A
la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta,
PETER y Sonia. Discuten. Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir
fatal.
Simona,
con cariño, me prepara una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad.
Conoce a PETER y sabe que está furioso, y me conoce a mí. Cuando me siento a la
mesa miro a PETER y pregunto:
—¿Cómo
está Flyn?
Con
una mirada dura que no me gusta, sisea:
—Gracias
a ti, dolorido.
Sonia
mira a su hijo y gruñe:
—¡Maldita
sea, PETER!, no es culpa de LALI. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?
—Porque
ella sabía que no debía enseñarle a utilizar el skate. Por eso la
culpabilizo —responde, furioso.
Me
tiemblan las piernas. No sé qué decir.
—Pero
¿tú eres tonto o te lo haces? —interviene Marta.
—Marta...
—sisea PETER.
—¿Qué
es eso de que ella no debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a
ella? ¿No ves que Flyn ya no es el niño introvertido que era antes de que ella
llegara? —PETER no responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por
ver a Flyn sonreír y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes,
hermanito?, los críos se caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo
visto tú todavía no has aprendido.
No
responde. Se levanta y sin mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se
encoge, pero tras echar una mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:
—Tranquilas,
hablaré con él.
—Dale
un pescozón. Es lo que se merece —sisea Marta.
Sonia
me mira, toca mi mano y murmura:
—No
te culpabilices de nada, tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de
tener la moto de Hannah y salir con Jurgen y sus amigos.
—Tenía
que habérselo dicho —declaro.
—Sí,
claro, ¡como si fuera tan fácil decirle algo a don Gruñón! —protesta Marta—.
Demasiada paciencia tienes con él. Mucho le tienes que querer porque, si no, es
incomprensible que lo soportes. Yo lo quiero, es mi hermano, pero te aseguro
que no lo soporto.
—Marta...
—susurra Sonia—, no seas tan dura con PETER.
Se
levanta y se enciende un cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.
Cuando
salgo de la cocina veinte minutos después, me acerco hasta la puerta del
despacho
de PTER. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:
—¿Qué
quieres, LALI?
Me
acerco a él.
—Lo
siento. Siento no haberte dicho lo...
—No
me valen tus disculpas. Has mentido.
—Tienes
razón. Te he ocultado cosas, pero...
—Me
has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú
sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogro soy que no puedes decirme las cosas?
No
respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:
—¿Qué
significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el
compromiso de estar juntos?
Sus
preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:
—Mira,
LALI, estoy muy cabreado contigo y conmigo mismo. Mejor sal del despacho y
déjame tranquilo. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a
hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.
Sus
palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:
—¿Ya
me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?
No
responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la
habitación.
Con
lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé
que su enfado es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que
darse cuenta de que si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su
reacción. Estoy arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.
Diez
minutos después, Marta y Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo
sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.
Cuando
se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso
y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se
marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es
PETER. Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo
pregunte, me explica:
—Ha
ido a ver a PABLO. Ha dicho que no tardará.
Cierro
los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme,
sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y
murmuro, tocándole la cabeza.
—¿Cómo
estás?
—Bien.
—¿Te
duele el brazo?
El
crío asiente y, al sonreír, digo:
—¡Aisss,
Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!
La
alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:
—No
te preocupes. La abuela Sonia dice que es de leche.
Asiento,
y me sorprende con sus palabras:
—Siento
que el tío esté tan enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que
nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...
—No
te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí
una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan
porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.
—¡No
quiero que te vayas, LALI!
Eso
me descoloca.
—¿Y
por qué me voy a marchar? —pregunto.
No
contesta. Me mira, y entonces murmuro con un hilo de voz:
—¿Te
ha dicho tu tío que me voy a ir?
El
crío niega con la cabeza, pero yo saco mis propias conclusiones.
Dios,
no. ¡Otra vez no!
Trago
el nudo de emociones que en mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:
—Escucha,
cielo. Tanto si me voy como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale?
—Asiente, y yo con el corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que
juguemos a las cartas?
El
niño accede, y yo me trago las lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa
en lo que ha dicho. ¿Querrá PETER que me vaya?
Tras
la comida, PETER regresa. Va directo a la habitación de su sobrino, y yo me
abstengo de entrar. Durante horas me tiro en el sillón del salón y veo la
televisión, hasta que no puedo más, y salgo al exterior con Susto y Calamar.
Me doy una vuelta por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza
de que PETER me busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando
regreso, Simona sale de su casa y me indica que el señor ya se ha ido a dormir.
Miro
mi reloj. Las once y media de la noche.
Confusa
porque PETER se acueste sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber
a los animales, subo la escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el
pequeño duerme. Voy hasta él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi
habitación. Al entrar, miro hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con
claridad a PETER, pero sé que el bulto que vislumbro es él. En silencio, me
desnudo y me meto en la cama. Tengo los pies congelados. Quiero abrazarlo y,
cuando me acerco a él, se da la vuelta.
Su
desprecio me duele, pero decidida a hablar con él, murmuro:
—PETER,
lo siento, cariño. Por favor, perdóname.
Sé
que está despierto. Lo sé. Y sin moverse responde:
—Estás
perdonada. Duérmete. Es tarde.
Con
el corazón roto me acurruco en la cama y, sin tocarlo intento dormirme. Doy mil
vueltas y al final lo consigo.
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