Tras
despedirme de mi familia me monto en el coche de PETER.
He
claudicado.
He
claudicado y de nuevo estoy junto a él.
Mi
cabeza da vueltas y vueltas mientras intento entender qué estoy haciendo. De
pronto, me fijo en la carretera. Creía que iríamos hacia Zahara, a la casa de
EUGE y NICO, y me sorprendo al ver que nos dirigimos hacia la preciosa villa
que PETER alquiló en verano.
Una
vez que la valla metálica se cierra tras nosotros, observo la preciosa casa al
fondo y murmuro:
—¿Qué
hacemos aquí?
PETER
me mira.
—Necesitamos
estar solos.
Asiento.
Nada
me apetece más que eso.
Cuando
para el coche y nos bajamos, PETER coge mi equipaje con una mano y me da la
otra. Me agarra con fuerza, con posesión, y entramos en el interior de la casa.
Mi sorpresa es mayúscula al ver cómo ha cambiado el entorno. Muebles modernos.
Paredes lisas y de colores. Un pantalla de plasma enorme. Una chimenea por
estrenar. Todo, absolutamente todo, es nuevo.
Lo
miro sorprendida. Veo que pone música y, antes de que yo diga nada, él aclara:
—He
comprado la casa.
Increíble.
Pero ¿cómo es posible que no me haya enterado de que la ha comprado?
—¿Has
comprado esta casa?
—Sí.
Para ti.
—¿Para
mí?
—Sí,
cariño. Era mi sorpresa de Reyes Magos.
Asombrada,
miro a mi alrededor.
—Ven
—dice PETER tras soltar mi equipaje—. Tenemos que hablar.
La
música envuelve la estancia, y sin que pueda dejar de mirar y admirar lo bonita
y elegante que está, me siento en el confortable sillón ante la crepitante
chimenea.
—Estás
preciosa con ese vestido —asegura, sentándose a mi lado.
—Gracias.
Lo creas o no, lo compré para ti.
Después
de un gesto de asentimiento, pasea su mirada por mi cuerpo, y mi Iceman no
puede evitar decir:
—Pero
era a otros a quienes les pensabas regalar las vistas que el vestido da.
Ya
estamos.
Ya
comenzamos.
¡Ya
me está picando!
Cuento
hasta cuarenta y cinco; no, hasta cuarenta y seis. Resoplo y finalmente
contesto:
—Como
te dije una vez, no soy una santa. Y cuando no tengo pareja, regalo y doy de mí
lo que yo quiero, a quien yo quiero y cuando yo quiero. —PETER arquea una ceja,
y yo prosigo—: Soy mi única dueña, y eso te tiene que quedar clarito de una vez
por todas.
—Exacto:
cuando no tienes pareja, que no es el caso —insiste sin apartar sus ojos de mí.
De
repente, soy consciente de que suena una canción que me gusta mucho. ¡Dios, lo
que me he acordado de PETER estos días mientras la escuchaba! Volvemos a
mirarnos como rivales en tanto la voz de Ricardo Montaner canta:
Convénceme
de ser feliz, convénceme.
Convénceme
de no morir, convénceme.
Que
no es igual felicidad y plenitud
Que
un rato entre los dos, que una vida sin tu amor.
Estas
frases dicen tanto de mi relación con PETER que me nublan momentáneamente la
mente. Pero al final PETER da su brazo a torcer y cambia de tema.
—Mi
madre y mi hermana te mandan recuerdos. Esperan verte en la fiesta que
organizan en Alemania el día 5, ¿lo recuerdas?
—Sí,
pero no cuentes conmigo. No voy a ir.
Mi
entrecejo sigue fruncido y mi chulería en to lo alto. A pesar de la
felicidad que me embarga por estar junto al hombre que adoro, el orgullo y la
furia siguen instalados en mí. PETER lo sabe.
—LALI...,
siento todo lo que ha ocurrido. Tenías razón. Debía haber creído lo que decías
sin haber cuestionado nada más. Pero a veces soy un cabezón cuadriculado y...
—¿Qué
te ha hecho cambiar de idea?
—El
fervor con que defendiste tu verdad fue lo que me hizo comprender lo equivocado
que estaba contigo. Antes de que te marcharas ya me había dado cuenta de mi
gran error, cariño.
Si
es que los tíos son para darles un ladrillazo.
—Convénceme...
Nada
más decirlo, PETER me mira, y yo me regaño a mí misma. «¿Convénceme?» Pero ¿qué
estoy diciendo? ¡Dios!, la canción me nubla la razón. Que acabe ya. Y sin
dejarle contestar, gruño:
—¿Y
para eso me he tenido que despedir de mi trabajo y devolverte el anillo?
—No
estás despedida y...
—Sí
lo estoy. No pienso regresar a tu maldita empresa en mi vida.
—¿Por
qué?
—Porque
no. ¡Ah!, y por cierto, me alegró saber que pusiste de patitas en la calle a mi
ex jefa. Y antes de que insistas, no. No pienso regresar a tu empresa,
¿entendido?
PETER
asiente, pero durante un instante se queda pensativo. Al final, se decide a
hablar:
—No
voy a permitir que sigas trabajando de camarera ni aquí ni en ningún otro
lugar. Odio ver cómo los hombres te miran. Para mis cosas soy muy territorial y
tú...
Alucinada
por este arranque de celos, que en el fondo me pone a cien, le suelto:
—Mira,
guapo, hoy por hoy hay mucho paro en España y, como comprenderás, si tengo que
trabajar no me puedo poner en plan princesita. Pero, de todos modos, ahora no
quiero hablar de esto, ¿de acuerdo?
PETER
se muestra conforme.
—En
cuanto al anillo...
—No
lo quiero.
¡Guau,
qué borde estoy siendo! Hasta yo misma me sorprendo.
—Es
tuyo, cariño —responde PETER con tacto y una voz suave.
—No
lo quiero.
Intenta
besarme y le hago la cobra. Y antes de que diga nada, farfullo:
—No
me agobies con anillos, ni compromisos, ni mudanzas, ni nada. Estamos hablando
de nosotros y de nuestra relación. Ha ocurrido algo que me ha desbaratado la
vida y de momento no quiero anillos ni títulos de novia, ¿vale?
Vuelve
a asentir. Su docilidad me tiene maravillada. ¿Realmente me quiere tanto? La
canción termina y suena Nirvana. ¡Genial! Se acabó el romanticismo.
Se
produce un tenso silencio por parte de los dos, pero no me quita el ojo de
encima ni un segundo. Finalmente, veo que se curvan las comisuras de sus labios
y dice:
—Eres
una jovencita muy valiente a la par que preciosa.
Sin
querer sonreír, levantó una ceja.
—¿Momento
peloteo?
PETER
sonríe por lo que acabo de decir.
—Lo
que hiciste el otro día en la oficina me dejó sin habla.
—¿El
qué? ¿Cantarle las verdades a la idiota de mi ex jefa? ¿Despedirme del trabajo?
—Todo
eso y escuchar cómo me mandabas a la mierda ante el jefe de personal. Por
cierto, no lo vuelvas a hacer o perderé credibilidad en mi empresa, ¿entendido?
Esta
vez soy yo la que asiente y sonríe. Tiene razón. Eso estuvo muy mal.
Silencio.
PETER
me observa a la espera de que lo bese. Sé que demanda mi contacto, lo sé por
cómo me mira, pero no estoy dispuesta a no ponerle las cosas fáciles.
—¿Es
cierto que me quieres tanto?
—Más
—susurra, acercando su nariz a mi cuello.
El
corazón me aletea; su olor, su cercanía, su aplomo, comienzan a hacer mella en
mí, y sólo puedo desear que me desnude y me posea. Su proximidad es
irresistible, pero, dispuesta a decir todo lo que tengo que decir, me retiro y
murmuro:
—Quiero
que sepas que estoy muy enfadada contigo.
—Lo
siento, nena.
—Me
hiciste sentir muy mal.
—Lo
siento, pequeña.
Vuelve
a la carga.
Sus
labios me besan el hombro desnudo. ¡Oh, Diosssss, cuánto me gusta!
Pero
no. Debe probar su propia medicina. Se lo merece. Por ello, respiro hondo y
digo:
—Vas
a sentirlo, señor LANZANI, porque a partir de este instante cada vez que yo
me
enfade contigo tendrás un castigo. Me he cansado de que aquí sólo castigues tú.
Sorprendido,
me mira y frunce el ceño.
—¿Y
cómo pretendes castigarme?
Me
levanto del sillón.
¿No
le gustan las guerreras? Pues allá voy.
Me
doy una vuelta lentamente ante él, segura de mi sensualidad.
—De
momento, privándote de lo que más deseas.
Iceman
se levanta. ¡Oh, oh!
Su
altura es espectacular.
Clava
sus impactantes y azulados ojos en mí, e indaga:
—¿A
qué te refieres exactamente?
Camino.
Me observa y, cuando estoy tras la mesa, aclaro:
—No
vas a disfrutar de mi cuerpo. Ése es tu castigo.
¡Tensión!
El
aire puede cortarse con un cuchillo.
Su
rostro se descompone ante mis ojos.
Espero
que grite y se niegue, pero de pronto dice con voz gélida:
—¿Me
quieres volver loco? —No respondo, y prosigue, ofuscado—: Has escapado de mí.
Me has vuelto loco al no saber dónde estabas. No me has cogido el teléfono
durante días. Me has dado con la puerta en las narices y anoche te vi sonriendo
a otros tipos. ¿Y aún me quieres infligir más castigos?
—¡Ajá!
Maldice
en alemán.
¡Guau,
menuda palabrotaza que ha dicho! Pero al dirigirse a mí cambia completamente el
tono:
—Cariño,
quiero hacerte el amor. Quiero besarte. Quiero demostrarte cuánto te amo.
Quiero tenerte desnuda entre mis brazos. Te necesito. ¿Y tú me estás diciendo que
me prive de todo eso?
Se
lo confirmo con mi voz más fría y distante.
—Sí,
exactamente. No me tocarás ni un pelo hasta que yo te deje. Me has roto el
corazón y, si me quieres, respetarás el castigo como yo siempre he respetado
los tuyos.
PETER
vuelve a maldecir en alemán.
—¿Y
hasta cuándo se supone que estoy castigado? —pregunta, mirándome con
intensidad.
—Hasta
que yo decida que no lo estás.
Cierra
los ojos. Inspira por la nariz y, cuando los abre, asiente.
—De
acuerdo, pequeña. Si eso es lo que tú crees que debes hacer, adelante.
Encantada,
sonrío. Me he salido con la mía. ¡Yupi!
Miro
el reloj y veo que son las dos y media de la madrugada. No tengo sueño, pero
necesito alejarme de él, o la primera que no cumplirá el absurdo castigo
impuesto seré yo. Así pues, me desperezo antes de plantearle:
—¿Me
dices dónde está mi habitación?
—¡¿Tu
habitación?!
Con
disimulo, contengo la risa que me gustaría soltar al ver su cara e insisto:
—PETER,
no pretenderás que durmamos juntos.
—Pero...
—No,
PETER, no —le corto—. Deseo mi propia intimidad. No quiero compartir la
cama
contigo. No te lo mereces.
Asiente
lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar
acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:
—Ya
sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré
en cualquiera de las que queden libres.
Sin
mirarlo, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que él y yo
utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. PETER ha puesto una
cama enorme con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles
blancos decapados y cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el
techo y veo un ventilador. ¡Me encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi
corazón bombea con fuerza.
¿Qué
estoy haciendo?
Deseo
que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a los dos, pero
aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a él.
Tras
dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo
ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de
lo más sexy y sugerente. No me extraña que PETER me mire así. Con malicia
sonrío y planeo meter más el dedito en la llaga. Quiero castigarlo. Abro la
puerta, busco a PETER y lo veo parado frente a la chimenea.
—¿Puedo
pedirte un favor?
—Claro.
Consciente
de lo que voy a pedir, me acerco a él, me retiro mi oscuro y largo pelo hacia
un lado, y le solicito, mimosa:
—¿Podrías
bajarme la cremallera del vestido?
Me
doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y lo oigo resoplar.
No
veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus
manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera.
Noto su respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no
arrancarme el vestido e incumplir el castigo.
—LALI...
—Dime,
PETER...
—Te
deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.
La
carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.
No
llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi
tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. Lo conozco.
Yo
también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi
objetivo.
—¿Y
qué deseas? —digo sin darme la vuelta.
Acercándose
más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi
oreja.
—Te
deseo a ti.
¡Dios,
estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo,
apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:
—¿Te
gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?
—Sí.
—¿Con
posesión? —murmuro con un hilillo de voz.
—Sí.
Expulso
el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más
dura
apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.
—¿Te
gustaría compartirme con otro hombre?
—Sólo
si tú quieres, cariño.
Voy
a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.
—Lo
deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.
—Sí...
—Tú
le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja
en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.
Noto
cómo PETER traga con dificultad. Eso lo ha puesto cardíaco. A mí cardíaca
no..., lo siguiente.
Y
cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un
respingo, me alejo de él y, mirándolo a los ojos, digo con todo mi pesar:
—No,
PETER..., estás castigado.
Con
coquetería me sujeto el vestido para que no se me caiga y me alejo.
—Buenas
noches —me despido.
Me
meto en mi habitación y cierro la puerta. Tiemblo. Le acabo de hacer lo mismo
que él me hizo aquella vez en el bar de intercambios. Calentarlo para nada.
Ardor.
Excitación.
Calor...,
mucho calor.
Me
quito el vestido y lo dejo sobre una silla. Vestida sólo con el tanga negro, me
siento a los pies de la cama y miro la puerta. Sé que va a venir. Sus ojos, su
voz, sus deseos y sus instintos más primarios me han dicho que me necesita y lo
que quiere.
Instantes
después oigo sus pasos acercarse. Mi respiración se agita.
Quiero
que entre.
Quiero
que tire la puerta.
Quiero
que me posea mientras me mira a los ojos.
Sin
quitar la vista de la puerta oigo sus movimientos. Está dudoso. Sé que está
fuera calibrando qué hacer. Su tentación soy yo. Lo acabo de calentar, de
excitar, pero también soy la mujer a la que no desea defraudar.
El
pomo se mueve, ¡oh, sí!, y mi vagina tiembla, deseosa de disfrutar de lo que
sólo PETER me puede proporcionar. Sexo salvaje. Pero, de pronto, el pomo se
para; mi decepción me hace abrir la boca, y más al oír sus pasos alejándose.
¿Se
ha ido?
Cuando
soy capaz de cerrar la boca, siento ganas de llorar. Soy una imbécil. Una
tonta. Él acaba de respetar lo que yo le he pedido y, me guste o no, he de
estar contenta.
Tardo
horas en dormirme.
No
puedo.
El
morbo que me causa PETER es demasiado tentador para mí. Estamos solos en una
preciosa casa, deseándonos como locos, pero ninguno de los dos hace nada por
remediarlo
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