoyándome en la mesa, contesto lenta y retadoramente:
—Y
a ti ¿qué te importa?
Suena
el teléfono. ¡Mi salvación! Con rapidez lo cojo.
—Buenos
días. Le atiende LALI ESPOSITO. ¿En qué puedo ayudarle?
—Cuchufleta,
¿cómo estás, cariño?
¡Mi
hermana!
Sin
dejar de mirar a PETER, respondo:
—¡Hola,
Andrés!
—¡¿Andrés?!
Pero Cuchuuuuuuu, que soy yo, CANDE.
—Lo
sé, Andrés..., lo sé. Vale. Si quieres cenamos. ¿En tu casa? ¡Genial!
Mi
hermana no entiende nada, y antes de que diga nada más, añado:
—Luego,
te llamo. Ahora estoy hablando con mi jefe. Hasta dentro de un rato.
Cuando
cuelgo, la mirada de PETER es siniestra. No sabe quién es ese Andrés y lo
desconcierta. Divertida porque sé lo que piensa, añado:
—¿Qué
pasa? ¿quien te informa de mi vida no te ha hablado de Andrés? —Y echándome
para adelante en la mesa, siseo ante su cara—: Pues te tienen muy mal
informado. PABLO es un amigo, algo que desde luego Andrés no es.
Sin
más, me doy la vuelta y salgo del despacho. Me tiembla todo. Qué manera de
liarla.
Sé
que no me quita ojo, por lo que cojo mi bolso y me voy de allí como alma que
lleva el diablo. Cuando llego a la cafetería, me pido una coca-cola con mucho
hielo. Estoy sedienta a la par que furiosa e histérica.
¿Qué
narices estoy haciendo? Y sobre todo, ¿qué narices está haciendo él?
Abro
el móvil, llamo a PABLO.
—Tu
amiguito PETER está aquí. Ha venido hecho una furia a preguntarme qué hacíamos
tú y yo ayer por Madrid.
—¿Que
está en Madrid?
En
ese momento, PETER entra en la cafetería y me mira. Se sienta en el otro
extremo de la barra y yo sigo hablando por teléfono.
—Sí.
Ahora le tengo justo enfrente de mí.
—¡Joder
con PETER! —ríe PABLO—. Bueno, preciosa, pues ya sabes lo que te dije. Él
te
necesita. Si realmente le quieres, no se lo pongas difícil y vuelve con él.
Sólo está esperando a que tú des el primer paso. Sé dulce y buena.
Sonrío
y me desespero. ¿Dulce y buena? Más que dar un paso lo que he hecho ha sido
declararle la guerra. Desesperada por encontrarme en la encrucijada más loca de
mi vida murmuro tras ver que PETER me observa:
—El
fin de semana que viene tengo pensado ir a Múnich. Se lo he comentado y él ha
creído que voy a ir contigo a no sé qué fiesta.
—¡Guaua!,
preciosa. Eso le habrá enfurecido —se mofa.
Tras
hablar sobre mi visita a Múnich con PABLO me despido de él y cierro el móvil.
Me bebo la coca-cola. La pago y salgo de la cafetería. Cuando regreso al
despacho, a los dos minutos aparece PETER. Entra en su despacho y me mira, me
mira y me mira.
Dios,
cómo me excita cuando me mira así.
Soy
una puñetera masoquista, pero esa frialdad en su mirada fue lo que me enamoró
de él.
Como
puedo, me concentro en mi trabajo. No doy pie con bola. Sé lo que necesito.
Necesito besarlo para desbloquearme. Anhelo su boca, su contacto, y como sé
cómo conseguirlo, me levanto, entro al despacho de Miguel, que no está, y de
allí paso al archivo.
He
imaginado bien. PETER no tarda en llegar, y antes de que me dé tiempo a
respirar ya está detrás de mí. No me toca. Sólo está cerca de mí. Hago que no
me he dado cuenta de su presencia y me doy la vuelta. Me choco contra él. ¡Oh,
Dios!, su olor me encanta. Lo miro, me mira y pregunto:
—¿Quiere
algo, señor LANZANI?
Su
boca va directa a la mía.
No
se detiene en chuparme los labios.
Directamente
mete su lengua en mi boca y me besa. Me devora con ansia. Su barba y su bigote
me hacen cosquillas en la nariz y en la cara, pero cuando sus manos me cogen la
cabeza para profundizar el beso, simplemente me dejo hacer. Lo necesito. Lo
disfruto. Mientras me besa con ardor y exigencia, mi cuerpo se recarga de
fuerza y, cuando finaliza, lo miro y, sin limpiarme los labios, murmuro:
—Recuerde,
señor, mi boca ya no es sólo suya.
Una
vez que digo eso, le empujo contra los archivos y salgo pletórica por haber
conseguido mi beso. Pero después me arrepiento. ¿Qué estoy haciendo? Él
necesita que yo dé el paso, pero mi orgullo no lo ha consentido. El resto del
día no vuelve a acercarse a mí. Eso sí, no deja de mirarme. Me desea. Lo sé. Me
desea tanto como yo lo deseo a él.
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