sábado, 17 de octubre de 2015

CAPITULO 6

Tras despedirme de mi familia me monto en el coche de PETER.
He claudicado.
He claudicado y de nuevo estoy junto a él.
Mi cabeza da vueltas y vueltas mientras intento entender qué estoy haciendo. De pronto, me fijo en la carretera. Creía que iríamos hacia Zahara, a la casa de EUGE y NICO, y me sorprendo al ver que nos dirigimos hacia la preciosa villa que PETER alquiló en verano.
Una vez que la valla metálica se cierra tras nosotros, observo la preciosa casa al fondo y murmuro:
—¿Qué hacemos aquí?
PETER me mira.
—Necesitamos estar solos.
Asiento.
Nada me apetece más que eso.
Cuando para el coche y nos bajamos, PETER coge mi equipaje con una mano y me da la otra. Me agarra con fuerza, con posesión, y entramos en el interior de la casa. Mi sorpresa es mayúscula al ver cómo ha cambiado el entorno. Muebles modernos. Paredes lisas y de colores. Un pantalla de plasma enorme. Una chimenea por estrenar. Todo, absolutamente todo, es nuevo.
Lo miro sorprendida. Veo que pone música y, antes de que yo diga nada, él aclara:
—He comprado la casa.
Increíble. Pero ¿cómo es posible que no me haya enterado de que la ha comprado?
—¿Has comprado esta casa?
—Sí. Para ti.
—¿Para mí?
—Sí, cariño. Era mi sorpresa de Reyes Magos.
Asombrada, miro a mi alrededor.
—Ven —dice PETER tras soltar mi equipaje—. Tenemos que hablar.
La música envuelve la estancia, y sin que pueda dejar de mirar y admirar lo bonita y elegante que está, me siento en el confortable sillón ante la crepitante chimenea.
—Estás preciosa con ese vestido —asegura, sentándose a mi lado.
—Gracias. Lo creas o no, lo compré para ti.
Después de un gesto de asentimiento, pasea su mirada por mi cuerpo, y mi Iceman no puede evitar decir:
—Pero era a otros a quienes les pensabas regalar las vistas que el vestido da.
Ya estamos.
Ya comenzamos.
¡Ya me está picando!
Cuento hasta cuarenta y cinco; no, hasta cuarenta y seis. Resoplo y finalmente contesto:
—Como te dije una vez, no soy una santa. Y cuando no tengo pareja, regalo y doy de mí lo que yo quiero, a quien yo quiero y cuando yo quiero. —PETER arquea una ceja, y yo prosigo—: Soy mi única dueña, y eso te tiene que quedar clarito de una vez por todas.
—Exacto: cuando no tienes pareja, que no es el caso —insiste sin apartar sus ojos de mí.
De repente, soy consciente de que suena una canción que me gusta mucho. ¡Dios, lo que me he acordado de PETER estos días mientras la escuchaba! Volvemos a mirarnos como rivales en tanto la voz de Ricardo Montaner canta:
Convénceme de ser feliz, convénceme.
Convénceme de no morir, convénceme.
Que no es igual felicidad y plenitud
Que un rato entre los dos, que una vida sin tu amor.
Estas frases dicen tanto de mi relación con PETER que me nublan momentáneamente la mente. Pero al final PETER da su brazo a torcer y cambia de tema.
—Mi madre y mi hermana te mandan recuerdos. Esperan verte en la fiesta que organizan en Alemania el día 5, ¿lo recuerdas?
—Sí, pero no cuentes conmigo. No voy a ir.
Mi entrecejo sigue fruncido y mi chulería en to lo alto. A pesar de la felicidad que me embarga por estar junto al hombre que adoro, el orgullo y la furia siguen instalados en mí. PETER lo sabe.
—LALI..., siento todo lo que ha ocurrido. Tenías razón. Debía haber creído lo que decías sin haber cuestionado nada más. Pero a veces soy un cabezón cuadriculado y...
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—El fervor con que defendiste tu verdad fue lo que me hizo comprender lo equivocado que estaba contigo. Antes de que te marcharas ya me había dado cuenta de mi gran error, cariño.
Si es que los tíos son para darles un ladrillazo.
—Convénceme...
Nada más decirlo, PETER me mira, y yo me regaño a mí misma. «¿Convénceme?» Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Dios!, la canción me nubla la razón. Que acabe ya. Y sin dejarle contestar, gruño:
—¿Y para eso me he tenido que despedir de mi trabajo y devolverte el anillo?
—No estás despedida y...
—Sí lo estoy. No pienso regresar a tu maldita empresa en mi vida.
—¿Por qué?
—Porque no. ¡Ah!, y por cierto, me alegró saber que pusiste de patitas en la calle a mi ex jefa. Y antes de que insistas, no. No pienso regresar a tu empresa, ¿entendido?
PETER asiente, pero durante un instante se queda pensativo. Al final, se decide a hablar:
—No voy a permitir que sigas trabajando de camarera ni aquí ni en ningún otro lugar. Odio ver cómo los hombres te miran. Para mis cosas soy muy territorial y tú...
Alucinada por este arranque de celos, que en el fondo me pone a cien, le suelto:
—Mira, guapo, hoy por hoy hay mucho paro en España y, como comprenderás, si tengo que trabajar no me puedo poner en plan princesita. Pero, de todos modos, ahora no quiero hablar de esto, ¿de acuerdo?
PETER se muestra conforme.
—En cuanto al anillo...
—No lo quiero.
¡Guau, qué borde estoy siendo! Hasta yo misma me sorprendo.
—Es tuyo, cariño —responde PETER con tacto y una voz suave.
—No lo quiero.
Intenta besarme y le hago la cobra. Y antes de que diga nada, farfullo:
—No me agobies con anillos, ni compromisos, ni mudanzas, ni nada. Estamos hablando de nosotros y de nuestra relación. Ha ocurrido algo que me ha desbaratado la vida y de momento no quiero anillos ni títulos de novia, ¿vale?
Vuelve a asentir. Su docilidad me tiene maravillada. ¿Realmente me quiere tanto? La canción termina y suena Nirvana. ¡Genial! Se acabó el romanticismo.
Se produce un tenso silencio por parte de los dos, pero no me quita el ojo de encima ni un segundo. Finalmente, veo que se curvan las comisuras de sus labios y dice:
—Eres una jovencita muy valiente a la par que preciosa.
Sin querer sonreír, levantó una ceja.
—¿Momento peloteo?
PETER sonríe por lo que acabo de decir.
—Lo que hiciste el otro día en la oficina me dejó sin habla.
—¿El qué? ¿Cantarle las verdades a la idiota de mi ex jefa? ¿Despedirme del trabajo?
—Todo eso y escuchar cómo me mandabas a la mierda ante el jefe de personal. Por cierto, no lo vuelvas a hacer o perderé credibilidad en mi empresa, ¿entendido?
Esta vez soy yo la que asiente y sonríe. Tiene razón. Eso estuvo muy mal.
Silencio.
PETER me observa a la espera de que lo bese. Sé que demanda mi contacto, lo sé por cómo me mira, pero no estoy dispuesta a no ponerle las cosas fáciles.
—¿Es cierto que me quieres tanto?
—Más —susurra, acercando su nariz a mi cuello.
El corazón me aletea; su olor, su cercanía, su aplomo, comienzan a hacer mella en mí, y sólo puedo desear que me desnude y me posea. Su proximidad es irresistible, pero, dispuesta a decir todo lo que tengo que decir, me retiro y murmuro:
—Quiero que sepas que estoy muy enfadada contigo.
—Lo siento, nena.
—Me hiciste sentir muy mal.
—Lo siento, pequeña.
Vuelve a la carga.
Sus labios me besan el hombro desnudo. ¡Oh, Diosssss, cuánto me gusta!
Pero no. Debe probar su propia medicina. Se lo merece. Por ello, respiro hondo y digo:
—Vas a sentirlo, señor LANZANI, porque a partir de este instante cada vez que yo
me enfade contigo tendrás un castigo. Me he cansado de que aquí sólo castigues tú.
Sorprendido, me mira y frunce el ceño.
—¿Y cómo pretendes castigarme?
Me levanto del sillón.
¿No le gustan las guerreras? Pues allá voy.
Me doy una vuelta lentamente ante él, segura de mi sensualidad.
—De momento, privándote de lo que más deseas.
Iceman se levanta. ¡Oh, oh!
Su altura es espectacular.
Clava sus impactantes y azulados ojos en mí, e indaga:
—¿A qué te refieres exactamente?
Camino. Me observa y, cuando estoy tras la mesa, aclaro:
—No vas a disfrutar de mi cuerpo. Ése es tu castigo.
¡Tensión!
El aire puede cortarse con un cuchillo.
Su rostro se descompone ante mis ojos.
Espero que grite y se niegue, pero de pronto dice con voz gélida:
—¿Me quieres volver loco? —No respondo, y prosigue, ofuscado—: Has escapado de mí. Me has vuelto loco al no saber dónde estabas. No me has cogido el teléfono durante días. Me has dado con la puerta en las narices y anoche te vi sonriendo a otros tipos. ¿Y aún me quieres infligir más castigos?
—¡Ajá!
Maldice en alemán.
¡Guau, menuda palabrotaza que ha dicho! Pero al dirigirse a mí cambia completamente el tono:
—Cariño, quiero hacerte el amor. Quiero besarte. Quiero demostrarte cuánto te amo. Quiero tenerte desnuda entre mis brazos. Te necesito. ¿Y tú me estás diciendo que me prive de todo eso?
Se lo confirmo con mi voz más fría y distante.
—Sí, exactamente. No me tocarás ni un pelo hasta que yo te deje. Me has roto el corazón y, si me quieres, respetarás el castigo como yo siempre he respetado los tuyos.
PETER vuelve a maldecir en alemán.
—¿Y hasta cuándo se supone que estoy castigado? —pregunta, mirándome con intensidad.
—Hasta que yo decida que no lo estás.
Cierra los ojos. Inspira por la nariz y, cuando los abre, asiente.
—De acuerdo, pequeña. Si eso es lo que tú crees que debes hacer, adelante.
Encantada, sonrío. Me he salido con la mía. ¡Yupi!
Miro el reloj y veo que son las dos y media de la madrugada. No tengo sueño, pero necesito alejarme de él, o la primera que no cumplirá el absurdo castigo impuesto seré yo. Así pues, me desperezo antes de plantearle:
—¿Me dices dónde está mi habitación?
—¡¿Tu habitación?!
Con disimulo, contengo la risa que me gustaría soltar al ver su cara e insisto:
—PETER, no pretenderás que durmamos juntos.
—Pero...
—No, PETER, no —le corto—. Deseo mi propia intimidad. No quiero compartir la
cama contigo. No te lo mereces.
Asiente lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:
—Ya sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré en cualquiera de las que queden libres.
Sin mirarlo, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que él y yo utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. PETER ha puesto una cama enorme con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles blancos decapados y cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el techo y veo un ventilador. ¡Me encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi corazón bombea con fuerza.
¿Qué estoy haciendo?
Deseo que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a los dos, pero aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a él.
Tras dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de lo más sexy y sugerente. No me extraña que PETER me mire así. Con malicia sonrío y planeo meter más el dedito en la llaga. Quiero castigarlo. Abro la puerta, busco a PETER y lo veo parado frente a la chimenea.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Claro.
Consciente de lo que voy a pedir, me acerco a él, me retiro mi oscuro y largo pelo hacia un lado, y le solicito, mimosa:
—¿Podrías bajarme la cremallera del vestido?
Me doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y lo oigo resoplar.
No veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera. Noto su respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no arrancarme el vestido e incumplir el castigo.
—LALI...
—Dime, PETER...
—Te deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.
La carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.
No llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. Lo conozco.
Yo también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi objetivo.
—¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.
Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi oreja.
—Te deseo a ti.
¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo, apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:
—¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?
—Sí.
—¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.
—Sí.
Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más
dura apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.
—¿Te gustaría compartirme con otro hombre?
—Sólo si tú quieres, cariño.
Voy a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.
—Lo deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.
—Sí...
—Tú le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.
Noto cómo PETER traga con dificultad. Eso lo ha puesto cardíaco. A mí cardíaca no..., lo siguiente.
Y cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un respingo, me alejo de él y, mirándolo a los ojos, digo con todo mi pesar:
—No, PETER..., estás castigado.
Con coquetería me sujeto el vestido para que no se me caiga y me alejo.
—Buenas noches —me despido.
Me meto en mi habitación y cierro la puerta. Tiemblo. Le acabo de hacer lo mismo que él me hizo aquella vez en el bar de intercambios. Calentarlo para nada.
Ardor.
Excitación.
Calor..., mucho calor.
Me quito el vestido y lo dejo sobre una silla. Vestida sólo con el tanga negro, me siento a los pies de la cama y miro la puerta. Sé que va a venir. Sus ojos, su voz, sus deseos y sus instintos más primarios me han dicho que me necesita y lo que quiere.
Instantes después oigo sus pasos acercarse. Mi respiración se agita.
Quiero que entre.
Quiero que tire la puerta.
Quiero que me posea mientras me mira a los ojos.
Sin quitar la vista de la puerta oigo sus movimientos. Está dudoso. Sé que está fuera calibrando qué hacer. Su tentación soy yo. Lo acabo de calentar, de excitar, pero también soy la mujer a la que no desea defraudar.
El pomo se mueve, ¡oh, sí!, y mi vagina tiembla, deseosa de disfrutar de lo que sólo PETER me puede proporcionar. Sexo salvaje. Pero, de pronto, el pomo se para; mi decepción me hace abrir la boca, y más al oír sus pasos alejándose.
¿Se ha ido?
Cuando soy capaz de cerrar la boca, siento ganas de llorar. Soy una imbécil. Una tonta. Él acaba de respetar lo que yo le he pedido y, me guste o no, he de estar contenta.
Tardo horas en dormirme.
No puedo.
El morbo que me causa PETER es demasiado tentador para mí. Estamos solos en una preciosa casa, deseándonos como locos, pero ninguno de los dos hace nada por remediarlo

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