Cuando
me despierto al día siguiente estoy sola en la cama. Eso no me extraña, pero
cuando bajo a la cocina y Simona me indica que el señor se ha ido a trabajar,
resoplo de indignación. ¿Por qué me he dormido justo hoy?
Como
puedo paso el día junto a Flyn. El pequeño está irascible. Le duele el brazo y
su buen rollo conmigo es nulo.
Desesperada
me siento con Simona a ver «Locura esmeralda». Ese día Luis Alfredo Quiñones,
el amor de Esmeralda Mendoza, cree que ella lo engaña con Rigoberto, el mozo de
cuadras de los Halcones de San Juan, y cuando el capítulo acaba Simona y yo nos
miramos desesperadas. ¿Cómo nos pueden dejar así?
PETER
no viene a comer, y al regresar bien entrada la tarde de la oficina, cuando me
ve, no me besa. Me saluda con un seco movimiento de cabeza y se va a ver a su
sobrino. Cena con él, y cuando llega la hora de dormir, hace lo mismo de la
noche anterior. Se da la vuelta y no me habla. No me abraza.
Durante
cuatro días soporto ese trato. No me habla. No me mira. Y el jueves me
sorprende cuando me busca en mi cuartito y me espeta:
—Tenemos
que hablar.
¡Uf!,
qué mal suena esa frase. Es asoladora, pero asiento.
Me
indica que pase a su despacho. Va a ver a su sobrino. Hago lo que me pide. Lo
espero. Espero durante más de dos horas. Me está provocando. Cuando entra en el
despacho mis nervios están por todo lo alto. Él se sienta a su mesa. Me mira
como llevaba días sin mirarme y se repanchinga en su sillón.
—Tú
dirás.
Boquiabierta,
le miro y siseo:
—¡¿Yo
diré?!
—Sí,
tú dirás. Te conozco, y sé que tendrás mucho que decir.
Como
un huracán me cambia el gesto. Su chulería en ocasiones me puede y, sin más, me
explayo:
—¿Cómo
puedes ser tan frío? ¡Por favor! Estamos a jueves y llevas desde el sábado sin
hablarme. ¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loca. ¿Acaso pretendes no hablarme
nunca más? ¿Martirizarme? ¿Clavarme en una cruz y ver cómo me desangro delante
de ti? Frío..., frío..., eso es lo que eres: un alemán frío. Todos sois
iguales. No tenéis sentido del humor. Pero si cuando os cuento un chiste ni os
reís, y si soy simpática os creéis que estoy flirteando. Por favor, ¿en qué
mundo vivimos? Me tienes aburrida, ¡aburrida! ¿Cómo puedes ser tan..., tan...
gilipollas? —grito—. ¡Harta! ¡Estoy harta! En momentos así no sé qué hacemos tú
y yo juntos. Somos fuego contra hielo, y me estoy cansando de intentar que
no
me consumas con tu puñetera frialdad.
No
responde. Sólo me mira y prosigo:
—Tu
hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría lo que
estás haciendo con él? —PETER resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de
ella, estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le
niegas. Como dijo tu hermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero
se levantan. ¿Cuándo te vas a levantar tú?
—¿A
qué te refieres? —murmura con furia.
—Me
refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado. Me
refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo
mismo. Me refiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos
de cosas que...
—¡Basta!
Me
retuerzo las manos. Estoy muy nerviosa, y al ver su gesto contrariado,
pregunto:
—PETER,
¿no me extrañas? ¿No me echas de menos?
—Sí.
—¿Y
por qué? Estoy aquí. Tócame. Abrázame. Bésame. ¿A qué esperas para hablar
conmigo e intentar perdonarme de corazón? ¡Joder!, que no he matado a nadie.
Que soy humana y cometo errores. Vale, acepto lo de la moto. Te lo tenía que
haber dicho. Pero vamos a ver, ¿te he prohibido yo a ti que vayas al tiro
olímpico? No, ¿verdad? ¿Y por qué no te lo he prohibido a pesar de que odio las
armas? Pues muy fácil, PETER, porque te quiero y respeto que te guste algo que
a mí no me gusta. En cuanto a Flyn, efectivamente, tú me dijiste que no al skateboard,
pero el niño quería. El niño necesitaba hacer lo que hacen sus compañeros para
demostrar a esos que lo llaman «chino, miedica y gallina» que puede ser uno de
ellos y tener un puñetero skateboard. ¡Ah!, y eso por no hablar de que
al niño le gusta una chica de su clase y la quiere impresionar. ¿A que no lo
sabías? —Niega con la cabeza, y continúo—: En cuanto a lo de tu madre y tu
hermana, ellas me pidieron que no dijera nada, que les guardara el secreto. Y
la pregunta es: cuando mi padre te guardó el secreto de que habías comprado la
casa de Jerez, ¿me tenía que haber enfadado con él?, ¿le tenía que haber
lapidado por ello? Venga ya, por favor... Yo sólo he hecho lo que las familias
hacen: guardarse pequeños secretos e intentar ayudarse. Y en cuanto a PAULA, ¡oh,
Dios!, cada vez que pienso que te tocó delante de mí, se me llevan los
demonios. Si lo llego a saber, le corto las zarpas porque....
—¡Cállate!
—grita PETER, acalorado—. Ya he escuchado bastante.
Eso
me subleva, y soy incapaz de hacerlo.
—Estás
esperando a que me vaya, ¿verdad?
Mi
pregunta lo sorprende. Lo conozco y sus ojos me lo dicen. Y sin darle tregua
porque estoy histérica, pregunto:
—¿Por
qué le has dicho a Flyn que a lo mejor me voy de aquí? ¿Acaso es lo que me vas
a pedir que haga y ya estás preparando al niño?
Se
queda sorprendido.
—Yo
no le he dicho eso a Flyn. ¿De qué hablas?
—No
te creo.
No
responde. Me mira, me mira y me mira, pero al final dice:
—No
sé qué hacer contigo, LALI. Te quiero, pero me vuelves loco. Te necesito, pero
me desesperas. Te adoro, pero...
—¡Serás
gilipollas...!
Se
levanta de la mesa y exclama con el gesto contraído:
—¡Basta!
No me vuelvas a insultar.
—Gilipollas,
gilipollas y gilipollas.
¡Madre
mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy un tsunami.
Me
mira, furioso. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:
—Te
deberían cambiar el nombre y llamarte don Perfecto. ¿Qué pasa? ¿Tú no cometes
errores? ¡Oh, no!, el señor LANZANI es ¡Dios!
—¿Quieres
callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...
—Quieres
pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna norma más para
echarme de nuevo de tu vida.
No
responde. Nos miramos como rivales.
Le
quiero besar. Lo deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puerta
del despacho y aparece PABLO con una botella de champán en las manos. Nos mira,
y antes de que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los
labios. Meto mi lengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende
qué estoy haciendo. Cuando me separo de él, con furia, miro a PETER y digo ante
el gesto de incredulidad de PABLO:
—Acabo
de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.
El
gesto de PETER es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresión
alucinada de PABLO, explico:
—Te
lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soy
yo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para
siempre. Me tienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas.
Aburrida por tus normas. ¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la
respiración entrecortada siseo—: Sólo te voy a pedir un último favor: necesito
que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosas hasta Madrid. No
quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...
—¿Por
qué no te callas? —maldice, furioso, PETER.
—Porque
no me da la real gana.
—Chicos,
por favor, serenaos —pide PABLO—. Creo que estáis exagerando las cosas y...
—He
estado callada —prosigo, obviando a PABLO y mirando a PETER— cuatro días y a ti
no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi
dolor, mi furia o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle
porque no lo voy a hacer.
PABLO,
alucinado, nos observa, y PETER murmura:
—¿Por
qué estás diciendo tantas tonterías?
—Para
mí no lo son.
Tensión.
Nos miramos airados, y mi alemán pregunta:
—¿Por
qué te vas a llevar a Susto?
Enardecida,
me acerco a él.
—¿Qué
pasa, vas a luchar por su custodia?
—Ni
él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!
Tras
su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:
—De
acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jet privado.
¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo
porque me niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el
domingo ¡me voy!
—Pues
vete, ¡maldita sea! ¡Márchate! —grita, descontrolado.
Sin
más, salgo del despacho mientras siento que de nuevo tengo el corazón partido.
Por
la noche duermo en mi cuartito. PETER no me busca. No se preocupa por mí, y eso
me desmotiva total y completamente. He cumplido su objetivo. Le he facilitado
que no fuera él quien me echara de su casa y de su vida. Tumbada en la mullida
alfombra junto a Susto, miro por la cristalera mientras soy consciente
de que mi bonita historia de amor con este alemán se ha acabado.
Al
día siguiente, cuando PETER se marcha a trabajar, estoy molida. La alfombra es
la bomba, pero tengo la espalda destrozada. Cuando entro en la cocina, Simona,
ajena a mi pena, me saluda. Tomo el café en silencio, hasta que le pido que se
siente a mi lado. Cuando le cuento que me marcho, su rostro se contrae y, por
primera vez en todo el tiempo que llevo aquí, veo a la mujer llorar con
desconsuelo. Me abraza, y yo la abrazo.
Durante
horas recojo todas las cosas que hay mías por la casa. Guardo fotos, libros, CD
en cajas, y cada vez que cierro una con cinta, el corazón se me encoge. Por la
tarde, quedo con Marta en el bar de Arthur, y cuando le digo que me marcho,
sorprendida, dice:
—Pero
¿mi hermano es imbécil?
Su
expresividad me hace sonreír y, tras tranquilizarla, murmuro:
—Es
lo mejor, Marta. Está visto que tu hermano y yo nos queremos mucho, pero somos
totalmente incapaces de arreglar nuestros problemas.
—Mi
hermano y tú, no. ¡Mi hermano! —insiste ella—. Conozco a ese cabezón, y si tú
te vas es, seguro, porque él no te lo ha puesto fácil. Pero te juro por mi
madre que me va a oír. Le voy a poner verde por ser como es. ¿Cómo puede
dejarte ir? ¿¡Cómo!?
EUGE
se suma a nuestro duelo y, durante horas, charlamos. Nos consolamos mutuamente,
mientras Arthur se acerca a nosotras para traernos bebidas frescas. No sabe qué
nos pasa. Lo único que sabe es que tan pronto lloramos como reímos.
De
pronto, recuerdo algo. Miro el reloj. Es viernes, y son las siete y veinte.
—¿Sabéis
dónde está la Trattoria de Vicenzo?
—¿Tienes
hambre? —pregunta Marta.
Niego
con la cabeza y les comento que a esa hora sé que PAULA estará en ese lugar.
—¡Ah,
no! —dice EUGE al ver mi mirada—. ¡Ni se te ocurra! Si PETER se entera se
enfadará más y...
—¿Y
qué? —pregunto—. ¿Qué importa ya?
Las
tres nos miramos y, como brujas, nos partimos de risa. Nos montamos en el coche
de Marta y veinte minutos después estamos frente a ese lugar. Entre risas,
urdimos un plan. Esa PAULA se va a enterar de quién es LALI ESPOSITO.
Cuando
entramos en el bonito restaurante, escaneo el local en busca de ella. Como
imaginaba, está sentada a una mesa con varias personas. Durante un rato la
observo. Parece encantada y feliz.
—LALI,
si quieres, lo dejamos —susurra Marta.
Yo
niego con la cabeza. Mi venganza se va a completar. Camino con decisión hasta
la mesa, y PAULA, cuando nos ve a las tres, se queda blanca. Yo sonrío, y le
guiño un ojo. Para mala, ¡yo! Cuando estamos a su lado, EUGE dice:
—Hombre,
PAULA. ¿Tú aquí?
—¡Vaya,
vaya, qué casualidad! —digo, riendo, y PAULA se descompone.
Todos
los comensales que hay a la mesa nos miran, y yo me presento.
—Soy
LALI ESPOSITO, española como PAULA. —Todos asienten, y murmuro con una sonrisa
encantadora y angelical—: Encantada de conocerlos.
Los
comensales sonríen, y sin perder tiempo, pregunto:
—Un
pajarito me ha dicho que hoy alguien te iba a preguntar algo importante. ¿Es
cierto que te han pedido matrimonio?
Con
una descolocada sonrisa, asiente, y su prometido, un hombre entradito en años,
afirma, feliz:
—Sí,
señorita. Y esta preciosidad ha dicho que sí. —Y cogiéndole la mano, añade—: De
hecho, mi madre le acaba de dar el anillo de pedida de la familia, una
verdadera joya.
Los
invitados aplauden, y Marta, EUGE y yo también. Todos sonríen mientras nos
ofrecen unas copas de champán y, encantadas de la vida, las aceptamos y
bebemos. Nos hacen hueco. Nos sentamos con ellos a la mesa, y PAULA me observa.
Yo sonrío y, mirando al futuro marido de ella, digo:
—Raimon,
ella sí que es una joya..., una auténtica joyita.
El
hombre asiente, orgulloso, y, divertida, junto a mis dos compinches, los
animamos a que todos griten: «¡Que se besen!»
PAULA
me mira furiosa y, yo, encantada, aplaudo hasta que por fin se besan. Cuando lo
hacen, cabeceo, y con una angelical voz, vuelvo a preguntar:
—¿Y
quién es el primo Alfred?
Un
joven de mi edad levanta la mano, y mirándolo, pregunto:
—¿Le
has dicho a Raimon que tú te acuestas con PAULA también? Creo que merece
saberlo, aunque todo quede en familia.
Las
caras de todos cambian. Raimon, el novio, se levanta y pregunta:
—¿Cómo
dice, joven?
Con
pesar, asiento. Toco en el hombro al pobre Raimon, me levanto y cuchicheo:
—Vamos,
Alfred, ¡cuéntaselo!
Todos
miran al abochornado joven, y EUGE insiste:
—Venga,
Alfred..., es tu primo. Es lo mínimo que puedes hacer.
PAULA
está roja. No sabe dónde meterse mientras los que iban a convertirse en sus
suegros le exigen que les devuelva el anillo de la familia. Encantada por ver aquello,
miro al descolorido Raimon y murmuro:
—Sé
que es una putada lo que te estoy contando, pero a la larga me lo vas a
agradecer, Raimon. Esta joyita sólo se casa contigo por tu dinero. En la cama,
no le pones nada y se acuesta con media Alemania. Y antes de que lo preguntes,
sí, lo puedo demostrar.
Fuera
de sí, PAULA se levanta y grita mientras la madre de Raimon le estira del dedo
para recuperar su anillo:
—¡Mentira,
eso es mentira! ¡Raimon, no la escuches!
Marta,
que ha estado callada hasta este instante, sonríe con malicia y apunta:
—PAULA...,
PAULA..., que te conocemos. —Y mirando a los comensales, añade—: Mi hermano se
llama PETER LANZANI, salió con ella un tiempo, pero la dejó cuando la encontró
con su propio padre retozando en la cama. ¿Qué les parece? Feo, ¿verdad?
Alucinados,
todos se levantan para pedir explicaciones, y EUGE murmura:
—¡Aisss,
PAULA, cuándo aprenderás!
Raimon
está furioso y sus padres, junto a otras personas, no dan crédito a lo que
escuchan. Alfred no sabe dónde meterse. Todos gritan. Todos opinan. PAULA no
sabe qué decir y, entonces, sin tocarla, me acerco a ella y murmuro en español:
—Te
lo dije. Te dije que conmigo no se jugaba, ¡zorra! Vuelve a acercarte a PETER,
a su familia, a sus amigos o a mí, y te juro que te echan de Alemania.
Dicho
esto, Frida, Marta y yo salimos del restaurante. Mi venganza con esa idiota ha
finalizado. Con la adrenalina por los aires, decidimos ir a bailar al
Guantanamera. No
quiero
regresar a casa. No quiero ver a PETER, y un poquito de salsa cubana y ¡azúcar!
me vendrá bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario