Por
la mañana, cuando me levanto, lo primero que hago es llamar a mi padre. Estará
intranquilo.
Le
comunico que estoy bien y me emociono al oír su voz de felicidad. Está
pletórico de alegría por mí y por PETER, y eso me hace sonreír. Me pregunta si
me ha gustado la casa que PETER me ha comprado. Me sorprende que mi padre lo
sepa, pero me confiesa que ha estado al tanto de todo. PETER se lo pidió y él,
encantado, aceptó controlar las obras y guardar el secreto.
Mi
padre y PETER se llevan demasiado bien. Esto me gusta, aunque me inquieta al
mismo tiempo.
Una
vez acabada la llamada, abro la puerta y curioseo a través de ella. No veo
nada; sólo oigo música. Me parece que el que canta es Stevie Wonder. Me lavo
los dientes, me peino un poco y me pongo unos vaqueros. Al entrar en el amplio
salón, ahora unido a la cocina, lo veo sentado en el sofá leyendo un periódico.
PETER sonríe al verme. ¡Qué atractivo es! Está guapísimo con la camiseta gris y
morada de los Lakers y los pantalones vaqueros.
—Buenos
días. ¿Quieres café? —pregunta con buen humor.
Frunzo
el ceño y respondo:
—Sí,
con leche.
En
silencio veo que se levanta, va hasta la encimera de la cocina y llena una taza
blanca y roja con café y leche, mientras yo me fijo en sus manos, esas fuertes
manos que tanto me gustan cuando me tocan y consiguen que yo me vuelva loca de
placer.
—¿Quieres
tostadas, embutido, tortilla, plum-cake, galletas?
—Nada.
—¡¿Nada?!
—Estoy
a régimen.
Sorprendido,
me mira. Desde que nos conocemos nunca le he dicho que estuviera a régimen. Esa
tortura no va conmigo.
—Tú
no necesitas ningún régimen —afirma mientras deja el café con leche ante mí—.
Come.
No
contesto. Sólo lo miro, lo miro y lo miro, y bebo café. Una vez que lo acabo,
PETER, que no ha levantado su vista de mí, dice:
—¿Has
dormido bien?
—Sí
—miento. No pienso revelar que no he pegado ojo pensando en él—. ¿Y tú?
PETER
curva la comisura de sus labios y murmura:
—Sinceramente,
no he podido pegar ojo pensando en ti.
Asiento.
¡Qué
rico lo que ha dichooooooo!
Pero
esa miradita suya me pone cardíaca. Me provoca. Por eso, para alejarme de la
tentación, o soy capaz de arrancarle la camiseta de los Lakers a mordiscos, me
levanto de la silla y me acerco a la ventana para mirar al exterior. Llueve.
Dos segundos después, lo noto detrás de mí, aunque sin tocarme.
—¿Qué
te apetece hacer hoy?
¡Guaaaaaau!,
lo que me apetece hacer lo tengo claro: ¡sexo! Pero no, no pienso decirlo, así
que me encojo hombros.
—Lo
que tú quieras.
—¡Mmm...!
¿Lo que yo quiera? —susurra cerca de mi oreja.
¡Madre,
madre, madre! A Iceman le apetece lo mismo que a mí. ¡Sexo!
Escuchar
su voz e imaginar lo que está pensando me ponen la carne de gallina. Sin que
pueda evitarlo, me vuelvo para mirarlo, y él añade con ojos guasones:
—Si
es lo que yo quiera, ya puedes desnudarte, pequeña.
—PETER...
Divertido,
sonríe y se aleja de mí tras tentarme como un auténtico demonio.
—¿Quieres
que vayamos a Zahara para ver a EUGE y NICO?
—pregunta cuando está lo suficientemente lejos.
Ésa
me parece una excelente idea y acepto encantada.
Media
hora después, los dos vamos en su coche en dirección a Zahara de los Atunes.
Llueve. Hace frío. Pone música y vuelve a sonar ¡Convénceme! ¿Por qué de
nuevo esta canción? Cierro los ojos y maldigo en silencio. Cuando los abro,
miro por la ventanilla. Me mantengo callada.
—¿No
cantas?
Mentalmente
sí que lo hago, pero no lo pienso admitir.
—No
me apetece.
Silencio
entre los dos hasta que PETER lo rompe de nuevo.
—¿Sabes?,
una vez una preciosa mujer a la que adoro me comentó que su madre le había
dicho que cantar era lo único que amansaba a las fieras y...
—¿Me
estás llamando animal?
Sorprendido,
da un respingo.
—No...,
ni mucho menos.
—Pues
canta tú si quieres; a mí no me apetece.
PETER
hace un gesto afirmativo y se muerde el labio. Finalmente, asegura con
resignación:
—De
acuerdo, pequeña, me callaré.
La
tensión en el ambiente es palpable, y ninguno abre la boca durante lo que dura
el trayecto. Cuando llegamos a nuestro destino, EUGE y NICO me abrazan
encantados; en especial, EUGE, que en cuanto puede me aparta de los hombres y
cuchichea:
—Por
fin, por fin... ¡Cuánto me alegra ver que estáis de nuevo juntos!
—No
cantes victoria tan pronto, que lo tengo en cuarentena.
—¿Cuarentena?
Sonrío
irónicamente.
—Lo
tengo castigado sin sexo ni cariñitos.
—¿Cómo?
Tras
mirar a PETER y contemplar su semblante ceñudo, musito:
—Él
me castiga cuando hago algo mal, y a partir de ahora he decidido que voy a
hacer
lo mismo. Por lo tanto, lo he castigado sin sexo.
—Pero
¿sólo contigo o con todas las mujeres?
Esto
me alerta.
No
lo he concretado, pero estoy segura de que él me ha entendido que es con todas.
¡TODAS! EUGE, al ver mi gesto, se ríe.
—Oye,
y cuando él te ha castigado, ¿con qué lo hizo?
Pienso
en sus castigos y me pongo roja como un tomate. EUGE sigue riendo.
—No
hace falta que me los cuentes. Ya sé por dónde vas.
Su
cara de picaruela me hace sonreír.
—Vale...,
te lo cuento porque contigo no me da vergüenza hablar de sexo. La primera vez
que me castigó, me llevó a un club de intercambio de parejas y, tras calentarme
y hacerme abrir de piernas para unos hombres, me obligó a regresar al hotel sin
que nadie, ni siquiera él, me tocara. La siguiente vez me entregó a una mujer
y...
—¡Oh,
Diossssssssssss!, me encantan los castigos de EUGE, pero creo que el tuyo es
excesivamente cruel.
Viendo
la expresión de EUGE, al final yo sonrío de nuevo.
—Eso
para que sepa con quién se las está jugando. Voy a ser su mayor pesadilla y se
va a arrepentir de haberme hecho enfadar.
A
la hora de la comida ha parado de llover y decidimos ir a uno de los
restaurantes de Zahara. Como siempre, todo está buenísimo, y como no he
desayunado tengo un hambre atroz. Me pongo morada a langostinos, a cazón en
adobo y a chopitos. PETER me mira con sorpresa.
—¿No
estabas a régimen?
—Sí
—respondo, divertida—, pero hago dos. Con uno me quedo con hambre.
Mi
comentario lo hace reír e inconscientemente se acerca a mí y me besa. Acepto su
beso. ¡Oh, Dios!, lo necesitaba. Pero cuando se retira añado todo lo seria que
puedo:
—Controle
sus instintos, señor Zimmerman, y cumpla su castigo.
Su
gesto se vuelve serio y asiente con acritud. EUGE me mira y, ante su sonrisa,
gesticulo.
El
resto del día lo pasamos bien. Estar con EUGE para mí es muy divertido y siento
que PETER busca mis atenciones. Necesita que lo bese y lo toque tanto o más que
yo, pero me reprimo. Aún estoy enfadada con él.
Por
la noche, regresamos a la casa. Cuando llega la hora de dormir, hago de tripas
corazón y, después de darle un tentador beso en los labios, me voy a mi
habitación; pero antes de que pueda llegar, PETER me coge de la mano,
—¿Hasta
cuándo va a durar esto?
Quiero
decir que se acabó.
Quiero
decir que ya no puedo más.
Pero
mi orgullo me impide claudicar. Le guiño un ojo, me suelto de su mano y me meto
en el dormitorio sin contestar.
Una
vez dentro, mis instintos más básicos me gritan que abra la puerta y termine
con la tontería del castigo que yo solita he impuesto, pero mi pundonor no me
deja. Como la noche anterior, le oigo acercarse a la puerta. Sé que quiere
entrar, pero al final vuelve a marcharse.
Por
la mañana, la madre de PETER llama por teléfono y le pide que regrese
urgentemente a Alemania. La mujer que se encarga de cuidar a su sobrino en su
ausencia ha decidido abandonar el trabajo sin previo aviso e irse a vivir con
su familia a Viena. PETER se
encuentra
en una encrucijada: su sobrino o yo.
¿Qué
debe hacer?
Durante
horas observo cómo intenta solucionar el problema por teléfono. Habla con la
mujer que cuidaba hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no lo
haya avisado con tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su
hermana Marta y se desespera. Habla con su madre y vuelve a discutir. Le oigo
hablar con el pequeño Flyn y siento su impotencia al dialogar con él. Por la
tarde, al verlo agotado, tremendamente agobiado y sin saber qué hacer, se
impone mi sentido común y accedo a acompañarlo a Alemania. Tiene que resolver
un problema. Cuando se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía y
me abraza.
Hablo
con mi padre y quedo en regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre se
muestra conforme, pero me deja claro que, si al final, por lo que sea, decido
quedarme este año en Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado
en Jerez, y éste nos lleva hasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional
de Múnich.
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